NO ES MÁS QUE EL BENNINGTON, QUERIDA

—¡Mabel! —Evie abrazó a su amiga y se puso a bailar el vals con ella alrededor del vestíbulo del Bennington, lo cual atrajo las miradas de los residentes del edificio de apartamentos—. ¡Oh, cómo me alegro de verte!

—¡Caramba, cómo has cambiado! —exclamó Mabel mientras admiraba el estiloso peinado corto y rizado de Evie y su atuendo a lo flapper, un vestido náutico de cintura baja y el abrigo rojo con su capita bordada con amapolas sobre los hombros.

—Tú no. Sigues siendo la misma Mabel de siempre. ¡Deja que te mire! —Con un gesto dramático, Evie dio un paso atrás para estudiar el vestido pardusco y ancho de Mabel, cuyo bajo sobrepasaba con creces las rodillas de la chica. Era fúnebre. De hecho, era un vestido que necesitaba un buen entierro—. Mabel, ¿todavía no te has cortado el pelo a lo bob?

La joven se pasó la mano sobre los rizos largos, espesos y cobrizos que llevaba ligeramente enroscados y recogidos en la nuca.

—Estoy ejerciendo mi individualidad.

—De eso no cabe duda. Al igual que el viejo Bennington.

Evie soltó un silbido que sobresaltó a un hombre que recogía su correo de los buzones de latón empotrados en la pared.

El Bennington poseía la belleza gastada de un edificio que antaño estuvo de moda. Los suelos de mármol tenían las esquinas desconchadas, el mobiliario estaba raído y la pintura decolorada, pero, para Evie, aquellas particularidades tan solo conseguían dotarlo de mayor encanto.

—Hogar, dulce hogar —comentó Mabel.

—¿Te lo puedes creer? Tú, yo y Manhattan. ¡Seremos las reinas de la ciudad!

Cuando Evie comenzó a exponer sus planes, que empezaban con una salida de compras a Bergdorf, una chica absolutamente deslumbrante entró en el vestíbulo. Llevaba un pijama de hombre debajo de una bata de seda azul también masculina y el pelo, negrísimo, cortado a lo bob por encima de la nuca y con flequillo. Sus ojos oscuros estaban manchados con restos de la máscara de pestañas y el lápiz de ojos de la noche anterior. Del cuello le colgaba una máscara de dormir de seda.

—¿Quién es esa? —susurró Evie.

—Esa es Zeta Knight. Es una chica Ziegfeld

—Por los clavos de Cristo. ¿Es amiga tuya?

Mabel negó con la cabeza.

—Me aterroriza. Nunca he conseguido reunir el valor de decirle más que «Hola» y «¿No hace un día bonito?». Vive aquí con su hermano. —Mabel esbozó un mohín de complicidad con los labios—. Bueno, ella dice que es su hermano. No se parecen en nada.

—¿Es su amante? —murmuró Evie, emocionada.

Mabel se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo yo?

—Ha llegado esto para usted, señorita Knight.

El portero le entregó una docena de rosas rojas con el tallo largo. Zeta reprimió un bostezo mientras rasgaba el sobre que contenía la tarjeta.

—«Una rosa para una rosa. Con mi más profundo afecto, Clarence M. Potts». ¡Ostras, tío! —Zeta le devolvió las flores con brusquedad—. Dáselas a tu chica, Eddie. Pero tira la tarjeta, o te buscarás un buen lío.

—Eh, no puedes tirar esas rosas sin más. ¡Son la pera! —saltó Evie.

Zeta la miró con los ojos entornados.

—¿Estas flores? Son del escalofriante señor Potts. Tiene cuarenta y ocho años y ya va por la cuarta esposa. Yo solo tengo diecisiete, y ningunas ganas de caminar hacia el altar y convertirme en la esposa número cinco. Conozco a muchas coristas que se dedican a cazar fortunas, pero yo no, hermana. Yo tengo planes. —Le hizo un gesto con la cabeza a Mabel—. Hola. Madge, ¿verdad?

—Mabel. Mabel Rose.

—Encantada de conocerte, Mabel. —Zeta clavó su mirada líquida en Evie—. ¿Y tú eres…?

—Evangeline O’Neill. Pero todo el mundo me llama Evie.

—Zeta Knight. Puedes llamarme como quieras… pero no antes del mediodía. —Se sacó un cigarrillo del bolsillo del pijama y esperó a que el portero se lo encendiera, cosa que el hombre hizo de inmediato—. Gracias, Eddie.

—Evie ha venido a pasar una temporada con su tío, el señor Fitzgerald —le explicó Mabel—. Es de Ohio.

—Lo siento —dijo Zeta con ironía.

—Y que lo digas… ¿Tú eres de Nueva York?

Zeta enarcó una ceja fina como un hilo.

—En Nueva York todo el mundo es de algún otro lugar.

Evie decidió que le caía bien Zeta. Era difícil no dejarse atrapar por su glamour. En Ohio jamás había conocido a nadie que viviera como le diese la gana, llevara pijamas de seda masculinos en un vestíbulo público y tirase una docena de rosas como si fueran un vaso de la máquina de café.

—¿Es verdad que eres una chica Ziegfeld?

—Culpable.

—¡Eso debe de ser terriblemente emocionante!

—Es una forma de ganarse la vida —contestó Zeta tras una cortina de humo—. Deberías venir a ver el espectáculo alguna noche.

Evie se entusiasmó con solo pensarlo. ¡Un espectáculo Ziegfeld!

—Me encantaría.

—Genial. Decid qué noche queréis ir y os reservaré un par de entradas para las dos. Bueno, me encantaría quedarme y seguir de cháchara, pero si quiero estar a tope luego tengo que echarme un sueño reparador. Ha sido estupendo conocerte, Evil[3].

—Me llamo Evie.

—Ya no —dijo Zeta por encima del hombro cuando ya desaparecía en el interior del ascensor.

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—No me puedo creer que estés aquí de verdad —dijo Mabel. Evie y ella estaban sentadas en el desvencijado comedor del Bennington tomándose un par de sándwiches club y unas coca-colas—. ¿Qué has hecho para que te hayan echado de Ohio a tal velocidad?

Evie jugueteó con el hielo de su vaso.

—¿Te acuerdas de ese pequeño truco del que te hablé hace unos cuantos meses? Pues… —Evie le contó a Mabel la historia del anillo de Harold Brodie—. Y lo más terrible es que tengo razón, pero resulta que es él quien aparenta ser la parte agraviada, ¡qué hipócrita!

—Cielo santo —dijo Mabel.

Evie estudió el rostro de su amiga con detenimiento.

—Oh, Mabesie. Tú me crees, ¿verdad?

—Claro que sí.

—¿Y no piensas que sea una especie de atracción de feria?

—Jamás pensaría algo así. —Mabel hizo girar el hielo en el interior de su vaso, pensativa—. Pero me preguntó por qué has adquirido esa habilidad de repente. No te habrás caído y golpeado la cabeza o algo así, ¿no?

Evie enarcó una ceja.

—Gracias.

—¡No quería ofenderte! Solo es que se me ha ocurrido que quizás haya algún motivo médico. Una razón científica —repuso Mabel a toda prisa—. ¿Se lo has contado a tu tío?

Evie sacudió la cabeza en un enfático gesto de negación.

—No pienso levantar la liebre. Me va genial con mi tío, y quiero que siga así.

Mabel se mordió el labio.

—¿Y has conocido a Jericho?

—Sí, en efecto —contestó Evie, y se terminó su coca-cola.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Mabel tras inclinarse hacia ella.

—Es muy… recto.

Mabel dejó escapar un gritito.

—¿No es guapísimo?

Evie pensó en el Jericho que acababa de conocer: el Jericho callado, serio, sobrio. No tenía nada que pudiera calificarse de seductor.

—A ti te lo parece, y eso es lo que importa. Y ¿qué has hecho respecto a este asunto?

—Bueno…, el viernes pasado, cuando los dos estábamos junto a los buzones…

—¿Sí?

Evie movió las cejas insinuantemente.

—Me puse muy cerca de él…

—Ajá.

—Y le dije, así, sin más: «Qué día más bonito, ¿verdad?».

—¿Y?

—Y eso fue todo. Bueno, me contestó que sí. Así que ambos estuvimos de acuerdo respecto al clima.

Evie se dejó caer contra el respaldo de la banqueta.

—Por Dios santo. Es como una fiesta sin confeti. Lo que necesitamos es un plan, vieja amiga. Un ataque romántico de proporciones épicas. ¡Sacudiremos las murallas de Jericho! Ese chaval no sabrá por dónde le ha llegado la ofensiva.

Mabel se animó.

—¡Genial! ¿Cuál es el plan?

Evie se encogió de hombros.

—Ni idea. Solo sé que necesitamos planear algo.

—Ah —dijo Mabel.

—Eh, Mabesie, cariño. No te preocupes por eso. Ya se me ocurrirá algo. Entretanto, saldremos de compras, iremos a ver a Zeta actuar en un espectáculo… Seguro que ella sabe todos los sitios que hay que visitar. Y bailaremos el charlestón hasta caernos de cansancio. ¡Vamos a vivir, muchacha! Pretendo convertir estos cuatro meses en los más emocionantes de nuestra vida. Y, si juego bien mis cartas, me quedaré más tiempo. —Evie bailó sin levantarse—. Bueno, ¿y dónde están tus padres?

Mabel se sonrojó.

—Ah, hay una reunión por el recurso de los anarquistas Sacco y Vanzetti en el centro. Mi madre y mi padre representan a The Proletariat —contestó, y aquello le recordó a Evie el nombre del periódico socialista que dirigían y distribuían los padres de Mabel—. Yo habría ido, pero, bueno, ¡no podía no verte en tu primera noche en la ciudad!

—Vale, entonces supongo que los veré mañana.

El rostro de Mabel se ensombreció. Sacudió la cabeza.

—Mi madre irá a dar un discurso al sindicato de trabajadoras del textil. Y papá tiene que encargarse del periódico. Trabajan mucho para mucha gente.

Las cartas de Mabel estaban plagadas de historias de los esfuerzos militantes de sus padres en la ciudad. Estaba claro que se sentía muy orgullosa de ellos. Y también estaba claro que sus causas les dejaban poco tiempo y energía para su hija.

Evie le dio unas palmaditas a Mabel en la mano.

—No pasa nada. Los padres son un estorbo. Mi madre está imposible desde que enfermó.

Mabel pareció afectada.

—Vaya, querida. ¿Qué tiene?

Una lenta sonrisa curvó las comisuras de los labios de Evie.

—Abstinencia. Aguda.

Las carcajadas de las chicas se vieron interrumpidas por dos señoras mayores que se acercaron a ellas.

—Las damas jóvenes no deben comportarse así en el ámbito social, señorita Rose. Esta conmoción es de lo más indecorosa.

—Sí, señorita Proctor —contestó Mabel, avergonzada. Evie hizo una mueca que solo su amiga pudo ver, y esta tuvo que morderse el labio para evitar estallar de nuevo en carcajadas—. Señorita Lillian, señorita Adelaide, permitan que les presente a la señorita Evie O’Neill. La señorita O’Neill ha venido a pasar una temporada con su tío, el señor Fitzgerald.

Bajo la mesa, Mabel le pisó un pie a Evie en señal de advertencia.

La señorita Lillian sonrió.

—Oh, qué encantadora. Y qué carita más dulce. ¿No tiene una carita de lo más dulce, Addie?

—Sin duda, muy dulce.

Las señoritas Proctor llevaban el pelo largo y gris rizado a la manera de las colegialas de principios de siglo. El efecto que producía aquello era extraño y desconcertante, como si fueran muñecas de porcelana que hubiesen envejecido y se hubieran llenado de arrugas.

—Bienvenida al Bennington. Es un lugar grandioso y antiguo. Antiguamente, era considerado uno de los mejores edificios de la ciudad —prosiguió la señorita Lillian.

—Está genial. Eh… encantador. Un lugar encantador.

—Sí. Es posible que a veces oiga ruidos extraños por la noche. Pero no debe asustarse. Esta ciudad tiene sus fantasmas, ya sabe.

—Eso ocurre en todos los buenos lugares —repuso Evie con fingida seriedad.

Mabel se atragantó con su coca-cola, pero la señorita Lillian no le prestó atención.

—En el siglo XVII, este terreno acogía a los que estaban aquejados de la fiebre. Aquellas pobres almas trágicas gemían en sus tiendas, amarillentos y ensangrentados, ¡con vómitos tan negros como la noche!

Evie apartó su sándwich.

—Qué horriblemente fascinante. Justo ahora le estaba comentando a Mabel, a la señorita Rose, que no se habla lo suficiente sobre los vómitos negros.

Bajo la mesa, el pie de Mabel amenazaba con aplastar el de Evie contra el suelo.

—Después de los tiempos de la fiebre, enterraron a los indigentes y a los perturbados mentales aquí —continuó la señorita Lillian como si no hubiera oído el comentario—. Los exhumaron antes de que se construyera el Bennington, por supuesto… O eso dijeron. Aunque, si quiere saber mi opinión, no sé cómo podrían haber encontrado todos aquellos cadáveres.

—En efecto, los cadáveres dan mucha guerra —dijo Evie con un suspiro, y Mabel tuvo que volver la cabeza para no echarse a reír.

—Sin duda —cloqueó la señorita Lillian—. Cuando se construyó el Bennington, en 1872, se rumoreó que el arquitecto, que procedía de una larga estirpe de brujas, diseñó el edificio siguiendo antiguos principios ocultistas, de manera que siempre sería una especie de imán para lo ultramundano. Así que, como le he dicho, no preste ninguna atención a los ruidos o visiones extrañas que pueda experimentar. No es más que el Bennington, querida.

La señorita Lillian intentó esbozar una sonrisa. Una mancha de carmín rojo le marcaba los dientes como si fuera sangre. A su lado, la señorita Addie sonreía mirando al horizonte y asentía como si saludara a unos invitados invisibles.

—Por favor, discúlpennos, pero debemos retirarnos —anunció la señorita Lillian—. Esperamos compañía dentro de poco, y debemos prepararnos. Nos hará el honor de visitarnos una noche, ¿verdad?

—¿Cómo podría no hacerlo? —contestó Evie.

La señorita Addie se volvió repentinamente hacia Evie, como si acabara de verla de verdad por primera vez. Su expresión era sombría.

—Usted es una de ellos, ¿no es así, querida?

—La señorita O’Neill es la sobrina del señor Fitzgerald —apuntó Mabel.

—No. Una de ellos —repitió la señorita Addie con un susurro urgente que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda a Evie.

—Venga, venga, Addie, dejemos cenar a estas chicas. Tenemos trabajo. Adieu!

Las hermanas Proctor apenas habían salido del comedor cuando Mabel prorrumpió en carcajadas.

—«Tras la fiebre, llegaron los indigentes» —la imitó aún entre risas.

—¿Qué crees que quería decir, con eso de «Es una de ellos»? ¿Les dice eso a todas las personas que conoce? —preguntó Evie con la esperanza de no aparentar tanta inquietud como sentía.

Mabel se encogió de hombros.

—A veces la señorita Addie merodea por los descansillos en camisón. Mi padre ha tenido que llevarla de vuelta a su piso en varias ocasiones. —Mabel se dio unos golpecitos en la sien con el dedo índice—. No está muy bien de aquí. Probablemente se refería a que eres una de esas flappers y no lo aprueba —bromeó agitando el dedo como una vieja institutriz—. Oh, lo cierto es que esta va a ser la mejor época de nuestra vida, ¿no es así? —comentó con tal entusiasmo que Evie se quitó inmediatamente de la cabeza el molesto comentario de la señorita Addie.

—¡To-tal-men-te! —exclamó Evie, y levantó su vaso—. ¡Por el Bennington y sus fantasmas!

—¡Por nosotras! —añadió Mabel.

Y entrechocaron sus vasos por el futuro.

Las dos amigas pasaron la tarde poniéndose al día, y cuando Evie volvió al apartamento de su tío ya eran casi las siete y Will y Jericho habían regresado. El apartamento era más grande de lo que recordaba, y sorprendentemente acogedor para ser un piso de soltero. Un enorme ventanal daba a la arbolada belleza de Central Park. Un canapé y dos sillas flanqueaban un enorme mueble que contenía una radio, y Evie emitió un suspiro de alivio. Había una pequeña cocina muy pulcra, con aspecto de ser utilizada en raras ocasiones. El baño ostentaba una bañera perfecta para sumergirse en ella, pero carecía de hasta los lujos más simples. Evie se encargaría de solucionarlo pronto. Tres habitaciones y un despacho no muy grande completaban la vivienda. Jericho la acompañó hasta una habitación estrecha con una cama, un escritorio y un armario con cajonera. La cama crujía, pero era cómoda.

—Eso lleva al tejado —dijo Jericho apuntando hacia la escalera de incendios que había al otro lado de su ventana—. Desde ahí arriba puede ver la mayor parte de la ciudad.

—Ah —logró contestar Evie—. Genial.

Pretendía hacer algo más que contemplar la ciudad desde el tejado. La exploraría a fondo. Su equipaje ya había llegado, así que deshizo las maletas y llenó los cajones vacíos y el armario con sus medias de colores, sombreros, guantes, vestidos y abrigos. Colgó de los postes de la cama sus largos collares de perlas. Lo único que no guardó fue el colgante con la moneda de James. Cuando hubo terminado, se sentó con Jericho y el tío Will en la sala mientras los hombres terminaban su cena, compuesta de unos sándwiches fríos envueltos en papel encerado que habían comprado en la tienda de comestibles de la esquina.

—¿Cómo llegó a convertirse en empleado de mi tío? —le preguntó a Jericho con teatral seriedad. El joven miró al tío Will, que tenía la boca llena. Ninguno de ellos pronunció palabra—. Bueno, es todo un misterio, supongo —prosiguió Evie—. ¿Dónde está Agatha Christie cuando la necesitas? Me veré obligada a inventarme historias sobre usted. Veamos… usted, Jericho, es un duque que ha renunciado a su ducado (qué palabra más divertida, «ducado») y el tío le está ocultando de las fuerzas hostiles de su país nativo, que quieren su cabeza.

—Su tío fue mi tutor legal hasta que cumplí los dieciocho este año. Ahora trabajo para él, como ayudante de conservador.

Los hombres continuaron comiéndose sus sándwiches, sin satisfacer la curiosidad de Evie.

—Vale. Seguiré preguntando. ¿Cómo se convirtió el tío…?

—¿Tienes que llamarme así?

Evie reflexionó sobre ello.

—Sí. Creo que sí. ¿Cómo se convirtió el tío en su tutor?

—Jericho era un huérfano del Hospital de Niños.

—Vaya, lo siento. Pero ¿cómo…?

—Creo que la pregunta ya ha recibido respuesta —dijo el tío Will—. Si Jericho desea contarte más, lo hará como y cuando le plazca.

Evie quiso replicarle, pero era su invitada, así que cambió de tema.

—¿El museo siempre está así de vacío?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el tío Will.

—Vacío, desprovisto de seres humanos.

—Últimamente hay poco movimiento.

—¿Poco movimiento? ¡Parece un mortuorio! Necesitas que vaya gente, o se irá a pique. Necesitamos un poco de publicidad.

Will la miró con suspicacia.

—¿Publicidad?

—Sí. Has oído hablar de ella, ¿verdad? Un invento moderno genial. Hace saber a la gente qué necesitan. Jabón, carmín, radios… o tu museo, por ejemplo. Podríamos empezar con un eslogan pegadizo, como «El Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo… ¡Tenemos espíritu!».

—Las cosas están bien como están —repuso Will como si aquello zanjara el asunto.

Evie soltó un silbido.

—No por lo que yo he visto. ¿Es cierto que el ayuntamiento está intentando quitártelo por ir retrasado con los impuestos?

Will la miró por encima de las gafas, que se le habían resbalado por la nariz.

—¿Quién te ha contado eso?

—El taxista. También me ha explicado que fuiste objetor, y probablemente bolchevique. No es que me importe. Tan solo se me ha ocurrido que podría ayudarte a arreglarlo un poco. A atraer a unas cuantas almas. A forrarte.

Jericho miró primero a Will y luego a Evie solo para volver a desviar la mirada hacia Will. Se aclaró la garganta.

—¿Les importa si pongo la radio?

—Por favor —contestó su jefe.

La voz del locutor susurró a través de los cables: «Y, ahora, la Orquesta Paul Whiteman interpretando Wang Wang Blues».

El conjunto atacó una melodía alegre y Evie comenzó a tararearla.