UNA DECISIÓN TERRIBLE

Evie y Jericho estaban comiendo, ya tarde, en el trasnochado comedor del Bennington. Jericho charlaba, pero ella estaba perdida en sus propios pensamientos. Con la barbilla apoyada sobre un puño, observaba, sin verla, su taza de café, cuyo contenido llevaba removiendo distraídamente más de diez minutos.

—Así que disparé al hombre por la espalda —dijo el joven para poner a prueba la atención de Evie.

—Interesante —comentó ella sin levantar la mirada.

—Y luego me llevé su cabeza, que está guardada debajo de mi cama.

—Claro —murmuró Evie.

—Evie. ¡Evie!

—¿Sí? —La chica alzó la vista y sonrió débilmente.

—No me estás escuchando.

—¡Pues claro que sí, Jericho!

—¿Qué acabo de decir?

Evie le dedicó una mirada vacía.

—Bueno, fuera lo que fuese, estoy segura de que era algo muy, muy inteligente.

—Acabo de decir que disparé a un hombre por la espalda y me llevé su cabeza.

—No me cabe duda de que se lo merecía. Vaya, Jericho, lo siento. No puedo evitar pensar que existe un vínculo entre el tal John Hobbes y nuestros asesinatos.

—Pero ¿por qué?

Evie no podía contarle lo de la canción y, sin eso, la verdad era que no había mucho a lo que agarrarse.

—¿No te parece interesante que hubiera varios homicidios sin resolver y de una naturaleza similar hace cincuenta años?

—Interesante pero remoto. Pero si quieres saber más sobre ellos, podríamos volver a la biblioteca…

Evie gimió.

—Por favor, no me hagas regresar allí. Seré buena.

Jericho esbozó la más ligera insinuación de una sonrisa.

—La biblioteca es tu amiga, Evie.

—Puede que la biblioteca sea amiga tuya, Jericho, pero a mí me odia, está claro.

—Solo tienes que aprender a usarla. —Jericho jugueteó con su tenedor. Se aclaró la garganta—. Yo podría enseñarte a hacerlo en algún momento.

Evie se irguió en la silla.

—¡Jericho! —exclamó con una gran sonrisa.

Él le devolvió el gesto.

—No me supondría ninguna molestia. Incluso podríamos ir…

—¡Sé de alguien que podría buscarnos información sobre los viejos asesinatos!

—¿Quién? —preguntó el joven.

Esperaba que Evie no percibiese su decepción.

—Alguien que me debe un favor.

La chica se acercó corriendo a la cabina telefónica del Bennington y cerró la puerta de cristal biselado a su espalda.

—Algonquin cuatro, cinco, siete, dos, por favor —dijo en el micrófono, y esperó a que la operadora obrara su magia.

T. S. Woodhouse, Daily News.

—Señor Woodhouse, soy Evie O’Neill. Le llamo por lo de ese favor que me prometió.

—Dispare.

—¿Puede recabar información sobre un homicidio sin resolver durante el verano de 1875 en Manhattan?

Oyó las risas del reportero al otro lado de la línea.

—¿Tiene un examen de historia, Saba?

—Tan solo dígame lo que encuentre, por favor. Es muy importante. Ah, y señor Woodhouse… Esto es entre usted y yo, ¿lo entiende?

—Como usted quiera, Saba.

Sintiéndose muy lista, Evie salió de la cabina telefónica y se encaminó de nuevo hacia el comedor. Cuando pasó por delante del ascensor, se abrieron las puertas y vio a una confusa señorita Lillian en su interior.

—Oh, vaya, he bajado en lugar de subir.

La mujer iba cargada con una bolsa de la tienda, y Evie se ofreció para ayudarla a llevarla hasta el apartamento.

—Entra, entra, querida —insistió la señorita Lillian—. Qué agradable tener una visita. Pondré la tetera al fuego.

—No, por favor, no se moleste —replicó Evie, pero la anciana ya estaba en la cocina.

La muchacha oyó el chisporroteo de la cerilla y el siseo del gas al prenderse. No había sido su propósito verse atrapada en una conversación. Aquel era el problema de ofrecerle ayuda a la gente mayor. Casi se tropieza con un gato atigrado, que maulló, sorprendido, y salió disparado. Un segundo gato, negro y con los ojos amarillos, se asomó desde debajo de una mesa. Resultaba complicado verlo en la penumbra. La señorita Lillian volvió a entrar en la habitación y encendió una lámpara.

—Qué casa más bonita tiene —consiguió decir Evie con la esperanza de que su mohín pasara por una sonrisa.

Aquel lugar era un absoluto desastre, había papeles y libros amontonados por todas partes, todas y cada una de las superficies estaban ocupadas por algún tipo de cachivache: relojes recargados y puestos a horas ligeramente distintas, candelabros de bronce con velas oscuras consumidas hasta el final, un busto de Thomas Jefferson, un cuadro enmarcado que representaba a unas peregrinas solemnes en una colina, plantas, flores muertas en un jarrón de cristal en el que el agua se había secado hasta convertirse en una película adherida a los laterales, un pequeño ferrotipo pintado en el que aparecían las que Evie supuso que eran Lillian y Adelaide de jóvenes, con sus mandiles almidonados. «Si hubiera un premio al gusto horrible —pensó Evie—, lo ganarían las hermanas Proctor, no hay duda».

—Aquí está tu té, querida. Siéntate —anunció la señorita Lillian.

La anciana le señaló una mecedora junto a un viejo armonio.

—Gracias —contestó Evie, que ya estaba pensando en excusas de por qué debía marcharse: tío enfermo, edificio en llamas, un caso repentino de gangrena.

—Addie y yo vivimos en el Bennington casi desde el principio. Nos mudamos aquí en la primavera de 1875. Abril. —Frunció el ceño—. O tal vez mayo.

—Primavera de 1875 —repitió Evie, pensativa—. Señorita Lillian, ¿se acuerda de la historia de un hombre llamado John Hobbes, que fue ahorcado por asesinato en 1876?

La mujer frunció la boca, intentando hacer memoria.

—Lo cierto es que no.

—Se le acusó de asesinar a una mujer llamada Ida Knowles.

—¡Ah, Ida Knowles! Sí, eso lo recuerdo. Se comentó que se había escapado con un caza fortunas. Y entonces… Sí, sí, ¡ahora me acuerdo! Aquel hombre…

—John Hobbes.

—Lo juzgaron por ello. Parecía un mal tipo. Un profanador de tumbas, si mal no recuerdo. Un charlatán.

—¿Se acuerda de algún detalle del caso, o de algo de él? ¿De cualquier cosa?

Evie le dio un sorbo a su té. Sabía raro.

—No, me temo que no, querida. Soy una vieja desmemoriada. Ah, aquí está nuestra Addie.

La señorita Adelaide llevaba en brazos al gato negro de los ojos amarillos y lucía un vestido que probablemente hubiera visto sus mejores días cuando Teddy Roosevelt era presidente.

—He cazado a Hawthorne intentando comerse mis begonias. Pequeño diablo —dijo, y hundió la cara en el pelaje del animal.

—La señorita O’Neill me estaba preguntando sobre el caso de Ida Knowles… Te acuerdas de aquello, ¿verdad, querida? Y de aquel hombre horrible al que ahorcaron por ello. Pero me temo que no he sido capaz de recordar mucho. Hawthorne, ven aquí y come un poco de pienso.

La anciana puso un poco de ensalada de pollo en un plato a sus pies y el gato saltó de los brazos de Adelaide y se precipitó sobre él.

—Lo colgaron la noche del cometa —dijo la señorita Addie como si estuviera soñando.

—¿El cometa de Salomón? —preguntó Evie con cautela.

—Sí, eso es. Él les pidió que así fuera. Fue su única exigencia.

—¿John Hobbes pidió que lo ahorcaran la noche del cometa de Salomón? —volvió a preguntar Evie. Quería estar segura de que lo había entendido bien. Le daba la sensación de que era un dato importante, aunque no sabía por qué—. Vaya, me pregunto por qué haría algo así.

—¡Los cometas son augurios muy poderosos! —cloqueó la señorita Lillian—. Los antiguos creían que eran los tiempos en los que el velo entre este mundo y el siguiente era más fino.

—No lo entiendo.

—Si querías abrir una puerta hacia el gran reino de los espíritus para asegurarte el regreso, ¿qué mejor momento para planear tu muerte?

—Pero, señorita Proctor, eso es imposible —replicó Evie tan amablemente como pudo.

—Este es un mundo imposible —señaló la señorita Lillian con una sonrisa—. Bébete el té, querida.

Evie se tragó el resto y escupió pequeños restos de hojas.

—Qué talismán más bonito —comentó la señorita Addie al fijarse en el colgante de la joven.

—Ah, fue un regalo de mi hermano —explicó Evie.

No ofreció más detalles. Si les contaba que habían matado a James, tal vez se mostraran compasivas o, por el contrario, dirigieran la conversación hacia todos y cada uno de sus parientes muertos, y entonces se pasaría allí todo el día y toda la noche. Tenía que escapar.

La señorita Addie estiró un dedo y lo pasó por la superficie del medio dólar; palideció al hacerlo.

—Qué decisión más terrible que tomar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Evie.

—Addie puede ver el alma eterna —le aclaró la señorita Lillian—. Addie, querida, se te va a enfriar el té. Y aún tenemos muchas cosas por hacer. —La señorita Lillian se puso en pie con bastante prisa—. Me temo que debemos despedirnos de usted, señorita O’Neill. Gracias por la visita.

—Una decisión terrible —repitió la señorita Addie mirando a Evie con tal compasión que la muchacha se sintió bastante desarmada.

Fuera, bajo la luz titilante del pasillo —¿por qué en aquel viejo edificio no eran capaces de arreglar las lámparas?—, Evie pensó en la extraña última petición de John Hobbes. ¿Acaso pensaba que podía regresar tras la muerte? Aquello era ridículo, por supuesto, la idea del loco ególatra que parecía ser. Al cabo de dos semanas, aquel mismo cometa regresaría a los cielos de Nueva York.

Mientras esperaba el ruidoso ascensor, un escalofrío le recorrió la espalda, aunque no habría sabido decir por qué. Deseó poder hablar con Mabel de todo aquello, deseó que pudieran compartir unas risas a cuenta de la horrorosa decoración de las hermanas Proctor. Pero Mabel y ella seguían enfadadas. Nunca habían pasado tanto tiempo sin hablar, y Evie se debatía entre estar furiosa con su amiga y echarla muchísimo de menos. Cuando la puerta del ascensor se abrió, sobrevoló con un dedo el botón que llevaba al piso de Mabel. En el último instante, sin embargo, apretó el botón del vestíbulo.

En el abarrotado apartamento de las hermanas Proctor, Hawthorne se restregaba cariñosamente contra la pierna de la señorita Adelaide. En la otra habitación, su hermana parloteaba sin cesar sobre las actividades del día. La señorita Addie le echó un vistazo a los posos del té de Evie, examinó el patrón que las hojas habían dibujado en el fondo de la taza y frunció el ceño.