EL HOMBRE SALVAJE DE BORNEO

Los periódicos de la mañana estuvieron muy atareados con el asesinato de Daisy Goodwin. ¡SALUDO FINAL! ¡ASESINATO EN LA REVISTA! ¡ACTUACIÓN DEL PENTÁCULO! Evie estaba leyendo el artículo de portada del Daily News cuando Sam entró corriendo y sacudiendo por encima de su cabeza un papel que parecía un documento oficial.

—¡Tengo noticias!

Subió a toda prisa por la escalera de caracol metálica hasta donde se encontraba Evie, junto a las altas estanterías de la biblioteca, y se pavoneó como un gato que sabe que le espera un plato de su comida favorita.

—Vale. Morderé el anzuelo. ¿De qué demonios presumes tanto?

—He encontrado el registro de los impuestos de Knowles’ End.

Pasó las piernas por encima de la barandilla, se subió de un salto a la escalera deslizante y cogió impulso.

—¿Y desde cuándo te has vuelto tan diestro en las artes de la investigación?

—Bueno, confié en mi encanto —confesó Sam—. Te sorprendería lo voluntariosa que puede llegar a ser la chica de la oficina del registro.

Evie atacó los escalones de dos en dos hasta el primer piso y echó a correr junto a Sam mientras este se desplazaba por la escalera deslizante.

—¿Y bien? ¿Has descubierto algo interesante?

Sam le dio otro empujón a la escalera.

—Pues sí. A lo largo de los treinta últimos años, los impuestos los ha estado pagando una tal señora Eleanor Joan Ambrosio.

Hizo una pausa dramática.

Evie puso los ojos en blanco.

—¿Y?

—Ese nombre no me decía nada. Así que investigué un poco más. Ambrosio es su nombre de casada. Blodgett es el de soltera. ¿Te suena de algo?

—No.

Evie estiró una mano para agarrar la escalera, pero Sam volvió a coger impulso y la dejó con el brazo suspendido en el aire a medio camino. Era evidente que el chico estaba disfrutando con la situación, la joven se daba perfecta cuenta de ello.

—Mary White se casó con un tipo llamado Blodgett. Eleanor era su hija.

Evie seguía el ritmo de la escalera.

—¿Así que su hija mantuvo al día el pago de los impuestos de Knowles’ End? ¿Por qué?

—Eso es exactamente lo mismo que dije yo. ¿Ves? Pensamos igual.

—¿Quieres bajar de ahí, por favor? Me estás mareando.

La chica detuvo la escalera con brusquedad y Sam descendió de un salto.

—Ay, muñeca. Qué cosas tan dulces dices.

—Sam, te lo advierto. Tú podrías ser la próxima víctima.

El muchacho se acomodó en una silla y puso las botas sobre la mesa. Se colocó ambos brazos detrás del cuello y los codos doblados le sobresalían uno a cada lado de la cabeza, como si fueran alas.

—Fue bastante ingenioso por mi parte pensar en el registro de los impuestos, aunque esté mal que sea yo mismo quien lo diga.

—Cuando termines de felicitarte, ¿podrías explicármelo?

—Me pareció raro. Si la hija heredó la vieja casa, ¿por qué quedársela? ¿Por qué no venderla y sacar algo de pasta? ¿Por qué aferrarse a tal engendro?

Volvió a guardar silencio.

—¿Vas a tenerme toda la noche en suspense?

Sam esbozó una gran sonrisa picarona.

—¿Toda la noche?

—¡Venga, sigue!

Sam empujó la silla hacia atrás y comenzó a balancearse ligeramente sobre sus patas traseras.

—Indagué un poco más y descubrí un documento con una oferta de una agencia inmobiliaria para comprar la casa. Al parecer pensaban que su emplazamiento era perfecto para una vivienda elegante, y además estaban dispuestos a pagar bien por ella. Pero la oferta fue rechazada, con la firma de la legítima propietaria, la señora Mary White Blodgett.

Se metió una uva en la boca y dejó que sus palabras calaran en Evie.

—¿Nuestra Mary White? ¿La antigua amante de John Hobbes?

—Sí. La misma.

A Evie se le aceleró el ritmo cardíaco.

—¿Cuánto tiempo hace que se realizó la oferta?

—Tres meses.

—¿Mary White está viva? —preguntó la joven con los ojos abiertos como platos.

—En efecto. Vive en una de esas chozas de Coney Island y aún se aferra a esa casa de lo alto de la colina.

—¿Y por qué haría algo así, me pregunto?

—Tal vez deberíamos averiguarlo.

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Mary White Blodgett vivía en la avenida Surf, en un bungaló azotado por el viento y el salitre con vistas a la montaña rusa Thunderbolt. La hija de la señora White, Eleanor, recibió a Will y a Evie en la puerta, ataviada con ropa de estar por casa y el pelo recogido con pinzas.

—¿Señora Ambrosio? —preguntó Will.

—¿Quién quiere saberlo?

—¿Cómo está? Soy William Fitzgerald. Del museo. Hemos hablado por teléfono.

Una breve chispa de reconocimiento brilló en los ojos de la mujer.

—Ah, sí. Es cierto. Mi madre es una mujer mayor y está muy enferma. Así que no la pongan nerviosa.

—Por supuesto —dijo Will, y se quitó el sombrero.

La señora Ambrosio los guio a través de una sala de estar atestada de cajas de bombones vacías y de una colección de botellas de jarabe que aún no habían logrado llegar al cubo de la basura. La casa olía a cerveza rancia y salitre.

—Es el día libre de la chica de la limpieza —dijo, y resultó difícil distinguir si se trataba de humor negro o de una excusa… o tal vez de ambas cosas—. Esperen un minuto aquí, en la cocina.

Evie se cuidó mucho de no tocar nada. Ni siquiera quería estar allí, así que sentarse le apetecía todavía menos. Sobre la caótica mesa de la cocina, un bote con la etiqueta MORFINA se encontraba peligrosamente cerca de otro con las palabras VENENO PARA RATAS. Una jeringuilla sucia descansaba sobre un puñado de algodón manchado de sangre.

La señora Ambrosio desapareció tras una cortina, pero su voz se oyó alta y chillona:

—¡Madre! Estas personas han venido a verte para preguntarte por el señor Hobbes.

La señora Ambrosio reapareció de repente y trasladó los botes a un armario a toda prisa. Luego, cerró la puerta de la alacena.

—A veces tenemos ratas —explicó—. Como les he dicho, está muy enferma. Disponen de quince minutos. Luego tiene que echarse la siesta.

Tras la cortina, la habitación de Mary White parecía una tumba. Las persianas estaban bajadas, pero el resplandor del sol de la playa se filtraba por los bordes. La anciana estaba sentada en la cama, recostada sobre una almohada. Llevaba un gorro de dormir y una sucia capita de seda color melocotón. Bajo la frágil piel de sus brazos, las venas azules y grisáceas se elevaban como una cordillera nudosa sobre los pliegues de un viejo mapa.

—Quieren preguntar sobre mi John —dijo con la voz débil y la respiración trabajosa.

—Sí, señora Blodgett. Gracias.

El tío Will ocupó la única silla disponible, y aquello obligó a Evie a sentarse en el borde de la cama. La mujer olía a mentol y a algo empalagosamente dulce, como a flores muertas. La muchacha quiso salir disparada de la casa y correr hacia la luz cegadora de la playa.

—¿Conocieron a mi John?

Mary White sonrió y dejó al descubierto unos dientes a medio camino entre el gris y el marrón.

—No. Me temo que no —contestó el tío Will.

—Era un hombre encantador. Me regalaba un clavel todas las semanas. A veces blanco, a veces rojo. O rosa, los días especiales.

Evie se estremeció. Hasta donde ellos sabían, John Hobbes había sido de todo menos un hombre encantador. Había asesinado a mucha gente y les había robado partes del cuerpo. Había aterrorizado y probablemente matado a Ida Knowles. Y si estaban en lo cierto, su espíritu había regresado para terminar un ritual macabro y provocar una destrucción terrible.

—Sí. Bueno. ¿Podría hablarnos de las creencias de John? —preguntó Will—. Sobre el culto de los Hermanos y…

—¡No era un culto! —exclamó la mujer entre toses. Evie la ayudó a beber un poco de agua de un vaso mugriento—. Intentaron que pareciera algo diabólico. Pero no lo era. Era hermoso. Éramos buscadores que manifestaban la esfera espiritual en este plano. Jefferson, Washington, Franklin… Hombres ilustrados, los fundadores de nuestra gran nación… Ellos conocían los secretos de los antiguos. Secretos que ni siquiera conocían los masones, en sus logias sagradas. Pretendíamos liberar las mentes de la gente, librarlos de sus grilletes. El mundo que conocemos moriría, y en su lugar nacería uno nuevo. Esa era nuestra misión… el renacimiento. John lo sabía.

—¿Qué hay del huésped que desapareció? ¿Y de la sirvienta? —insistió Will.

—Mentiras —escupió Mary—. El huésped se marchó sin pagar el alquiler. La sirvienta fue una desvergonzada. Se fue a ver a su hermana y no se molestó ni en despedirse.

—¿Y qué pasó con Ida Knowles?

—¿Ida? —Mary se pasó la mano por la boca y comenzó a mirar a su alrededor, como si buscara algo—. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —dijo elevando la voz—. ¡Yo no he dicho que quisiera recibirlos!

Evie cogió las manos frías y delgadas de Mary White entre las suyas.

—Comprendo muy bien lo que quiere decir respecto al señor Hobbes —comenzó—. Los puritanos piensan que nosotras, las flappers, somos moralmente indecentes. Pero tan solo intentamos vivir la vida al máximo. —Evie miró a Will, que le hizo un ligero gesto de asentimiento para que prosiguiera—. Vamos, que apuesto a que si el señor Hobbes estuviera hoy aquí, se le consideraría un hombre moderno.

La señora White sonrió. Tenía dos dientes completamente podridos. Le puso una mano húmeda a Evie sobre la mejilla.

—Usted le habría gustado. A John siempre le gustaron las caras bonitas.

Evie consiguió contener el grito que se le había formado en la garganta.

—Solo tengo curiosidad, si no le importa que se lo pregunte, por saber por qué sigue aferrada a Knowles’ End. Estoy segura de que podría haber ganado una fortuna si la hubiese vendido.

—Nunca haría algo así.

—Claro que no. —Evie mostró su conformidad asintiendo con vehemencia—. Solo me gustaría saber por qué.

—Para que John tenga un lugar al que regresar. Dijo que era muy importante. «Nunca vendas la casa, Mary, o no podré volver a ti».

Evie sintió que un escalofrío le recorría la columna.

—Pero ¿cómo?

Mary White apoyó la cabeza en el almohadón de satén desgastado y miró hacia la luz que se filtraba por los bordes de la ventana.

—Johnny no me lo contaba todo. Solo él entendía el plan infinito del Todopoderoso. Su cuerpo estaba ungido, ya sabe, como una obra de arte… La Venus de Botticelli, el David de Miguel Ángel. Marcas, por todas partes. Las llevaba como una segunda piel.

—¿Por qué?

—Todo era parte del plan. Él regresaría. Renacería. Una resurrección. Y, una vez renaciera, traería el fin. El mundo se purificaría con fuego. Él lo gobernaría como un dios. Y nosotros estaríamos a su lado. —Se echó a reír; fue una carcajada como de colegiala, completamente incoherente con su rostro ajado—. Me llamaba su Dama del Sol. Oh, era un príncipe. Tome. —Con gran esfuerzo, Mary abrió el cajón de su mesilla de noche y sacó una minúscula caja negra—. Ábrala.

Sobre el terciopelo negro, descansaba una gruesa alianza de oro deslucida por el tiempo.

—Es muy bonita —dijo Evie.

—Era de él —susurró la anciana en tono conspirativo—. Yo se la regalé. Marido mío, lo llamaba, aunque aún no estuviéramos casados. La llevó puesta casi hasta el final, mi Johnny.

A Evie le ardían los dedos de deseo por tocarla, por leerla. Le pertenecía a él. A John Hobbes.

—Guárdela otra vez, si me hace el favor —le pidió la señora Blodgett.

A regañadientes, Evie cerró la caja.

—Vaya, señora Blodgett, es imposible que así esté cómoda. ¿Doctor Fitzgerald? ¿Podría ayudarla a colocarse en una posición más cómoda, por favor?

Will pareció sentirse desconcertado durante unos instantes, pero enseguida empezó a tratar de ayudar a la anciana, que se lo puso bastante difícil. Aprovechando la distracción, Evie se guardó la alianza en el bolsillo con premura, y luego guardó la caja en su sitio y cerró el cajón.

—Así. Mucho mejor, ¿verdad?

—Sí, gracias —contestó Mary como si hubiera sido a ella a quien se le había ocurrido la idea. Luego continuó—: Pero tenía que preparar al mundo. Purgarlo del pecado. Hacerse cargo de él, como un sabio. Comerse el pecado del mundo. —A Mary White se le llenaron los ojos de lágrimas—. Lo mataron. A mi Johnny. Era tan hermoso… y lo mataron. ¡Filisteos! Filisteos. —Volvió a toser, y Evie la ayudó a beber de nuevo—. Nunca le hizo daño a nadie. La gente se sentía atraída hacia él… Especialmente las mujeres. —La anciana sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo a Evie. La mera idea de tocar a John Hobbes hizo que a la joven se le revolviera el estómago—. Me duele. ¿Dónde está Eleanor con mi medicina? Estúpida. Siempre se retrasa.

—Sí, sí —la tranquilizó Evie—. Le daremos su medicina dentro de un momento. Pero sigo teniendo curiosidad por otra cosa. ¿Mencionó el señor Hobbes en alguna ocasión un ritual para contener a un espíritu, o para devolverlo al otro mundo una vez que hubiera concluido su tarea?

Mary White frunció el ceño.

—No. ¿Puede llamarla para que me traiga mi medicina?

—Claro que sí. Y el señor Hobbes llevaba un colgante especial, ¿verdad?

—Sí —contestó la anciana con la voz debilitada por el dolor—. Siempre.

—¿Y dónde está ese colgante ahora?

—¿El colgante?

Mary White tenía la mirada perdida, y Evie se temió que no obtendrían a tiempo la información que necesitaban.

—¿Se lo dio a usted? —insistió—. ¿Como un regalo de enamorados, tal vez?

—Ya se lo he dicho, él lo llevaba siempre encima —le espetó la mujer—. Lo tenía puesto cuando murió. Lo enterraron con él. ¡Eleanor! ¡Mi medicina! —gritó la señora White.

—Lo enterraron en una fosa común. Habrá desaparecido hace tiempo —le dijo Will a su sobrina en voz baja.

—¡No, no, no! Nada de fosas comunes para mi Johnny —lo corrigió Mary White, que parecía conservar el oído mucho mejor que la memoria.

—Le ruego que me perdone. Creía que…

—Pagamos a un guardia para que nos diera el cadáver. Siguiendo sus deseos, enterramos a Johnny en su casa.

—¿En Brooklyn o en Knowles’ End?

—No —repuso la mujer con enfado—. En su verdadera casa.

—¿Y dónde estaba? —quiso saber Evie.

—Pues en Brethren, querida. Arriba, en la vieja colina, con los fieles.

Evie tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas a su alrededor. Oyó su voz como en la lejanía.

—¿El señor Hobbes era de Brethren?

—Sí. Por supuesto.

—Pero no hubo supervivientes en aquel incendio —señaló Evie.

—Solo uno. ¿Podría pasarme esa caja de sombreros, querida?

Evie cogió la caja de la cómoda. Mary White metió la mano dentro y quitó un fondo falso para dejar al descubierto un libro de himnos forrado de cuero. Del interior de sus finísimas páginas, sacó un trozo de papel más pequeño, doblado, y se lo pasó a Evie.

Era un certificado de nacimiento del pueblo de Brethren, fechado el 6 de junio de 1842: Yohanan Hobbeson Algoode, hijo del pastor John Joseph Algoode y Ruth Algoode (fallecida durante el parto).

—Qué gran sacrificio hicieron por él, el elegido.

La cortina se abrió de golpe. En el umbral, la hija de Mary White llevaba la jeringuilla en una mano y un trozo de goma en la otra.

—Te estaba esperando —ladró la anciana—. Quieres que sufra, ¿verdad? Ay, qué bien vivía antes.

—Sí, sí, cuando vivías en la mansión de la colina. Ya lo sé. Si no hubieras seguido pagando los malditos impuestos de esa vieja casa, no tendríamos que vivir en este agujero apestoso. ¿Lo has pensado alguna vez?

Mary White gruñó cuando su hija le clavó la aguja en la maltrecha doblez del brazo y luego soltó la goma. Un instante después, los ojos de la anciana resplandecieron a causa de la morfina.

—Está de camino, ¿saben? —Sus palabras se iban tornando espesas—. Dijo que volvería a por mí y lo esperé. Lo he mantenido todo tal y como estaba para él. Dijo que volvería y yo sabía que lo haría. —Se le pusieron los ojos vidriosos—. Qué hombre tan maravilloso.

La morfina le cerró los párpados y Evie y Will se marcharon.

De nuevo a salvo bajo la brillante luz del sol, ambos avanzaron deprisa entre las familias que paseaban junto a la playa.

—¡Claro! —exclamó Will.

Se había parado ante un colorido cartel que anunciaba al «Hombre salvaje de Borneo». Justo delante de la carpa, un hombre vestido con la chaqueta roja de un maestro de ceremonias circense y un sombrero de copa tentaba a los curiosos a «Entrar y ver al salvaje… ¡parte monstruo, parte hombre!». Tras ellos, la montaña rusa trepaba por la pendiente con un continuo clic clic clic antes de dejarse caer y comenzar a girar. Sus ocupantes gritaban con una mezcla de miedo y placer. Era el último viaje del año antes de que las atracciones del paseo marítimo cerraran hasta el verano siguiente.

—Claro —repitió Will como amonestándose a sí mismo—. Ahora todo tiene sentido.

—Estupendo. ¿Podrías explicármelo a mí?

—Yohanan es la forma hebrea de John. John Hobbeson Algoode. John Hobbes —dijo Will—. John Hobbes el Travieso era el hijo del pastor Algoode… el elegido. La Bestia vaticinada, destinada a despertar. Ha vuelto para terminar el trabajo de su padre, para traer el infierno a la tierra.

Habían comenzado a andar de nuevo, y las palabras de Will brotaban a la misma velocidad que avanzaban sus pasos.

—Mary ha dicho que tenía que comerse el pecado del mundo. Hacerse cargo de sus pecados. Por eso se lleva partes de las víctimas, en concordancia con las marcas. Ingiere trozos de sus cuerpos. Es magia antigua, la idea de que comerte partes de tus enemigos te hace más fuerte. Así no pueden vencerte. Dos, por favor… ¡con salsa de pepinillos!

Will se había parado delante de un puesto de perritos calientes. Se sacó del bolsillo dos monedas de cinco centavos y se las dio al chico de detrás del mostrador, que a cambio le entregó dos perritos. Le pasó uno a Evie, que lo cogió con torpeza.

—Uf —dijo poniendo cara de asco ante la comida—. De verdad, tío…

Will engulló el suyo sin dejar de hablar.

—En el caso de John, lo está ayudando a manifestarse. Le está dando fuerzas.

Evie probó un pequeño mordisco de su perrito. Le resultó sorprendentemente delicioso, y se dio cuenta de que ni siquiera la charla sobre canibalismo podría evitar que lo devorara.

—Si ese colgante es su vínculo con este plano, su protección, lo único que tenemos que hacer es destruirlo, y así acabaremos con su conexión con este mundo. ¿Me equivoco? —le dijo a su tío.

—Parece lógico.

—Pero nos ha dicho que lo enterraron con él.

—Sí —admitió Will, y se paró a pensar—. Será desagradable.

Evie se detuvo con un trozo de perrito a medio masticar en la boca.

—No puedes decirlo en serio. —Miró a su tío con fijeza—. Ay, madre de Dios, ¡lo dices en serio!

Will tiró a la papelera el envoltorio de su perrito caliente.

—Vamos a ir al norte del estado, a Brethren. Y vamos a necesitar una pala.

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Jericho regresó al Bennington de vuelta de la oficina de registros, adonde lo había enviado Will, y ni siquiera se molestó en quitarse el abrigo.

—¡La he encontrado! ¡La documentación!

Se la pasó a Will y le hizo un forzado gesto de saludo a Sam, que estaba sentado a la mesa del comedor con Evie.

—Sam. Te has quedado hasta tarde.

—Solo estoy haciéndole compañía a Evie —comentó el joven, y le dedicó a Jericho una sonrisa triunfante.

Will leyó el documento en voz alta:

—«Yohanan Hobbeson Algoode fue trasladado al Orfanato Madre Nova, donde fue admitido el 10 de octubre de 1851. Las entradas del director sobre él son breves, pero hablan de un Yohanan Algoode tranquilo pero malhumorado. Mojaba la cama. Era arrogante y propenso a los pequeños actos de crueldad. Cuando lo llevaban ante el director como castigo, se limitaba a decir: “Soy el Dragón Antiguo, el elegido del Señor nuestro Dios”. Los otros niños lo rehuían. Se llamaba a sí mismo la Bestia. Tras dos intentos frustrados, Yohanan consiguió escaparse durante el verano de 1857. No existe más documentación».

—Así que sabemos que es él. Pero seguimos sin saber cómo vamos a ponerle freno —comentó Jericho, que al fin se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero—. La última página del Libro de los Hermanos, la que incluía el conjuro para contener y destruir a la Bestia, está arrancada. Y tú mismo dijiste que tenemos que enfrentarnos a él siguiendo sus propias creencias. Pero ¿cómo vamos a encontrar esa información a tiempo? El cometa llegará dentro de dos días.

—Tengo que enseñaros algo.

Evie desenvolvió el pañuelo que ocultaba el anillo de John Hobbes.

—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó Will. Su sobrina asintió—. Esto se está convirtiendo en una costumbre, Evangeline.

—Will, si puedo verlo, comprenderlo, iremos un paso por delante de él.

—¿Crees que es una buena idea, muñeca? —preguntó Sam—. Ese tipo es un asesino.

—Y un fantasma —añadió Jericho.

—¿De qué sirve tener este poder si no lo utilizo?

—Reconozco tu valor, pero cuestiono tu cordura —dijo Sam.

Will se acuclilló junto a la chica.

—Evie, esto no es un truco de entretenimiento. Esa alianza pertenece a la mismísima Bestia.

—Lo entiendo.

—Entra, consigue lo que necesitamos y sal —le aconsejó su tío. Evie asintió—. Daré tres palmadas para ayudarte a volver. Si en cualquier momento sientes que estás en peligro…

—No me gusta como suena esto. ¿A ti qué te parece, Grandullón? —murmuró Sam.

—… dirás una palabra clave. Acordémosla ahora.

—¿Qué tal «no»? —dijo Sam—. ¿O «chorradas»? ¿O «para»?

—«James» —dijo Evie—. La palabra clave es «James».

Will asintió.

—Muy bien.

—Evie, ¿estás segura de que quieres hacerlo? —preguntó Jericho.

—To-tal-men-te. —La chica trató de esbozar una sonrisa. Las manos le temblaban de aprensión y entusiasmo; entrar en trance era más emocionante que una mesa de primera fila en el club nocturno más exclusivo—. Pónmelo en la mano, por favor.

—Esto no me gusta nada —masculló Sam, pero aun sí le entregó la alianza.

Evie la apretó con fuerza en una mano y se puso la otra encima, como un sello. Le llevó un instante encontrar el ritmo, pero pronto comenzó a retroceder en el tiempo en su mente.

—Veo una ciudad con las calles embarradas… —dijo Evie desde el trance—. Caballos y carros. No puedo… Se está acelerando…

—Concéntrate. Respira —la guió Will.

Evie respiró hondo tres veces y la imagen se estabilizó.

—Hay mucha gente, y un predicador…

Un hombre alto, de barba espesa y vestido con un traje negro se había encaramado a una caja de fruta dada la vuelta para predicar a las afueras de una ciudad pequeña. A su alrededor se había congregado una multitud. Muchos se mofaban de él. Evie percibía sus caras sonrientes como rostros casi satánicos. Pero el predicador no se detenía. De hecho, con las risas su voz se hizo más fuerte.

—Debes armarte para que cuando llegue el día del juicio, cuando la Bestia haga recaer la justicia de Dios sobre los pecadores, te cuentes entre los números del Señor y te salves. ¡Preparad las paredes de vuestras casas con sus marcas para abrirle paso a su sagrada venida y ungid vuestra carne para ser testigos de su gloria! —rugió el predicador.

A su lado había un niño pequeño, de no más de nueve o diez años, con la cara pálida y unos impresionantes ojos azules.

El muchacho levantó un libro con las tapas de cuero.

—¡Esta es la Palabra del Señor! ¡El Evangelio de los Hermanos!

Alguien lanzó un tomate que impactó contra la cara del predicador y, al estallar, le manchó el traje de pulpa. Todo el mundo se echó a reír. El hombre se limpió la cara con un pañuelo sin detener su apasionado sermón. Pero el niño le lanzó una mirada asesina al que había tirado el tomate, y hubo algo en su expresión que silenció de inmediato las carcajadas del agresor.

—¿Evie? —preguntó Will, pues la chica se había quedado callada.

—Sí. Estoy aquí —contestó ella—. Está cambiando. Veo carromatos junto a un río. Hace frío. El aliento del predicador forma pequeñas nubes de vaho cuando sale de su boca. Están rezando…

En su mente, vio al reverendo Algoode levantar las manos al cielo al dirigirse a su pequeña congregación.

—Sois los elegidos, los fieles, los Hermanos…

—«El ángel del Señor se me apareció en los cielos como un rayo de fuego y me ordenó que apartara nuestro camino de la corrupción del viejo mundo y construyera un nuevo y piadoso cuerpo celestial en este país… —repitió Evie—. La Sangre del Cordero corre por nuestras venas, y con la sangre venceremos a nuestros enemigos y llevaremos a cabo la verdadera misión de Dios en la tierra».

La conexión titubeó durante un instante y luego Evie comenzó a caer de nuevo. Se concentró cuanto pudo y vio los pies del niño mientras corría entre las hojas, oyó las sacudidas de su respiración. Se tumbó junto a la orilla del río y observó las nubes perezosas del cielo y, durante un instante, Evie sintió su soledad y sus dudas. Un ciervo salió de entre los árboles, husmeando en busca de comida. Levantó la cabeza, y el niño le tiró una piedra. Rompió a reír cuando el ciervo se asustó y echó a correr hacia el bosque.

—Evie, ¿dónde estás?

—Dentro de la iglesia, creo —contestó despacio mientras la imagen volvía a cambiar.

El niño de los ojos azules estaba desnudo hasta la cintura y atado a una silla. Los fieles lo rodeaban. Se retorcía en su asiento y no apartaba la mirada del predicador, que hacía girar un hierro candente entre las brasas de una estufa. Había doce hierros en total: un pentáculo y uno por cada una de las once ofrendas.

—Vuestra carne debe ser fuerte. El señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos —dijo el predicador.

Apartó el hierro candente del fuego y se lo acercó al niño, que gritaba y gritaba sin parar.

—Oh, Dios —dijo Evie.

No era consciente de que las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—Will, haz que pare —le pidió Jericho.

—Yo estoy con el Gigantón —se sumó Sam.

Will dudó.

—Solo un poco más. Estamos cerca.

Sam no quiso esperar.

—Eh, muñeca. Hora de salir a coger aire. ¿Me oyes?

—¡He dicho que un poco más! —le espetó Will.

La mente de Evie se alejó del miedo del muchacho. Durante unos momentos, dio violentos tumbos entre una rápida cascada de imágenes. Se forzó a respirar y mantener la calma, a no huir. Pronto, las escenas volvieron a ralentizarse en su mente.

—Estoy bien —dijo con voz calmada—. Estoy bien.

El niño estaba sentado junto al río con el Libro de los Hermanos abierto por la última página. A Evie se le aceleró el corazón al intentar verla.

—La página que falta. La tengo —dijo, y su tío se apresuró a coger una pluma—. «A esta vasija confino tu espíritu. Al fuego encomiendo tu espíritu. A la oscuridad te arrojo, Bestia, para que no despiertes nunca jamás».

El joven John Hobbes arrancó la página del libro, la hizo pedazos y los lanzó al río.

—Lo tenemos, Evie. Ya puedes parar —dijo Will.

La chica nunca se había adentrado tanto en el trance. Solo era vagamente consciente de las voces de los de fuera, como si formaran parte de una conversación que se desarrolla en otra sala cuando estás a punto de quedarte dormido. Aquella sensación era casi como una droga, y no estaba preparada para abandonarla.

—Ahora estoy en otro sitio —dijo desde su ensueño.

Se sorprendió andando sobre una gruesa alfombra de hojas empapadas, en un bosque azul grisáceo, en dirección a un campamento. Hombres y mujeres de rostros sombríos y vestidos con ropas sencillas salían de sus modestas cabañas de troncos y se encaminaban con sus hijos hacia un granero de listones blancos pintados con los mismos símbolos mágicos que John Hobbes había garabateado al final de todas sus notas. Y allí, en la puerta, estaba el emblema de la estrella de cinco puntas y la serpiente.

—El Pentáculo de la Bestia —murmuró.

—Evie, voy a dar las palmadas —anunció Will.

Lo hizo, pero la chica se sumió aún más en su estado. Había quedado fuera del alcance de su tío.

En su trance, siguió a los demás hasta el interior de la iglesia. Las mujeres se sentaron a un lado, en unas sillas sencillas, con los niños a sus pies, y los hombres al otro. Con el rostro sombrío, el pastor Algoode se situó al frente, con su hijo al lado.

—Ha llegado la hora. He oído en la ciudad que las autoridades están cabalgando ahora mismo hacia Brethren para detenernos. Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen. Sí, ¡ha llegado el momento de que el elegido comience su viaje!

—¡Aleluya! —gritó una mujer con las manos levantadas hacia el cielo.

—¡Ha llegado la hora de que comience el ritual! ¡De que la Bestia se despierte y los pecadores sean juzgados!

—¡Aleluya! —exclamaron varias voces.

—Somos los fieles. Debemos ser fuertes. El Señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos. —El pastor Algoode abrió el libro y buscó la página que necesitaba—. «Y oí la voz del ángel como la voz de un trueno que decía: “Ninguno de los fieles entrará en el reino del Señor si no ha purificado antes su carne con aceite y las llamas del cielo. Su sacrificio será el primero, el sacrificio de los fieles, y la Bestia les arrebatará el libro y se impregnará en el humo de su diezmo. Así se realizará la primera ofrenda y comenzará el ritual”». ¡Aleluya!

El pastor Algoode puso en circulación dos recipientes y los fieles se vertieron su contenido por encima. Evie percibió el fuerte olor a queroseno. Se le aceleró el pulso. El pastor Algoode le puso el colgante alrededor del cuello a su hijo y le colocó una mano sobre la frente.

—Come de nuestra carne y hazla tuya. Así habló el Señor. Ve. Haz lo que debas. Encuentra una morada y conviértela en sagrada. Prepara las paredes de tu casa. No olvides honrarnos con ofrendas.

Serena y silenciosamente, el niño salió del cobertizo y lo cerró desde el exterior. Al otro lado de la puerta, el pastor Algoode continuó rezando mientras la congregación entonaba un himno lastimero. Evie olió el humo. Por las grietas de las paredes salían volutas negras. Las llamas lamían el tejado. El niño se mantuvo firme, también rezando, y dejó que el humo le llenara los pulmones.

—El Señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos —repetía una y otra vez.

En el interior, los niños gritaban y tosían. Las mujeres intentaban que la canción no decayera. El dolor ahogaba la voz del pastor Algoode, convertía sus oraciones en un grito aterrador. Evie quería marcharse, pero no podía. No era capaz de ordenarle a su mano que soltara la alianza, y tampoco conseguía recordar la palabra clave. Estaba demasiado sumida en el trance, y no tenía ni idea de cómo salir o pedir ayuda. Los chillidos habían quedado reducidos a gemidos aislados. El tejado se desplomó. El humo. Evie tosió, se estaba asfixiando. Voces desde el bosque… alguien se acercaba montaña arriba. El niño separó los párpados de inmediato. Durante un segundo, Evie creyó ver llamas reflejadas en el frío cristalino de aquellos ojos. El muchacho se encaminó lentamente hacia los bosques y hacia la voz de un hombre que llamaba a gritos. De pronto se detuvo y se volvió hacia Evie. La expresión de su cara —calmada, fría, cruel— hizo que a la chica se le desbocara el corazón. ¡La estaba mirando directamente a los ojos!

—Te veo —dijo, y su voz no era la de un niño; era algo terrible, más animal que humano—. Te estoy viendo ahora mismo.

—Ja… James —susurró Evie, que de pronto se acordó de la palabra clave—. Socorro. James.

Lo siguiente que recordaba era que Jericho la sacudía agarrándola por los hombros. Evie seguía con los dedos apretados, pero el anillo había desaparecido; Sam se lo había arrebatado.

—¡Evie! —gritó Jericho—. ¡Evie!

Angustiada, cogió una gran bocanada de aire, como una mujer a punto de ahogarse que logra salir a la superficie del lago.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios!

—¡Deberíamos haber parado, Will! —rugió Jericho.

—No pasa nada —dijo Will con un tono de voz mecánico.

—Lo he visto. He visto a la Bestia. ¡Es terrible! ¡Terrible!

La chica tuvo una arcada, pero no vomitó. Comenzó a dolerle la cabeza y se le empañó la visión.

—Voy a traerle un poco de agua —dijo Sam, que corrió hacia la cocina.

Evie se aferró al borde del escritorio para recuperar el equilibrio a pesar de que estaba sentada. Tenía las mejillas pálidas y la frente empapada en sudor. La habitación daba vueltas a su alrededor.

—Me… me ha mirado. ¡Directamente a los ojos! Me ha dicho: «Te veo, te veo».

—¿Qué demonios quiere decir eso? —preguntó Sam.

Había vuelto con un vaso de agua e intentaba hacer que Evie bebiera, pero era imposible.

—No pasa nada —dijo su tío, inquieto.

—¡Claro que pasa! No puedes hacerle esto. No es un experimento —le espetó Jericho a un sorprendido Will.

El muchacho cogió a la chica en brazos, la llevó a su habitación y la depositó sobre la cama.

Evie nunca se había encontrado tan mal. Mientras yacía entre las sábanas empapadas de sudor en su habitación en penumbra, parecía que iba a estallarle la cabeza, y el estómago se le retorcía una y otra vez. Los ruidos le retumbaban en el cráneo. Era vagamente consciente de que estaba teniendo otra vez la pesadilla sobre James, pero aquellas imágenes se mezclaban como en un caleidoscopio con las que había obtenido de la alianza de John Hobbes, hasta que ya no podía estar segura de qué estaba sucediendo en realidad. En un momento dado, vio a John el Travieso jugando al ajedrez con James en el campo de batalla, y la gramola giraba a tal velocidad que la canción parecía una broma. También vio a Henry, corriendo entre los árboles, buscando a gritos a alguien llamado Louis. Había una mujer en la linde del bosque, en camisón y con una máscara de gas. Se quitó la máscara y Evie vio que era la señorita Addie. «Qué decisión más terrible», dijo al tiempo que el cielo se iluminaba y las primeras oleadas de la explosión se acercaban a todos ellos.

A las nueve y media de la noche, Evie se despertó con una sed horrible. Se tambaleó hasta la cocina y vio que la luz del tío Will seguía encendida. La puerta estaba abierta, pero ella llamó con suavidad de todos modos.

—¿Cómo te encuentras? —la saludó Will.

—Mejor. —Evie se sentó en una silla incómoda. Parecía haber sido diseñada para que el visitante no se acomodara—. ¿Qué ha pasado antes, al final?

—Has establecido una conexión psíquica con él. Tú podías verlo a él, y él también a ti. Ese es uno de los peligros de tu don: puedes abrirte al otro lado. —Will unió las yemas de los dedos de ambas manos y comenzó a golpearse la barbilla con ellas suavemente—. ¿Conoces la historia de las hermanas Fox de Hydesville, Nueva York?

—¿Cantan en la radio?

Una sonrisa curvó brevemente los labios de Will.

—No había radio a mediados del siglo XVIII. Las hermanas Fox vivían en Hydesville, Nueva York, en una casa que, según los rumores, estaba encantada. Las dos hermanas más jóvenes, Maggie y Kate, aseguraban estar en comunicación con el mundo de los espíritus. Formulaban preguntas y un espíritu, al que llamaban señor Splitfoot, les contestaba mediante golpecitos. —Will aporreó el escritorio con los nudillos a modo de ejemplo—. Se convirtieron en toda una sensación durante el período del Espiritualismo, y dirigieron sesiones de espiritismo para muchas personas famosas.

—Eso es lo que pasa cuando no hay transistores —comentó Evie.

—Sí, bueno, más adelante, las muchachas cambiaron de parecer. Se volvieron religiosas y confesaron que su comunicación con los espíritus no había sido más que un fraude elaborado, que los golpecitos los daban ellas con los dedos de los pies. Las hermanas pasaron una mala época. Se dieron al alcohol; algunos decían que bebían para atenuar los fenómenos paranormales.

Evie se observó el dedo gordo del pie mientras jugueteaba con él sobre el pelo de la alfombra.

—¿Esta historia tiene moraleja?

—Un año más tarde, Margaret Fox se retractó. Volvió a cambiar de opinión. Le dijo a todo el mundo que las cosas habían sucedido tal y como habían dicho en un principio. Yo la creo. Me parece que las hermanas estaban asustadas, así que lo dejaron y renunciaron a todo. Fue como si le dijeran a los espíritus inquietos: «Idos. Estamos cerradas a vosotros». Y mucho después de que murieran, se encontró un esqueleto humano en el sótano de su casa de Hydesville.

Will amontonó los recortes de periódico esparcidos por el escritorio. Probablemente llevara horas estudiándolos, pensó Evie.

—¿Por qué está ocurriendo esto ahora? —quiso saber la joven.

Will volvió a unir las yemas de los dedos.

—No lo sé. Algo llama a John Hobbes y sus semejantes. Algún tipo de energía. Los espíritus se sienten atraídos por los cambios de energía sísmica, el caos y las revueltas políticas, los movimientos religiosos, la guerra y los inventos, la industria y la innovación. Se dijo que hubo muchas apariciones de fantasmas y fenómenos inexplicables durante la Revolución americana, y también durante la guerra civil. Este país está fundado sobre cierta tensión. —Presionó un puño contra el otro—. Hay un dualismo inherente a la democracia… Fuerzas opuestas que se empujan la una a la otra, siempre. Choques culturales. Sistemas de creencias distintos. Todos se unieron para crear este país. Pero ese equilibrio requiere gran cantidad de energía… y, como ya he dicho, los espíritus se sienten atraídos por la energía.

Apoyó las manos sobre el escritorio.

—¿Podemos pararlo?

—Creo que sí. —Will esbozó una leve sonrisa—. Por la mañana, iremos en coche hasta Brethren y exhumaremos su cuerpo para quitarle la fuente de su poder en este plano, el colgante.

—¿Y entonces qué?

—Entonces lo traeremos de vuelta al museo, donde podemos crear un círculo protector. Utilizando el hechizo, atraparemos su espíritu en el colgante y luego lo destruiremos antes de que el cometa de Salomón pase sobre nuestras cabezas.

Evie sintió que Will la miraba con nuevo aprecio.

—Hoy has sido muy valiente, Evangeline.

—Sí, ¿verdad?

—Muy valiente. Es una característica familiar, ya sabes.

Evie se sintió mucho mejor tras las palabras de Will. Se le había asentado el estómago y notaba la cabeza más ligera. Se sorprendió mirando la única fotografía que había sobre el escritorio de su tío, la de la mujer misteriosa que había visto cuando leyó el guante de Will aquel día, hacía poco más de una semana. ¿Hacía solo una semana? Parecían años.

—¿Quién es, tío?

Inconscientemente, Will acarició con un dedo el rostro de la mujer.

—Rotke Wasserman. Fue mi prometida durante un tiempo.

—¿Por qué no te casaste con ella? —preguntó la joven, y enseguida se dio cuenta de su error.

¿Y si aquella mujer había dejado plantado a Will en el altar? ¿Y si lo había abandonado por un hombre con más dinero y mejor estatus?

—Porque murió —contestó su tío en voz baja.

—Ah.

—Fue hace muchos años —añadió Will como si aquello debiera suavizarlo—. Desde entonces no he sido capaz de conservar ese otro guante. Siempre está… perdido.

Por una vez, Evie no supo qué decir. Lo cierto era que nunca había pensado en su tío como en alguien muy humano. Era más bien como un libro de texto que de vez en cuando se acordaba de ponerse una corbata. Pero estaba claro que, en efecto, era humano, y que tenía una herida profunda llamada Rotke.

—Lo siento —dijo tras una pausa.

—Sí. Bueno. Los dos hemos perdido a alguien, supongo.

Will volvió la foto contra la pared.

Evie buscó con la mano el consuelo de su moneda talismán. Quería hacerle una pregunta a su tío, había querido hacérsela desde que le descubrió por primera vez que los fantasmas eran reales. Pero hasta entonces no había conseguido reunir el valor de hacerlo.

—Esas historias sobre gente que se comunica con los espíritus de los muertos, los médiums… ¿De verdad podrías contactar con alguien del otro lado si quisieras?

La mirada de Will se concentró en la mano de Evie, que se aferraba con fuerza al colgante que le rodeaba el cuello.

—Es mejor dejar a los muertos descansar en paz —le dijo con suavidad.

—Pero ¿y si no están en paz? ¿Y si parecen necesitar ayuda? ¿Y si no dejan de aparecerse en tus sueños una y otra vez? —Evie sintió que las lágrimas volvían a amenazarla. Últimamente se había convertido en una llorona de categoría. Luchó contra ellas—. ¿Y si están intentando contactar contigo y decirte algo, pero tú no lo entiendes muy bien?

—¿Y si están intentando hacerte daño? —repuso Will—. ¿Lo has pensado de esa forma alguna vez?

No. Lo cierto era que no. Pero ¿James? Su hermano nunca le haría daño. ¿Verdad?

—La gente tiende a pensar que el odio es el sentimiento más peligroso. Pero el amor también lo es —continuó Will—. Hay muchas historias de espíritus que acechan a las personas y los lugares que más significaban para ellos. De hecho, hay más historias de ese tipo que de venganza.

—Tío, si crees en los fantasmas y los duendes…

—Yo no creo en los duendes…

—En lo «duendesco» —se corrigió Evie poniendo los ojos en blanco—. ¿Por qué te resulta tan complicado creer en Dios?

—¿Qué tipo de dios dejaría que existiese este mundo? —dijo, y le sostuvo la mirada durante un instante demasiado largo antes de comprobar su reloj de bolsillo—. Creo que es justo la hora de ese programa de radio de acción. ¿Quieres que lo escuchemos?

—Suena genial.

Will encendió la radio. Una música ominosa inundó la habitación. «Allá donde aceche el mal, dondequiera que se acumulen las sombras, allí encontraremos al capitán Nightfall y su brigada secreta luchando contra las fuerzas de la iniquidad y salvaguardando a los ciudadanos de este país de cualquier forma de villanía…».

El salón en penumbra se llenó de efectos de sonido, de música, y de las moduladas voces de los actores que fingían poner a los malos en su sitio.

Pero no bastó para alejar a los fantasmas.

La lluvia golpeaba las ventanas con suavidad. Los árboles de Central Park se doblaban bajo el viento. Y en la oscuridad de la calle se oía un silbido mientras John Hobbes recorría las empapadas manzanas que lo separaban del Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo. Entró con facilidad en la vieja mansión, con sus colecciones de bolsas de grisgrís, cartas de brujas y fotografías espiritistas. Meras baratijas. Juegos de niños. Paraguas para protegerse de un tifón. Al cabo de dos días, nada de aquello importaría, de todas formas. Pero, antes, había trabajo que hacer. Silbando, John Hobbes se acercó a la vieja biblioteca. Estaba envuelta en la lobreguez de la noche, pero pudo distinguir el escritorio desordenado sin ningún problema. Cada vez veía mejor en la oscuridad. Primero abrió el cajón y dejó un regalito. Pero también necesitaría llevarse algo. Lo vio allí, sobre el escritorio, asomando bajo una pila de recortes de periódico. Aquello serviría. Sí, aquello le iría a la perfección. Se lo metió en el bolsillo y se marchó del museo cantando con suavidad: «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto…».

Arriba, en su habitación, Sam se despertó un momento pensando que había oído a alguien cantar, pero todo estaba en silencio, así que se dio la vuelta y volvió a quedarse dormido.