Will observaba el fuego con atención. Tenía la mandíbula apretada.
—¿Cómo es posible, tío Will? ¿Cómo es posible que un hombre que lleva cincuenta años muerto matara a esas personas?
—Viste a alguien que se parecía a él, muñeca. Eso es todo —intervino Sam.
—¡Sé muy bien lo que vi!
—Ya te lo he dicho… es el poder de la sugestión. Hemos repasado toda la leyenda de John Hobbes y habías visto su careto en los periódicos, así que ya lo tenías en la cabeza cuando entraste en trance. Le pusiste al asesino la primera cara que te vino a la mente.
—¡Deja de mirarme así, por favor! —le espetó Evie a Jericho, que apartó la mirada de inmediato, ruborizado. Las minúsculas garras de un nuevo dolor de cabeza comenzaban a arañarle el cráneo—. Tío, no has contestado a mi pregunta. ¿Cómo puede haber asesinado John Hobbes a Gabriel Johnson y, probablemente, a todos los demás?
Sam le rodeó los hombros con un brazo a la chica.
—Te lo estoy diciendo, preciosa, no era él.
—Es él —dijo Will rompiendo al fin su mutismo.
La habitación se sumió en el silencio, excepto por el crujir de los troncos que el fuego consumía poco a poco.
—Will —dijo Jericho al cabo de unos segundos—, no puedes estar diciendo en serio que crees que un fantasma es el asesino de esas personas, ¿verdad?
—Pues sí —contestó con voz áspera.
—No pretendo ofenderle, profesor… Su museo es genial… pero los fantasmas no existen —dijo Sam.
—Pareces estar muy seguro de eso, ¿no? —Will se volvió hacia ellos. La luz del fuego le proyectaba sombras sobre la cara—. Hay puertas entre este mundo y el mundo de lo sobrenatural. Fantasmas. Seres demoníacos. Lo inexplicable y lo indefinido. Lo misterioso. Tengo libros y archivos enteros dedicados a ello.
—Pero eso solo son historias que cuenta le gente —repuso Evie.
El dolor de cabeza comenzaba a extendérsele por detrás de los ojos.
—En este mundo no hay poder mayor que el de las historias. —Will comenzó a caminar de un lado a otro por la sala—. La gente piensa que los límites y las fronteras construyen naciones. Tonterías… Son las palabras las que lo hacen. Creencias, declaraciones, constituciones… Palabras. Historias. Mitos. Mentiras. Promesas. Historia. —Will cogió uno de los fajos de recortes de periódico que descansaban sobre su escritorio—. Esto, y todo eso —hizo un gesto en dirección a las abarrotadas estanterías de la biblioteca— es un testimonio de la rica historia de lo sobrenatural de este país.
—Pero, Will, no solo estás afirmando que existen los fantasmas, sino que estás diciendo que pueden regresar de entre los muertos y matar —señaló Jericho.
Will se dejó caer sobre su silla, pero continuó dando golpecitos rítmicos en el suelo con un pie.
—Lo sé. Imposible. No deberían ser capaces de hacerlo… —dijo más para sí mismo que para cualquier otra persona—. He estado alerta.
—¿Alerta respecto a qué? —preguntó Jericho.
La silla no pudo retenerlo y Will se puso de nuevo en pie y retomó los paseos. Por el camino, cogió otro montón de recortes de periódico del escritorio.
—Respecto a esto. Apariciones de fantasmas. Actividad paranormal. A lo largo del último año, se ha incrementado. En lugar de unas cuantas noticias aquí y allá, se han producido cientos, todos los días se mencionaba algo.
—¿Y crees que está relacionado con nuestro caso, que John el Travieso ha regresado de entre los muertos?
Evie se llevó una mano a la sien y se la frotó.
—Estoy seguro de ello —contestó su tío—. La pregunta no es si John Hobbes ha regresado de entre los muertos, sino cómo y por qué.
—Los fantasmas existen. Los fantasmas son reales —susurró Evie para sí como si fuera un mantra. Levantó la vista y se encontró a Jericho observándola con fijeza—. ¿Qué pasa?
—Nada —respondió él, y volvió a apartar la mirada a toda velocidad.
Will cayó en la tentación y se encendió un cigarrillo. Le dio varias caladas antes de volver a hablar.
—Las partes del cuerpo —dijo al tiempo que soltaba una bocanada de humo—. Creo que necesita ingerirlas para hacerse más fuerte. Más corpóreo. El espíritu hecho carne. Una perversión de la transubstanciación. Se vuelve más fuerte con cada asesinato. En estos momentos ya es muy poderoso. Pronto, será imparable.
Evie se estremeció con solo pensar en ello.
—¿Y entonces?
—El Armagedón. El infierno en la tierra, literalmente.
—Pero en realidad no puede convertirse en una especie de Anticristo, ¿verdad? —preguntó Jericho.
—Él cree que puede transformarse en la Bestia por medio de este ritual. La fe lo es todo. Y, además, no entendemos todo lo que es capaz de hacer. Aquí no estamos jugando según las reglas de nuestro de mundo, Jericho. Son sus reglas… Las reglas del mundo de lo sobrenatural.
—Entonces ¿cómo lo frenamos? —quiso saber Evie—. ¿Cómo le ponemos freno a un fantasma?
—Tenemos que ponernos a su altura. Tenemos que eliminarlo mediante sus propias creencias. Si la última página del Libro de los Hermanos contenía alguna especie de conjuro o hechizo para librarse de John Hobbes, necesitamos averiguar qué decía esa página. Y debemos resolver el misterio de su conexión con ese libro. ¿Por qué es tan importante para él?
Evie abrió el Libro de los Hermanos y pasó los dedos por el borde irregular allí donde se había arrancado la última página. Quedaban tres ofrendas: la Destrucción del Ídolo de Oro, el Lamento de la Viuda y la Boda de la Bestia y la Mujer Vestida de Sol. Retrocedió varias páginas hacia las ofrendas anteriores.
—El cadáver encontrado en Belmont en 1875… Aquella tuvo que ser la tercera ofrenda, el Jinete Pálido Montando a la Muerte ante las Estrellas —afirmó.
—Y, aparte de Ida Knowles, encontraron exactamente diez cuerpos en el sótano de Knowles’ End —señaló Jericho.
—Los diez sirvientes del señor —dijo Evie, emocionada—. Una lavandera y una doncella desaparecieron, al igual que varias personas que se hospedaban allí. Todos podrían considerarse criados. La segunda ofrenda. Oh, tío. ¡Encaja!
—¿Y cuál era la primera ofrenda? —preguntó Sam. Luego, levantó las dos manos—. Solo os sigo el juego, yo no me trago lo de los fantasmas.
Evie estudió la imagen de lo que parecía una casa o un granero.
—La primera ofrenda… El Sacrificio del Fiel. Ida Knowles era creyente. Al menos lo fue durante un tiempo.
—Pero no fue la primera —dijo Jericho.
—Cierto —admitió Evie con un suspiro.
El tío Will cogió otro cigarrillo.
—No me gusta que fueras a Knowles’ End, Evie. No con lo que sabemos ahora.
—Pero si no es más que una casa, tío.
—Una casa terrible, antaño llena de cadáveres —repuso Sam alegremente—. Estoy seguro de que está genial en la época de Navidad.
—Es su casa —dijo Will—. Es su guarida, y me imagino que los intrusos no serían precisamente bienvenidos. Evie, Mabel y tú no os dejaríais nada allí, ¿verdad?
Evie pensó en el trozo de tela que se quedó prendido del conducto de la colada. Era demasiado pequeño… demasiado pequeño como para ser visto. ¿O no?
—No, tío.
—¿Por qué no nos limitamos a ir allí y quemarla hasta los cimientos? —preguntó Sam.
—Porque no sabemos muy bien con qué tipo de entidad estamos tratando —explicó Will—. ¿Y si eso tan solo consiguiera hacerlo más fuerte? No. Hasta que no hayamos contestado a la pregunta de por qué John el Travieso está reconstruyendo este ritual, por qué le afecta, y hayamos averiguado qué decía la página que falta, nuestra única esperanza es impedir que vuelva a matar. Sabemos que tiene que completar los asesinatos antes de la llegada del cometa de Salomón…
—Que será dentro de cuatro días —les recordó Jericho a todos.
—Si podemos evitar que termine su tarea a tiempo, perderá por incumplimiento. El tiempo es fundamental.
Sam jugueteó con una moneda sobre los nudillos de su mano derecha, la lanzó por los aires y la atrapó limpiamente con la izquierda.
—¿Tiene intención de contarle al detective Malloy que está persiguiendo al fantasma de un asesino al que ahorcaron hace cincuenta años? No me importa lo buen amigo suyo que sea, profesor… nos encerrará a todos en el loquero.
—Sam tiene razón —concedió Jericho.
Will hizo un gesto de asentimiento.
—Cierto. No podemos contárselo a Terrence. Estamos solos en esto. Evie, ¿cuál es la siguiente ofrenda?
Evie regresó a la página correcta.
—La Destrucción del Ídolo de Oro. «Y, mirad, ellos no creían pero fueron seducidos por el becerro de oro. Pagaron tributo a falsos ídolos y fueron condenados por ello. Y la novena ofrenda surgió de la lujuria y el pecado. El becerro de oro fue destruido, despojado de su piel de deshonra y depositado sobre el altar del Señor. Y la Bestia estuvo satisfecha». —Evie levantó la mirada para descubrir que Jericho seguía mirándola de aquella manera tan incómoda—. Por todos los santos, Jericho, ¿qué pasa? ¿Me ha salido una segunda cabeza?
—Lo siento. Es solo que… no eres lo que pensaba.
El muchacho no pretendía que sonara así.
Evie estaba cansada y asustada, y la jaqueca se había apoderado de ella por completo. Y encima Jericho pensaba que era un bicho raro. Le tenía miedo. Ella creía que, de algún modo, las cosas serían diferentes con Jericho. Era un gran pensador, un filósofo, pero en realidad no era distinto de las mentes pequeñas de su pequeña ciudad. Enfadada, le agarró una mano fría y colocó la suya sobre su reloj.
—Tienes razón, soy un auténtico mono de feria —dijo. El joven intentó zafarse de ella, pero Evie introdujo los dedos bajo el reloj—. ¿Qué te parece, Jericho? ¿Quieres que te cuente tus secretos? ¿Todas las mentirijillas que le ocultas al mundo?
—¡No!
Jericho apartó la mano de la de Evie con tanta rapidez que estuvo a punto de perder el equilibrio.
A la chica se le llenaron los ojos de lágrimas y se le formó un nudo en la garganta. No tenía ni la más mínima intención de ponerse a llorar allí, así que se marchó corriendo de la biblioteca y se encerró en el baño.
—Buen trabajo, Gigantón —gruñó Sam, y salió tras ella.
Sam se sentó en el suelo, al otro lado de la puerta del baño, con la esperanza de que Evie pudiera oírlo.
—Muñeca, no me importa que seas capaz de leer todos y cada uno de mis secretos. Ni siquiera me importaría que me tuvieras sentado aquí fuera toda la noche. Bueno, a mis piernas sí les importaría, pero no les hagas ni caso… Les gusta quejarse.
Evie no respondió y Sam dejó escapar una bocanada de aire contenido. Nunca había conocido a ninguna otra persona con un don extraño. Jamás. Así que eran dos. Una pareja. Una pareja estaba bien.
—No eres ningún bicho raro. Solo quiero que lo sepas.
Silencio.
—Tómate tu tiempo, muñeca. Ya sabes dónde encontrarme. Te guardaré el sitio.
En el interior del baño, Evie recostó la cabeza contra la puerta.
—Gracias —susurró, aunque Sam ya no estaba allí para escucharlo.
El extraño estaba de pie en medio de la oscuridad del sótano, escuchando los susurros que la casa le dedicaba. Sabía que algo no iba bien. La casa se sentía violada. Sucia. Tendría que volver a pintar los símbolos para devolverle su pureza. «Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas». La alianza sagrada continuaba.
John el Travieso arrancó el retal del abrigo de Evie del borde del conducto de la colada. Una vez más, la casa le susurró. Una chica. Una chica había cometido aquella violación. Pagaría por su falta. Pero primero debía preparar la casa a tiempo para la ofrenda del día siguiente.
Silbando su vieja melodía, palpó en busca de la puerta secreta. Se abrió para él y dentro lo recibieron con suspiros y susurros.