Zeta estaba sentada ante el espejo de su tocador limpiándose los restos de maquillaje de la cara. Los espejos estaban rodeados de pañuelos y boas de plumas. La encargada de vestuario ya había recogido los trajes que las chicas habían abandonado a toda prisa para ir a reunirse con sus admiradores esporádicos y sus novios corredores de bolsa. Era la única que quedaba en el teatro. A Zeta siempre le había gustado la sensación de hallarse en un teatro vacío.
Tenía seis años cuando realizó su debut en el emporio musical de Peoria, Illinois, como la Pequeña Betty Sue Bowers, vestida con un pichi rojo, blanco y azul y unos zapatos de claqué plateados que brillaban bajo las luces. Cantó y bailó al ritmo de God Bless America mientras su autoritaria madre adoptiva articulaba todas y cada una de las palabras de la letra entre bambalinas. El público quedó fascinado. «La Diablilla de los Tirabuzones», la llamaban, y «Betty la Muñequita». Pronto comenzó a participar en el circuito teatral del Medio Oeste. Zeta odiaba los vodeviles, odiaba las horas de trabajo, las frías habitaciones entre bastidores, los «caballeros» lascivos que la invitaban a sentarse en sus regazos. Recorrer el país de un lado a otro, todas aquellas ciudades pequeñas y sus agonizantes teatros de variedades. Todas las noches, la señora Bowers le llenaba la cabeza de rulos y le daba un azote en el culo con el cepillo del pelo tras decirle: «No te lo estropees». Zeta se sentía demasiado aterrorizada para dormir, tenía miedo de que se le soltaran los rulos y de recibir otro azote, mucho más fuerte, por la mañana. Nunca había ido al colegio. Nunca había celebrado una fiesta de cumpleaños ni tenido un amigo de verdad.
Para cuando cumplió los catorce, ya estaba claro que Zeta no podría seguir siendo la Diablilla de los Tirabuzones. Su cuerpo y su cara se estaban convirtiendo en los de una mujer, con unas piernas largas y bien torneadas y una boca carnosa. Era demasiado mayor para desempeñar el papel de la niñita adorable, y demasiado joven para actuar en los números más atrevidos. Estaba a punto de convertirse en una persona no apta para el trabajo. Acababan de firmar para un espectáculo de un mes de duración en el Palace de Kansas City cuando la muchacha conoció a un atractivo vendedor de refrescos llamado Roy. Se escapó con él dos semanas después. Aquello resultó ser un error aún más grande que quedarse con la señora Bowers. Al principio, Roy había hecho que se sintiera protegida. Pero muy pronto se obsesionó con ella… lo que se ponía, adónde iba, a quién veía. Una vez incluso la encerró en el cuarto de baño durante toda la noche mientras él salía de juerga con sus amigos. Zeta forzó la cerradura y se escabulló por una ventana del segundo piso para largarse. A Roy no le hizo ninguna gracia. En absoluto.
A la mañana siguiente, con el ojo hinchado y morado y el labio abierto, intentó volver con la señora Bowers. Se presentó en el porche delantero de la casa de huéspedes con su pequeña maleta de fieltro a cuadros. Las lágrimas le escocían en la boca malherida.
—Por favor, mamá, lo siento —le suplicó.
—Tú te lo guisaste, tú te lo comes, Betty Sue —le contestó la señora Bowers, y cerró la puerta.
Zeta había intentado ser lo que creía que debía ser una buena esposa, pero a Roy todo parecía molestarle. Llevaba las medias torcidas. La tostada estaba demasiado hecha. No llevaba el pelo largo, grueso como las cerdas de una escoba, arreglado como las mujeres decentes, y por eso parecía «¡una india piel roja cualquiera!». La casa no estaba lo bastante limpia. Si no conseguía un buen corte de carne en la carnicería, era un ama de casa terrible. Si se llevaba un buen filete, bueno, debía de haber flirteado con el carnicero. El escozor del cepillo del pelo no era nada comparado con los golpes de la mano de Roy. Las noches eran lo peor. Zeta apretaba los dientes y se quedaba mirando al techo, esperando a que aquello terminara cuanto antes. En una ocasión, intentó conseguir un papel en un número del Palace, pero Roy se lo prohibió y, en cualquier caso, las películas eran la nueva moda. Los teatros de revistas y variedades estaban casi acabados. A veces, cuando Roy estaba en el trabajo y el calor del restaurante de abajo se filtraba a través del linóleo y envolvía el apartamento en una calima vespertina, Zeta se desnudaba hasta quedarse en ropa interior, recogía las alfombras y bailaba al ritmo de la radio imaginándose que era Josephine Baker en el Folies Bergère de París. En aquellas fantasías no eran el amor y la adulación imaginadas del público, el deseo colectivo, los que la impulsaban. Más bien era la sensación de libertad absoluta, de bailar porque podía, de bailar porque le gustaba hacerlo y no porque fuera lo que se esperaba de ella.
Cantaba las canciones de moda con su voz ronca y los dedos de una mano extendidos sobre la esbelta curva de su vientre. La otra, la estiraba tanto como podía, como si, en cualquier momento, pudiera arrancar una estrella de los cielos o hacer un agujero en el paraíso para escaparse por él. Fue durante una de aquellas tardes bochornosas y sofocantes de la pradera cuando Zeta se perdió tan por completo en su insignificante vía de escape, cantando al ritmo de la radio y deleitándose con los movimientos de su cuerpo —sus miembros, sus caderas, solo suyos, suyos, suyos— que no oyó la llave de Roy en la cerradura.
—Vaya, vaya, vaya. Qué escenita, ¿no? —gruñó, y Evie se dio la vuelta con un grito ahogado para verlo ocupando todo el espacio de la puerta, con el pecho ligeramente inclinado hacia delante y los musculosos antebrazos apoyados contra las jambas, como un tirachinas nervudo a punto de disparar—. ¿A esto es a lo que te dedicas cuando yo estoy fuera, trabajando?
Había vuelto a casa borracho y enfadado. En la mente de Zeta comenzaron a zumbar los preparativos, las miles de minúsculas formas de congraciarse con él, las esperanzadas ofrendas de paz y las distracciones de su rabia que necesitaría tener a punto para evitar una paliza.
—¿Quieres que te prepare algo de cena, Roy? Siéntate y relájate, que te hago un sándwich —dijo, con la esperanza de que su voz no reflejara su desesperación.
—¿Un sándwich? ¿Esa es tu idea de una cena casera? —gritó Roy.
Había elegido mal. Daría igual que chillara o llorase. Ya lo había hecho muchas veces. Nadie había acudido en su ayuda. Las cortinas echadas y las ventanas cerradas ignoraban su miseria. Así eran las cosas en aquella ciudad. Había aprendido a soportarlo en silencio. Había descubierto que así la paliza era más corta. La mano de Roy se enredó en su pelo, como podría haberlo hecho la de un amante, pero no hubo ni la más mínima ternura en el violento estirón que le llenó los ojos de lágrimas, que la obligó a inclinar el cuello hacia él, que le dobló el cuerpo de manera que solo pudo seguirlo como un perrito faldero. La primera bofetada fue una advertencia. La mejilla comenzó a escocerle.
—¿Quieres bailar, eh? —Bofetada—. A mí me gusta bailar. —Bofetada—. Bailemos, entonces. Quiero bailar con mi chica.
La empujó contra la cama y le sujetó ambos brazos por encima de la cabeza con una única mano enorme. Zeta contuvo un grito cuando notó que le arrancaba la endeble protección de la ropa interior, y otro cuando, con aquella misma mano, le asestó una lluvia de puñetazos que hizo que le sangraran los labios y le pitaran los oídos. Después Roy le separó los muslos bruscamente con los suyos, y Zeta tan solo pudo tragarse el miedo junto con el sabor metálico de su propia sangre.
El pánico despertó una sensación nueva y extraña en el interior de la joven, algo que no podía controlar. Recordaba que las manos se le pusieron cada vez más calientes, que le aumentó la temperatura de todo el cuerpo. Recordaba la expresión del rostro de Roy: la esclerótica de sus ojos agrandada, la boca que se abría a causa de la sorpresa antes de que un grito brotara de lo más profundo de sus entrañas.
Zeta cerró los ojos con fuerza. La mente siempre se le quedaba en blanco tras aquella parte, como una película a la que le faltara un rollo. Lo único de lo que se acordaba era del tren que llevaba a otro tren y, después, de Nueva York, adonde había llegado sucia, destrozada y medio muerta de hambre. Luego sobrevivió durmiendo en los bancos de los parques, refugiándose en el baño de señoras de la estación Grand Central y colándose en los cines para dormir durante el día, hasta que la echaban. Bajo el anonimato de la noche, robaba las botellas de leche que esperaban a ser recogidas en los portales. Esquivaba por los pelos a los hombres violentos que la observaban desde los callejones y los automóviles que reducían la velocidad a su paso. Podría haber seguido así durante mucho más tiempo si no hubiera visto a Henry sentado a una mesa cerca del escaparate del Automat de la Sexta Avenida, escribiendo sobre un papel blanco y fino, sin prestarle atención a su comida. Zeta estaba a punto de desmayarse de hambre. Se aventuró a entrar y comenzó a merodear en torno a la mesa de Henry con la esperanza de robarle las sobras; entonces, sin mediar palabra, el joven le tendió la mitad de su sándwich. Al principio dudó… Zeta había aprendido mucho en la calle, y en la calle se decía que nunca debías aceptar nada de un extraño. Pero el hambre que sentía era como un animal que la devoraba desde dentro. La bestia de la voracidad ganó y la muchacha se comió el sándwich a tal velocidad que casi lo vomita. Aún en silencio, Henry se acercó a las máquinas iluminadas y relucientes, introdujo dos monedas de cinco centavos, esperó a que la bandeja se diera la vuelta, abrió la puertecita de cristal y primero sacó un trozo de pudin de arroz y luego un cartón de leche. Se los llevó a la mesa lacada y cubierta de migas y se los puso delante a Zeta. A continuación, observó cómo la chica se iba llevando el pudin a la boca con precisión mecánica y lo deglutía con cuatro rápidos tragos de leche, sin importarle que el líquido le resbalara por la barbilla formando dos regueros blancos. Después, la chica permaneció sentada, con los ojos vidriosos, en un estupor casi narcotizado, sintiéndose llena y revuelta a la vez.
—¿Cómo está? Soy Henry Bartholomew DuBois IV —le dijo Henry con un lento discurrir de sílabas con acento galés, al tiempo que le tendía una mano.
Tenía los dedos más largos y elegantes que Zeta hubiera visto jamás. En aquel chico, todo era claridad: el pelo largo, espeso, pardusco. Las cejas suaves y el pesado ribete de pestañas pálidas que hacía que la mirada de sus ojos estrechos y almendrados pareciera permanentemente soñolienta. Las desvaídas constelaciones de pecas de sus brazos, mejillas y nariz, que tan solo se hacían visibles a la luz del sol. Incluso su boca, dispuesta en una perpetua mueca de diversión, era tan solo un tono más oscura que su piel. Podría haber pasado completamente desapercibido, si no fuera por su excéntrica forma de vestir: un par de pantalones de tweed sujetos por unos tirantes que atravesaban una camisa de esmoquin blanca y almidonada, cubierta por un chaleco abierto, y, sobre la cabeza, un vivaz sombrero de paja con una cinta a rayas rojas y azules. Lo llevaba torcido, en un ángulo que insinuaba cierta picardía… o al menos impertinencia.
—Betty —se las arregló para decir, y le estrechó la mano brevemente.
Henry levantó la barbilla y la miró de arriba abajo, evaluándola.
—Ese nombre es terriblemente soso para una chica tan interesante.
La muchacha se esforzaba por mantener los ojos abiertos.
—¿Necesita un lugar donde quedarse? —le preguntó Henry en voz baja.
Zeta abrió los ojos de inmediato y cogió un cuchillo de encima de la mesa.
—Intente algo raro, tipejo, y lo lamentará.
—Bueno, la verdad es que, después de todo, odiaría encontrar mi final con un simple cuchillo de mantequilla —dijo Henry sin darle ninguna importancia al asunto—. Puedo asegurarle, Betty, que soy un caballero, y un hombre de palabra.
Zeta estaba muy cansada. Era como si el hambre hubiera sido la compuerta que contenía sus emociones. Pero alguien la había levantado, y la muchacha comenzó a sollozar sin moverse de la silla.
—No pasa nada, querida. Vamos.
Henry le confesó más adelante que nunca había visto a nadie tan hermoso llorar de una forma tan fea.
Zeta siguió a Henry hasta su casa, un apartamento de una sola habitación con goteras en el techo en St. Mark’s Place, donde le ofreció una almohada y una manta. Mientras la chica se colocaba ambas cosas sobre el regazo, aún recelosa, Henry arrastró una vieja silla de mimbre hasta un piano desvencijado situado junto a una ventana que daba a un patio de luces. Tarareaba en voz baja y dibujaba notas en aquellas mismas hojas de papel llenas de rayas y manchas de tinta.
—Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera —dijo sin levantar la vista—. No hay señora de la limpieza. Las tuberías gotean. El baño del final del pasillo es compartido con diez vecinos muy raros. Hace frío en invierno y un calor del demonio en verano. En definitiva, no es mucho mejor que la calle. Pero es bienvenida de todos modos.
Zeta supuso que querría algo a cambio, pero en ningún momento intentó nada. Durmió toda la noche y gran parte del día siguiente. Cuando se despertó, se encontró con un pastel en un plato desportillado y, junto a él, una margarita fofa metida en una botella de leche vacía que sujetaba una nota:
Espero que haya dormido bien.
Le pediria que no me robara nada,
pero no hay nada que robar.
Puede quedarse todo el tempo que quiera.
Atentamente, Henry DuBois IV
No tenía otro sitio adonde ir, así que se comió el pastel y lavó el plato. Luego lavó los otros platos y los colocó. Henry regresó a un apartamento tan limpio que tuvo que salir y volver a entrar para asegurarse de que no se había equivocado de puerta.
—No se llamará Blancanieves por casualidad, ¿verdad? —preguntó con ironía.
Compartieron un cuenco de fideos de una tienda que había debajo y hablaron hasta muy tarde.
Fue Henry quien la convenció para que se cortara el pelo a lo bob. Agarrados del brazo, fueron hasta la peluquería de la calle Bleecker, Zeta vestida con la ropa de Henry. La chica se sentó y permaneció completamente inmóvil, con la mirada al frente, mientras las tijeras zigzagueaban entre sus rizos espesos. El pelo caía en montones livianos alrededor de la silla de la peluquería. Zeta sentía la cabeza cada vez más ligera, como si le estuvieran esquilando el peso de la memoria, los fantasmas de su pasado. Cuando el peluquero le dio la vuelta al sillón para que pudiera mirarse en el espejo, Zeta se quedó completamente boquiabierta. Con cuidado, se acarició la piel suave del cuello y disfrutó de la sorpresa que le producía palparse la nuca al descubierto, donde el corte de pelo formaba una «V» provocativa. En el espejo, vio a Henry mordiéndose el labio.
—¿Qué estás mirando con esa cara de tonto, Pianista? ¿Es que nunca habías visto a una flapper? —le dijo con un guiño.
—Eres la chica más guapa de esta calle —repuso Henry, y Zeta esperó a que la besara.
Como no lo hizo, sintió una extraña mezcla de decepción y alivio.
Lo habían celebrado con champán en un club bohemio del Greenwich Village, cerca de la calle MacDougal, donde, lejos de las miradas llenas de prejuicios, las parejas de chicos guapos bailaban elegantemente juntas, pecho contra pecho, abrazándose el uno al otro, intercambiando miradas de anhelo en mesas adornadas con hombres decorativos. Zeta había oído hablar de aquellos lugares, y había conocido a hombres a los que les gustaban otros hombres —«maricas», los llamaba la señora Bowers con un gesto de desdén, y Zeta sentía la humillación de la palabra oprimiéndole el corazón—, pero en verdad nunca había estado en un club así. Le daba miedo no ser bienvenida, pero descubrió que sí lo era.
En la penumbra del club, Henry se recostó en su asiento y contempló la escena, aunque su mirada terminaba por recaer una y otra vez en un joven atractivo, de pelo oscuro, que de vez en cuando se la devolvía con timidez. En aquel momento, Zeta por fin lo entendió.
—Lo pillo, niño —le dijo.
Luego, con los andares de una actriz, se acercó al joven moreno, colocó una silla junto a la de él y le espetó:
—Mi amigo, Henry, va a ser el próximo compositor de moda. Deberías pedirle que baile contigo antes de que se haga rico y famoso.
Mucho más tarde, todos se apelotonaron en un sofá de terciopelo, Zeta a un lado de Henry y el chico guapo al otro, junto con dos chicos de una universidad de Nueva Jersey y un marinero originario de Kentucky, riendo y bebiendo, entonando canciones e intercambiándose las corbatas. Intentaron ponerle otro nombre a Zeta, pues, según Henry, era imposible que fuera una simple Betty. Habían pasado por todos los tipos de nombres, desde los glamurosos —Gloria, Hedwig, Natalia, Carlotta— a los estúpidos —Mah Jong, Merry Christmas, Ruby Valentino, Mary Pickaxe.
—¡Tal vez podrías ser Sigma Chi! —dijo uno de los universitarios, y todos volvieron a desternillarse de risa.
—Es horrible —dijo Henry entre carcajadas.
Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas. Aquello le daba el aspecto de un monaguillo depravado.
—¡Alfa Beta! ¡Delta Épsilon! ¡Fi Beta Kappa! ¡Delta Zeta!
—Espera, ¿qué es lo último que has dicho? —preguntó Zeta.
—Zeta —repitió el universitario, y todos los demás lo corearon.
La felicidad contagiosa de la borrachera los empujaba a gritar.
—Zeta —artículo la joven disfrutando de la sensación que le provocaba en la lengua—. Zeta será.
Insistió en apellidarse Knight. Hacía que se sintiera fuerte y osada. Un nombre como una armadura. Porque en aquella nueva vida se defendería a sí misma.
—Por la señorita Zeta Knight —brindaron los chicos, y Zeta bebió a la salud de su nuevo nombre.
Entre risas, bailaron en círculo bajo una lámpara de araña que los bañaba en una luz moteada, y Zeta deseó que la noche no acabara jamás.
Una semana después, la joven despertó a Henry tan temprano que la luz del día no era más que un pensamiento de matiz azulado que los privaba de color. Tenía los ojos hinchados y rojos, y las mejillas manchadas de lágrimas. Hacía dos meses que había abandonado Kansas y a Roy, desde que él le había hecho daño por última vez.
Henry se incorporó apoyándose en los codos. Tenía la voz espesa a causa del sueño.
—¿Qué pasa, cariño?
Zeta le contó todo lo que había sucedido en Kansas, y se las arregló para no llorar más o menos hasta el final. Durante las últimas semanas se había sentido muy ligera, como si la hubieran rescatado de la furiosa corriente de un río espoleado por la lluvia y se hubiera calentado en la orilla bajo un sol ardiente, solo para despertarse más tarde y descubrir que el río había crecido durante la noche y había vuelto a arrastrarla.
Henry la escuchó con seriedad. Cuando terminó de hablar, la atrajo hacia sí y la abrazó contra su pecho desnudo y suave.
—Yo me casaré contigo, si quieres —le dijo.
Ella le besó las palmas de las manos y se cubrió la cara con ellas.
—No puedo tener este bebé, Hen.
Henry asintió despacio.
—Conozco a alguien que tal vez pueda ayudarnos.
Lo había dicho así: «ayudarnos», en plural. Y fue entonces cuando Zeta supo que nunca se habían separado, que siempre habían sido así, dos mitades de un mismo todo, los mejores amigos del mundo.
Tenían el nombre de un hombre y una dirección, escritos en un trozo de papel que Zeta sujetaba con fuerza en la palma de la mano. Llovía mientras avanzaban por un callejón de camino a un edificio destartalado, en cuyo portal dos hombres fumaban y paseaban con nerviosismo, con pinta de estar asustados. Después realizaron el penoso ascenso por los cinco pisos de escaleras a punto de desmoronarse; pasaron ante puertas cerradas tras las que los niños berreaban y las madres los mandaban callar. El olor a pescado guisado anegaba un pasillo largo y oscuro e hizo que a Zeta se le revolviera el estómago. Tuvo que forzarse a no vomitar. Al fin llegaron al último piso y llamaron a la puerta marrón y lisa de un apartamento que apestaba a desinfectante. Un hombre enjuto con la cara llena de arrugas los invitó a entrar en una sucia sala de espera con tres sillas desparejadas. A la derecha, había una bañera medio llena de agua sanguinolenta y una colección de cuchillos de trinchar. Tras una cortina, una mujer gemía. Zeta le apretó tanto la mano a Henry que pensó que iba a partírsela. El hombre enjuto le señaló un catre con una sábana y le dijo que se desnudase y se tumbara. La mujer volvió a gritar, y Zeta echó a correr escaleras abajo hasta llegar al húmedo callejón, sin importarle que la lluvia la estuviera empapando.
—No pasa nada —le dijo Henry cuando la alcanzó. Estaba sin aliento—. Ya veremos de dónde sacamos el dinero.
Henry vendió su piano y encontraron a otro doctor, caro pero limpio. Una vez estuvo hecho, Zeta se tumbó en la cama de Henry, con escalofríos y grogui a causa del éter, y le prometió que le compraría un piano nuevo aunque fuese lo último que hiciera en su vida. Henry le apretó la mano y la joven se quedó dormida. Dos semanas más tarde, Zeta consiguió el trabajo en el coro de la revista. Tuvo que mentir respecto a su nombre, su historia y su edad, pero todo el mundo lo hacía. Era lo que más le gustaba de la ciudad: podías ser cualquier persona que quisieras ser. Cuando el pianista de los ensayos se marchó para comenzar a tocar en un club nocturno del norte de la ciudad, Zeta propuso que contrataran a Henry. Con el dinero extra, alquilaron un apartamento más grande en el Bennington haciéndose pasar por hermanos, lo cual era de risa, la verdad, pues su aspecto era tan distinto como iguales eran sus almas. Y todas las semanas Zeta metía un dólar en una vieja lata de café con un cartel: FONDO PARA EL PIANO DE HENRY.
La joven creía que todo seguiría así para siempre, Zeta y Henry, sin que ninguno de ellos perteneciera a nadie más que a sí mismo y al otro. Pero no había contado con conocer a Memphis. No era solo que ambos soñaran con el mismo símbolo extraño, cosa que ya era bastante significativa, sin duda. No, era el propio Memphis. Era amable, fuerte y guapo. Estar con él la llenaba de ligereza y esperanza, aunque la idea de que pudieran estar juntos parecía algo completamente imposible. Y si Flo llegaba a descubrirlo, la expulsaría de su espectáculo.
Daisy se había olvidado un par de pendientes de rubí sobre su tocador, uno de los muchos regalos que recibía de su corredor de bolsa o de aquel crítico teatral. Zeta se planteó muy seriamente venderlos y entregarle la pasta a un orfanato, solo para darle una lección sobre cómo cuidar sus cosas a aquella arpía frívola. Sin embargo, los dejó donde estaban y apagó las luces. Comenzó a andar por el teatro en penumbra, guiándose tan solo por el débil resplandor de las luces de emergencia. Acababa de llegar a la parte de atrás del escenario cuando oyó un agudo silbido, procedente de algún punto del teatro, que hizo que se frenara en seco.
—¿Wally? ¿Eres tú? —preguntó con el corazón desbocado.
El silbido se detuvo No hubo respuesta.
Zeta aceleró el paso. Si algún idiota le estaba gastando una broma, bien podría llevarse un repentino puñetazo en la mandíbula si lo pillaba. Zeta se sentó en el borde del escenario y saltó hacia la primera fila. Volvió a oírlo… Un alegre silbido que provenía de algún lugar del interior del teatro. Deseó haber dejado todas las luces encendidas.
—¿Quién hay ahí? —gritó—. Daisy, si eres tú, te juro que no podrás bailar durante meses cuando te rompa las piernas.
Pero el silbido no paró y Zeta era incapaz de localizar su origen. Parecía llegarle desde todas partes a la vez. Echó a correr por el pasillo de la derecha y, en la oscuridad, se golpeó una pierna contra el apoyabrazos de una silla, pero no se detuvo. Se lanzó contra las puertas cerradas del teatro solo para descubrir que estaban atrancadas.
¿De dónde salía el silbido? Retrocedió por el pasillo para intentar atisbar los palcos. De pronto, un foco se encendió y la cegó. Parpadeando para librarse de los puntos negros de su visión, se dio la vuelta y echó a correr de nuevo hacia los camerinos. La tonada hueca la siguió. Todas las puertas estaban abiertas, y Zeta avanzó poco a poco por el pasillo, largo y mal iluminado, temerosa de que quienquiera que estuviese silbando la cancioncilla pudiera salir de detrás de alguna de aquellas puertas. La bailarina estaba muerta de miedo. Bajo sus guantes, notaba la piel muy caliente y una picazón.
—No —susurró—. No.
Al final del pasillo brillaba una luz plateada; la puerta trasera del teatro estaba abierta. Corrió hacia ella. Los dedos le ardían con un calor indeseado. Ahora el silbido le llegaba con mayor intensidad. Parecía proceder de detrás de ella. Las luces de emergencia titilaban y se fundían al pasar ante ellas. Tropezaba y se golpeaba las rodillas, que cada vez le dolían más. Colocó una mano en la pared y notó que la madera se calentaba. Jadeando, Zeta tomó impulso y corrió hacia la puerta. La puerta, la puerta, la puerta. La puerta trasera, su vía de escape. La puerta trasera, que en aquel instante se estaba cerrando.