METE TUS PROBLEMAS EN EL PETATE

Evie estaba soñando.

En la lógica exótica y circular de lo onírico, aparecía sentada en el viejo columpio de madera de su casa familiar, en Ohio, mientras James la empujaba. Sentía la desesperada necesidad de mirar hacia atrás para asegurarse de que su hermano estaba allí y para susurrarle una advertencia, pero el columpio se elevaba cada vez más y lo único que podía hacer Evie era agarrarse fuerte. Al cuarto empujón, subió tan alto que el colgante se le escapó del cuello. Entonces estiró una mano para cogerlo y comenzó a caer, caer y caer hacia una eternidad aterciopelada.

Un cuervo se lo arrebató de entre los dedos y se lo llevó volando hacia un cielo tormentoso, gris oscuro, sobre un vasto campo de trigo. Un relámpago emergió de entre las nubes y golpeó la tierra. El trigo echó a arder. Evie levantó un brazo para protegerse del calor.

Cuando lo apartó, se encontró en las calles de una desierta Times Square. Bajo la gigantesca valla publicitaria de Industrias Marlowe, el demacrado veterano de guerra sacudía la lata sentado en su silla de ruedas.

—Ha llegado la hora —dijo.

La hermosa mujer de la fotografía del tío Will pasó patinando a su lado. «Eso es muy típico de ti, William», dijo. Evie oyó una carcajada, y se dio la vuelta para ver que era su tío, el joven Will de las fotografías familiares. Pero cuando volvió a mirar, era James, de pie al borde de aquel bosque ya conocido, entre la neblina. Estaba pálido. Muy pálido. Tras sus ojos vacíos se arremolinaban sombras oscuras. Le hizo un gesto con la mano a Evie, y ella lo siguió a través del bosque hasta el campamento del ejército. Encima de un barril sonaba una gramola, y el disco giraba una y otra vez: «Mete tus problemas en tu viejo petate y sonríe, sonríe, sonríe…».

Varios sacos de arena formaban un muro ante una larga trinchera. Una valla de alambre de púas se extendía a lo largo de kilómetros y más kilómetros. Y la niebla se aposentaba pesadamente sobre todo ello.

«No dejes que tu alegría y tu risa oigan las dificultades. Sonreíd, chicos, ese es el quid…».

Por encima de los árboles, se veía un tejado largo y dentado, como un olvidado castillo de cuento de hadas en mitad de la niebla. ¿Dónde estaba James?

El disco seguía: «¿Qué sentido tiene preocuparse? Nunca mereció la pena…».

Los soldados estaban por allí charlando, comiendo de latas de conserva, bebiendo de cantimploras. Evie parpadeó y, durante una milésima de segundo, los chicos se convirtieron en espectros esqueléticos. La muchacha gritó y apartó la mirada; cuando volvió a mirar, no eran más que soldados. Uno alzó la cantimplora hacia ella a modo de brindis. Sonrió, y de su boca comenzaron a salir langostas.

«Así que mete tus problemas en tu viejo petate y sonríe, s…».

Una explosión sacudió el suelo. Una columna de luz blanca y violenta perforó el cielo y se esparció en veloces oleadas diezmando los árboles y a los soldados allí donde se hallaran: carne arrancada de los huesos, cuencas desprovistas de ojos, miembros que se funden, bocas abiertas en gritos inauditos mientras la gramola continuaba girando con un siseo. Evie echó a correr. Sus pies descalzos chapoteaban sobre los campos de barro sanguinolento. Aquella materia le salpicaba el camisón, la cara y los brazos. La sangre se transformó en amapolas que se alzaban junto a los árboles abrasados. La joven vio a James a lo lejos, de espaldas a ella. ¡Estaba vivo e ileso!

«James». Gritó su nombre, pero en el mundo del sueño no emitió sonido alguno. «¡James, James!». Estaba cerca. Llegaría hasta él y ambos huirían de aquel horrible lugar. Sí, correrían. Se salvarían, se…

Su hermano se volvió despacio hacia ella y se quitó la máscara de gas; Evie vio que su hermoso rostro estaba espantosamente pálido y esquelético, lleno de dientes protuberantes después de haber perdido los labios.

Y entonces James comenzó a derretirse, como todos los demás.

Evie se despertó temblando. Se sentó en la cama, se llevó las rodillas al pecho y esperó a que su respiración recuperara la normalidad. Sabía que ya no dormiría más aquella noche. Agotada, se acercó a la cocina a por un vaso de agua; después se sentó en la silla del despacho de Will e intentó consolarse ordenando el caos que era su escritorio. Cogió un pisapapeles de cristal. Un abridor de cartas. Una foto enmarcada de la mujer que había visto cuando leyó el guante de su tío. Si quisiera, podría sujetar cualquiera de aquellas cosas entre las palmas de las manos, concentrarse y extraerle los secretos de Will. Y también los de Jericho. Y los de Sam, y los de Mabel, y los de Zeta. La lista era interminable. Pero descubrir los secretos de la gente sin su consentimiento era una forma de robo. Y, además, no estaba segura de querer la responsabilidad de conocerlos.

Volvió a dejar la fotografía en su lugar y se llevó la mano al colgante de la moneda de medio dólar que le rodeaba el cuello. Su presencia la reconfortaba. Nunca había sido capaz de leerlo; la moneda estaba demasiado imbuida de sus propios recuerdos. Pero le gustaba sentir su peso sobre el pecho. Era su último vínculo con James, y él había sido su conexión con todo lo bueno. Recordó la nota de cumpleaños que acompañaba el regalo:

Feliz cumpleaños, chica mayor.

¿Ya tienes siete años? Antes de que me dé cuenta, estarás prendiéndote gardenias en los vestidos y recibiendo a caballeros en el porche… bajo la atenta mirada de tu querido hermano, por supuesto. Me temo que Francia está terriblemente enlodada. Te lo pasarías genial aquí, haciendo tartas de barro y lanzándoselas a los alemanes. Mañana es un gran día, así que no volveré a escribir en un tiempo. Te envío un detallito para que te recuerde a tu hermano mayor. No te lo gastes todo en la tienda de caramelos de Hale.

Con cariño,

James

Una semana después, habían recibido el horrible telegrama que les comunicaba que James estaba muerto, y su familia se había roto y había vuelto a pegarse con esparadrapo, una fotografía posada expuesta tras un cristal fracturado.

Sobre el escritorio de Will, el Daily News descansaba abierto por el último artículo de T. S. Woodhouse sobre el Asesino del Pentáculo. Su hermano llevaba mucho tiempo muerto, y en algún lugar de aquella ciudad un asesino estaba partiendo corazones. Evie jugueteó con su colgante y pensó en las afligidas familias de Ruta Badowski, Tommy Duffy y Eugene Meriwether. Sabía lo que era esperar a alguien que jamás volvería a casa. Conocía aquel dolor, como una cicatriz, que se atenuaba pero no desaparecía nunca. El tío Will no había querido que Evie utilizara sus talentos para ayudar a cazar al asesino; lo consideraba demasiado peligroso. Pero se equivocaba. Lo peligroso era no emplearlos. Aunque ya no importaba, teniendo en cuenta que Jacob Call había confesado. ¿Por qué no era capaz de sentirse mejor al respecto?

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Jericho se había olvidado de echar la cortina antes de acostarse y el agotador neón de la ciudad noctámbula lo despertó. Se acercó al espejo y, descamisado, se colocó frente a él. Se examinó. Era alto, medía más de uno ochenta, y tenía los hombros anchos de un granjero, profesión a la que se habría dedicado si no se hubiese puesto enfermo. En silencio, abrió el cajón de su cómoda y sacó la bolsita de cuero de su escondite, bajo un montón de camisetas interiores dobladas. La desenrolló y acarició con un dedo los viales azules oscuros. Quería asestarles un puñetazo y romperlos todos. Sin embargo, se limitó a estirar las manos ante su cuerpo y las mantuvo así durante unos cuantos segundos, observándolas, antes de dejarlas caer de nuevo. Tenía las manos firmes, la piel suave, los ojos claros. Su corazón latía a un ritmo estable y reconfortante. Con tan solo mirarlo, nadie lo averiguaría jamás. Solo una persona muy cercana a él podría saber la verdad. Y no tenía ninguna intención de dejar que nadie se acercara tanto a él.

Percibió movimiento en el apartamento y abrió una rendija en su puerta para ver a Evie abandonando el despacho de Will, de vuelta a su habitación. La luz azulada que entraba por las ventanas dibujaba la silueta de su cuerpo bajo el camisón y Jericho sintió un estremecimiento en lo más profundo de su vientre. Se reprendió a sí mismo por mirarla, pero no dejó de hacerlo. Cuando Evie desapareció de su vista, Jericho cerró la puerta de su cuarto con cuidado y se tumbó para hacer flexiones, se obligó a realizar una rigurosa rutina de ejercicio mientras iba contando mentalmente: «Treinta… cincuenta… cien». Cuando hubo terminado, una fina película de sudor destellaba sobre su cuerpo y le proporcionaba cierta sensación de alivio. Sudar era bueno. Era saludable. Normal. Volvió a estirar las manos. Firmes como una roca. Enterró la bolsita de cuero bajo las camisetas y cerró el cajón.

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En un apartamento con jardín de Harlem, la fiesta de Alma estaba en pleno auge. La trompeta de Gabe gemía y suspiraba como un hombre en busca de un ligue. El minúsculo piso estaba repleto de cuerpos que bailaban y bebían, que cantaban y gritaban en la noche. Cuando Memphis entró en el atestado apartamento con Zeta agarrada del brazo, se había ganado una o dos miradas de asombro y unas cuantas cejas enarcadas. Aquello acabó cuando la amiga de Alma, Rita, se acercó a Zeta y le preguntó en voz muy alta:

—¿Tienes un cigarro?

Zeta le contestó:

—Tengo diez. ¿Cuál quieres?

Ante lo cual Rita se echó a reír y dijo:

—No está mal.

Y todo fue bien después de aquello. Enseguida, todo el mundo se perdió en la diversión. O casi todo el mundo.

Gabe se llevó a Memphis a un lado.

—Hermano, cuando te dije que te buscaras una chica, no me refería a una blanca.

Memphis no quería hablar de ese tema con Gabe, así que se limitó a decir:

—Estamos en un país libre.

Entró en la cocina a coger un par de bebidas y su amigo lo siguió.

—No, no lo es. Eso ya lo sabes.

—Bueno, pues debería serlo.

—«Debería» y «es» no son lo mismo. ¿Qué pasa cuando se canse de ti, o peor, te acuse de algo? ¿Te acuerdas de Rosewood?

—¡Dos cervezas! —le pidió Memphis al hombre del alcohol—. ¿Por qué comparas esa ciudad con esta, Gabriel?

—Quemaron hasta el último rincón de ese sitio porque una mujer blanca dijo…

—¡Ga-bri-el! —vociferó Alma por encima del estrépito—. ¿Vas a tocar esa trompeta o a darle al palique toda la noche?

—No te calientes, cariño —replicó Gabe sonriendo. Cuando se volvió hacia Memphis, borró la sonrisa de su rostro—. ¡Como si no bastara con que se dediquen a subir hasta aquí y quedarse con las mejores mesas de nuestros clubes cuando nosotros ni siquiera podemos sentarnos en los suyos! ¡O con que estén intentando quedarse con nuestros negocios desde dentro, como lo que ha pasado en el Hotsy Totsy! ¿Ahora resulta que quieres ir por ahí exhibiéndote con una de ellos?

—No me estoy exhibiendo, Gabriel.

—Hermano, te estás metiendo en un buen lío. Haznos un favor a todos: acompáñala a la salida, métela en un taxi de camino al centro y dile adiós.

—No me digas qué tengo que hacer con mi vida, Gabe —le espetó Memphis.

Gabe lo agarró por la manga.

—No pretendo decirte qué tienes que hacer con tu vida; pretendo salvártela. Si te pilla la gente equivocada, no podrás curarte lo que te harán.

—Ya te lo he dicho, ya no puedo sanar —le dijo Memphis con los dientes apretados.

Se zafó de la mano de Gabe, recogió su cerveza y se abrió camino entre los bailarines hasta donde estaba sentada Zeta, bamboleando la pierna al ritmo del piano del Conde.

—¿Estás bien, Poeta? —le preguntó la chica.

—¿Yo? A mí no me van las preocupaciones.

—Ya, seguro que no —repuso ella sin dejar de estudiarle el rostro con detenimiento—. Hay mucho humo aquí dentro, ¿no? Tal vez deberíamos salir a tomar el aire.

El piso de Alma estaba saturado de gente desde donde estaban hasta la puerta del otro extremo. Les costaría un triunfo intentar llegar hasta allí. Así que Memphis señaló la ventana con la cabeza y Zeta y él salieron a través de ella hasta un jardincito cuadrado y entrecruzado de cuerdas de tender cargadas con la colada del día. Corría una brisa fresca, pero se agradecía después del agobio del interior.

—¿De dónde eres? —le preguntó Memphis a su acompañante.

—De todas partes.

—Pero ¿de dónde es tu gente?

—En este país a todo el mundo le encanta saber de dónde eres, quién es «tu gente» —gruñó Zeta—. Para serte sincera, no lo sé. Mi padre se largó antes de que yo naciera. Mi madre me dejó en las escaleras de una iglesia cualquiera en Kansas cuando no era más que un bebé. A los tres años me adoptó una mujer llamada señora Bowers. No era precisamente lo que llamaríamos una mujer maternal. Desde el momento en que pude ponerme zapatos de claqué, comencé a trabajar en el circuito de los vodeviles, ocho espectáculos a la semana.

—No puedo comprender que alguien te abandonara —dijo Memphis con tal sinceridad que Zeta sintió que se le formaba un nudo en el pecho.

—Ten cuidado, Poeta. Podría comenzar a creerte.

—Soy un tipo creíble.

—¿Ah, sí? Demuéstramelo. Cuéntame un secreto sobre ti.

Memphis se lo pensó mucho antes de contestar al cabo de unos segundos:

—Antes tenía la capacidad de sanar —dijo al fin—. Me llamaban el Curandero de Harlem. Memphis el Milagro. Una vez al mes, en la iglesia, me colocaba en la parte delantera y le imponía las manos a la gente, les quitaba el dolor, la enfermedad.

—¿Me estás tomando el pelo?

La expresión de Zeta era muy seria.

Memphis negó con la cabeza.

—Ojalá fuera así. —Le contó lo de la muerte de su madre, que aquella noche había perdido su don y que jamás lo había recuperado—. Supongo que fue lo mejor.

Zeta lo escuchó con atención. Estaba segura de que todo aquello era verdad. Quiso contarle a Memphis lo de Kansas. Lo que había hecho y por qué había tenido que huir. Pero ¿qué tipo de chico se quedaría a su lado después de descubrir algo así?

—Ven aquí.

Zeta le hizo un gesto con un dedo y el muchacho la siguió por el estrecho pasillo que quedaba entre las dos filas de colada. Escondidos y a salvo, compartieron un beso mientras la noche rugía a su alrededor. Sus bocas conservaban el sabor dulce del pastel de coco de Alma y de la cerveza casera.

—Todo esto va muy rápido, ¿no? —comentó Memphis.

No era capaz de recordar un tiempo en el que no conociera a Zeta, un tiempo en el que la joven no ocupara sus pensamientos y sueños.

—La vida va rápido, Poeta.

Memphis le acarició la mejilla con la mano y acercó sus labios a los de la joven. Nunca la habían besado como Memphis lo estaba haciendo en aquellos momentos. Había habido chicos torpes que temblaban de inquieta avidez. Había habido propietarios de teatros, «caballeros» mayores que la manoseaban cuando pasaba ante ellos o que deseaban «inspeccionar» su traje para asegurarse de que incluso la ropa interior era decente, hombres a los que les concedía algún que otro beso esporádico para evitar algo peor. Y estuvo Roy, claro. El hermoso y cruel Roy, cuyos besos eran una declaración de intenciones, como si necesitara conquistarla, marcarla a hierro con su boca. Aquellos hombres nunca habían visto a Zeta de verdad. Pero el beso de Memphis no se parecía en nada a los de ellos. Era apasionado, y aun así tierno. Un mutuo acuerdo de deseo. Era un beso compartido. La estaba besando a ella. Estaba con ella.

Memphis se apartó.

—¿Va todo bien?

—No —contestó Zeta.

—¿Qué ocurre?

Zeta levantó la mirada hacia él tras sus pestañas abundantes y oscuras.

—Que has parado.

Memphis tiró de ella hacia él. Zeta se aferró a la cuerda de tender para no perder el equilibrio y ambos cayeron al suelo entre risas, en medio de un caos de ropa que alguien tendría que volver a lavar.

—Quedémonos aquí —dijo Memphis, y Zeta apoyó la cabeza sobre su pecho y escuchó los firmes latidos de su corazón mientras el joven la abrazaba.

Fuera, la ciudad se removía y suspiraba en sueños. El vapor sibilante brotaba de las alcantarillas y se arremolinaba en torno a las farolas como la cola de un dios olvidado. En las profundidades de la tierra, en los túneles a medio terminar de las nuevas líneas de metro, las ratas corrían entre las vías justo delante de algo que creían que las perseguía, algo más terrible que cualquier cosa que sus sueños de ratas hubieran podido conjurar jamás. En su tienda, una vidente cuya única conexión con los espíritus era una cuerda que llevaba atada a un dedo del pie y de la que tiraba para dar golpecitos bajo la mesa se sintió empujada, de pronto, a cubrir su bola de cristal con un paño y encerrarla en un armario. En Chinatown, la chica del pelo oscuro y los ojos verdes se inclinó reverencialmente ante sus ancestros, les ofreció sus oraciones y se preparó para caminar en sueños, entre los vivos y los muertos. Subiendo hacia el norte por el Hudson, en un pueblo abandonado y en ruinas, el viento portaba los terribles gritos agónicos de unos habitantes fantasmagóricos, y aquel ruido reverberó tan débilmente en el pueblo de abajo que los hombres que jugaban a las damas en la parte de atrás de la tienda de ultramarinos se miraron los unos a los otros con nerviosismo e interrumpieron el juego, con el aliento contenido durante varios segundos, hasta que el viento y el ruido desaparecieron. En otros lugares del país se produjeron alteraciones similares: una madre soñó con su hija muerta y se despertó, podría haberlo jurado, con el escalofriante sonido de las palabras «Mamá, estoy en casa». Un miembro del Klan que se había apartado de su reunión en el bosque para hacer pis junto a un viejo árbol se sobresaltó repentinamente al sentir los pies de un ahorcado rozándole los hombros, marcándolo. Allí no había nada, pero se pasó las manos por los hombros de todas formas y se apresuró a regresar al fuego y la compañía de sus hermanos vestidos de blanco. Un joven ojibwa observó el resplandor plateado de un halcón que trazó un círculo por encima de su cabeza y después desapareció. En una vieja granja, un niño despertó a sus padres para decirles en un susurro: «Hay dos niñas llamándome para que juegue con ellas al escondite en los campos de maíz». Su padre, soñoliento, le ordenó que volviese a acostarse, y cuando el muchacho pasó junto a la ventana del piso de arriba, vio a las niñas incandescentes, con sus faldas largas y sus blusas de cuello alto, desvaneciéndose entre el maíz mientras gritaban desconsoladamente: «Ven, ven a jugar con nosotras…».

Y aún más lejos, en las vastas praderas convertidas en mito en las mentes norteamericanas, una figura lúgubre se alzaba en la oscuridad aguardando su momento, como un espantapájaros a la espera de la cosecha.