LAS TUMBAS

El detective Malloy entró a toda prisa en el museo y se abrió camino con brusquedad entre los buscadores de curiosidades, silenciando con una expresión aterradora a todo aquel que intentaba preguntarle acerca del Asesino del Pentáculo.

—Señorita O’Neill —dijo a modo de saludo al tiempo que le daba un toquecito al ala de su sombrero.

—El tío no está aquí en estos momentos, detective. ¿Tiene algo nuevo?

Él hizo un gesto con la cabeza en dirección a la biblioteca. Evie le pidió a Sam que la sustituyera y acompañó al detective hasta la biblioteca. Cerró las puertas tras ellos. Malloy dejó caer el sombrero sobre la escultura de bronce de un águila.

—He seguido esa pista de los Hermanos que nos dio su tío. Resulta que a lo largo de los últimos años se ha producido un resurgimiento de ese culto religioso. Los lugareños han presentado quejas contra ellos. Y ¿adivina quién es el líder?

—Supongo que no es el cómico Will Rogers.

—El hermano Jacob Call —dijo Malloy. El detective cogió un puñado de frutos secos del cuenco de cristal que descansaba sobre el escritorio de Will—. Dicen que ha estado predicando sobre la llegada del cometa de Salomón, y de la Bestia con él. —Dejó que sus palabras calaran—. Por lo que se ve, cría ganado y viene a la ciudad cada pocas semanas a vendérselo a los carniceros.

—¡Es carnicero!

—Sí. Y estuvo por aquí en cada uno de los asesinatos. Mandé a los chicos a buscarlo y lo trajeron a Nueva York. Pero hasta ahora se ha negado a hablar con nosotros. Pensé que quizá su tío podría intentarlo.

Evie se mordió el labio.

—Detective, ¿podría probar yo?

Malloy enarcó las cejas.

—¿Probar a interrogar a un posible asesino? Me temo que no.

—Tal vez se abra a una chica. Al fin y al cabo, yo no soy una amenaza, como la policía.

—Admiro su valor, señorita O’Neill, pero ese no es su trabajo.

Se puso el sombrero y se despidió deseándole un buen día.

Evie salió corriendo al pasillo en cuanto el hombre su hubo marchado. El museo estaba hasta la bandera de gente y, por una vez, deseó que no fuera así. Comenzó a dar saltitos intentando que se la viera por encima de las cabezas de los clientes.

—¡Sam! —llamó—. ¡Sam Lloyd! ¡Te necesito!

El muchacho se acercó a ella con una gran sonrisa.

—Sabía que entrarías en razón.

Evie puso los ojos en blanco.

—Date una ducha, amigo. Necesito que me ayudes a colarme en las Tumbas.

—¿Es que aún no has aprendido la lección?

—¡Jericho! —volvió a llamar—. ¿Podrías hacerte cargo del museo? Necesito a Sam para una misión de la máxima importancia.

—Podría ayudarte yo —sugirió Jericho.

—¡Ya lo estás haciendo! —gorjeó Evie. Entrelazó su brazo con el de Sam y tiró de él en dirección a la puerta—. Te daré los detalles por el camino.

Sam y Evie tomaron prestado el viejo coche de Will para ir desde el Upper West Side hasta la infame cárcel de la ciudad. Era un paseo largo, y Sam tenía ganas de charla.

—¿Tu amiga Mabel sigue loca por el gigante?

—¿Por Jericho? Ajá —dijo Evie, que casi esbozó una mueca de dolor al oír las palabras «tu amiga Mabel».

—¿Qué es lo que tiene ese tipo?

—A ti no te cae bien porque te odia.

—Ese no es el único motivo —repuso Sam.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Supongo que a ti también te gusta ese gigante.

—¿Jericho? Bueno, es bastante majo, supongo.

—Así que no te gusta —dijo Sam con una sonrisa.

—Yo no he dicho eso.

Habían pasado ante las muchas discográficas del Tin Pan Alley a la altura del número veinte de la calle West y ya estaban cerca de las casas elegantes de Gramercy.

—¿Tienes novio formal? —preguntó Sam al cabo de un rato.

—No hay novio que me retenga mucho tiempo.

Sam le lanzó una mirada de soslayo.

—¿Eso es un desafío?

—No. La constatación de un hecho.

—Ya veremos.

—Todavía me debes veinte pavos —dijo Evie.

—Te pareces a mí mucho más de lo que piensas, Evie O’Neill.

—¡Ja!

—Lo que quiero decir es que te gusto mucho más de lo que crees.

—Sigue conduciendo, Lloyd.

El coche continuó avanzando y pasó ante un rebaño de hombres de negocios con trajes oscuros que aferraban sus bombines con fuerza para protegerlos del fuerte viento que soplaba desde el East River y azotaba los desfiladeros de las calles.

—Tengo una cosita para ti —anunció Sam. Su sonrisa era críptica.

Evie enarcó una ceja.

—¿Sí? ¿Qué es? Ya te he dicho que el banco está cerrado.

—Un relámpago para el cuello.

Se sacó un collar del bolsillo y se lo ofreció a la chica.

Evie ahogó un grito.

—¡Ostras! ¡Eso de ahí parece un diamante de verdad! ¿De dónde lo has sacado?

—¿Te creerías que de una tía generosa?

—No.

—Ya decía yo. No lo echarán de menos en el lugar de donde lo he sacado. Tienen muchos.

Evie suspiró.

—Sam…

—Conozco a esa gente. No les importa lo que le ocurra a nadie que no sean ellos mismos. Compran todo lo que las revistas y las vallas publicitarias les dicen que compren y se olvidan de ello en cuanto aparece algo nuevo.

—¡Y el tío Will piensa que yo soy cínica! —Evie volvió a embutir el collar en el bolsillo de Sam—. No puedes ir por ahí cogiendo cosas que no te pertenecen, Sam.

—¿Por qué no? Si lo hacen los jefes de la industria, son héroes. Si lo hace la gente normal, como yo, somos delincuentes.

—Ahora hablas como un bolchevique. Oye, no serás un anarquista de esos, ¿verdad?

—¿Bombas y revolución? No es mi estilo. Yo tengo mi propia misión —repuso Sam, y sus últimas palabras sonaron un poco duras.

—¿Qué misión es esa? ¿Llevar a las chicas por el mal camino sirviéndote de joyas robadas?

Sam la miró por el rabillo del ojo.

—¿Has oído hablar alguna vez de algo llamado Proyecto Búfalo?

—Lo cierto es que no.

—Bueno, si buscas información al respecto, no la encontrarás. Fue una operación secreta del gobierno durante la guerra.

—Y entonces ¿cómo es que tú la conoces?

—Mi madre trabajó en ella. Se sometió a una especie de prueba…

—¿Una prueba? ¿Qué…?

—No lo sé. Fuera lo que fuese, sacó una nota bastante alta. Mi padre y ella tuvieron una gran pelea al respecto. Los oí en la habitación de al lado. Ella decía que sentía que tenía que ir. «¿Qué se le va a hacer?», decía. Mi padre se lo prohibió. Al hombre le encanta la palabra «no». —El rostro de Sam se ensombreció—. En cualquier caso, más o menos un mes después, aparecieron en casa unos tipos del gobierno. Tenían los papeles de mi padre. Le dijeron que podían mandarlo de vuelta a Rusia si no cooperaba. Él no quería volver a Rusia a morirse de hambre o a que lo mataran. Tenía una casa bonita y una tienda de pieles. Así que aquella noche mi madre hizo las maletas y se marchó. Solo nos envió una carta. Habían tachado la mayor parte de lo que decía. Pero nos contaba que estaban haciendo un buen trabajo, importante para el país. Decía que cambiaría a la humanidad. Y después no volvimos a saber de ella. Cuando mi padre les escribió, le dijeron que había muerto de gripe. Yo tenía ocho años.

—Lo siento. Es terrible. —Bajo el sol de primera hora de la tarde, la ciudad titilaba como un espejismo—. Pero Sam Lloyd no suena muy a ruso.

—Sergei Lubovitch. Mi padre se cambió el apellido a Lloyd cuando mi madre y él llegaron a Nueva York. Cuando nací, insistió en que me llamaran Sam. Como el Tío Sam.

—Ya decía yo que me sonaba tu cara —bromeó Evie—. ¿Dónde está ahora tu padre?

—Supongo que de vuelta en Chicago.

—¿No lo sabes?

—Mi padre y yo no nos llevábamos muy bien. A él le gusta decir que no, y se suponía que yo debía decir que sí. No le hizo gracia cuando yo también pude empezar a decir que no. Y todavía le gustó menos que dijera que quería descubrir lo que de verdad le había pasado a mi madre.

—Creía que habías dicho que murió.

—Eso es lo que nos dijeron. Hace dos años, recibí esto.

Se sacó del bolsillo la postal desgastada de los árboles y las montañas. Evie fingió que era la primera vez que la veía.

—Qué bonito. ¿De dónde es?

—No lo sé. La frase que hay ahí, detrás, está en ruso.

Evie estudió la suave caligrafía, obviamente femenina.

—Significa «zorrillo». Era el apodo por el que me llamaba mi madre. Era la única persona que me llamaba así. Fue entonces cuando supe que mi madre estaba viva, y que yo iba a encontrarla. Así que me largué. Me enrolé en la marina durante un tiempo… hasta que se enteraron de que solo tenía quince años. Luego me uní a un circo.

—¡Venga ya!

—Palabra de boy scout.

—Tú no eres scout —replicó Evie. Pillaron un bache y la joven se precipitó contra Sam durante un instante—. Lo siento.

Se incorporó de nuevo, ruborizada.

Sam sonrió.

—No es necesario que te disculpes. Vaya, puede que tenga que pillar otro.

Evie se aclaró la garganta.

—¿El circo?

—El circo. Aprendí a hacer acrobacias. Llegué a ser bastante bueno en el alambre. ¡Pies rápidos! Incluso trabajé como piloto acrobático y hacía trucos aéreos en las alas.

—¿En un avión en marcha?

Sam esbozó una gran sonrisa.

—Deberías probarlo alguna vez. Aunque si de verdad quieres ver a alguien que lo haga bien, deberías ver a Belle Butler, la equilibrista maravilla.

—¿Quién es esa?

—Una vieja amiga.

Evie enarcó una ceja.

—¿Qué tipo de amiga?

Sam sonrió, pero no satisfizo la curiosidad de la chica.

—El circo me trajo a Coney Island. Cuando se encaminaron hacia Florida para pasar el invierno, decidí quedarme aquí durante una temporada y tratar de conseguir el dinero suficiente para encontrar a mi madre.

Evie volvió a mirar la postal. Era un hermoso paisaje de cielos azules y árboles altos, con montañas al fondo. Se la devolvió a Sam, que se la guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta.

—No parece un gran hilo del que tirar.

—Voy a encontrarla —repuso Sam con gran determinación—. Así que ahora ya sabes más sobre mí. ¿Qué hay de ti? ¿Por qué vives con tu tío?

¿Debería contarle la verdad? Entonces tal vez tendría que admitir que había intentado leer la postal de su madre y que no había sacado nada de ella. Tal vez Sam se pusiera furioso. O le pidiese que lo intentara de nuevo. Y cuando no pudiera obtener una lectura, pensaría que era una mentirosa.

—Maté a un hombre por ofender mi honor —contestó despreocupadamente.

—Claro. ¿Y?

—Y… robé en una tienda de baratijas. Nunca tengo suficientes pulseras de pasta.

—¿Quién tiene bastantes? ¿Y?

—Y… acusé al chico de oro de la ciudad de dejar preñada a una camarera.

Sam dejó escapar un silbido.

—¿Por diversión?

Evie levantó la mirada. El sol parecía estar lo bastante bajo como para tocarlo, igual que si fuera una resplandeciente pieza del decorado de un espectáculo de Broadway.

—Estaba en una fiesta llena de esos «jovencitos descarados y a la moda» a los que te encanta odiar. Sí, yo era uno de ellos. Era tarde y estaba borracha y… Da igual, no era más que un rumor que había oído —mintió—. Pero resultó ser verdad.

—No lo entiendo. Si era cierto, ¿por qué te mandaron a galeras?

Evie deseó poder contarle la verdad, pero también le había prometido a Will que mantendría la boca cerrada y no quería hacer nada que pudiera poner en peligro su estancia en Nueva York.

—Es verdad lo de que maté a un hombre en Ohio.

—Ajá. Y entonces los asesinatos comenzaron en Nueva York. ¿Coincidencia?

—Me has pillado, Lloyd. Me temo que ahora también tendré que matarte a ti. Sé bueno y quédate quieto mientras te estrangulo.

Evie le rodeó el cuello con las manos juguetonamente y Sam dio un volantazo que hizo que el coche virara con brusquedad y la muchacha diera un grito.

—Me estaré quietecito, hermana —dijo Sam al tiempo que corregía el rumbo del coche—. Pero no nos empotres.

Aparcaron el viejo Model T de Will a una manzana de distancia y, de camino hacia las Tumbas, esquivaron el tranvía que traqueteaba en dirección norte por los adoquines de la calle Centre. La prisión, imponente y elíptica, estaba varada por una torreta en cada extremo y rodeada por un alto muro de piedra y una verja de hierro, lo cual hacía que pareciera más una especie de fortín medieval que un edificio moderno de la ciudad de Nueva York.

—Si te hago esta señal —Sam se llevó un dedo a un lado de la nariz—, quiere decir que distraigas a los polis mientras yo robo lo que necesitemos. ¿Lo pillas?

—Lo pillo. Pero ¿cómo vamos a descubrir dónde lo tienen retenido? —preguntó Evie, desesperada.

Entraron en el edificio y se encontraron con una algarabía de agentes y malhechores. Era como la noche del estreno de un espectáculo de Broadway para delincuentes.

Sam se dirigió al agente del mostrador de información.

—Perdone. Esta señorita ha oído que podrían tener aquí retenido a su hermano, Jacob Call.

El agente consultó con alguien por teléfono y regresó sacudiendo la cabeza.

—No puede recibir visitas.

—Entiendo. Solo queremos asegurarnos de que no lo tienen encerrado abajo. Tuvo una pulmonía el mes pasado y el aire húmedo y frío no es bueno para sus pulmones —explicó Sam.

El oficial se volvió hacia Evie.

—Está en el despacho del alcaide, en esta planta, así que puede quedarse tranquila, señorita.

Evie batió las pestañas y trató de parecer desolada.

—Gracias. Ha sido un auténtico encanto, señor.

Sam se llevó el dedo al lateral de la nariz. Ante la señal secreta, Evie comenzó a parpadear y balancearse como si estuviera a punto de perder el equilibrio.

—Oh, ohhhhh…

Se desvaneció tan elegantemente como pudo y el agente tuvo que cogerla entre sus brazos. Por el rabillo del ojo, Evie vio que Sam le robaba las llaves.

—Oh, gracias, agente. ¿Podría sentarme en algún sitio hasta que sea capaz de mantenerme en pie por mí misma?

El policía los guio hasta un banco del interior. Evie le guiñó un ojo a Sam y él hizo que se le pusiera el vello de punta cuando le susurró al oído:

—Hermana, juntos podríamos formar un equipo magnífico.

En la entrada, se formó un alboroto entre un grupo de borrachos y el agente abandonó a Evie y a Sam para ir a ayudar. La chica agarró a Sam de la mano y tiró de él para que la siguiera mientras se adentraba en el edificio.

—Para que conste, hermana, esta no es mi idea de pasar un rato genial —murmuró el muchacho mientras ambos recorrían a hurtadillas los pasillos laberínticos de la cárcel de la ciudad.

—¿Cómo vamos a superar a los guardias? —preguntó Evie.

Había visto a un policía sentado en un taburete tras un escritorio, rellenando papeles.

—Déjamelo a mí.

—Sam… —le advirtió Evie a medida que se acercaban.

El agente levantó la vista y la chica tuvo la sensación de que los miraba directamente a ellos. Oyó a Sam mascullar algo en voz muy baja, como si estuviese rezando. El joven levantó una mano para que les hiciera de pantalla, y el policía volvió a centrarse en su trabajo, casi como si no los hubiera visto. Fue muy extraño, y Evie se dijo a sí misma que en realidad el hombre no había llegado a verlos en ningún momento.

—¡Vaya golpe de suerte! —dijo al tiempo que soltaba el aliento que había contenido.

—Sigue caminando —ordenó Sam.

Encontraron a Jacob Call sentado en una sórdida sala que tan solo tenía dos sillas y una mesa. Llevaba el mismo mono y el mismo sombrero negro que la última vez que lo vieron. El colgante seguía rodeándole el cuello. Tenía las mangas un poco recogidas y Evie se fijó en los toscos tatuajes que le asomaban por debajo de las esposas.

—Hola de nuevo —comenzó Evie—. ¿Se acuerda de mí, señor Call?

El hermano Call apenas la miró.

—Sí.

—Tengo entendido que no quiere hablar con la policía. ¿A qué se debe?

—No hablaré con ellos. Y no hablaré con usted —contestó el hombre.

—Es una pena, porque creo que tendríamos un montón de cosas de las que hablar. De esto, por ejemplo.

Evie dejó el Libro de los Hermanos sobre la mesa, a medio camino entre los dos.

El rostro de Jacob Call se ensombreció.

—¿De dónde ha sacado eso?

La muchacha abrió el volumen y pasó las páginas, pero no permitió que Call las viera.

—Una lectura fascinante. Mucho mejor que Moby-Dick. Como este fragmento, por citar un caso.

Había llegado a la página de la undécima ofrenda, la boda de la Bestia y la Mujer Vestida de Sol. Depositó el libro sobre la mesa y observó a Jacob Call mirarlo anonadado.

—El ritual de las ofrendas. Ya ha empezado, ¿verdad? ¿El despertar de la Bestia?

El hombre se echó hacia delante y, reverencialmente, puso una mano sobre la página.

—Justo como vio el profeta —dijo—. Cuando el fuego abrase el fuego, el elegido realizará la ofrenda final. La Bestia despertará en él y comenzará el Armagedón.

A Evie se le pusieron los pelos de punta. Luchó por mantener la compostura.

—Y la Bestia llega a este mundo por medio de los asesinatos ritua… eh… de las ofrendas. ¿Correcto?

Jacob Call hizo un breve gesto de asentimiento.

—El mundo ha caído en el pecado. El Señor lo purificará con sangre por medio del elegido.

—Y usted es ese elegido —probó Evie.

El hombre esbozó una mueca de desdén.

—¿Por qué debería decírselo? No es ni un agente de la ley ni creyente. No es nada más que una chica.

—¿Nada más que una chica, como Ruta Badowski? —le espetó Evie. Jacob Call no le gustaba ni lo más mínimo—. Dígame, ¿de verdad le envió por correo a la policía los ojos de esa muchacha como ofrenda para la Bestia, para que supiera que cumpliría la profecía? —trató de embaucarlo.

—Eh… eso hice. Para complacer al Señor.

«Este tipo no sería un buen jugador de póquer», pensó Evie. En aquel instante breve, espontáneo, había mostrado su mano… No sabía que la joven le estaba mintiendo. No conocía los detalles del homicidio.

—¿Y qué hay de las manos de Tommy Duffy? ¿Qué hizo con ellas? —presionó.

Jacob Call continuó impertérrito.

—Ya he dicho todo lo que voy a decir. No diré nada más.

—Muy bien, entonces. Tan solo quiero saber una cosa más. Y luego lo dejaré en paz. Su colgante… ¿qué significa?

El hombre permaneció en silencio.

—Vámonos, Evie —rogó Sam—. Oigo a alguien que se acerca por el pasillo.

—¡Es una monada! —exclamó Evie provocándolo a propósito—. Tengo que comprarme uno como sea. ¿De dónde lo ha sacado?

—¡El Señor no será burlado! —repuso el hombre mirándola con odio.

—¿Quién ha dicho nada de burlarse del Señor? Solo quiero saber cómo se llama su joyero. O que me deje comprarle el suyo…

Evie estiró un dedo como si quisiera tocar el colgante, pero Jacob Call estampó el puño contra la mesa y la hizo retroceder de un salto.

—¡Es mío y solo mío! Y el Señor dijo: «Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas. Doblegad vuestro espíritu a la Marca Sagrada y llevadla siempre sobre vuestra persona y estaréis protegidos tanto en esta vida como en el más allá. Pero cuidaos de que la Marca Sagrada no sea destruida. ¡Porque entonces cortaréis el vínculo con vuestro espíritu!».

—Entiendo —dijo Evie intentando no sonreír. Había conseguido lo que quería, aunque tenía el corazón desbocado—. Probaré en Tiffany’s, entonces. Gracias de todos modos.

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—¿Qué ha sido esa locura de doblegarse a la Marca Sagrada? —le preguntó Sam una vez que se escabulleron de las Tumbas y comenzaron a caminar a buen paso hacia el lugar donde habían aparcado el coche de Will.

—Parece creer que puedes unir tu espíritu a ese colgante, que es una especie de objeto mágico que te permite continuar con vida.

Sam dejó escapar un silbido. Luego hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Vaya cosas que se cree la gente. Entonces ¿opinas que es nuestro asesino?

Evie sacudió la cabeza despacio.

—No, no lo creo. El asesino no envió por correo los ojos de Ruta Badowski. Me lo he inventado, y él me ha seguido la corriente.

—Puede que solo esté fingiendo que no lo sabe.

—Tal vez —concedió Evie, pero no estaba convencida.

Un muchacho vendía la última edición del periódico en la esquina.

—¡Extra! ¡Extra! ¡Daily News! ¡Exclusiva del Asesino del Pentáculo! ¡Léanlo todo!

Evie le lanzó unas monedas al niño y miró el titular boquiabierta: ¡ASESINO IMITADOR! ¿ESTÁ EMULANDO EL MONSTRUO DEL PENTÁCULO UNA CRUENTA PÁGINA DE LA HISTORIA?

—¡Será chivato! —exclamó Evie, furiosa—. ¡Le doy una pista, y él va y la utiliza para hacerse un nombre!

—Nunca te fíes de la prensa, muñeca —le dijo Sam.

Evie pasó las páginas del periódico hasta llegar al reportaje y ambos lo leyeron en la calle, en medio del bullicio de los transeúntes.

—«En el verano de 1875, el cadáver parcialmente descompuesto de un hombre no identificado fue encontrado en el hipódromo de Belmont. El cuerpo tenía marcas de extraños tatuajes —entre los que se contaba una estrella de cinco puntas— y se halló una nota prendida a su camisa. Los elementos habían deteriorado gran parte del escrito, pero pudieron distinguirse dos palabras: “jinete” y “estrellas”». —Evie ahogó un grito—. El jinete pálido montando a la muerte ante las estrellas. La tercera ofrenda. Sí que está tomando una página de la historia.

Se subieron de un salto al coche de Will y regresaron con prisa al norte de la ciudad. Mientras Sam aparcaba, Evie entró en el museo a toda velocidad e interrumpió la clase de Will. Le mostró el periódico.

—¡He encontrado la tercera ofrenda! —exclamó, y se marchó corriendo, lo cual dejó a Will y a sus alumnos alucinados.

El profesor irrumpió en la biblioteca unos segundos después.

—Evie, ¿qué demonios pretendes interrumpiendo así mi clase?

—¡Tío, escucha esto! —Le leyó el artículo de T. S. Woodhouse—. Hace cincuenta años. ¡La tercera ofrenda tuvo lugar hace cincuenta años…!

—Evie —dijo Will.

—Por eso el asesino ha comenzado por la quinta ofrenda… porque las otras cuatro ya se habían realizado y ahora tan solo tiene que terminar el trabajo.

—¡Evie, Evie! —la silenció Will—. Jacob Call ha confesado.

—¿Que… qué?

—Hace solo media hora. Terrence me ha llamado. Lo ha confesado todo. Ha dicho que es el elegido, designado para provocar el final.

—Pero él no es el asesino. No puede serlo.

—Lo es, Evie. La policía de New Brethren ha confirmado que lleva los seis últimos meses predicando sobre la venida de la Bestia y la llegada del cometa de Salomón. Ha admitido el delito. Se ha acabado —anunció Will con rotundidad—. ¿Por qué no te tomas una noche libre para salir a bailar con tus amigos? Te la has ganado. Ahora, debo regresar a clase.

Evie se sentó en la amplia escalinata y escuchó la voz de su tío, que brotaba desde el aula, mientras hablaba de la naturaleza del mal.

Jericho fue a sentarse a su lado.

—Proyectan el Fausto de Murnau en el Palace.

—Genial —dijo Evie sin dejar de darle vueltas al asunto que le preocupaba.

—Me preguntaba si querrías…

Llamaron a la puerta.

—Ya voy yo —dijo Evie con un suspiro—. Probablemente no sea más que otro periodista.

—… ir conmigo —concluyó Jericho mientras la observaba alejarse.

La mujer negra que esperaba en los escalones del museo era alta y de hombros anchos, e iba elegantemente vestida con un traje a cuadros marrones y un sombrero gris con una cinta roja. No tenía pinta de reportera; de hecho, su porte era más bien el de una reina.

—¿Puedo ayudarla? —preguntó Evie.

La sonrisa de la mujer era educada pero formal.

—Estoy buscando al doctor William Fitzgerald.

—Me temo que en estos momentos está impartiendo una clase.

—Entiendo. —La mujer asintió; parecía pensativa—. ¿Podría dejarle mi tarjeta de visita?

—Por supuesto.

La mujer sacó de su cartera una sencilla tarjeta color crema. Evie acarició las letras con un dedo. Señorita Margaret Walker, y una dirección del norte de la ciudad.

—¿Usted trabaja para el doctor Fitzgerald? —quiso saber la mujer.

Pronunció la palabra «trabaja» de una manera extraña, con cierta suspicacia que hizo que Evie se pusiera a la defensiva.

—Soy su sobrina, Evie O’Neill.

—Su sobrina —repitió la señorita Walker asombrada—. Vaya. Qué importante.

La joven no tenía muy claro qué pensar de la señorita Margaret Walker. No era habitual que alguien hiciera que se sintiese tan perdida.

—Y usted, señorita Walker… ¿Trabaja usted con mi tío?

La señorita Walker torció la boca, flirteando con algo parecido a una sonrisa, antes de adoptar una expresión mucho más dura.

—No.

La mujer comenzó a bajar la escalera, pero luego se dio la vuelta.

—Señorita O’Neill, si no le importa que se lo pregunte, ¿cuántos años tiene?

—Tengo diecisiete.

—Diecisiete. —La mujer pareció sopesar la respuesta de Evie—. Que tenga un buen día, señorita O’Neill.

Evie le dio la vuelta a la tarjeta de visita y se sorprendió al ver que Margaret Walker había dejado una nota manuscrita que era tan precisa y cortante como parecía serlo ella misma: «Está de camino».

¿Qué estaba de camino? ¿Quién era Margaret Walker? ¿Y qué tenía que ver con Will?

Al regresar a la biblioteca, Evie se sorprendió de encontrar allí a su tío.

—Ah, ya has terminado. Alguien acaba de preguntar por ti. Una mujer. Ha dejado su tarjeta.

Will miró con fijeza el nombre impreso. Le dio la vuelta a la cartulina y leyó el dorso.

—¿Quién es, tío?

—Nadie que conozca —contestó Will, y tiró la tarjeta de Margaret Walker a la papelera.