AQUEL QUE TRABAJA CON AMBAS MANOS

Memphis se despertó con la sensación de que algo no iba bien. Cuando miró hacia la cama de Isaiah y vio que estaba vacía, se levantó de inmediato y comenzó a recorrer el apartamento a toda prisa, con el corazón acelerado. Miró en el baño y en la cocina. Octavia roncaba en su cama, y Memphis se esforzó por no hacer ruido y no despertarla. Miró por las ventanas de la sala y vio a su hermano, en pijama, de pie en mitad del gélido jardín. Se apresuró a llegar a su lado.

—Isaiah, ¿qué estás haciendo?

Memphis sacudió al chico. El niño estaba helado.

—Hablar con Gabriel. —A Isaiah le castañeteaban los dientes. Sus ojos tenían el aspecto fijo, inalterable, del trance—. Memphis, hermano —susurró Isaiah—. Se acerca la tormenta… Se acerca la tormenta…

—¡Isaiah! ¡Isaiah!

El muchacho sacudió al pequeño con violencia.

—Por todos los cielos, ¿qué está pasando? —Octavia había salido al jardín en camisón—. ¿Qué estáis haciendo aquí fuera en mitad de la noche?

—Isaiah tiene una pesadilla. Venga, Hombre de Hielo. ¡Despierta!

—La novena ofrenda fue una ofrenda de lujuria y pecado… —dijo Isaiah.

Se le pusieron los ojos en blanco y se le crispó la boca.

Octavia se llevó una mano a los labios, conmocionada.

—Oh, Dios santo. Memphis, ayúdame a meterlo dentro.

Juntos, guiaron al tembloroso Isaiah al interior de la casa y lo metieron en la cama. Octavia cayó de rodillas junto al lecho y le puso una mano en la frente al niño al tiempo que se colocaba la otra sobre el corazón.

—Ponte de rodillas, Memphis John. Reza conmigo. Vamos a expulsar al demonio de este niño.

—¡Isaiah no tiene ningún demonio dentro! —gruñó Memphis.

—Están de camino, hermano… —susurró el pequeño.

Sus temblores se habían vuelto más violentos.

—Repite conmigo —ordenó Octavia—: El Señor es mi pastor, nada me falta.

Memphis contempló horrorizado la escena que se estaba desarrollando en la habitación. Su mejor amigo estaba muerto. Su hermano tenía visiones. Su madre yacía en una tumba demasiado temprana y lo acechaba en sueños, y su padre se había marchado y probablemente no regresaría jamás. Estaba harto y cansado de todo. Quería coger a Zeta y escapar.

—En verdes praderas me hace recostar —rezaba Octavia con fervor—, me conduce hacia fuentes tranquilas. Conforta mi alma… Memphis John, ¿adónde te crees que vas?

—¡Lejos de aquí! —gritó Memphis.

Se puso un abrigo sobre el pijama, metió los pies descalzos en sus zapatos y salió a toda velocidad de la casa. Comenzó a deambular sin rumbo y lleno de furia. La niebla se había levantado con la llegada de la noche. Emborronaba las farolas y convertía Harlem en una ciudad fantasma. Ocultas por la bruma, las pocas personas que había por la calle eran como sombras que reían. Memphis se alejó de ellas y se encaminó hacia el norte de la ciudad.

¿Por qué estaba ocurriendo aquello? ¿Y si Isaiah estaba enfermo, como su madre? Entonces no supieron lo grave que era la situación hasta que ya fue demasiado tarde. ¿Era aquello un aviso? Recordaba lo que la hermana Walker había dicho respecto a que Isaiah era como una radio que captaba señales. ¿Qué señales estaba recibiendo su hermano? ¿Y cómo podía hacer él que pararan?

Se encontró delante del Cementerio de la Trinidad. La verja abierta chirriaba con el viento. ¿Por qué estaba abierta? Un gato negro se cruzó en su camino y lo asustó.

—¡Lárgate! ¡Imbécil! —siseó.

Memphis se estremeció. La temperatura había descendido bastante, aunque no sabía muy bien por qué. No era el viento. De hecho, el aire estaba muy calmado. No se movía ni un solo árbol. Las hojas no se agitaban lo más mínimo. A Memphis se le puso la piel de los brazos y la nuca de gallina. De repente pensó que debería darse la vuelta, volver a casa y taparse la cabeza con las sábanas.

—¡Crac!

Posado en lo alto de las ramas de un árbol seco, un cuervo lo observaba.

—¡Déjame en paz! —aulló Memphis.

En el cementerio, vio la silueta de una figura en la niebla. La persona estaba absolutamente inmóvil. Tan solo estaba allí, de pie.

—Memphis…

La voz era áspera, como el crujir de las hojas secas en una alcantarilla. El joven se quedó totalmente quieto, excepto por el temblor de sus rodillas. Su respiración salía al exterior en un nebuloso código morse del miedo. Intentó hablar, pero la lengua se le había quedado muy seca.

—¿Gabe?

La figura le hizo un gesto para que se acercara.

—Hermano…

El cuervo volvió a graznar y Memphis comenzó a reírse. Estaba perdiendo la cabeza… Eso era lo que ocurría. Estaba atrapado en una especie de pesadilla y no era capaz de despertarse. Con cierta sensación de fatalidad, siguió a la figura hacia el interior del brumoso cementerio, hasta llegar al mausoleo en el que habían colgado el cadáver de Gabe como el de un ángel roto. Su amigo estaba de pie, en la niebla, ataviado con el traje de su funeral. Tenía la piel del rostro luminosa y tirante, y su silueta brillaba por los bordes, efímera, fosforescente, como un pez de aguas profundas que se asoma fugazmente a la superficie. Memphis tomó conciencia de un sonido, como una nota aguda e irregular mantenida en una trompeta. Penetró en sus oídos e hizo que se le desbocase el corazón. Le cedieron las rodillas y cayó al suelo, paralizado. Por encima de él, su amigo titilaba, como en un sueño, como si Memphis estuviera viendo un ciclo de Gabes desfilar ante sus ojos: su amigo de ojos enternecedores. Un demonio que reía. Una máscara mortuoria en descomposición, repleta de moscas, con los ojos cosidos, sin lengua.

La voz de Gabe brotó en un susurro largo, laborioso, como si aquellos fueran los últimos sonidos que iba a emitir jamás.

—En la encrucijada tendrás que tomar una decisión, hermano. Cuidado con aquel que trabaja con ambas manos. No dejes que el ojo te vea…

Memphis experimentó una sacudida en todo el cuerpo. La trompeta alcanzó un tono que le hizo querer gritar. La niebla se arremolinó en torno a Gabe, y lo último que oyó Memphis antes de desmayarse fue la tenue advertencia de su mejor amigo:

—Se acerca la tormenta… Todos son necesarios…

Imagen

La hermana Walker estaba sentada en bata a la mesa de su cocina, con el pelo recogido en un pañuelo y una taza de café aún intacta ante ella, mientras escuchaba a Memphis hablar sobre su amigo muerto. Se mantuvo perfectamente inmóvil mientras el muchacho le soltaba su frenético relato, que comenzaba con el trance de Isaiah y terminaba en el Cementerio de la Trinidad; ni siquiera se movió cuando le contó que Gabe le había hecho una advertencia —«Se acerca la tormenta»— justo antes de desvanecerse entre la niebla. Cuando Memphis hubo terminado, tan solo quedaron el constante tictac del reloj de la cocina y la primera luz lechosa del amanecer en la ventana.

Finalmente, la hermana Walker habló:

—Memphis, quiero que me escuches con mucha atención: has sufrido una conmoción terrible. No sé qué ocurrió en el cementerio pero, de momento, me gustaría que esto quedara entre nosotros dos. No se lo cuentes a nadie… A nadie, ¿me entiendes?

Memphis estaba demasiado cansado como para hacer algo más que asentir.

—En cuanto a Isaiah, voy a dejar de trabajar con él durante un tiempo, hasta que esté mejor. Cuando venga la próxima vez, nos centraremos en la aritmética, y en nada más.

—No le va a gustar. —La voz de Memphis sonó a hueco.

—Deja que yo me encargue de eso. —La mujer comenzó a toser con fuerza y se metió una pastilla en la boca. Luego le echó el abrigo por encima de los hombros a Memphis, tal y como habría hecho una madre, y el muchacho sintió que se le formaba un grito en el fondo de la garganta—. Ahora vete a casa, Memphis. Descansa un poco.

La hermana Walker se quedó en la puerta observando al joven caminar fatigosamente en dirección a su casa. Estaba muy mal de la tos, había dormido demasiado poco. Un trago de jarabe y un té caliente la ayudarían de momento. Para lo que acababa de escuchar, en cambio, no tenía remedio… Solo una profunda sensación de miedo a que un horror innombrable estuviese a punto de cubrir la tierra con su ala oscura y a que todos se perdiesen bajo su sombra.