DESPERTAR AL DEMONIO

La Biblioteca Pública de Nueva York, esa reina neoclásica de los libros, preside la Quinta Avenida entre las calles Cuarenta y Cuarenta y dos con una majestuosidad que pocos edificios pueden igualar. Exactamente a las once en punto de la mañana, Evie llegó al final de los magníficos escalones de mármol confiada en que encontraría justo lo que necesitaba para destapar el caso del Asesino del Pentáculo, y en que lo encontraría en más o menos media hora, aproximadamente. Había acosado al detective Malloy con preguntas respecto a lo que sabía de John Hobbes, que no era mucho, pero sí que le había mencionado que lo colgaron, creía, en el verano de 1876.

Evie tarareaba al pasar ante uno de los dos leones esculpidos en piedra que guardaban la entrada. Le dio unas palmaditas en la garra derecha. «Lindo gatito», le dijo, y entró. Le indicaron que subiera tres pisos de escaleras zigzagueantes hasta una sala enorme, con panelado de madera, abarrotada de estanterías. Un bibliotecario cuya placa identificativa rezaba «Sr. J. Martin» levantó la mirada de una copia de La casa de la alegría de Edith Wharton.

—¿Puedo ayudarla?

—¡Por supuesto! —contestó Evie sonriente—. Tengo que echarle el guante a un asesino en nombre de mi tío, el doctor William Fitzgerald, del Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo. Puede que haya oído hablar de nosotros.

Evie esperó mientras el señor Martin, con el ceño fruncido, pensaba en sus palabras.

—La verdad es que no puedo decir que sea así.

—Oh —contestó Evie, desanimada—. Bueno, en cualquier caso, ¿qué puede contarme acerca de un hombre llamado John Hobbes y que fue a juicio por asesinato en 1876? Ah, y ¿podría hacerme un favor y darse prisa? Hay unas rebajas fantásticas en B. Altman y quiero llegar antes de que se llene de gente.

—Soy bibliotecario, no un oráculo —repuso el señor Martin. Le ofreció un trozo de papel y un lápiz—. ¿Podría apuntar el nombre, por favor?

Evie garabateó «John Hobbes, asesino, 1876» en el papel y se lo devolvió. El señor Martin desapareció durante un rato. Luego regresó con dos pilas de periódicos sujetas con una varilla de madera y las dejó sobre el escritorio delante de Evie. En aquellos dos volúmenes tenía que haber al menos una semana de trabajo. No iría de compras aquel día. Ni nunca, posiblemente.

—¿Todo esto? —preguntó Evie.

—Oh, no —contestó el señor Martin.

—Gracias a Dios.

—Volveré con el resto dentro de un momento.

—¿El resto?

—Sí. Los catorce.

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A las seis y media, Evie entró en el museo tambaleándose. Llegó a la biblioteca dando pasos pesados, dejó atrás la mesa a la que Will, Jericho y Sam estaban sentados trabajando, tiró el pañuelo al suelo y, con un profundo suspiro, se dejó caer sobre el sofá de terciopelo, con el sombrero de campana aún en la cabeza.

—Estoy agotada.

—Creía que ibas a la biblioteca —comentó el tío Will.

Evie le lanzó una mirada asesina al profesor, que no levantó la vista de su libro.

—¿Por qué crees que estoy tan cansada? Si queréis saber cualquier cosa sobre esta ciudad en 1876, por favor, levantad la mano. ¿No hay manos levantadas? Vaya, sorprendente. —Evie colocó un cojín en un extremo del sofá y apoyó la cara sobre él—. Hay un invento horrible que se llama Sistema de Clasificación Decimal Dewey. Y tienes que buscar tu tema en los libros y los periódicos. Páginas, y páginas, y más páginas…

El tío Will frunció el ceño.

—¿Es que en ese colegio tuyo no te enseñaron a abordar una investigación?

—No. Pero sé recitar el «Himno de batalla de la República» mientras hago martinis.

—Lloro por el futuro.

—Ahí es donde entran en juego los martinis. —Evie bostezó y se estiró—. Por algún motivo, creía que lo de la investigación sería más glamuroso. Le diría al bibliotecario una palabra clave secreta y él me daría el único libro que necesitaba y me susurraría los números de las páginas necesarias. Como un bar clandestino. Pero con libros.

—No veo ningún libro —señaló el tío Will con cautela.

—Lo tengo todo aquí. —Evie se llevó la mano a la cabeza—. Y aquí —dijo al tiempo que le daba unas palmaditas a su cartera.

—¿Has robado libros de la Biblioteca Pública de Nueva York? —Will levantó la voz, alarmado.

—Eres un hombre de poca fe, tío. He tomado notas.

Evie sacó un cuaderno de taquigrafía de su bolso atestado.

Will estiró una mano.

—¿Podría verlas?

Evie sujetó el cuaderno con fuerza y se lo acercó al pecho.

—Ni loca. He perdido horas de mi valiosa juventud que nunca recuperaré, y además no he podido ir a B. Altman. Así que voy a hacer de locutora de radio. —La muchacha se tumbó en el sofá con los pies apoyados sobre el respaldo y pasó páginas hasta que dio con la que necesitaba—. John el Travieso, nacido John Hobbes, criado en Brooklyn, Nueva York, en el Orfanato Madre Nova, donde lo abandonaron a los nueve años. Joven conflictivo, intentó escaparse dos veces y terminó por conseguirlo a los quince. Vuelve a aparecer en los registros policiales a los veintinueve años, cuando una señora lo acusó de drogarla e intentar aprovecharse de ella… ¡Qué chico más malo malísimo! —Evie hizo un gesto jocoso con las cejas y Sam se echó a reír—. No obstante, la señora en cuestión era una prostituta, así que el caso fue sobreseído. Pobrecilla. —Evie pasó a otra página—. Trabajó en una fundición, de donde lo echaron cuando lo pillaron utilizando hierro de la empresa para fabricar sus propios productos. Vuelve a aparecer mencionado en 1865 por venderles drogas a los soldados de la Unión que regresaban. En 1871, trabajó para un embalsamador… y aprovechó para montar un negocio paralelo muy rentable vendiéndoles cadáveres a las facultades de medicina. En algún momento, se reinventó como espiritista y comenzó a dirigir sesiones en Knowles’ End, una mansión elegante del norte de la ciudad, sobre el Hudson. Ida Knowles, la propietaria del lugar, se quedó sin pasta y tuvo que vendérselo a una señora… —Evie recorrió la página con el dedo hasta llegar al punto que necesitaba— llamada Mary White, la compañera de John el Travieso, que era una médium viuda y rica que se hizo bastante amiga de Ida cuando los padres de esta fallecieron. La tal Ida era una verdadera pardilla que no andaba muy bien de la azotea…

—¿Cómo dices? —la interrumpió Will.

—Que era bastante ingenua —aclaró Sam.

—Porque empezó a gastarse todo su dinero en sesiones de espiritismo con Mary y John. En cualquier caso, el comadreo decía…

—¿El qué? —preguntó Will.

—Los rumores —contestó Sam.

—Que John Hobbes tenía un montón de sustancias y que aquellas reuniones «espiritistas» deberían haberse llamado «drogadictas», porque todo el mundo estaba bastante colocado de una especie de morapio adulterado. Y que a lo que se dedicaban habría hecho que todo puritano e hijo de vecino de aquí a Topeka tuviera que recurrir a las sales aromáticas.

Will levantó la mano.

—¿Puedo, por favor?

—Tú mismo.

Evie le pasó las notas, así como varios artículos de periódico, que su tío contempló con expresión alarmada.

—¿Cómo los has sacado de la biblioteca?

—Los devolveré mañana y les diré que siento muchísimo haber pensado que eran mi Daily News.

—¿Sabe tu madre que eres una mente criminal en desarrollo?

—Por eso me mandó contigo.

Sam esbozó una gran sonrisa.

—Buen trabajo, Saba.

—No hay de qué. —Evie se recostó sobre los cojines y cerró los ojos—. Puede que esté demasiado cansada para ir al cine mañana.

Will caminaba de un lado para otro mientras leía.

—«… la señora Mary White, una viuda bastante peculiar cuyo compañero era John Hobbes. Ida continuó viviendo allí, en el ala este, y Mary y ella se hicieron íntimas amigas. Sin embargo, a Ida no le caía especialmente bien el señor Hobbes. En cartas a su primo, escribió: “Mary y el señor Hobbes celebraron otra de sus reuniones espirituales en la sala ayer por la noche, y se prolongó hasta mucho más allá de una hora decente. Yo asistí por un conjuro. El señor Hobbes me ofreció un vino que me hizo sentir muy rara. Vi y oí unas cosas tan extrañas que no estaba segura de lo que era real y lo que no. Me excusé y me fui a la cama, donde me afectaron mis peculiares sueños.

»“El viejo libro, el que no me permite leer, sigue encerrado en la vitrina. ‘Es el libro de mis hermanos, y me lo dio mi querido y difunto padre antes de que me mandaran al orfanato’, me dijo con una sonrisa…”».

—¡El libro de mis hermanos! —exclamó Evie—. ¡Genial!

—«Pero no confío en nada de lo que dice ese hombre —prosiguió Will—, porque parece mentir con la misma facilidad que otros ríen. Miente para ganarse la simpatía de la gente o para asustar. Una vez me dijo que poseía el poder de despertar al demonio si así lo quería. La casa apesta, es como si las mismísimas paredes estuviesen corrompidas, y oigo ruidos de lo más aterradores. La gente entra y sale a todas horas del día y de la noche. La mayor parte de los sirvientes nos han dejado. Temo que en esta casa se esté llevando a cabo algo malévolo, querido primo. Oh, por favor, envía a las autoridades a investigar, pues yo estoy demasiado enferma como para encargarme de ello personalmente».

Will guardó silencio mientras leía los artículos de periódico que Evie había robado.

—Entonces ¿cómo terminó el tal John Hobbes? —quiso saber Sam.

—Ida Knowles desapareció —contestó Evie deleitándose en la crueldad de la historia—. La poli fue a investigar. John el Travieso intentó colarles una milonga respecto a que Ida se había escapado con un chaval de la calle. Dijo que Mary White y él no lo habían difundido por miedo a arruinar la reputación de Ida, porque —Evie se llevó la mano a la frente en actitud melodramática— la querían como a una hermana.

—Vaya montón de mentiras —dijo Sam.

—Tú lo has dicho, hermano. La policía tampoco se creyó ni una sola palabra. Registraron la casa y encontraron diez cadáveres. El señor Hobbes confesó que estaban relacionados con su tarea de proporcionarle fiambres a las facultades médicas. Pero la policía tampoco lo tenía muy claro.

—De ahí es de donde surge la canción —intervino Jericho.

—«Te corta el cuello y te saca los huesos, los pone a la venta por un par de ceros» —entonó Evie como si se tratara de una canción de taberna—. La guinda es…

—«Cuando buscaron más —leyó Will en voz alta— encontraron el cuerpo de una mujer. Daba la casualidad de que llevaba un broche que pertenecía a Ida Knowles».

Evie dejó caer las manos a los costados en un gesto de decepción.

—Tío, me has robado mi gran final.

Will la ignoró.

—«Aunque Mary White y él defendieron su inocencia, John Hobbes fue hallado culpable del asesinato de Ida basándose en las pruebas de las cartas y el broche, además de en los diez cadáveres, y sentenciado a la horca».

—Me pregunto si venderían su cuerpo a una escuela médica —bromeó Sam.

Will sacó un cigarrillo de su pitillera plateada y registró sus bolsillos y su escritorio lleno de papeles en busca de un encendedor.

—Lo enterraron en una fosa común. Ninguna funeraria lo quiso, y no tenía familiares que lo reclamaran.

—¿Creéis que podría haber algún tipo de relación con nuestro asesino? ¿Podría conocer esta historia? ¿La estará imitando? —preguntó Evie.

Sam metió la mano tras un montón de libros, cogió el mechero de plata que tenía las iniciales de Will grabadas y se lo pasó. El cigarrillo chisporroteó y el doctor Fitzgerald lanzó una bocanada de humo.

—Sigo pensando que te agarras a un clavo ardiendo, Evangeline. Admitiré que hay ciertas correlaciones…

Evie las fue contando con los dedos.

—El cometa. El Libro de los Hermanos. La canción…

—Pero ¿cómo averiguaste lo de esa canción? —preguntó Jericho.

La chica miró a su tío, que le lanzó una mirada de advertencia.

—Intuición femenina —contestó.

—Hobbes dijo «El libro de mis hermanos»… no es lo mismo —la corrigió Will—. Semántica.

—Tonterías —dijo Evie—. Bien, he aquí algo que os hará cambiar de opinión. —Se echó hacia delante en su asiento, disfrutando de la atención, aunque en realidad Will parecía más impaciente que en suspense—. Había una mención a unas cuantas personas desaparecidas y a un homicidio sin resolver que tuvo lugar en el verano de 1875. ¡Se encontró un cadáver con marcas extrañas en la piel!

—Hace cincuenta años —dijo Will enfatizando sus palabras—. Y no sabes qué eran aquellas marcas. No logro ver qué conexión tiene esto con nuestro caso.

Evie suspiró.

—Yo tampoco. Pero es interesante.

La chica tamborileó los dedos sobre el extremo de la mesa mientras intentaba establecer unos vínculos que se desvanecían como el humo.

—¿Qué le pasó a la chica de John, a Mary White? —preguntó Sam.

—Después de que colgaran a John Hobbes, se casó con un tipo llamado Herbert Blodgett, en 1879. Se marcharon de Knowles’ End. Se dice que se cayó de un caballo y tuvo mala salud, pero no vuelve a aparecer en ningún registro después de aquello.

—Probablemente muriera —comentó Sam.

De pronto, un furioso golpeteó resonó por todo el museo. Evie corrió hasta la puerta y la abrió para encontrarse con un grupo de casi una docena de personas haciendo cola al otro lado. El hombre que ocupaba el primer lugar sujetaba en alto el artículo de T. S. Woodhouse en el Daily News.

—Hemos venido a ver a qué se debe tanto alboroto.

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Al cabo de unos cuantos días de la publicación del primer artículo de T. S. Woodhouse, al que rápidamente siguieron un segundo y un tercero, el museo recibía más clientes de los que había tenido desde hacía años. A Will le habían pedido que impartiera conferencias en todas partes, desde en clubes privados hasta en almuerzos de damas de la alta sociedad, en los que, por más que intentara mantener la charla a un nivel académico, lo único que le interesaba a la gente eran los asesinatos. En los barrios más elegantes de Nueva York, las élites, que eran demasiado estupendas como para admitir que tenían miedo, organizaban «Clubes del Asesino», donde sorbían cócteles con nombres como Veneno del Pentáculo, Esmalte Vudú o Cóctel del Homicida —una potente mezcla de whisky, champán, zumo de naranja y cerezas machacadas que supuestamente conseguía que cualquiera deseara estar muerto a la mañana siguiente—. Los asesinatos eran una razón más para pasar la noche bebiendo y bailando. Eran muy buenos para los negocios. Daba la sensación de que todo el mundo hubiera cogido la fiebre del Asesino del Pentáculo. Y Evie tenía toda la intención de aprovecharse de ello.

Durante las visitas guiadas al museo que encabezaba la joven, una simple capucha de lino se convertía en la cofia de una bruja de Salem que había sido acusada de bailar con el demonio en los bosques. Un cuenco con agua que la propia Evie había servido aquella mañana y colocado sobre una mesa con dos velas encendidas era «una bendición de unos monjes para mantener la habitación a salvo de la corrupción espiritual». Fabricó un pequeño altar, colocó el fragmento de hueso del trabajador chino del ferrocarril junto a una fotografía espiritista tomada en la parte oeste de Massachusetts y les contaba a los visitantes ingenuos que era el hueso de la chica de la foto… Una chica cuyo espíritu aún se aparecía en el museo. Tras aquellas palabras, Sam soplaba unos fuelles ocultos que hacían que se movieran las cortinas, y las chicas hastiadas y sus citas elegantes ahogaban gritos y soltaban risitas, emocionados por la cercanía del fantasma.

Fue una de esas tardes cuando Will regresó de una conferencia y se encontró el museo atestado de visitantes que intentaban adentrarse en la sala de colecciones. Trató de acercarse, pero un joven le espetó:

—Espere su turno, abuelo.

Will echó un vistazo por encima de las cabezas de dos flappers y vio a Evie parloteando sin parar:

—Por supuesto, deben tener mucho cuidado con estos objetos. Son muy poderosos. No les conviene que les ronden una vez se hayan marchado.

—¿Pueden hacerlo? —preguntó una mujer de la primera fila. Parecía alarmada.

—¡Pues claro! —contestó Evie—. Pero por eso vendemos amuletos en la tienda de regalos. Son réplicas de antiguos símbolos que, según se dice, repelen el mal. —Evie les mostró un pequeño disco plateado—. Yo siempre llevo varios encima. Uno nunca está lo bastante a salvo, sobre todo con un asesino ocultista suelto por la ciudad.

—¡Evie! —ladró Will desde el pasillo—. ¿Podría hablar contigo un segundo en privado?

La muchacha forzó una sonrisa.

—Por supuesto, doctor Fitzgerald. Este es el profesor Fitzgerald, el conservador del museo y el mayor experto de la ciudad en el campo de las Cosas que Ponen los Pelos de Punta. Como saben, el doctor Fitzgerald está ayudando a la policía en su investigación sobre los horribles homicidios que tienen aterrorizada a la ciudad. Al igual que yo.

Al unísono, la multitud se volvió para mirar a Will, entusiasmada.

—Cuéntenos más sobre los crímenes, por favor, profesor —pidió una mujer joven—. ¿Es verdad que se bebe la sangre de sus víctimas y se pone su ropa? ¿Es cierto que está cometiendo esos terribles asesinatos como protesta contra la ley seca?

Will le lanzó una mirada asesina a su sobrina, que inmediatamente fingió estar ocupada frotando una mancha imaginaria en la pared.

—Evie, a mi despacho. Ahora, por favor.

—Claro, tío…, doctor Fitzgerald. Volveré dentro de un segundo, damas y caballeros. Por favor, sean cautelosos. No querría que molestaran a los espíritus. Si alguien quiere gastarse los cuartos en nuestros amuletos protectores, por favor, que acuda a nuestro compañero, el señor Sam Lloyd, en la tienda de regalos.

—¡Evangeline! ¡Ya!

Evie cerró las puertas del pequeño despacho a sus espaldas. La cháchara de los entusiasmados clientes retumbaba a través de la madera.

—¿Sí, tío?

—¿Qué narices estás haciendo? —exigió saber Will.

Había encendido un cigarrillo y cogido un puñado de frutos secos a la vez, y parecía no estar muy seguro de qué llevarse primero a la boca.

—Estoy guiando una visita.

—Eso ya lo veo. ¿Qué tipo de tonterías le estás contando a esa gente?

—¡Estoy creando atmósfera! Tío, ¡por fin tenemos visitantes! Clientes que pagan. Podríamos tener una buena oportunidad entre manos.

—¿Y desde cuándo tenemos tienda de regalos?

—Desde ayer por la noche. Pero no te enfades… no estamos vendiendo ningún chisme valioso. He utilizado papel de aluminio, tu sello y lacre, y… Voilà! Amuletos instantáneos.

—¡Eso es fraudulento!

—No, es un negocio —replicó Evie. Will intentó hablar de nuevo, pero su sobrina lo silenció con un gesto suplicante de las manos—. Tío, cuando Lucky Strike te vende cigarrillos, ¿te dice «Tenemos un producto de tabaco metido en una caja para usted»? ¡Pues claro que no! Te dicen «¡Lucky Strike es el mío!», y te enseñan imágenes de personas guapas en lugares hermosos disfrutando de ese pitillo como si… ¡como si estuvieran haciendo el amor!

Will tosió y expulsó una enorme bocanada de humo.

—¿Cómo dices?

—Te obligan a desearlo. Tienes que tenerlo. Es lo que tiene todo aquel que se considere alguien, así que será mejor que te subas al carro, muchacho, o te quedarás al margen. Eso es lo que yo estoy haciendo con nuestro museo.

—¿Nuestro museo? —Will volvió a dejar los frutos secos en el plato y le dio otra calada al cigarro. Luego lo utilizó para señalar a Evie—. No venderás más «amuletos». Y atente a los hechos. ¿Te ha quedado claro?

—Como desees —repuso Evie. Abrió las puertas correderas para volver con la multitud—. Por aquí, por favor, chicos. Nos dirigimos al comedor, donde es posible que se celebraran sesiones de espiritismo y tal vez se conjuraran espíritus —dijo Evie, y a continuación volvió la mirada hacia Will—. Y pese a que no lo sabemos con seguridad, se rumorea que nada menos que el presidente Abe Lincoln podría haberse comunicado con el más allá en esta misma mesa.

Su tío apagó el cigarro e, inmediatamente, encendió otro.

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—Preguntadme cuánto dinero hemos ganado hoy.

Evie les dedicó una enorme sonrisa a Sam y Jericho. Eran las seis menos diez y habían tenido que echar al último visitante hacía solo diez minutos.

—¿Cuánto?

—Suficiente para pagar la factura de la luz y que aún nos quede para una taza de té. Bueno, de agua caliente.

—Buen trabajo, tú —dijo Sam.

—Buen trabajo, todos —lo corrigió ella.

El golpe seco del llamador de bronce resonó por todo el museo vacío. Evie le echó un vistazo al reloj.

—Es casi la hora de cerrar. Largaos —dijo con un suspiro de agotamiento.

—¿Quieres que me libre de ellos? —preguntó Sam.

—No, ya me encargo yo. Jericho, ten cuidado de que Sam no se acerque a la caja —dijo la chica con un guiño.

Fuera, Memphis esperaba en los escalones de la entrada del museo sin apartar la mirada de las puertas macizas de roble. Desde que la hermana Walker le mencionara la historia de los Adivinos y la hermana de Cornelius Rathbone, Liberty Anne, había sentido curiosidad por el museo. Se preguntaba si el tal doctor Fitzgerald sería capaz de arrojar algo de luz sobre los dos asuntos que le preocupaban, el de Isaiah y el del extraño símbolo de sus propios sueños. En aquel momento, no obstante, ni siquiera estaba seguro de si debería haber ido hasta allí. No conocía a aquellas personas. ¿Qué podría decirles que no le hiciera parecer un loco? ¿Y cómo sabría si podía confiar en ellos? Probablemente, el museo incluso le negara la entrada a los negros. «Actúas como si no tuvieras ni una pizca de seso», se regañó Memphis a sí mismo, igual que si la tía Octavia estuviese a su lado. Estaba a punto de darse la vuelta y regresar al metro cuando las gigantescas puertas de roble se abrieron y una chica blanca, pequeña como una muñeca, de rizos rubios y enormes ojos azules, se apoyó contra el marco de madera.

—Me temo que el museo cierra dentro de diez minutos —anunció en tono de disculpa.

—Ah, entiendo. Regresaré otro día, entonces. Siento haberla molestado. —Memphis se maldijo por haber malgastado un billete de metro.

—Oh, vaya. Entre. Pero se lo advierto, ha sido un día muy largo, así que es posible que tenga que quitarme los zapatos.

Memphis la siguió hasta el interior de la grandiosa y oscura mansión, con sus paredes con panelado de madera y sus vidrieras de colores. Se parecía más a una catedral que a una casa vieja.

—Evie O’Neill, a su servicio.

—Memphis Campbell.

—Bien, señor Campbell, dado que solo tenemos diez minutos, podría ofrecerle una visita rápida a la sala de colecciones, aunque es posible que deba especializarse. Elija su veneno: ¿brujas, fantasmas o vudú?

Memphis abrió su alforja y sacó su cuaderno.

—Para serle sincero, señorita, he leído sobre ustedes en los periódicos, y me preguntaba si podrían decirme qué significa este símbolo.

Memphis le mostró el dibujo del ojo y el relámpago. Evie lo estudió. Negó con la cabeza.

—No tengo ni la más mínima idea. Lo siento muchísimo, pero si quisiera volver otro día, podría echarle un vistazo a nuestra biblioteca y ver si lo encuentra.

—Gracias. Eso haré —contestó Memphis.

Le frustraba no haber obtenido respuestas. Ya casi estaba en la puerta cuando se volvió.

—¿Algo más, señor Campbell? —le preguntó Evie.

—Sí. Eh…, no. Es decir, me da un poco de vergüenza preguntarlo. Verá, hay una casa vieja al norte de donde vivo. No es más que un sitio ruinoso y decrépito, aunque tengo entendido que solía ser un verdadero espectáculo.

La chica le sonreía con paciencia, del mismo modo en que lo haría con una abuela un poco ida, así que Memphis volvió a darse cuenta de lo ridícula que era toda aquella empresa. Aun así, se sentía obligado a contárselo a alguien, aunque no fueran más que imaginaciones suyas y quedara como un estúpido por preocuparse por ello. Comenzó a juguetear con la hebilla de su alforja.

—A veces subo hasta allí y, bueno…, hay algo raro en esa casa últimamente. Casi parece habitada y, verá… —«Suenas como un loco, Memphis»—. Solo me preguntaba si tendrían algún libro sobre Knowles’ End o si saben algo de ella. Está en estado ruinoso, así que…

—¿Qué acaba de decir?

La chica tenía los ojos abiertos como platos.

—He dicho que está en estado ruinoso…

—Antes de eso. ¿Ha dicho Knowles’ End?

—Así se llama la casa. O se llamaba hace mucho tiempo. Ahora no es más que arañas y tablones podridos.

La muchacha observaba a Memphis con una fijeza que lo hacía sentir muy incómodo. Se dio cuenta de que a Evie le temblaban las manos.

—¿Le importaría esperar aquí, señor Campbell? No tardaré ni un segundo.

Evie O’Neill echó a correr por el pasillo y sus tacones repiquetearon contra los desgastados suelos de mármol. Memphis se quedó de pie en el vestíbulo vacío, aferrado con fuerza a su sombrero, y entonces cayó en la cuenta: ¿y si la chica pensaba que él era el Asesino del Pentáculo?

Memphis no esperó a que la joven regresara. Se escabulló por las puertas principales y corrió durante varias manzanas; tan solo bajó el ritmo cuando se percató de que estaba atrayendo miradas extrañas de los transeúntes blancos. Se forzó a caminar como si estuviera dando un paseo y a desplegar los encantos de su sonrisa mientras lo hacía, como si no tuviese ni la más mínima preocupación en la vida aunque el corazón le latiera a mil por hora. Aún sonriendo ampliamente, Memphis dio la vuelta a una esquina y se chocó contra una chica. Tuvo que sujetarla para que no se cayera.

—¡Le ruego que me disculpe, señorita!

—Eso es, ruega —contestó ella con una voz ahumada que le resultó familiar.

Memphis se echó a reír. El corazón se le había desbocado de nuevo, pero en aquella ocasión era de pura alegría.

—¡Vaya, pero si es la princesa Criolla!

—Tenemos que dejar de encontrarnos así, Poeta.

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En el museo, Evie regresó con Will, Sam y Jericho tras ella para encontrarse con el vestíbulo vacío y ningún rastro de Memphis Campbell en la calle.

—¡Estaba justo aquí! —aseguró Evie con un largo resoplido—. Y, tío, ¡me ha hablado de Knowles’ End! ¿No te resulta curioso?

—¿Estás segura de que no era un periodista? —preguntó Will.

—Supongo que podría serlo… —concedió Evie—. Pero parecía muy sincero. Me ha preguntado por un símbolo… un ojo con… Mira, mejor te lo dibujo.

Evie bosquejó el ojo y el relámpago y se lo tendió a Will. Sam se acercó a Evie con disimulo y le preguntó:

—¿Ha preguntado por ese símbolo?

—¿Cómo has dicho que se llamaba? —quiso saber el profesor.

—Memphis. Memphis Campbell —contestó Evie.

—¿Sabe lo que significa ese símbolo, doctor? —preguntó Sam.

El muchacho no dejaba de mirar el boceto del ojo con gran interés.

Will le echó un rápido vistazo a la página.

—No lo había visto nunca. Ahora, por favor, no me molestéis. Tengo trabajo pendiente.

Les dio la espalda y los dejó a todos en el vestíbulo sin más explicaciones.

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Memphis y Zeta se sentaron ante un par de batidos en el drugstore del señor Reggie, en Harlem, y charlaron sin parar. Zeta se sentía como si no hubiera hablado tanto desde que conoció a Henry. Hizo reír a Memphis con sus anécdotas sobre el comportamiento ridículo y ruin de la gente del espectáculo, y él le habló de la lotería ilegal y de su trabajo recogiendo las apuestas, y también de lo irritante que podía resultar Isaiah, pero Zeta se dio cuenta de que quería a su hermano con locura. Hablaron tanto que ambos perdieron la noción del tiempo. Zeta se había saltado su hora para el espectáculo, pero le restó importancia:

—Les diré que había un incendio en el metro —dijo.

—¿Estás segura de que no quieres nada más? ¿Un bocadillo o algo de sopa? —le preguntó Memphis.

—Por última vez, estoy bien —contestó ella.

Era consciente de que todos los clientes del local los estaban mirando. En cuanto levantaba la vista y los pillaba, desviaban la mirada a toda prisa y fingían estar ocupados con sus cubiertos o leyendo el periódico.

A Memphis aún le quedaban muchas preguntas por hacerle. ¿De dónde era? ¿Seguía soñando con el ojo? ¿Había pensado alguna vez en él desde la noche de la redada? ¿Había permanecido tumbada en la cama, mirando al techo sin poder dormir, imaginándose su cara, tal como le había ocurrido a él con ella?

—Una chica Ziegfeld, ¿eh? —fue todo lo que dijo.

—Pero he oído que el puesto de poeta ya está cogido —bromeó Zeta—. Hablando de poesía, ¿has leído The Weary Blues, de Langston Hughes?

—«Y hasta bien entrada la noche entonó la melodía» —citó Memphis sin poder dejar de sonreír.

—«Salieron las estrellas, y lo mismo hizo la luna» —concluyó Zeta—. Nunca había leído nada tan hermoso.

—Yo tampoco.

El resto del establecimiento pareció desvanecerse —el tintineo de los platos en la parte de atrás, el alegre timbre de la máquina registradora, el zumbido grave de las conversaciones de la gente— y solo quedaron Memphis, Zeta y el momento. Zeta deslizó ligeramente una mano hacia la de Memphis. Él también se acercó con sutileza, solo para rozarle las puntas de los dedos con las suyas.

—Este sábado por la noche mi amiga Alma da una fiesta en su casa, ¿te gustaría venir? —le preguntó.

—Me gustaría —contestó Zeta.

El drugstore pareció recobrar su ruidosa vida. Un hombre mayor pasó ante ellos y los miró con el ceño fruncido. Y Zeta y Memphis devolvieron las manos a su posición anterior y guardaron silencio.