Memphis había tomado asiento en un banco abarrotado de la Iglesia Episcopal Metodista Madre Africana Sion, entre la tía Octavia e Isaiah. Al frente, el ataúd de Gabe resplandecía bajo una manta de lirios donados por la mismísima Mamie Smith. No había ni un solo sitio libre, y una multitud de hombres se había quedado de pie junto a la pared del fondo. Hacía calor en la sala, y las mujeres trataban de refrescarse con abanicos de madera proporcionados por la funeraria.
El pastor Brown se subió al púlpito e inclinó la cabeza en un gesto de dolor.
—Un joven, derribado en la flor de su vida por una violencia tan atroz… Es casi imposible de soportar…
La gente lloraba y suspiraba mientras el pastor Brown hablaba sobre el difunto amigo de Memphis, acerca de su prometedora vida, que había terminado demasiado pronto. Memphis tragó con dificultad al pensar en la discusión que habían tenido la noche en que lo mataron. Deseó poder dar marcha atrás, hablar las cosas con calma. Deseó poder impedir que Gabe se marchase solo de la fiesta. Si se hubieran ido juntos, ¿seguiría vivo? Se sacó del bolsillo la pata de conejo de la suerte de Gabe. La señora Johnson se la había dado antes diciéndole: «Él habría querido que la tuvieras tú. Eras como un hermano para él». Memphis la apretó con fuerza en la mano.
—La muerte ya no tiene potestad sobre el hermano Johnson —tronó el pastor Brown.
—Amén —dijo una mujer.
—Pues la Biblia nos asegura: «Así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos unido a Cristo en su muerte, así también nos uniremos a él en su resurrección». Así habló el Señor.
—Aleluya —gritaron varias personas. Y a continuación—: Palabra del Señor.
—Recemos ahora por nuestro hermano, Gabriel Rolly Johnson, que Jesucristo lo acoja en su seno y encuentre la paz eterna. Amén.
—Amén —contestaron los feligreses.
El coro comenzó a cantar un himno religioso, y las desconsoladas notas de aquella melodía conocida inundaron a Memphis. Como si de piedras en los bolsillos se tratase, lo arrastraron hacia las terribles profundidades de un océano de dolor. La tía Octavia lloraba tras su pañuelo repitiendo quedamente entre lágrimas: «Señor, Señor». De vez en cuando, estiraba una mano enguantada y apretaba la de Memphis para consolarlo, pero su sobrino permanecía inconmovible, con los ojos totalmente secos. El joven bajó la mirada hacia Isaiah, que no había dejado de contemplarse los zapatos. Pensó en lo que su hermano le había dicho a Gabe en el drugstore del señor Reggie: «Morirás». ¿De verdad había visto Isaiah que a Gabe iba a ocurrirle algo? ¿Y si alguien los había oído hablar? ¿Y si alguien se lo contaba a la policía? Tenía que proteger al pequeño, costara lo que costase.
Tras la ceremonia, el cortejo fúnebre realizó su desfile lento y afligido por Broadway. El Club Elks había pagado el entierro, y habían insistido en ofrecerle a Gabe una despedida adecuada. Encabezaban la comitiva luciendo sus bandas, con Papá Charles al frente, con el sombrero sujeto a la altura del pecho. Tras él, varios de los mejores músicos de Harlem tocaban una triste melodía con sus trompetas, acompañados por un coro de mujeres vestidas de negro. Un camión con plataforma cargaba con el ataúd de Gabe por las calles hasta su lugar de descanso temporal, la Funeraria Merrick. Más adelante, su familia lo enterraría. Los periodistas se apelotonaban a lo largo del recorrido, tomando notas y sacando fotos, quitándose los sombreros en el último momento al paso del féretro. Memphis caminó tras el ataúd con pasos lentos y cuidadosos hasta llegar a la funeraria. No había entrado allí desde la muerte de su madre, y en aquel momento no fue capaz de enfrentarse a ello.
—Voy a tomar un poco el aire —le explicó a Octavia, que le dio unas palmaditas en la mejilla, lo llamó «pobrecito» y le hizo un gesto con la mano para que se marchase.
Memphis se escabulló tratando de pasar desapercibido entre el gentío que intentaba echarle un vistazo a la última víctima del Asesino del Pentáculo. Algunos no eran más que mirones indiscretos. Otros estaban furiosos e increpaban a los policías exigiéndoles respuestas. ¿No habían cogido al asesino? ¿No estaba entre rejas? ¿Y ahora qué? ¿Qué estaban haciendo para proteger a los ciudadanos de Nueva York? ¿Cuándo volverían a sentirse seguros? Los agentes guardaban silencio.
En la esquina, Memphis vio a la chica del museo. ¿No se suponía que estaban ayudando a coger a aquel asesino? ¿Por qué no lo habían atrapado ya? El muchacho estaba rebosante de ira, así que se acercó a Evie O’Neill y le dio unos golpecitos en el hombro. La muchacha tardó unos segundos en reconocerlo.
—Es usted. Señor Campbell.
—¿Todavía no saben quién es el asesino?
—Todavía no.
Memphis asintió, con la mandíbula apretada.
—¿Conocía… conocía al fallecido? —le preguntó la chica.
—Era mi mejor amigo.
—Lo siento muchísimo —dijo, y Memphis pensó que parecía sincera.
No como aquellos reporteros, que le decían «lamento su pérdida» y a continuación le preguntaban si su mejor amigo era yonqui o si creía que la culpa la tenía el jazz.
—¡Memphis!
Al escuchar la voz de Zeta, tanto Memphis como Evie volvieron la cabeza. Se acercaba corriendo calle abajo, aún con el maquillaje de escena en la cara, con tan solo un abrigo sobre el traje del espectáculo. Evie se fijó en las lentejuelas que asomaban por debajo. Zeta le dio a Evie un abrazo rápido y luego se volvió hacia Memphis.
—He venido en cuanto me he enterado.
—¿Os… os conocéis? —preguntó Evie.
—Se ha ido —dijo Memphis, y la voz se le rompió al pronunciar la última palabra—. Gabe se ha ido.
Zeta le dedicó palabras suaves y consoladoras a Memphis, y Evie se sintió extraña allí plantada, sin abrir la boca.
—Siento mucho lo de su amigo —dijo, pero sus palabras sonaron huecas.
Memphis se volvió hacia ella, con el rostro endurecido.
—Quiero ayudarla a encontrar al asesino de Gabe.
—Hay algo que nos resultaría muy útil —comenzó a decir Evie un tanto insegura—. Nos ayudaría poder tener algo de la víctima… eh… de Gabriel. Preferiblemente algo que llevara con él la noche de su muerte.
—¿Y por qué iba a ayudarles eso? —la desafió Memphis.
—Por favor —le rogó Evie—, por favor, confíe en mí. Deseamos atraparlo tanto como usted.
Memphis se metió la mano en el bolsillo y sacó la pata de conejo.
—Era su amuleto de la suerte. Nunca salía sin él.
—Gracias. Le prometo que lo cuidaré mucho —dijo Evie, pero Memphis no la estaba escuchando.
Zeta había entrelazado su mano con la del joven y ambos se miraban el uno al otro como si no existiera nada más en el mundo. Evie se alejó para que pudieran continuar con su conversación privada y silenciosa.
La prensa se amontonaba contra las barricadas pidiendo comentarios, intentando sonsacar declaraciones, pero los policías se mantenían firmes, con la boca cerrada. T. S. Woodhouse estaba en el centro, en primera línea. Evie trató de escapar sin que la viera.
—Vaya, pero si es la reina de Saba —dijo, y le bloqueó el paso—. Tenemos que dejar de vernos así.
—Entonces ¿por qué no se larga?
—No estará enfadada por lo de ese reportaje, ¿verdad?
—¡Pues sí! Le pedí un favor y usted me lo pagó robándome la pista y publicándola en los periódicos.
T. S. Woodhouse estiró los brazos en un gesto conciliatorio.
—Soy periodista, señorita O’Neill. Deje que se lo compense. Dígame lo que sabe sobre esto y le dedicaré a usted un artículo en exclusiva. Tal vez incluso le consiga unas cuantas líneas en una columna para que escriba lo que quiera. Será la flapper más famosa de Manhattan.
—Lo siento… Ya no hablo con reporteros.
Echó a andar y Woodhouse se apresuró a seguirla.
—Venga, Saba. Los polis no nos dan nada más que la misma bazofia de siempre. Sabemos que Jacob Call no puede ser el Asesino del Pentáculo, excepto que sea capaz de eliminar a alguien desde la cárcel o tenga un cómplice. Eh… un cómplice. Esa es buena.
—Adiós, señor Woodhouse.
El reportero agarró a Evie por el brazo y ella le lanzó una mirada asesina hasta que el hombre se vio obligado a soltarla. Woodhouse hizo un gesto con la cabeza en dirección a los demás periodistas.
—Estos tipos me llevan ventaja, no tengo artículo para hoy. No he parado de dedicarle flores al museo de su tío Will. Yo también estoy intentando hacerme un nombre aquí, ¿lo entiende?
Claro que lo entendía. También comprendía que T. S. Woodhouse haría cualquier cosa, diría cualquier cosa, pisaría a cualquiera con tal de conseguir su artículo. Había sido un error hacer tratos con él. Y ya era hora de que se llevara su merecido.
—Muy bien, señor Woodhouse —empezó a decir Evie—. Creemos que el asesino trabaja siguiendo un texto místico, el Ars Misterium.
—¿Sí? —dijo el reportero casi salivando ante el dato—. Eso es bueno.
—Además, no le diga ni una sola palabra de esto a nadie, ni siquiera a su editor. —Evie se mordió el labio y miró exageradamente a un lado y a otro para asegurarse de que nadie les oía—. Pero creemos que el siguiente asesinato tendrá lugar esta noche, en el puente Hell Gate. Puede que quiera acudir con su fotógrafo.
—¿Lo dice en serio?
—¿Cree que le mentiría a un miembro tan destacado de la prensa?
T. S. Woodhouse sopesó su ambición frente a la historia de Evie. La chica lo dedujo de la expresión de su boca.
—Gracias, Saba —dijo al fin.
—Ni lo mencione… Y lo digo también literalmente, señor Woodhouse.
Había sido un día terriblemente horroroso, pero mientras se alejaba del periodista, Evie no pudo evitar sentir una punzada de satisfacción al pensar en T. S. Woodhouse aquella noche, helándose a causa del gélido viento del puente Hell Gate, esperando una noticia que jamás se produciría mientras todos los demás reporteros le tomaban ventaja.