LA NOVENA OFRENDA

Cuando el detective Malloy fue a visitarlos la tarde siguiente, no parecía contento. Hizo un gesto en dirección a la multitud de visitantes.

—El negocio va bien, por lo que veo.

—En unas cuantas semanas, hemos pasado de estar olvidados a ser la novedad de la ciudad —dijo Will.

Dos universitarias risueñas le pidieron un autógrafo a Will y él se lo negó educadamente, para decepción de las muchachas.

El detective Malloy observó el intercambio.

—Ese es el problema.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Evie.

Nunca había visto al detective con una pose tan formal. Estaba incómodo, aquello resultaba evidente. Pero la chica no tenía ni idea de por qué. Al fin y al cabo, ¿no debería alegrarse de que el museo de su viejo amigo funcionara al fin?

El detective bajó la voz.

—Will, se rumorea que podrías estar involucrado en los asesinatos.

El profesor abrió los ojos de par en par.

—¿Qué?

—¡Eso es un disparate! —protestó Evie.

—Lo sé. Pero no tiene buena pinta… el tipo que lo sabe todo sobre el ocultismo, que nos facilitó la pista de Jacob Call, cuyo museo se ha convertido en la atracción más visitada de la ciudad y del que escriben en todos los periódicos…

—Yo no tuve nada que ver con esos artículos de periódico, te lo aseguro —le espetó Will, y Evie esperó que nadie se diera cuenta de que se había sonrojado.

—Solo te digo que tal vez quieras mantenerte al margen. Dejárselo a la policía.

—Pero estamos muy cerca —intervino Evie—. Vamos a encontrarlo.

Deseó que pudieran contarle al detective Malloy a qué se enfrentaban en realidad, pero, por supuesto, era algo imposible. ¿Cómo iban a confesarle que buscaban a un fantasma? Los encerraría para el resto de sus días.

—Will, te lo estoy diciendo como amigo, estás fuera del caso. Vuelve a dar clases. A partir de ahora me encargo yo.

El tío Will se puso firme.

—¿Y si me niego?

—Entonces estarás solo. No puedo protegerte. —El detective Malloy volvió a ponerse el sombrero—. Fitz, no hagas ninguna estupidez. Hay que saber cuándo retirarse.

—¿Vamos a retirarnos? —pregunto Evie una vez el detective se hubo marchado.

—Ni locos.

A última hora de la tarde, Evie, Jericho, Sam y Will estaban una vez más arremolinados en torno a la mesa de la biblioteca.

—La novena ofrenda, la Destrucción del Ídolo de Oro —dijo Evie, y soltó un taco en voz muy baja—. Está ahí fuera a punto de matar de nuevo y no tenemos ni idea de adónde se dirige.

Enterró la cabeza entre las manos.

—Evangeline, no dejes que la frustración te supere. Pensad. Ídolos de oro…

Will hacía girar la rueda de su mechero de plata; las chispas saltaban y él las apagaba con el pulgar.

—Oro. Dinero, avaricia… Wall Street, ¿un banquero o bróker? —propuso Jericho.

—¿El palacio dorado de Chinatown? —sugirió Sam.

Evie percibió el agotamiento en su voz.

—En la Biblia aparece un becerro de oro. Pero no podemos estar seguros de que la ofrenda sea una referencia bíblica. El Libro de los Hermanos es un pastiche, ¿lo recordáis? —dijo Will.

—Probablemente nos pasemos aquí toda la noche —dijo Evie con un suspiro.

—No creo que tengamos toda la noche —señaló Jericho.

—Ninguno de vosotros ha comido —dijo de pronto Will, y Evie supo que su tío debía de tener hambre, porque de lo contrario jamás habría dicho nada—. Voy a ir a Wolf’s Delicatessen en Broadway para comprar unos cuantos sándwiches de pastrami. Seguid trabajando. No tardaré.

—Déjame ver eso —dijo Evie cuando Will se marchó, y le quitó la Biblia de las manos a Jericho.

No habían intercambiado más que unas cuantas palabras desde que el joven descubriera que Evie era Adivina. A ella aún le escocía su comentario. Evie leyó el pasaje de la Biblia una y otra vez en busca de alguna pista, pero no se le ocurría nada.

—Venerar a falsos ídolos, venerar a falsos ídolos… —Algo intentaba cobrar forma en su mente—. ¿Cómo se llama…? —Se interrumpió a medio pensamiento y comenzó a pasar páginas en la Biblia como una loca. Puso el dedo sobre un pasaje—. Baal —dijo de pronto—. La adoración de Baal. Oh, Dios…

—¿Qué pasa, muñeca? —le preguntó Sam.

—Sé dónde actuará a continuación —contestó Evie, que ya estaba cogiendo el abrigo y el sombrero.

—¿Adónde vamos?

—¡Al Teatro Globe! —gritó la chica.

—¿Qué hay en el Globe? —preguntó Jericho.

—La revista de Ziegfeld —contestó Sam, y echó a correr tras Evie.