EL ÁNGEL GABRIEL

Gabe no sintió la aglomeración de fantasmas mientras caminaba hacia el oeste, de vuelta a casa, con la cabeza aún aturdida por el canuto que se había fumado en la fiesta de Alma. La noche había refrescado, y se sopló las manos para calentárselas. Había sido un buen día, el mejor que era capaz de recordar. Había conocido a la gran Mamie Smith. Solo tenía dieciocho años, pero los otros tíos lo habían tratado como si fuese uno de ellos, sonriendo mientras ejecutaba sus solos, felicitándolo por sus cambios de ritmo.

La única mancha había sido la discusión con Memphis. ¿En qué estaba pensando al llevar a aquella chica a la fiesta? Estaba claro que era guapísima. Pero había muchas chicas preciosas que no suponían un problema… o, al menos, no un problema mayor del que ya suponían de por sí la mayor parte de las mujeres. No le gustaba que se hubieran separado dejándolo todo en tan malos términos. Memphis y Zeta se habían largado sin siquiera decirle adiós. Si así era como Memphis quería que fuera, muy bien. Cuando aquella chica lo dejara por algún pez gordo blanco, ¿quién tendría que tragarse toda la historia lastimera? Gabe, por supuesto.

Un ruido lo asustó. «Un, dos, tres; un, dos, tres». Una cadencia en tres tiempos, como un vals desacompasado. Pero cuando se dio la vuelta, no vio a nadie.

Se estaba poniendo nervioso por lo de Memphis y la chica blanca, y aquello estaba acabando con su buen rollo. Gabe se subió el cuello de la chaqueta, una protección temporal contra el viento que aullaba desde el Hudson, y continuó caminando. El viento tuvo que contentarse con empujar una lata calle abajo. Por encima de la cabeza de Gabe, las vías del tren elevado de la Novena Avenida gemían en su soledad. Gabe repasó mentalmente los mejores momentos del día. La camaradería con los otros músicos. Estrecharle la mano a Clarence Williams, que le había prometido un futuro brillante con Okeh Records. «Voy a hacer que toques para todo el mundo», le había dicho, y Gabe se había sentido más que satisfecho.

El ruido volvió a entrometerse… «Un, dos, tres, un, dos, tres, clic, paso, paso, clic, paso, paso».

—¿Hay alguien ahí? —gritó Gabe hacia las sombras. Algo salió disparado de entre los anchos neumáticos de un Ford aparcado junto a la acera y Gabe dejó escapar un grito. Cuando el gato se escabulló hacia el interior de un callejón, el trompetista se echó a reír—. Por Dios, gato. La próxima vez avisa, que yo no tengo siete vidas.

Sacudiendo la cabeza, siguió adelante tarareando una de las canciones de Mamie Smith en voz muy baja e, inconscientemente, tocando con las manos una trompeta imaginaria. El entramado de las vías del tren proyectaba rayas de luz sobre la carretera a través del puente, y la advertencia de Isaiah resonó en su cabeza. «Debajo del puente… No pases por debajo del puente». Gabe jamás le diría nada al respecto a Memphis, pero estaba claro que había algo que no marchaba del todo bien en Isaiah. Aquel asunto de leerle el futuro a Gabe era un buen ejemplo. Isaiah había llevado la broma demasiado lejos; de hecho, Gabe estaba convencido de que el crío también se había asustado. Demasiada imaginación… Aquel era el problema de ese niño.

«Un, dos, tres, un, dos, tres, clic, paso, paso».

¡Y allí estaba aquel puñetero ruido otra vez! Gabriel se dio la vuelta. La niebla lo había invadido todo de repente. Las luces del Whoopee Club eran una bruma lejana.

«No pases por debajo del puente. Está allí».

Gabe se acercó aún más el cuello del abrigo a la garganta. ¿Por qué estaba dejando que las estúpidas palabras de aquel crío lo afectaran? Oyó el eco de unas pisadas. Parecían llegarle desde todas partes. La niebla seguía espesándose. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía haberse hecho más espesa en cuestión de segundos? ¿Se estaba acercando al río? ¿Se había perdido? Gabe se sintió desorientado. ¿Por dónde tenía que regresar hacia los clubes? El sonido de un silbido le llegó a través de la niebla.

—Gabriel…

Alguien pronunciaba su nombre. No reconocía la voz.

—¿Quién anda ahí?

—Gabriel, el ángel. El mensajero…

—Memphis, ¿eres tú? Deja de fastidiar…

Gabe buscó algo que pudiera utilizar como arma si lo necesitaba, pero no veía nada.

«No pases por debajo del puente. Está allí».

Si aquello era una broma, no le estaba haciendo ninguna gracia. Avanzó con rapidez.

El hombre surgió de la niebla como si hubiera nacido de ella. Su ropa estaba pasada de moda y llevaba un bastón plateado. Sonreía a Gabe. Era una sonrisa fría, gélida, y el joven sintió que perdía el equilibrio.

—Gabriel el arcángel, cuya trompeta desgarró el cielo.

—Si está buscando un trompetista, ya toco con el grupo del Conde —dijo Gabe.

El corazón se le había acelerado. No era más que un tipo raro con un bastón, y probablemente estuviese borracho. Gabe podría darle una buena paliza llegado el caso. Entonces ¿por qué estaba tan asustado?

«No pases por debajo del puente. Está allí. Morirás».

—Gabriel, cuya trompeta anunció el nacimiento de Juan el Bautista. De Jesucristo. Y cuya llamada será testigo de la llegada de la Bestia —prosiguió el extraño. Sus ojos parecían estar llenos de remolinos de fuego, y Gabe se dio cuenta de que no podía apartar la mirada de él—. «Y la octava ofrenda fue la ofrenda del ángel, el gran mensajero cuya música celestial alineaba las esferas y daba la bienvenida al fuego en el cielo. Y, mirad, tocó una melodía en su trompeta dorada y anunció el nacimiento de la Bestia».

Daba la sensación de que el hombre se hacía cada vez más grande. Sus ojos eran llamas gemelas y su piel se agitaba. Cambiaba.

—«Y el señor dijo: que toda lengua reciba y alabe al Dragón Antiguo, pues Suyo es el camino de la justicia».

De la niebla brotó el terrible estrépito de los susurros demoníacos, un aliento salido del mismísimo infierno.

—Mírame, Gabriel. Mírame y asómbrate.

Gabe se dio cuenta de que no podía hablar. Porque la cosa que se alzaba ante él escapaba a las palabras.