EL MUSEO DE LOS ESCALOFRÍOS

Evie se bajó del tren saludando a los mozos y revisores con los que había estado jugando al póquer desde Pittsburgh hasta la estación de Pensilvania. En aquel momento estaba en posesión de veinte dólares, tres direcciones nuevas apuntadas en su agenda de cuero marrón y una gorra de mozo que llevaba ladeada sobre la cabeza dorada.

—¡Hasta pronto, chicos! Ha estado genial.

El revisor, un joven de veintidós años, se asomó por la escalerilla del tren.

—Te asegurarás de escribirme, ¿verdad, cielo?

—Por supuesto. En cuanto practique mi caligrafía —mintió Evie—. Mi tía me estará esperando. Es legalmente ciega, así que será mejor que me apresure a llegar a su lado. Mi pobrecita tía Martha.

—Creía que se llamaba Gertrude.

—Gertrude y Martha. Son gemelas, y ambas ciegas. Pobres, pobrecitas mías. ¡Adiós!

Con el corazón latiéndole a toda velocidad en el pecho, Evie subió con rapidez la escalera que la alejaba del andén. Nueva York… ¡Por fin!

El telegrama del tío Will había sido muy concreto: debía parar un taxi en la puerta de la estación de Pensilvania en la Octava Avenida y decirle al conductor que la llevara al Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo en la calle Sesenta y ocho, cerca de Central Park Oeste. Evie estaba convencida de que no sería complicado. Pero en aquel instante, en medio del bullicio de la estación de Pensilvania, se sentía algo más que perdida. Escogió el camino equivocado en dos ocasiones, y al final se encontró en la enorme sala principal, con sus ventanas arqueadas desde el suelo hasta el techo y un gigantesco reloj situado en el centro, cuyas manecillas afiligranadas recordaban a los pasajeros que el tiempo volaba… y los trenes también.

Cerca, una mujer muy glamurosa, que lucía un abrigo de marta cibelina hasta los pies a pesar del calor, atraía a una multitud de seguidores y fotógrafos cada vez mayor.

—¿Quién es esa? —le susurró Evie con urgencia a uno de los admiradores.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero su agente de prensa me ha pagado un dólar por merodear por aquí y mirarla boquiabierto como si fuera Gloria Swanson. El dólar más fácil de ganar de toda mi vida.

Evie apuró el paso para seguir el ritmo de la ajetreada muchedumbre y estuvo a punto de llevarse por delante a un pequeño que vendía periódicos.

—¿Valentino envenenado? ¡Léalo todo! ¡El plan bomba de los anarquistas se va al garete! ¡Un profesor se cabrea como un mono para defender la evolución! ¡Todas las noticias aquí, aquí mismo! ¡Solo dos centavos! ¿Un periódico, señorita?

—No, gracias.

—Bonito sombrero.

El muchacho le guiñó un ojo y Evie recordó la gorra de mozo.

En el escaparate de una botica colgaba un espejo, y Evie se detuvo para arreglarse el pelo y sustituir la gorra de mozo por su propio sombrero de campana gris sin alas. Volvió la cabeza a derecha e izquierda para asegurarse de que tenía el mejor aspecto posible. Cogió el billete de veinte dólares que había ganado jugando al póquer y, tras un momento de deliberación, se lo metió en el bolsillo de su veraniego abrigo de viaje rojo.

—No la culpo por recrearse en la vista. Yo llevo mirando un rato.

Era una voz masculina, y un tanto áspera. Evie localizó su reflejo en el espejo. Tenía el pelo espeso y moreno, y en la frente un mechón más largo que se negaba a quedarse echado hacia atrás. Los ojos ambarinos y las cejas oscuras. Su sonrisa tan solo podía describirse como lobuna.

Evie se volvió despacio.

—¿Lo conozco?

—Todavía no. Pero espero solucionarlo pronto. —Le tendió una mano—. Sam Lloyd.

Evie realizó una pequeña reverencia.

—La señorita Evangeline O’Neill, de los O’Neill de Zenith.

—¿Los O’Neill de Zenith? Vaya, ahora me da la sensación de que he venido mal vestido para la ocasión. Deje que vaya a por mi esmoquin.

El joven volvió a sonreír y Evie experimentó una ligera confusión.

El chico era de estatura mediana y constitución fuerte. Llevaba las mangas de la camisa recogidas hasta los codos y los pantalones desgastados a la altura de las rodillas. Tenía las yemas de los dedos cubiertas de unos tenues borrones negros, como si hubiera estado abrillantando zapatos. Un par de gafas de aviador le colgaban del cuello. El primer admirador neoyorquino de Evie era poco refinado.

—Bueno, ha sido agradable conocerlo, señor Lloyd, pero será mejor que…

—Sam. —El joven cogió la maleta de Evie a tal velocidad que ella ni siquiera lo vio mover la mano—. Deje que se la lleve.

—De verdad. Yo puedo…

Trató de agarrar su equipaje, pero él lo sostuvo en alto.

—Insisto. Mi madre me despellejaría por ser tan poco caballeroso.

—Bueno —Evie miró a su alrededor con nerviosismo—, entonces solo hasta la puerta.

—¿Adónde se dirige?

—¡Vaya! Hace un montón de preguntas.

—Deje que lo adivine: ¿es una chica Ziegfeld?

Evie hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿Modelo? ¿Actriz? ¿Princesa? Es demasiado hermosa para ser alguien corriente.

—¿Lo dice en serio?

—¿Yo? No podría decirlo más en serio.

La estaba adulando, pero a Evie le encantaba aquello. Le gustaba que le prestaran atención. Era como una copa del mejor champán: burbujeante y embriagador. Y, como con el champán, siempre quería más. Aun así, no quería parecer ingenua.

—Si tanto desea saberlo, he venido para ingresar en un convento —repuso Evie para ponerlo a prueba.

Sam Lloyd la miró de arriba abajo y sacudió la cabeza.

—Me parece un desperdicio. Una chica tan guapa como usted…

—Servir a nuestro Señor nunca es un desperdicio.

—Por supuesto. Claro que, ahora que tenemos a Freud y los vehículos a motor, dicen que Dios ha muerto.

—No está muerto; solo tremendamente cansado.

Sam curvó las comisuras de los labios en una sonrisa, divertido, y Evie sintió que el calor volvía a burbujear en su interior. Aquel Sam Lloyd, con su expresión de sabelotodo, la consideraba ingeniosa.

—Lo cierto es que es mucho trabajo —contraatacó—. Tanto castigarse y tener hijos. Dígame, ¿a qué convento se dirige?

—A ese con un montón de señoras vestidas de blanco y negro.

—¿Cómo se llama? Tal vez lo conozca. —Sam agachó la cabeza—. Soy muy devoto.

Evie contuvo una pequeña exclamación de incredulidad.

—Es… el de Santa María.

—Claro. ¿Qué santa María?

—La santa María más total que se le ocurra.

—Escuche, antes de que entregue su vida a Cristo, tal vez me permita mostrarle la ciudad. Conozco todos los sitios que hay que visitar. Soy un guía turístico genial.

Le cogió una mano entre las suyas, y Evie se sintió emocionada y desconcertada al mismo tiempo. No llevaba ni cinco minutos en la ciudad, y un joven —un joven que había que reconocer que era bastante atractivo— intentaba que saliera a solas con él. Era excitante. Y terrorífico.

—Escuche, tengo que contarle un secreto. —Sam miró a su alrededor—. Soy ojeador para algunos de los nombres del espectáculo más importantes de esta ciudad. Ziegfeld. Los Shubert. El señor White. Los conozco a todos. Me colgarían si no les presentara a un talento como usted.

—¿Cree que soy un talento?

—Sé que lo es. Lo percibo. Tengo un don para estas cosas.

Evie enarcó una ceja.

—No sé cantar. No sé bailar. No sé actuar.

—¿Ve? Una verdadera amenaza triple. —Esbozó una amplia sonrisa—. Bueno, y con eso acaba el espectáculo de talentos de Santa María.

Evie se rio contra su voluntad.

—De acuerdo, entonces. A usted, con sus agudas observaciones, ¿qué es exactamente lo que le resulta especial de mí? —preguntó con coquetería, mirándolo tras sus pestañas, tal y como había visto hacer a las actrices de comedia.

—Es solo que tiene algo —contestó él sin decir nada en realidad, lo que la decepcionó.

Sam apoyó la mano en la pared sobre la cabeza de Evie y se inclinó hacia ella. Evie sintió mariposas en el estómago. No era que no supiera cómo comportarse con los chicos, sino que aquel era un chico de Nueva York. No quería montar una escena y quedar como una completa pueblerina. Era una chica que podía cuidar de sí misma. Además, si sus padres se enteraban de aquello, la arrastrarían de vuelta a Ohio de inmediato.

Así que Evie se escabulló de bajo el brazo del atractivo Sam Lloyd y le arrebató su maleta.

—Me temo que ahora debo marcharme. Creo que estoy viendo, eh, a la monja jefa de camino hacia el salón de señoras.

—¿La monja jefa? ¿Se refiere a la madre superiora?

—¡Por supuesto! La hermana… la hermana… eh…

—¿La hermana Benito Mussolini Fascisti?

—¡Exacto!

Sam Lloyd sonrió con superioridad.

—Benito Mussolini es el primer ministro de Italia. Y un fascista.

—Ya lo sabía —dijo Evie, y sus mejillas enrojecieron violentamente.

—Claro que sí.

—Bueno…

Evie permaneció inmóvil, desconcertada, durante unos segundos. Le tendió la mano para estrechársela. Con aire de suficiencia, Sam Lloyd la atrajo hacia sí y la besó con fuerza en los labios. La joven oyó a los lustradores de botas reírse cuando se apartó, colorada y desorientada. ¿Debería darle una bofetada? Se la merecía. Pero ¿era eso lo que hacían las modernas sofisticadas de Manhattan? ¿O pasaban de ello como si fuera una vieja broma de la que estaban demasiado cansadas como para reírse?

—No se puede culpar a un chico por besar a la muchacha más hermosa de Nueva York, ¿verdad, hermana?

La sonrisa de Sam expresaba de todo menos arrepentimiento.

Evie levantó la rodilla con rapidez y decisión, y él cayó al suelo como un saco de patatas.

—No se puede culpar a una chica por tener reflejos, ¿verdad, amigo?

Se dio la vuelta y caminó deprisa en dirección a la entrada. Con la voz ahogada, Sam Lloyd gritó a su espalda:

—Que tenga mucha suerte con las monjas. ¡Las buenas hermanas de Santa María no saben en la que se han metido!

Evie se limpió el beso de los labios con el dorso de la mano y se abrió camino hasta la Octava Avenida, pero cuando vio el esplendor de la ciudad todo recuerdo de Sam Lloyd desapareció de su mente. Un tranvía traqueteaba por el centro de la avenida sobre unos raíles de acero. Los automóviles daban volantazos en torno a la muchedumbre y a sí mismos con la furiosa elegancia de un cuerpo de ballet. Estiró el cuello para contemplar el panorama. Muy por encima del bullicio de las calles, varios hombres realizaban osados equilibrios sobre vigas de acero para erigir edificios como aquellos cuyas cimas ya horadaban las nubes, como si ni siquiera el cielo pudiera contener la ambición de sus chapiteles. Un sofisticado dirigible sobrevoló la zona, una mancha plateada recortada contra el cielo azul. Era como un paisaje onírico que pudiera desaparecer con un solo parpadeo. Un taxi viró con brusquedad en la esquina y Evie se montó en él.

—¿Adónde, señorita? —preguntó el conductor al tiempo que activaba el taxímetro.

—Al Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo, por favor.

—Ah. Al Museo de los Escalofríos. —El taxista se echó a reír—. Qué bien que vaya a verlo mientras pueda.

—¿Qué quiere decir?

—Dicen que ese sitio lleva retraso en el pago de los impuestos. El ayuntamiento lleva años con las miras puestas en ese solar. Quieren levantar unos edificios de apartamentos en él.

—Oh, vaya…

Evie estudió la fotografía que le había entregado su madre. Era una imagen del tío Will —alto, desgarbado, con el pelo rubio— de pie delante del museo, una grandiosa mansión victoriana rematada con torrecillas y ventanas con vidrieras y rodeada de una verja de hierro forjado.

—Si quiere saber mi opinión, cuanto antes mejor. Ese sitio hace que la gente se sienta incómoda… Hay un montón de objetos demenciales que se supone que están llenos de magia.

Objetos. Magia. Evie tamborileó los dedos contra la portezuela.

—Ya sabe lo del tipo que dirige ese sitio, ¿verdad?

Evie cesó el tamborileo.

—¿A qué se refiere?

—Un tipo raro. Fue objetor.

—¿Que fue qué?

—Objetor de conciencia —contestó el taxista escupiendo las palabras como si fueran veneno—. Durante la guerra. Se negó a luchar. —El hombre sacudió la cabeza—. He oído que además podría ser un bolchevique de esos.

—Bueno, si es así, jamás me lo ha mencionado —comentó Evie mientras se estiraba las arrugas del guante.

El taxista la miró por el retrovisor.

—¿Lo conoce? ¿Qué hace una chica buena como usted con un tipo como ese?

—Es mi tío.

Y, tras aquellas palabras, el taxista se sumió en un dichoso silencio.

Al fin el taxi giró por una calle secundaria cerca de Central Park y se detuvo ante el museo. Embutido entre la grava y el acero de Manhattan, el mismo museo parecía una reliquia, un edificio fuera de lugar y de su época, con la fachada de piedra caliza empañada desde antiguo por el tiempo, el hollín y las trepadoras. Evie desvió la mirada desde la sombra triste y lóbrega que se alzaba ante ella hacia la hermosa casa de la fotografía.

—¿Está seguro de que este es el cruce?

—Aquí es. El Museo de los Escalofríos. Será un dólar con diez.

Evie se metió la mano en el bolsillo y no sacó nada más que el forro. Cada vez más alarmada, registró todos sus bolsillos.

—¿Qué pasa?

El taxista la miraba con suspicacia.

—¡Mi dinero! ¡Ha desaparecido! Tenía veinte dólares justo en este bolsillo y… ¡y han desaparecido!

El hombre negó con la cabeza.

—Debería haberlo sabido. Seguro que ha sido un bolchevique como su tío. Bueno, jovencita, ya he tenido a tres morosos durante la última semana. Y no estoy dispuesto a tener otro. O me paga un dólar con diez centavos o tendrá que contarle su historia a un poli.

El conductor señaló a un agente de policía montado a caballo unos metros más adelante.

Evie cerró los ojos y deshizo sus pasos: las vías. El escaparate de la botica. Sam Lloyd. Sam… Lloyd. Evie abrió los ojos de golpe cuando recordó su beso repentino y apasionado. «Es solo que tienes algo…». Claro que sí: veinte dólares. No llevaba ni una hora en la ciudad y ya la habían engañado.

—Ese hijo de…

Evie terminó la frase con brusquedad y rapidez, y dejó al taxista sumido en un silencio asombrado. Furiosa, se sacó su billete de diez dólares para emergencias del sombrero de campana, esperó a que le devolvieran el cambio y después cerró la portezuela con fuerza a su espalda.

—Eh —la llamó el conductor—. ¿Qué hay de una propina?

—Desde luego —respondió Evie, y se encaminó hacia la vieja mansión victoriana con su largo pañuelo de seda ondeando a su espalda—: No bese a extraños en la estación de Pensilvania. Ahí va su propina.

Evie golpeteó la puerta con el llamador cobrizo en forma de cabeza de águila y esperó. Una placa colocada junto a las enormes puertas de roble del museo rezaba: AQUÍ DESCANSAN LAS ESPERANZAS Y LOS SUEÑOS DE UNA NACIÓN, CONSTRUIDOS SOBRE LAS ESPALDAS DE LOS HOMBRES Y ELEVADOS POR LAS ALAS DE LOS ÁNGELES. Pero ni hombres ni ángeles contestaron a su llamada, así que entró sin esperar respuesta. La entrada estaba ornamentada en exceso: suelos de mármol blanco y negro, paredes recubiertas con paneles de madera tenuemente iluminados por candelabros dorados. En las alturas, el techo azul pálido ostentaba un mural de ángeles que vigilaban un campo de soldados revolucionarios. El edificio olía a polvo y a viejo. Los tacones de Evie retumbaron sobre el mármol cuando avanzó por el largo vestíbulo.

—¿Hola? —llamó—. ¿Tío Will?

Una escalera ancha y tallada con esmero serpenteaba hasta un segundo descansillo iluminado por una gran vidriera y después continuaba zigzagueando hasta desaparecer de la vista. A la izquierda de Evie había una lóbrega sala de estar con las cortinas echadas. A la derecha, unas puertas correderas se abrían a un comedor enmohecido cuya larga mesa de madera y sus trece sillas cubiertas de damasco tenían aspecto de llevar años sin usarse.

—Por Dios. ¿Quién ha muerto? —murmuró Evie.

Continuó merodeando hasta llegar a una habitación alargada que albergaba una colección de objetos expuestos tras un cristal.

—El Museo de los Escalofríos, supongo.

Pasó de un expositor a otro leyendo las tarjetas mecanografiadas situadas debajo de ellos.

BOLSA DE GRISGRÍS Y MUÑECA DE VUDÚ,

NUEVA ORLEANS, LUISIANA

FRAGMENTO DE HUESO DE UN TRABAJADOR DEL FERROCARRIL

Y REPUTADO HECHICERO CHINO, NORTE DE CALIFORNIA,

PERÍODO DE LA FIEBRE DEL ORO

BOLA DE CRISTAL UTILIZADA EN LAS SESIONES ESPIRITISTAS

DE LA SEÑORA BERNICE FOXWORTHY DURANTE EL PERÍODO

DEL ESPIRITUALISMO NORTEAMERICANO, C. 1848,

TROY, NUEVA YORK

TALISMÁN DE PROTECCIÓN OJIBWA,

REGIÓN DE LOS GRANDES LAGOS

TALLAS DE VUDÚ,

BATON ROUGE, LUISIANA

HERRAMIENTAS Y LIBROS DE UN MASÓN, C. 1776,

FILADELFIA, PENSILVANIA

Había una serie de fotografías espiritistas pobladas por figuras borrosas, etéreas como unas cortinas de encaje agitadas por el viento. Muñecos de trapo. El monigote de un ventrílocuo. Un grimorio con cubiertas de cuero. Libros sobre alquimia, astrología, numerología, hechizos, vudú, médiums y curanderos, y varios volúmenes de testimonios de apariciones fantasmagóricas en las Américas que comenzaban en la década de 1600.

El diario de Mercy Prowd, una de las brujas de Salem, descansaba abierto sobre una mesa. Evie ladeó la cabeza para intentar descifrar la letra manuscrita del siglo XVII. «Veo los espíritus de los muertos. Por eso me han tildado de bruja…».

—La colgaron. Solo tenía diecisiete años.

Evie se dio la vuelta, sobresaltada. El hombre que había hablado salió de entre las sombras. Era alto y tenía los hombros anchos y el pelo de un rubio ceniciento. Durante un instante, con la luz del viejo candelabro proyectándose sobre él, adquirió el aspecto de un ángel severo que hubiera cobrado vida y escapado de un cuadro renacentista.

—¿Qué delito cometió? —preguntó Evie, que ya había recuperado la voz—. ¿Convirtió la ginebra en agua?

—Era diferente. Ese fue su pecado. —Le tendió la mano y se la estrechó brevemente—. Soy Jericho Jones. Trabajo para su tío. Me pidió que le hiciera compañía mientras él imparte su clase.

Así que aquel era el famoso Jericho por el que Mabel estaba tan colada.

—¡Vaya, he oído hablar mucho de usted! —le espetó Evie. Mabel la mataría por ser tan indiscreta—. Es decir, tengo entendido que el tío Will estaría perdido sin… lo que quiera que sea que hace usted.

Jericho apartó la mirada.

—Lo dudo mucho. ¿Le gustaría ver el museo?

—Sería genial —mintió Evie.

Jericho la guio escaleras arriba y abajo y la invitó a entrar en habitaciones acotadas y enmohecidas que contenían más colecciones de reliquias aburridas y polvorientas, mientras Evie se esforzaba por mantener una sonrisa educada en la cara.

—Y por último pero no por ello menos importante, este es el lugar en el que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo: la biblioteca.

Jericho abrió un par de puertas corredizas de caoba y Evie dejó escapar un silbido. Nunca había visto una habitación como aquella. Era como si la hubieran trasladado hasta allí desde algún tenebroso castillo de cuento de hadas. Una enorme chimenea de piedra caliza ocupaba toda la pared del fondo. El mobiliario no era gran cosa: sillones de cuero marrón desgastados hasta dejar el relleno a la vista en algunos puntos y unas cuantas mesas viejas de madera, cada una de ellas provista de una lámpara de banquero que emitía un débil resplandor. En el segundo piso, una galería atestada de estantes rodeaba toda la habitación. Evie levantó la cabeza para contemplar el entorno. El techo tenía que estar a seis metros de altura, ¡y vaya techo! A lo largo de su superficie se desplegaba un panorama de la historia norteamericana: puritanos con sombreros negros que condenaban a un grupo de mujeres. Un chamán indio que contemplaba una hoguera con fijeza. Un curandero que sujetaba serpientes con una mano al tiempo que colocaba la otra sobre la frente de un hombre enfermo. Los padres fundadores, con sus pelucas grises, firmando la Declaración de Independencia. Una esclava que sostenía en alto una raíz de mandrágora. Varios ángeles y demonios pintados sobrevolaban las escenas históricas, vigilantes. A la espera.

—¿Qué le parece?

—Me parece que mi tío debería haber despedido a su decorador. —Evie se dejó caer sobre uno de los sillones y se ajustó la costura de las medias. Estaba impaciente por salir de allí y ver a Mabel y explorar la ciudad—. ¿Tardará mucho el tío Will?

Jericho se encogió de hombros. Se sentó sobre la mesa larga y sacó un libro de una pila alta.

—Esta es una excelente historia del misticismo del siglo XVIII en las colonias, si le apetece pasar el rato con un libro.

—No, gracias —contestó Evie, y tuvo que controlar el impulso de poner los ojos en blanco. No sabía qué veía Mabel en aquel chico. De lo que no cabía duda, era de que iba a costarle trabajo—. Oiga —Evie bajó la voz—, supongo que no llevará un traguito encima, ¿no?

—¿Un traguito? —repitió Jericho.

—Ya sabe… ¿Bebida? ¿Cócteles? ¿Aguardiente? —probó Evie—. ¿Ginebra?

—No.

—No soy exigente. El bourbon también me vale.

—No bebo.

—Entonces le debe de entrar una sed tremenda.

Evie se echó a reír. Jericho no.

—Bien, debería regresar al museo —dijo cuando ya se dirigía rápidamente hacia las puertas—. Póngase cómoda. Su tío se reunirá con usted en breve.

Evie se volvió hacia el oso pardo disecado que había junto a la chimenea.

—Supongo que usted tampoco tiene aguardiente, ¿verdad? ¿No? Quizá más tarde.

Aparte de Jericho, la chica no había visto ni un alma en el museo. Tenía hambre y sed, y se sentía un poco molesta porque la hubieran dejado sola sin que su tío le hubiera dicho siquiera hola. Si iba a vivir en Nueva York, tendría que empezar a valerse por sí misma.

Evie dio unas palmaditas sobre la piel apelmazada del oso.

—Lo siento, viejo amigo, te has quedado solo —dijo, y salió de la biblioteca en busca de algo de comer.

Oyó voces masculinas y siguió el rumor hasta llegar a una sala enorme, al fondo del museo, donde el tío Will, con unos pantalones grises, chaleco y corbata azules, y con las mangas recogidas hasta los codos, impartía una clase. Con los años, el pelo se le había oscurecido y se había tornado de un rubio sucio; además, lucía un fino bigote.

—La presencia del mal es un enigma que ha puesto a prueba las mentes de los filósofos y los teólogos por igual… —decía.

Evie se asomó desde la esquina para estudiar toda la sala. Una clase de universitarios tomaba notas de la clase de Will desde sus asientos.

—Esto ya me gusta más —susurró—. ¡Siento llegar tarde! —anunció mientras entraba despreocupadamente en la habitación.

Los universitarios volvieron las cabezas en dirección a Evie cuando la joven arrastró una silla por el suelo para unirse a ellos. El tío Will la observó por encima de sus gafas de carey redondas.

—Continúa, tío Will. No te preocupes por mí.

Evie se sentó en el borde de la silla junto a uno de los chicos e hizo cuanto estuvo en su mano por parecer interesada.

—Sí… —Durante un instante, la expresión desconcertada del tío Will amenazó con convertirse en permanente. Pero entonces recuperó el hilo de lo que estaba diciendo y comenzó a pasear por la sala con las manos a la espalda—. Como decía, ¿cómo se explica la presencia del mal?

Los alumnos se miraron los unos a los otros para ver quién respondía.

—El hombre hace el mal con sus decisiones —dijo alguien.

—Son Dios y el diablo, que se pelean. Al menos, eso es lo que dice la Biblia —argumentó otro chico.

—¿Cómo puede existir el diablo si existe Dios? —preguntó un alumno vestido con unos pantalones de golf—. Siempre me he hecho esa pregunta.

El tío Will agitó un dedo para señalar que aquello era algo importante.

—Ah, la teodicea.

—¿Es un cruce entre la teología y una odisea?

Will se permitió esbozar una pequeña sonrisa.

—No exactamente. La teodicea es una rama de la filosofía que se ocupa de la defensa de Dios ante la existencia del mal. Suscita un enigma: si Dios es una deidad omnisapiente, todopoderosa, ¿cómo puede permitir que exista el mal? O no es el dios omnipotente que nos han contado o, en efecto, es omnisapiente y todopoderoso y, además, cruel, porque permite que el mal exista y no hace nada para detenerlo.

—Bueno, eso explica, sin duda, la ley seca —bromeó Evie.

Los universitarios se rieron con ganas. El tío Will volvió a mirar a Evie como si fuera un asunto que aún tuviera que clasificar.

—Cualquier mundo bueno nos permitiría tener libre albedrío, ¿verdad? —continuó—. ¿Estamos de acuerdo en este punto? Pero, en cuanto los humanos comienzan a poseer libre albedrío, también adquieren la capacidad de tomar decisiones… y de hacer el mal. Así, esa cosa tan buena, el libre albedrío, permite la posibilidad de que el mal penetre en nuestro buen mundo. —La sala estaba en silencio—. Algo sobre lo que reflexionar. Pero, si retomamos nuestro debate anterior… —Los chicos se enderezaron en sus asientos, listos para tomar notas, y Will continuó paseando y hablando—: Estados Unidos tiene una rica historia de creencias, un tapiz tejido por hilos de culturas diferentes. Nuestra historia está repleta de elementos propios de lo sobrenatural, lo inexplicado, lo místico. Los primeros colonos vinieron en busca de libertad religiosa. Los inmigrantes que los siguieron introdujeron sus esperanzas y miedos, desde la leyenda vampírica de la Europa del Este hasta los «fantasmas hambrientos» de China. Los americanos oriundos creían en los chamanes y los espíritus. Los esclavos del África Occidental y del Caribe, despojados de cuanto tenían, aún llevaban consigo sus costumbres y creencias. No somos únicamente un crisol de culturas, sino también de espíritus y supersticiones. ¿Sí?

Un chico con un blazer azul marino levantó la mano.

—¿Usted cree en lo sobrenatural, doctor Fitzgerald?

—Ah. Parecería ilógico, ¿no es así? Al fin y al cabo, vivimos en la edad moderna. Ya es bastante difícil hacer que la gente crea siquiera en el metodismo. —Will sonrió y los alumnos soltaron unas risitas—. Y, sin embargo, existen los misterios. ¿Cómo se explican las historias de las personas que demuestran poderes inusuales?

Evie sintió un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo.

—¿Poderes? —repitió un chico con un tono de escepticismo rayano en el desdén.

—La gente que asegura que es capaz de hablar con los muertos, como los videntes o los médiums espirituales. La gente que dice que les han curado mediante la imposición de manos. Los que pueden atisbar el futuro o adivinar una carta antes de que se juegue. Las crónicas tempranas de las Américas hablan de guías espirituales indios. Los puritanos conocían la magia y el curanderismo. Y durante la Revolución americana, Benjamin Franklin escribió acerca de sueños proféticos que influyeron en el desarrollo de la guerra y dieron forma a la nación. ¿Qué me dice de eso?

—Esa gente necesita los servicios de un psiquiatra… Aunque haré una excepción con el señor Franklin.

Otra ronda de carcajadas siguió al comentario del muchacho, y Evie se sumó a ella, pese a que aún estaba consternada. El tío Will esperó a que las risas disminuyeran.

—Este mismo museo, como puede que ya sepan, fue erigido por Cornelius Rathbone, que amasó su fortuna construyendo ferrocarriles. ¿Cómo supo que se acercaba la era del acero? —Will se detuvo ante el atril y esperó. Como nadie contestó, reanudó sus paseos con las manos a la espalda—. Él aseguraba que lo sabía debido a las visiones proféticas de su hermana, Liberty Anne. Cuando Cornelius y Liberty eran pequeños, pasaban horas en los bosques entretenidos con todo tipo de juegos. Un día, Liberty entró en el bosque y estuvo desaparecida durante dos días. Los hombres del pueblo la buscaron, pero fueron incapaces de encontrar ni en el más mínimo rastro de la muchacha. Cuando al fin reapareció, el pelo se le había puesto completamente blanco. Solo tenía once años. Liberty Anne explicó que había conocido a un hombre en el bosque, «un hombre extraño y alto, delgado como un espantapájaros, con un sombrero de copa y cuyo abrigo se abría para mostrar las maravillas y miedos del mundo». Cogió unas fiebres. Mandaron llamar al doctor, pero no pudo hacer nada por ella. Durante el mes siguiente, Liberty estuvo sumida en un trance onírico, vomitando profecías que su preocupado hermano transcribía en su diario. Aquellos augurios fueron asombrosamente precisos. La niña aseguró ver «que nos arrebataban al gran hombre de Illinois mientras visitaba a nuestro primo americano», una referencia al asesinato del presidente Lincoln en el palco del Teatro de Ford mientras presenciaba una producción de la obra Nuestro primo americano. Habló de «un gran dragón de acero serpenteando sobre la tierra y escupiendo humo negro», cosa que la mayoría cree que significa el Ferrocarril Transcontinental. Predijo la Proclamación de Emancipación, la Gran Guerra, la Revolución bolchevique y la invención del automóvil y el aeroplano. Incluso habló de la caída de nuestros bancos y el consecuente colapso de nuestra economía.

—Está claro que no podía verlo todo —intervino el joven de los pantalones de golf—. Eso no ocurrirá jamás.

Will golpeteó el escritorio con los nudillos.

—Toquemos madera, como suele decirse. —El profesor sonrió y los alumnos se echaron a reír ante su broma supersticiosa. El tío Will comenzó a juguetear con un encendedor de plata, dándole la vuelta una y otra vez, pasando el pulgar de vez en cuando sobre la rueda de pedernal para que soltara chispas—. Liberty Anne murió un mes después del día en que regresó de los bosques. Hacia el final, sus profecías se volvieron bastante oscuras. Mencionaba una «tormenta cercana», un período traicionero durante el que se necesitaría a los Adivinos.

—¿Los Adivinos? —repitió Evie.

—Ese era el nombre que le daba a la gente que tenía poderes como los suyos.

—¿Y qué harían esos Adivinos? —quiso saber el alumno de los pantalones de golf.

Will se encogió de hombros.

—Si Liberty Anne lo sabía, no lo dijo. Murió poco después de hacer la profecía, y su hermano, Cornelius, quedó desconsolado. Se obsesionó con el bien y el mal, y con la idea de que los fantasmas acechaban este país. Con que había algo más allá de lo que vemos. Empleó toda su vida, y su fortuna, en intentar demostrarlo.

Los chicos se sumergieron en una discusión acalorada hasta que uno de ellos vociferó por encima de los demás:

—Sí, pero, profesor, ¿usted cree de verdad que hay otro mundo más allá de este y que las entidades de ese otro mundo pueden actuar para ayudarnos o lastimarnos? ¿Cree que nuestras acciones aquí, buenas o malas, son capaces de crear un mal externo? ¿Cree que hay fantasmas, demonios y Adivinos entre nosotros?

El tío Will se sacó un paño del bolsillo y se limpió las lentes de las gafas.

—«Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de las que sospecha tu filosofía» —contestó el profesor mientras volvía a ponerse las gafas sobre las orejas—. Esa cita es de William Shakespeare, que parecía saber un par de cosas tanto sobre la humanidad como sobre lo sobrenatural. Pero, para su examen, necesitarán saber los siguientes datos concretos…

Los universitarios se quejaron cuando Will empezó a lanzar una vertiginosa plétora de información y sus lápices tuvieron que esforzarse para seguirle el ritmo.

Evie se escabulló y fue a esperar a Will en su despacho. El tictac del reloj que descansaba sobre la chimenea le hizo compañía mientras echaba un vistazo a su alrededor. El escritorio de su tío estaba inundado de recortes de periódico y arriesgadas pilas de libros. Aburrida, Evie hojeó los recortes de periódico. Eran noticias procedentes de pequeñas ciudades de todo el país, acerca de visiones fantasmagóricas, espectros e incidentes tan extraños como la aparición de un familiar muerto en su silla favorita durante unos instantes o la de unos perros «demoníacos» de ojos rojos que asustaron al vigilante de un vertedero al norte del estado de Nueva York. Algunos de los recortes eran de hacía dos o tres años, pero la mayor parte eran recientes, del último año. Evie comenzó a leer un artículo sobre una chica que aseguraba ser capaz de hablar con los muertos y que había recibido una advertencia por parte de los «espíritus buenos» acerca de los problemas que se avecinaban. Acababa de llegar al párrafo que narraba la repentina desaparición de la joven cuando el tío Will anunció su presencia aclarándose la garganta con suavidad.

Evie dejó los recortes a un lado.

—Hola, tío.

—Ese es mi escritorio.

—En efecto —repuso Evie alegremente—. Y muy bien ordenado que está, por cierto.

—Sí. Bueno. Supongo que no pasa nada por esta vez —murmuró el tío Will. Sacó un cigarrillo de una pequeña caja de plata que llevaba en el bolsillo de la camisa—. Tienes buen aspecto. —Encendió el cigarro e inhaló profundamente—. ¿Te ha enseñado Jericho el museo?

—Sí, lo ha hecho. Es muy… interesante.

—¿Has tenido un buen viaje?

—Genial, aunque me han robado en la estación de Pensilvania —dijo Evie, y de inmediato deseó no haberlo hecho.

¿Y si Will decidía que no era capaz de cuidar de sí misma y la enviaba de vuelta a Ohio?

El tío Will enarcó una ceja.

—¿De verdad?

—Un odioso jovencito llamado Sam Lloyd. Bueno, ese es el nombre que me dio antes de besarme y robarme mis veinte dólares.

Will entrecerró los ojos.

—¿Que hizo qué?

—Pero no te preocupes. Sé cuidarme sola. Si vuelvo a ver a ese tipo en alguna ocasión, deseará no haberse metido nunca conmigo —aseguró Evie.

Su tío expulsó una voluta de humo. Quedó pesadamente suspendida en el aire.

—Tu madre me ha dicho que estabas metida en un lío. Que habías cometido una travesura.

—Una travesura —masculló Evie.

—¿Y vas a quedarte hasta octubre?

—Diciembre, si es posible. Hasta que las cosas se aclaren por allí.

—Ah. —La expresión de Will se ensombreció—. Tu madre quería matricularte en la Escuela para Chicas Sarah Snidewell pero, como en estos momentos, no hay ninguna plaza disponible, la responsabilidad de tu escolarización, al parecer, recae sobre mí. Te proporcionaré libros y, por supuesto, puedes asistir a mis clases. Te sugiero que te sirvas de los muchos museos y clases de nuestra Sociedad para la Cultura Ética y demás.

Evie cayó en la cuenta de que la habían liberado del tedio de la escuela. El día no paraba de mejorar.

El tío Will ojeó distraídamente un libro.

—Tienes diecisiete años, ¿no es así?

—Según mi último cumpleaños.

—Bien. Lo cierto es que con diecisiete eres lo bastante mayor como para hacer más o menos lo que te plazca. No te ataré corto, siempre y cuando no te metas en líos. ¿Aceptas el trato?

—Acepto —respondió Evie, atónita—. ¿Seguro que estás emparentado con mi madre? ¿No habría una confusión en el hospital al nacer?

La sonrisa de Will titiló durante un instante y después desapareció.

—Tu madre no se ha recuperado del todo de la muerte de tu hermano.

—Ella no es la única que echa de menos a James.

—Para ella es distinto.

—Eso dicen. —Evie se tragó la rabia—. Eso sobre lo que estabas hablando ahí dentro… la gente que puede ver el futuro o… —respiró hondo— leer objetos. Adivinos. ¿Conoces a alguien así?

—No, personalmente no. ¿Por qué lo preguntas?

—Ah, por nada —repuso Evie con rapidez—. Supongo que si hubiera Adivinos, saldrían en todos los periódicos y en la radio, ¿no?

—O, si la historia es síntoma de algo, los quemarían en la hoguera. —Will hizo un gesto hacia las muchas librerías que los rodeaban—. Tenemos toda una biblioteca dedicada a tales historias, si es que te apetece leer más acerca de las creencias sobrenaturales de Norteamérica. —Apagó el cigarrillo en un cenicero a punto de desbordarse—. Me temo que se me está haciendo tarde, y estoy seguro de que te gustaría deshacer las maletas y refrescarte tras el viaje. El Bennington no está lejos de aquí… diez manzanas. ¿Le pido a Jericho que te acompañe?

—No —contestó Evie. Lo más probable era que hasta un paseo de diez manzanas con el estoico Jericho resultara dolorosamente aburrido—. Estaré genial por mi cuenta.

—¿Perdona?

—Genial. Estupenda. Eh… bien. Estaré bien. Iré a ver a Mabel. ¿Te acuerdas de Mabel Rose? ¿Mi amiga por correspondencia?

—Ajá —contestó Will, distraído con otro libro—. Muy bien. Aquí tienes tu llave. Hay un comedor justo al lado del vestíbulo del Bennington. Ve a por algo de comer y pídeles que lo apunten en mi cuenta. Jericho y yo deberíamos llegar a casa sobre las seis y media como muy tarde.

Evie se guardó la llave en el bolso de mano. En Zenith no tenía su propia llave; sus padres controlaban todos y cada uno de sus movimientos. Las cosas serían diferentes en Nueva York. Las cosas serían perfectas. Fue a darle un abrazo al tío Will, que estiró la mano para que se la estrechara.

—Bienvenida a Nueva York, Evie.