FALSOS ÍDOLOS

El coche frenó bruscamente delante del Teatro Globe y Evie se bajó de un salto antes de que el motor dejara de chisporrotear.

—¡Cerrado! —gritó.

—Por la puerta de atrás —dijo Jericho.

Echó a correr hacia el callejón con Evie y Sam pisándole los talones. La puerta trasera estaba abierta. El pomo estaba medio derretido, los marcos ennegrecidos.

Las rodillas de Evie amenazaban con ceder mientras avanzaba por un oscuro pasillo situado detrás del escenario y pasaba ante las puertas de unos camerinos cuyos espejos destellaban en la penumbra.

—¿Jericho? —susurró con urgencia—. ¿Sam?

—Aquí —dijo Sam, que salió por sorpresa de un camerino y le dio un buen susto.

Evie vio luz a lo lejos, en el escenario, y cuando estuvo más cerca se percató de que todos los focos estaban encendidos. Vio la escalera iluminada del número de la adoración de Baal y le dio un vuelco el corazón.

—¿Zeta? —dijo.

No obtuvo respuesta.

La muchacha entró en el escenario. Levantó una mano para protegerse de un foco cegador y comenzó a subir en dirección al altar que coronaba la escalera. Miles de chispas de luz se reflejaban en el traje de cuentas de la chica que yacía sobre él, muerta.

—¡Sam! ¡Jericho! —gritó y, a pesar de su miedo, continuó ascendiendo.

Al ver el cadáver, estiró una mano para evitar caerse de espaldas.

—¿Es ella? —gritó Sam mientras subía a toda velocidad.

—No —dijo Evie con un susurro.

La chica era rubia.

—Su piel… —dijo Sam.

Le puso una mano en el hombro a Evie y la chica dio un respingo.

—Se la ha llevado —concluyó Jericho.

Las puertas se abrieron de par en par y los gritos de «¡Quédense donde están!», y «¡No se muevan!» los salpicaron cuando una oleada de agentes de policía, con las pistolas en ristre, comenzó a inundar los pasillos. Evie distinguió las esposas que destellaban en el foso oscuro.

—Están arrestados —dijo un agente.

La joven le ofreció las manos y dejó que la condujeran a la comisaría de policía sin una sola protesta.

El detective Malloy estaba furioso. Evie permanecía sentada con Jericho y Sam en las sillas que había junto a la puerta de su despacho y lo oía gritarle al tío Will:

—… contaminar una escena del crimen… allanamiento… creía que te había dicho que os mantuvierais al margen…

La mirada de Will se cruzó con la suya una sola vez a través de la puerta entornada del despacho, pero aquello bastó para que Evie volviera a mirar al frente a toda prisa.

—Le diré que fue idea mía —dijo Sam.

—Genial. Yo también le diré que fue idea tuya —repuso Evie.

Los agentes arrastraron a un quejoso T. S. Woodhouse hasta el interior de la comisaría y lo lanzaron sin contemplaciones hacia una de las sillas que había junto a la de Evie y los demás.

—Eh, tengo derechos, ¿lo sabían? —vociferó Woodhouse.

—¿Ah, sí? —le espetó un agente—. No durante mucho más tiempo. Eh, sargento…, he pillado a este en el teatro, sacando fotos del cadáver a escondidas con una cámara que llevaba atada a la pierna. ¿No es el colmo?

—¡Esa cámara es propiedad del Daily News, amigo! —gritó T. S. Luego, al ver a Evie, continuó—: Vaya, vaya, vaya, pero si es mi Saba favorita. —Woodhouse la miró con desagrado—. Muy buena la caza del tesoro a la que me envió la otra noche. El Ars Misterium, ¿no?

—Consiguió exactamente lo que se merecía, señor Woodhouse.

Los ojos del periodista destellaron de rabia.

—¿Sí? ¿Qué cree que diría su tío si descubriera que era usted la que me proporcionaba información sobre el caso?

—¿Eras tú? —preguntó Sam con las cejas enarcadas.

—¡Claro que sí! —contestó Woodhouse sin apartar la mirada de Evie ni por un segundo.

—¿Me está chantajeando, señor Woodhouse?

El reportero se encogió de hombros.

—Tal vez.

—Bien. ¿Quiere saber quién es el Asesino del Pentáculo? Es el mismísimo John el Travieso, que ha regresado de entre los muertos para concluir el ritual que comenzó en 1875. Y cuando haya terminado, desatará el infierno sobre la tierra.

—Evie —le advirtió Jericho.

La muchacha le sostuvo la mirada a T. S. Woodhouse, que reaccionó con una carcajada cínica.

—Es la monda, Saba. Eso tengo que reconocérselo. Pero, si yo fuera usted, no esperaría más artículos favorables sobre el museo… o sobre usted, ya sabe a qué me refiero.

Will salió al pasillo.

—Que nadie diga ni una sola palabra hasta que lleguemos a casa.

—Hasta pronto, Saba —dijo T. S. Woodhouse—. Ha sido un placer conocerla.

Imagen

Henry estaba dormido, hecho un ovillo, mirando hacia la pared. Zeta se coló en la cama del pianista y se acopló a la curva de su espalda. Le pasó un brazo por encima del costado. Henry se removió y entrelazó los dedos con los de su amiga. Zeta comenzó a llorar y el joven se volvió hacia ella.

—¿Zeta? ¿Qué pasa?

—Estaba en el teatro. Oí… oí ruidos. ¡Había alguien allí dentro, Hen!

Henry trató de combatir el sueño y de encontrarle algún sentido a lo que le decía Zeta.

—¿Quién era? ¿De qué estás hablando, cariño?

—Volví y Wally estaba allí con los polis. Parecía que le hubieran dado una paliza. Fingí que había salido por la zona, que pasaba ante el teatro por casualidad, y le pregunté qué pasaba.

Zeta enterró el rostro en el costado de su amigo. Henry se dio cuenta de que estaba temblando.

—Era Daisy —consiguió decir al fin—. El Asesino del Pentáculo se ha llevado a Daisy. Debió de volver a por sus pendientes y… Podría haber sido yo, Henry.

Zeta empezó a llorar de nuevo. Henry la estrechó contra sí. La sola idea de perder a Zeta lo aterrorizaba.

—¿Estás herida?

—No. Oh, Hen, oí un horrible silbido que me llegaba desde todas partes a la vez. Corría, pero era incapaz de abrir las puertas, y… —Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Empezó a pasar de nuevo, Hen. Justo igual que en Kansas.

Henry sabía lo que había sucedido en Kansas. También sabía que no había vuelto a ocurrir desde entonces.

—Bueno, ahora estás a salvo. Estás conmigo.

—¿Qué está pasando, Hen?

—No lo sé, cielo.

Henry rodeó a Zeta con los brazos. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho y así permanecieron hasta el amanecer.