Los periódicos informaron del arresto de Jacob Call con titulares estridentes: ¡ASESINO ATRAPADO! ¡CASO RESUELTO! ¡TODO VA BIEN! Aunque el detective Malloy insistió públicamente en que Jacob Call solo era un sospechoso, en el tribunal de la opinión pública ya había sido juzgado y hallado culpable. Pero Evie había hablado con Jacob Call. Estaba claro que aquel hombre no sabía mucho sobre el asesinato de Ruta Badowski. Era casi como si hubiera querido desviar la atención hacia él en cuanto lo encerraron.
Evie le había hecho una ofrenda de paz a Mabel: una fotografía de Jericho que había encontrado rondando por casa. La había metido dentro de una carta que tan solo decía: «Lo siento, Carita de Pan. ¿Perdonas a tu mala amiga? Evie». Mabel había reaccionado subiendo de inmediato y abrazando a Evie, y ambas habían prometido que nunca volverían a enfadarse. Evie había organizado un almuerzo con Jericho y luego, una vez sentados a la mesa, había anunciado que lo sentía muchísimo pero que tenía que hacer una importante llamada de teléfono. Cuando regresó cuarenta minutos después, encontró a la pareja charlando tranquilamente sobre Tolstói. No eran fuegos artificiales y pasión, pero tampoco era una conversación desagradable, así que Evie lo interpretó como una buena señal.
Ahora, envueltas en capas, Mabel y Evie estaban cómodamente sentadas en un salón de belleza de la calle Cincuenta y siete mientras un par de peluqueras les lavaban y acondicionaban el cabello.
—¿Te apetece una aventura? —gritó Evie por encima del ruido del agua que corría en la pila.
—¿Qué tipo de aventura? —vociferó también Mabel.
—Tú confías en mí, ¿verdad?
—¡Ja!
La conversación se interrumpió durante unos segundos mientras las peluqueras les secaban un poco el pelo y las guiaban hasta otras sillas, donde comenzaron a trabajar en las ondas de Evie y a cepillar la larga melena de Mabel.
—Hay ocasiones en las que una amiga necesita la fe ciega de otra, querida niña. Y esta es una de esas ocasiones —dijo Evie tras una larga pausa—. Además, ¿cuándo te he llevado yo por el mal camino?
—¿Te hago una lista?
—¿Y si te dijera que esto tiene que ver con los homicidios del Asesino del Pentáculo y que estaríamos a punto de iniciar una investigación necesaria? —La peluquera dejó de mover el cepillo con el que peinaba a Mabel y Evie la miró de soslayo—. Apuesto a que usted sí que iría conmigo, ¿o no?
—¡Pues claro que sí! Me llevaría una pistola y le dispararía a ese hombre tan horrible las seis balas. Luego lo apuñalaría para asegurarme de que está muerto. —La peluquera se encogió de hombros y retomó su tarea—. Hay que cerciorarse.
—Por supuesto —dijo Evie.
—¡Ay! —se quejó Mabel cuando el cepillo encontró con un enredo.
Se llevó la mano a toda prisa al punto dolorido.
—Lo siento, señorita. Tiene muchísimo pelo. ¿No ha pensado nunca en cortárselo?
—Ni lo intente —dijo Evie con un suspiro—. Llevamos años diciéndoselo.
—Muy bien —repuso Mabel con determinación—. Lo haré.
Evie abrazó a su amiga.
—Mabel, ¡bienvenida al siglo XX! ¡Hip, hip, hurra!
—Carpe diem! —exclamó Mabel.
La peluquera sacudió la cabeza.
—Bueno, yo no sé nada de esas actrices de cine extranjeras, pero el corte de pelo de Clara Bow le quedaría genial —dijo, y cogió sus tijeras.
El sol era una bola rolliza y hermosa cuando Mabel y Evie se bajaron del tren en la calle Ciento cincuenta y cinco y caminaron hacia el norte por las calles llenas de edificios de apartamentos estilo Tudor y casitas pequeñas, pasaron ante la taberna Old Wolf y los Ultramarinos Johnson, giraron en una esquina ocupada por una agencia inmobiliaria con pisos de alquiler y continuaron hacia el río, donde las viviendas eran más escasas. Un par de niños vestidos con monos polvorientos se pasaban una pelota de béisbol el uno al otro y narraban su juego como si estuvieran en un partido de los Yankees: «Babe Ruth va a batear, el Gran Bambino, el Rey del Swing golpea hacia las gradas…». Las saludaron con un gesto de la cabeza y Evie imitó el movimiento del bateador:
—¡Machácala como el Sultán del Bateo! —dijo.
Finalmente, las chicas giraron hacia Knowles’ End, una olvidada calle secundaria que serpenteaba por un cerro con vistas al Hudson. Allí se alzaba la casa, sobre la colina azotada por el viento, como una gárgola.
—Por favor, no me digas que es ahí adonde vamos —jadeó Mabel casi sin aliento. La subida era pronunciada—. Es probable que nos coman las ratas o que nos encontremos con el monstruo del doctor Frankenstein.
—¿Y no sería una tarde emocionante? Al menos saldrás con el peinado más elegante de la ciudad. ¡Tu pelo es absolutamente la pera limonera! ¡Me alegro de que hayas decidido cortártelo a la moda!
Mabel no se dejó engatusar.
—Evie, ¿por qué me has traído hasta aquí? ¿Qué tiene esto que ver con la investigación del asesinato?
—Creo que esta podría ser la guarida del Asesino del Pentáculo.
Mabel la miró con fijeza, anonadada.
—Zeta acertó al apodarte Evil. Me parece que necesitas los servicios de Sigmund Freud. Es la única persona que tendría posibilidades de entender el funcionamiento de tu mente enferma.
Evie entrelazó su brazo con el de Mabel.
—Voy a contarte algo confidencial sobre el caso. Pero debes jurar sobre la Biblia…
—Soy atea.
—Debes jurar sobre la Biblia atea no contarlo.
—No existe ninguna Biblia atea.
—Entonces deberíamos escribir una. ¡Júralo sobre la tumba del mismísimo Valentino!
—Lo juro sobre la tumba de Valentino —repuso Mabel.
—Sé de buena tinta que dentro de esa casa podría haber pistas que demostraran la identidad del asesino. —No estaba mintiendo, exactamente.
—Pensaba que la policía ya tenía encerrado al asesino… a ese tal Jacob Call. —Mabel escudriñó el rostro de Evie durante un instante—. No te crees que él sea el Asesino del Pentáculo.
—Llámalo corazonada.
—Oh, no —dijo Mabel—. ¡No, no, no!
—Por favor, Mabesie. Necesito hacerlo.
Evie se derrumbó y le confesó a Mabel todo lo que no le había contado hasta entonces acerca de la investigación de los homicidios: que tuvo entre las manos la hebilla del zapato de Ruta, el silbido, el vínculo de John el Travieso con Knowles’ End y la extraña y breve visita de Memphis Campbell al museo, durante la que le dijo que últimamente la casa parecía habitada.
—Demonios, Evie —dijo Mabel temblando, y luego se sumió en sus pensamientos. Evie conocía las expresiones pensativas de Mabel; su vieja amiga estaba trazando un plan—. No vamos a acercarnos a esa casa sin tomar precauciones. —La joven le hizo un gesto a Evie para que la siguiera colina abajo en dirección a los chicos que se lanzaban la pelota—. ¿Conocéis esa vieja mansión de la colina?
—Sí, señorita —contestaron.
—¿Vive alguien ahí? ¿Habéis visto a alguien entrar o salir?
—Ahí no entra nadie. Ni siquiera por una apuesta —dijo uno de los muchachos con énfasis.
Mabel miró a su amiga como diciéndole «¿Ves?».
—Bueno, pues nosotras vamos a entrar. Es… una apuesta. Con nuestra hermandad —los informó Mabel.
El otro niño hizo un gesto de negación:
—Es su funeral, señorita.
—¿Os apetecería ganaros diez centavos, muchachos?
Los chicos las siguieron hasta la esquina, que era lo más lejos que sus madres les permitían ir, dijeron.
—Si la señorita O’Neill y yo no hemos salido dentro de treinta minutos, traed a las autoridades —les instruyó Mabel.
—No vamos a ir a buscar a las autoridades ni locos. Son tan malos como la casa.
—Y qué hay de esto: si no hemos salido dentro de treinta minutos, lanzáis esa pelota de béisbol contra la ventana con todas vuestras fuerzas y corréis a buscar a vuestras madres. ¿Eso sí lo haríais?
—Es nuestra única pelota.
—Cincuenta centavos —dijo Evie.
—¿Por cincuenta centavos? Señorita, lanzaré como Babe Ruth.
—¡Estupendo! —Evie le entregó una moneda de veinticinco centavos a cada niño—. Bien, confiamos en que seáis honestos, como un par de buenos tipos, y montéis guardia. Sois caballeros a los que se les ha confiado una cruzada.
—¿Eh?
—Que no apartéis los ojos de ese antro y no se os ocurra largaros —explicó Evie.
Hizo que escupieran y lo juraran y luego, agarradas del brazo, Mabel y ella comenzaron a avanzar hacia la amenazadora ruina de Knowles’ End.
Resultaba obvio que la casa había sido una belleza en sus días, con sus torres, el balcón, dos chimeneas pequeñas y una muy grande y las ventanas en forma de arco. Pero ahora las ventanas estaban selladas con tablones y las dos únicas contraventanas que quedaban colgaban de un clavo cada una, a punto de desprenderse.
Las dobles puertas de roble se habían puesto grises con el paso del tiempo. Unas cicatrices de metal marcaban el punto en el que antaño hubo un gran llamador, pero ahora este había desaparecido, probablemente vendido o tal vez robado. La puerta estaba atrancada.
—Tiene que haber una forma de entrar. Miremos por este lado —dijo Evie.
Se tropezó con algo en el jardín y vio que era la muñeca de una niña. Tenía la cara de porcelana rota y moho entre las costuras, que parecían cicatrices.
En la parte de atrás había una entrada de servicio. Evie se quitó una horquilla del pelo y la utilizó para forzar la sencilla cerradura, que cedió con facilidad. La puerta se abrió con un crujido y las chicas se encontraron en una despensa con armarios altos. Olía a podrido y a polvo. Unos débiles rayos de luz solar penetraban a través de los listones de los postigos.
Evie sacó una linterna de su maletín y su haz iluminó unos techos de hojalata agrietada y millones de motas de polvo.
—¿Qué demonios estás buscando aquí, Evie?
Lo cierto era que no estaba segura del todo. Necesitaba algo que le proporcionara una lectura.
—A ver si encuentras un viejo colgante con un pentáculo en la parte delantera.
—¿Un pentáculo como el del Asesino del Pentáculo? —preguntó Mabel con cautela.
—No es más que un colgante —mintió Evie—. Tranquila, amiga. Ostras…
Evie entró en lo que en su día debió de ser un salón de baile. Algunos de los muebles estaban cubiertos con sábanas y le conferían un aspecto más de cementerio que de hogar. Junto a una enorme chimenea había un diván de terciopelo mohoso cuyo relleno caía al suelo como si de una catarata se tratase. Un mugriento papel amarillo se desprendía a tiras de las paredes. En algunos puntos se había desvanecido por completo y dejaba al descubierto las vigas en descomposición de la estructura. Hacía mucho tiempo que cualquier cosa de valor que pudiera haber contenido la casa había desaparecido. No había libros, ni plata, ni figuritas, nada que ayudase a Evie. Incluso las lámparas se habían esfumado. Un piano de cola cubierto de telarañas y al que le faltaban un montón de teclas ocupaba una esquina. Evie presionó una de las que quedaban y la nota resonó con estridencia en el espacio muerto. Una araña negra y pequeña salió de entre dos teclas y Evie apartó la mano con rapidez. En la pared del lado opuesto había un espejo roto. Reflejaba la habitación como un cuadro fragmentado. Durante un instante, Evie tuvo la sensación de ver movimiento en una de las esquirlas y dio un respingo.
—¿Qué pasa? —preguntó Mabel, y Evie se dio cuenta de que no había sido más que su amiga al acercarse.
—Nada. —Evie observó el conjunto de la habitación—. Qué curioso —comentó.
—¿El qué?
—Desde fuera, he visto una chimenea grande, pero este hogar no lo es tanto.
—No tenemos tiempo de criticar la arquitectura, Evie. Esos chicos van a ir a buscar a sus madres en cualquier momento. Si es que no se han largado ya al drugstore a por unos refrescos. Te has equivocado al darles el dinero.
—Sigue buscando —le pidió Evie.
—¿Buscando qué? —preguntó Mabel.
«No lo sé».
—Voy al piso de arriba.
Mabel echó a correr tras ella.
—¡Evangeline Mary O’Neill! ¡No vas a dejarme sola ni un momento! Me voy a pegar a ti como una lapa.
—Qué bonito. Así nunca estaré triste —bromeó Evie, aunque resultaba extraño hacerlo en aquella especie de tumba.
—¿Quieres moverte, por favor?
Una ostentosa escalera central llevaba al segundo piso. Los postes de la barandilla estaban elegantemente tallados, y podridos en algunos puntos. Los escalones crujían y gemían a cada paso que daban, y Evie pensó que ojalá aguantaran el peso de ambas chicas. Iluminó con la linterna unos austeros retratos al óleo cubiertos de telarañas plateadas. Al final de la escalera había un largo pasillo que se extendía a derecha e izquierda y estaba plagado de puertas. Evie se mantenía atenta a algo que llevarse, algo que le ofreciera una buena lectura, algo personal.
—Por aquí —dijo, y se encaminó hacia la derecha.
Probó los pomos de varias puertas, pero todas estaban bien cerradas. Al fondo de la casa, encontraron otra escalera. Aquella era estrecha y cerrada y llevaba a un ático cuya claraboya había sido claveteada con tablones. Unas pequeñas vetas de sol sangraban a través de las junturas, pero no bastaban para eliminar la oscuridad. Evie movió la linterna en torno a la habitación. Su haz de luz aterrizó sobre una cama con dosel rodeada de cortinas. Un escritorio con un espejo de tres hojas. Un armario. Con mucho cuidado, Mabel abrió las puertas chirriantes del armario. El interior estaba vacío, excepto por unos cuantos sombreros. Sobre el escritorio había un espejo de mano deslustrado y un cepillo del pelo.
De pronto Mabel soltó un grito espeluznante.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó Evie con el corazón desbocado.
Mabel siguió chillando cuando señaló hacia la cama, donde la luz de la linterna de Evie cazó la escurridiza silueta de una rata que escapaba, y Evie y Mabel casi se suben la una encima de la otra sin dejar de gritar en ningún momento.
—¡Esto es la gota que colma el vaso, Evie! —resolló Mabel—. ¿Podemos irnos, por favor?
—Muy bien —dijo Evie.
No podía evitar sentir que había fracasado. Cuando se dio la vuelta para marcharse, se tropezó y se estrelló contra Mabel.
—¡Evie! ¿Quieres matarme del susto?
—Lo siento, amiga.
Evie desvió el haz de la linterna hacia el suelo. Parte de uno de los tablones de madera se había podrido y, debajo, a duras penas, atisbó algo oculto.
—Sujeta esto —dijo, y le pasó la linterna a Mabel.
Con un gruñido, apartó el tablón.
—Dime que no vas a meter la mano ahí —rogó Mabel.
—Vale, no te lo diré. —Evie se tragó un grito e introdujo los dedos en el hueco oscuro que había bajo la madera podrida. Tanteó con mucho cuidado en busca del objeto. Cuando lo tuvo sujeto, lo liberó con un chillido y se estremeció de arriba abajo—. ¡Por Dios santo! No quiero volver a hacer esto en la vida.
Mabel se pegó a ella.
—¿Qué es?
Evie sacudió las capas de polvo de la caja de medias y levantó la tapa. Dentro había un librito de cuero. Mientras Mabel sujetaba la linterna, Evie lo abrió por una página cualquiera. En la parte superior aparecía una fecha: 22 de marzo de 1870.
—«Esta noche, papá yace sobre la mesa del comedor envuelto en su sudario, listo para ser enterrado. Soy la única Knowles que queda. ¡Oh, estoy perdida!» —leyó Evie en voz alta—. El diario de Ida Knowles —susurró atónita.
—¿Era lo que esperabas encontrar?
—¡Aún mejor!
—Genial. Larguémonos. Este sitio me da escalofríos.
Bajaron por la escalera tan rápido como pudieron sin llegar a hacerse daño y Mabel se encaminó hacia la cocina, por donde habían entrado. Pero a Evie le llamó la atención una puerta ligeramente entreabierta al final del pasillo que se extendía a sus espaldas. No se había fijado en ella antes. ¿Y si dentro había alguna pista importante?
—Evie, ¡vámonos! —siseó Mabel, pero su amiga ya estaba junto a la puerta.
La sorteó y se encontró en una habitación pequeña. Era extraño, pero había otra puerta en el centro de la pared. Giró el pomo de la segunda puerta y en el suelo se abrió una trampilla que hizo que cayera a toda prisa por un conducto para la colada. Gritando, tanteó los laterales lisos en busca de algo a lo que aferrarse, algo que ralentizara su caída. Cuando salió despedida por el extremo contrario, se le enganchó el abrigo en un borde afilado y quedó suspendida en el aire. Con cuidado, se liberó de la prenda y se agarró a ella con fuerza para bajar al suelo. Pero la tela se rasgó a la altura del cuello y Evie cayó sin apoyo el resto del camino. Aterrizó en el suelo de tierra con un golpetazo que hizo repiquetear todos sus huesos. No se rompió nada, pero había perdido la linterna y su nuevo abrigo de brocado dorado estaba hecho jirones; un trozo de tela brillante colgaba de la boca del conducto de la colada.
Evie consiguió ponerse en pie. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y la habitación comenzase a tomar una forma borrosa. Una caldera vieja. Una mesa de trabajo cubierta de herramientas. Sábanas colgadas de una cuerda, rígidas y polvorientas debido al abandono. Una se movió ligerísimamente, y Evie notó que la sangre le bombeaba en los oídos. Allí no había nadie. Pero se había movido; estaba segura de ello. Levantó una mano y sintió una débil corriente de aire. Pero ¿de dónde procedía? No había ventanas en aquella tumba lúgubre.
—¡Evie! ¿Estás bien? —La voz aterrada de Mabel retumbó sin fuerza por el conducto de la colada—. ¡Evie!
—Mabel, cariño, deberías ver esto… Aquí abajo hay un club clandestino de lo mejorcito, y John Barrymore me está preparando un cóctel de champán —bromeó Evie para tratar de calmarse.
—¡No te atrevas a tomarme el pelo!
—Todo va genial, Carita de Pan. Estoy buscando la escalera. Estaré ahí arriba dentro de un minuto.
Mabel siguió hablando. Era lo que hacía cuando estaba nerviosa, pero Evie lo agradeció mientras daba tumbos de un lado a otro por el sótano sombrío, con la mano alzada en busca de la minúscula corriente de aire.
—… creer que me hayas convencido para esto…
La corriente de aire conducía a una pared. Aquello era imposible; el aire no podía filtrarse a través de un muro.
—… nunca, jamás volveré a seguirte, Evil O’Neill…
Estaba muy oscuro. Evie palpó la pared en busca de una abertura. En el silencio, creyó oír susurros, un tono bajo y constante. Se le erizó la piel de los brazos y le llegó hasta la nuca. Sí, susurros. Como rasguños de alas. El zumbido de los insectos. El gruñido grave de los perros. Mil lenguas murmurando a la vez.
—Tranquila, amiga, tranquila —se dijo en voz alta a sí misma.
Era lo que James le decía cuando la ayudaba a aprender a patinar sobre el estanque helado agarrándola de las manos.
Le temblaban los dedos, además de la respiración. Oyó un crujido cuando pisó algo duro con el pie. Se agachó para coger el objeto y se encontró con los restos de un broche de diamantes falsos. Una hebilla. Idéntica a la que faltaba en el zapato de Ruta Badowski. La cabeza comenzó a darle vueltas, la invadió el malestar. Dejó caer la hebilla al suelo como si fuese algo impuro. Los susurros regresaron. Tenía la sensación de que algo se movía en la oscuridad. La vieja caldera cobró vida y Evie se cayó de espaldas a causa del sobresalto; con la misma rapidez, la caldera se apagó.
Procedente de arriba, le llegó un estrépito seguido de un breve chillido de su amiga.
—¡Mabel! ¡Mabel! —gritó.
—¡Esos gamberros por fin han lanzado la pelota de béisbol, una eternidad después! —vociferó Mabel por el conducto—. Será mejor que nos larguemos antes de que vengan sus madres y nos arresten por allanamiento.
Evie continuó tambaleándose por el sótano en busca de una salida y casi rompió a llorar de alegría cuando al fin encontró la escalera. Subió a toda prisa por los escuálidos escalones del sótano y golpeó la puerta hasta que Mabel acudió a abrirla. Agarradas del brazo, salieron a toda prisa por la puerta principal hacia la reconfortante luz del sol, sin preocuparse del candado y sin parar hasta llegar al andén del metro y ver el tren que se acercaba por las vías del largo espinazo metálico de la ciudad.
Evie sabía que a Will le daría un ataque cuando le contase las hazañas del día en Knowles’ End, pero esperaba que se controlara cuando le mostrase el diario de Ida. Se las había ingeniado para arrebatárselo a Mabel con la promesa de que ambas lo leerían juntas cuando lo hubiera compartido con el tío Will. Pero la joven se sentó a una mesa del segundo piso de la biblioteca del museo, junto a una lámpara de banquero verde, y leyó las escasas entradas del final.
7 de septiembre de 1874. ¡Esta noche ha estado llena de prodigios! En la sala en penumbra, mi querida Mary ha contactado con los espíritus de mis difuntos padres. Nos hemos agarrado de las manos y Mary y el señor Hobbes han hablado en lenguas extrañas. Se oyó un sonido rítmico y la llama de la vela tembló sobre su mortaja de cera y se apagó. Nos sumimos en la más completa oscuridad.
—No te asustes, niña mía —dijo Mary desde el trance.
Y supe de inmediato que era mi padre quien me hablaba a través de ella. Oh, oír sus palabras dedicadas a mí desde una distancia tan misteriosa, que se levantara el velo para el más valioso de los momentos, ha sido un bálsamo mejor que cualquiera de los que haya conocido.
—¿Cómo están mis lilas? —preguntó mi madre, tal como hacía en vida.
¡Sus queridas lilas! Apenas pude hablar debido a la añoranza que me invadía el pecho.
—Tan hermosas como siempre —contesté, y aunque resultara indecoroso, no pude contener el torrente de lágrimas que brotaba de mis ojos.
Demasiado breve ha sido su estancia en este plano, y espero volver a intentarlo en cuanto sea posible.
3 de octubre. El señor Hobbes es un hombre muy peculiar. Luce un colgante de lo más extraño, un medallón redondo que lleva grabada una constelación de símbolos curiosos. Mary dice que es una reliquia sagrada de una orden secreta. A veces lo veo sentado en la fría biblioteca estudiando un texto antiguo que él asegura que encontró escondido en el hueco de un roble de dos troncos gracias a las indicaciones del Buen Señor. El libro es un texto místico lleno de claves para el otro mundo que no pueden compartirse con los no iniciados, me dijo en tono de disculpa, y confinó el libro en la vitrina y se guardó la llave en el bolsillo. Me resultó bastante grosero que se apropiara así de mi vitrina. Pero Mary me dice que el señor Hobbes es un hombre espiritual que no se preocupa de los asuntos y los modales terrenales, a pesar de que es lo bastante amable como para supervisar, a su propia costa, las reparaciones de la casa, lo cual me supone un gran consuelo, pues deseo que Knowles’ End sea devuelta a su antiguo esplendor.
28 de octubre. ¡Qué estrépito! Los martillos del señor Hobbes nos molestan día y noche. Me he trasladado a la vieja habitación del ático para evitar el polvo y el ruido infernal.
22 de noviembre. El señor Hobbes no me permite acceder a mi propio sótano. Cuando me mostré ofendida por ello, me dijo con toda la amabilidad de que fue capaz que había sucedido una terrible desgracia en el sótano y que había que reemplazar la vieja caldera, junto con casi todo lo demás. Sonrió al decírmelo, y me fijé en que su sonrisa nunca se refleja demasiado en sus ojos, que son del más gélido tono de azul.
15 de enero. No me encuentro bien y estoy postrada en la cama. Mary dice que estoy alterada por el dolor de haber hablado con mis queridos padres con tanta frecuencia y por las constantes cartas del asesor en cuanto al pago de impuestos. No tengo ese dinero. «Véndeme Knowles’ End, querida, y yo pagaré los impuestos y tú vivirás como antes, sin la más mínima sospecha de que ya no eres la única propietaria de la casa. Tu buena posición no se pondrá nunca en entredicho», me ha dicho Mary. No puedo soportar la angustia de vender Knowles’ End, pero sería mucho peor perderla en una subasta. Me lo pensaré. Mary me ha dado un vaso de vino dulce y ha insistido en que me lo beba para calmarme los nervios.
20 de enero. Las pesadillas más terribles perturban mi sueño.
21 de abril. Me lo encontré en la penumbra de la sala, desnudo. «Mírame y asómbrate», rugió. Y sus ojos ardían en la oscuridad como dos fuegos gemelos. No recuerdo nada de lo sucedido después, excepto que me desperté en mi cama, pasado el mediodía, con un gran dolor de cabeza. Mary sigue insistiendo en que no necesito un médico, sino descansar y dejar que ella me cuide.
Mayo. No sé en qué fecha estamos, pues los días se entrelazan unos con otros como las corrientes en un arroyo. Abajo celebran extrañas sesiones de espiritismo. Los oigo, pero estoy demasiado débil para bajar la escalera, y demasiado asustada.
Agosto. Hace un calor terrible. Un hedor fétido permea la casa y me revuelve el estómago. El huésped se ha ido, no sé adónde.
1 de septiembre. La bestia merodea por los pasillos de la casa aterrorizando a todo lo que los habita. Los sirvientes, los pocos que quedan, lo temen. Les cuenta las historias más fantasiosas. Una vez aseguró ser el último miembro vivo de una tribu elegida y perdida, cuando yo sé que era pobre como una rata, tan vulgar como el polvo, criado en un orfanato de Brooklyn. Cada vez se inventa algo nuevo, hasta que es imposible distinguir la verdad de la locura.
20 de septiembre. No tomaré más vino dulce de esa mujer.
28 de septiembre. La falta de vino me ha puesto terriblemente enferma. Durante una semana, he estado postrada en la cama, retorciéndome y vomitando, asistida por la última criada que nos queda, mi querida Emily. Me ha confesado que está tan asustada como yo. Parece que un día entró por casualidad en una habitación que se habían dejado abierta y casi se desploma por una trampilla y un conducto que supone que solo pueden llevar al sótano.
3 de octubre. Unos gritos me despertaron en mitad de la noche, pero no fui capaz de distinguir dónde terminaban los sueños y dónde comenzaba la vigilia.
8 de octubre. Emily no viene desde hace seis días.
10 de octubre. Con mucho esfuerzo, me levanté de la cama y bajé la escalera. Las contraventanas estaban selladas y la casa parecía una tumba.
—¿Dónde está Emily? —le pregunté al señor Hobbes con tanta frialdad como pude, pese a que bajo la bata me temblaban las rodillas.
—Se ha marchado de improvisto a ver a su hermana, que estaba de parto —contestó la bestia.
—Es raro que no me lo haya mencionado ni haya recogido su sueldo —repuse.
—No quería molestarla con esas nimiedades —respondió.
—Entonces ¿por qué se ha marchado sin llevarse su bolso? —insistí, pues antes había ido a su habitación y lo había visto allí, intacto.
La señora White se materializó en aquel instante a su lado, atraída por el tono de mi voz, sin duda.
—Nos encargaremos de hacérselo llegar, pobrecita. Estaba muy preocupada por su hermana.
¿Qué mujer se olvida el bolso?
13 de octubre. Una vez más, el señor Hobbes me ha impedido entrar en el sótano. «No es seguro», me dijo, y algo en el tono de su voz, en el azul gélido de su mirada, hizo que regresara a toda prisa a mi habitación.
15 de octubre. Oigo susurros incluso en las paredes. ¡Oh, estoy segura de que se acerca alguna terrible calamidad! 17 de octubre. La señora White se ha ido al campo a prestar sus servicios como médium. ¡Qué charlatana! Estoy sola con él en la casa.
19 de octubre. Hoy, cuando vi que el carruaje del señor Hobbes salía a la calle desde el garaje, corrí escaleras abajo y, con una horquilla, manipulé la cerradura de la vitrina hasta que la oí ceder. Entonces leí ese libro horrible. ¡Profano! ¡Obsceno! ¡Lleno de degradación e inmundicias! Tuve que contenerme para no lanzarlo a las llamas de la estufa. ¡Oh, estoy en peligro! He vuelto a escribir a mi querido primo y se lo he contado. ¿Por qué accedí a venderle la casa a esa terrible mujer? ¡Falsedades y engaños! ¡Mentiras y más mentiras! La recuperaré. Soy Ida Knowles, y esta es mi casa, construida por mi padre. Pero primero pretendo averiguar qué está ocurriendo en el sótano. Debo verlo por mí misma.
—¿Qué estaba sucediendo en el sótano? —se preguntó Evie a sí misma.
Jericho asomó la cabeza por las puertas de la biblioteca. Estaba sin aliento.
—Evie, ¿puedes echarnos una mano? Estamos hasta arriba.
—Enseguida —contestó, y dejó el diario a un lado.