Zeta estaba enfadada. Probablemente, cualquier otra persona habría pensado que solo estaba aburrida. Pero Henry lo sabía todo sobre Zeta, y sin duda estaba enfadada. La chica se había sentado en el borde del escenario, ataviada con un mono de pantalón corto y unas medias negras que dejaban intuir su cuerpo ágil. Se había atado un pañuelo verde con estampado de cachemira alrededor de la frente, a lo bohemio. Llevaba los labios pintados de rojo, en marcado contraste con los ojos marrones oscuros y su bronceado a la moda.
Henry estaba sentado al piano de ensayo y la observaba suspirar y poner mala cara, y mover una pierna hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.
—El señor Ziegfeld llegará pronto, gente —gritó el director de escena—. Quiere trabajar en el número de la Estrella celestial del segundo acto. Cree que se está pasando de moda.
—Ya está pasado de moda. Esos chistes ya eran viejos antes de que naciera mi madre. Y la canción es odiosa —le espetó Zeta mientras se encendía un cigarrillo.
—Como siempre, te agradecemos tu valiosa opinión, Zeta —le replicó el hombre—. Tal vez si pasaras más tiempo ensayando tus pasos y menos quejándote, tendríamos un buen espectáculo. Tomaos un descanso de diez minutos, todos.
—Podría hacer esos pasos con las dos piernas rotas —masculló Zeta cuando se acomodó junto a Henry en el banco del piano.
—Alguien está de mal humor —dijo el joven con tono burlón y en voz baja para que solo su amiga pudiera oírlo.
Zeta reclinó la negrísima cabeza sobre el hombro del pianista.
—Gracias por tu apoyo.
—¿Aún languideces por tu misterioso caballero de la brillante armadura?
—Si lo hubieras conocido, lo entenderías.
—¿Guapo?
Henry tocó unas notas sexis.
—Y mucho.
—¿Gallardo?
Cambió a un ritmo galopante, heroico.
—También.
La música de Henry se tornó suave y romántica.
—Seductor pero aun así sensible.
—Ajá.
—¿Rico?
Zeta negó con la cabeza.
—Poeta.
—¿Poeta? —Henry dejó caer las manos sobre las teclas con un golpetazo discordante—. ¿No te has enterado, querida? Se supone que debes casarte por dinero, no por amor.
—Tiene la misma pesadilla que yo, Hen. Ha visto esa locura del ojo con el relámpago, y la encrucijada. ¿Qué probabilidades hay de que suceda algo así?
—Debo admitir que es bastante siniestro. —Henry bajó la voz—. ¿Crees que es… especial, como tú y yo?
—No lo sé. Es solo que tenía algo, como si lo conociera de toda la vida. No puedo explicarlo.
Henry tocó una cantarina melodía de jazz compuesta por él mismo.
—Ahora estás empezando a ponerme celoso.
Zeta le dio un beso en la mejilla.
—Nadie podrá reemplazarte jamás, Hen. Eso ya lo sabes.
—Podríamos ir a Harlem e intentar encontrarlo.
—El Hotsy Totsy está precintado.
—Hay muchos otros clubes que explorar. Y, además, así podrías ver en cuáles buscan bailarinas, porque ya sabes lo que diría Flo de que salieras con un poeta negro que vive de la lotería ilegal.
—Flo no tiene por qué saberlo.
—Flo lo sabe todo.
Wally llegó corriendo por el pasillo, dando palmadas para llamar la atención de todo el mundo.
—¡Todos a sus puestos! ¡Ha llegado el señor Ziegfeld!
El ensayo fue largo y descorazonador. El señor Ziegfeld lo rechazaba todo. Los obligaba a parar en medio de los números, gritando:
—¡No, no, no! Eso podría colar en el Scandals, ¡pero esto es un espectáculo Ziegfeld! Aquí representamos algo.
Llevaban casi una hora repasando el número de la Estrella celestial, y nada iba bien.
—Ese trozo no dice nada —vociferó el señor Ziegfeld desde el fondo del teatro. Era un hombre elegante, con el pelo canoso peinado hacia atrás y un bigote muy bien cuidado. Se rumoreaba que sus trajes, y siempre llevaba traje, se confeccionaban en Savile Row, en Londres—. Necesitamos una risa. Algo.
—Bueno, podríamos relanzar al señor Rogers —sugirió Wally.
—No me preocupa Will Rogers. ¡Will Rogers podría ponerse a hacer gárgaras y sería divertido! ¡Me preocupa este número!
Todo el mundo estaba nervioso. Cuando el señor Ziegfeld no estaba contento, nadie lo estaba. Podría despedirlos a todos, contratar un coro nuevo y encima convertir el asunto en un reclamo publicitario.
—¡Otra vez! —gritó el gran Ziegfeld.
Henry atacó la música. El protagonista del número, un arrogante cantante melódico llamado Don, bajó por la escalinata, larga y ancha, entonando la pieza que daba título al número, Estrella celestial, con un vibrato melodramático.
Henry puso los ojos en blanco cuando Zeta miró hacia él. «Estreñimieeeeento», articuló con los labios, y la bailarina intentó contener la risa. Con los brazos estirados, las chicas iniciaron su elegante descenso. En el patio de butacas, Flo tenía la misma cara que si hubiera chupado un pepinillo amargo. Terminarían por repetirlo, Zeta lo tenía clarísimo. Pero por más que ensayaran, no conseguirían que aquel número funcionara. Era repugnante…, sentimental y barato. Mientras medía cada escalón con los pies, recordó un consejo que le habían dado en un vodevil: si quieres provocar la risa, haz algo inesperado.
Las chicas continuaron contoneándose con elegancia por la larga escalinata, pero Zeta cambió de dirección a propósito y se deslizó hacia la izquierda como una Isadora Duncan enajenada, fastidiando a las otras bailarinas, que tenían que apartarse para sortearla.
—¡Eh, ten cuidado! —protestó Daisy.
—Lo siento, Madre —contestó Zeta, y se ganó unos cuantos resoplidos de varias de las otras chicas.
—¡Zeta! ¿Qué estás haciendo? ¡Regresa a tu puesto! —gritó Wally.
La chica siguió adelante. Se chocó contra una estrella brillante que colgaba del techo.
—¡Oh! —exclamó, y se puso a acariciarla como si fuera una flapper borracha—. Lo lamento, señor Rogers.
La compañía miró a Zeta con nerviosismo, y luego volvió a centrarse en el señor Ziegfeld, sentado en el auditorio. Don, que odiaba apartarse de la rutina, retomó la canción desde el principio, sin dejar de mirar a Zeta con una sonrisa tensa. La muchacha bajó la escalera tambaleándose y gritando:
—No pares, Don, cariño. ¡Lo estás haciendo genial! Le ha gustado incluso al señor Rogers —dijo señalando a la estrella brillante—. ¡Oh, Henry!
Zeta corrió al lado de Henry y le rodeó el cuello con los brazos para después darle un beso apasionado.
—Eh, no pasa nada, es mi hermano.
—Pero no se lo digáis a nuestras madres —saltó Henry, y en aquella ocasión todos rieron, excepto Don, Daisy y Wally, cuyas mejillas enrojecieron.
—¡Señorita Knight! Creo que ya hemos tenido bastante de su mala conducta…
—Vaya, Wally, eso no es lo que me decías ayer por la noche —le espetó Zeta.
Se estaba acercando peligrosamente al límite. Tal vez incluso lo hubiera rebasado ya. Era muy probable que dentro de un minuto estuviera en la calle. En algún lugar de la oscuridad, Flo la estaba observando, a la espera de emitir su juicio.
—Señor Ziegfeld, yo no puedo trabajar en estas condiciones —gruñó Don.
La compañía entera se sumió en el silencio cuando el gran Florenz Ziegfeld inició su marcha por el pasillo central.
—Bien, Don. No tienes por qué hacerlo. Siempre puedo buscarme a otro. —El señor Ziegfeld miró a Zeta con los ojos entornados. Despacio, en su rostro fue dibujándose una sonrisa que aplaudía su actuación—. ¡Vaya, eso sí que ha sido divertido!
Zeta dejó escapar la respiración que había estado conteniendo.
Ziegfeld señaló al director de escena y habló a la misma velocidad que el tráfico de Nueva York:
—Wally, añade ese trozo. Construye un número en torno a él. Y consígueme un titular en las secciones de cotilleo: «Ziegfeld descubre una nueva estrella en…».
Le dedicó una sonrisa a Zeta.
—Zeta. Zeta Knight.
—¡La señorita Zeta Knight!
—Y su hermano, Henry DuBois —agregó ella.
Las chicas del coro volvieron a reír ante aquellas palabras, a excepción de Daisy, que se había puesto del lado de Don y le lanzaba a Zeta miradas asesinas.
—Y su hermano —repitió Flo—. Me gusta esta chica. ¿De dónde eres, cielo?
—De Connecticut —mintió Zeta.
—¿Connecticut? ¿Quién es de Connecticut? —El gran Ziegfeld puso cara de haberle dado un trago a un vaso de leche agria. Comenzó a pasear junto al foso de la orquesta, sumido en sus pensamientos—. Eres un miembro hace tiempo desaparecido de la nobleza rusa cuyos padres fueron asesinados por los comunistas… Eso se ganará unos cuantos corazones. Unos sirvientes leales consiguieron sacarte del país en una arriesgada fuga nocturna y te mandaron en barco a Estados Unidos. Wally, hagámosle unas cuantas fotos en un barco. Ponle un lazo en la cabeza. Un lazo grande. Azul. ¡No, rojo! No, azul. Cariño, dame una mirada triste.
Zeta levantó los ojos al cielo y cruzó las manos delante del pecho.
—¿Le parece lo bastante triste? —preguntó entre dientes sin borrar la expresión lastimera de su rostro.
—¡Perfecta! Un minuto más y necesitaré un pañuelo. Bien, te criaron unas compasivas monjas de Brooklyn… Wally, encuéntrame un convento en Brooklyn que necesite una donación… A las que mi querida esposa, Billie, fue a visitar… Asegúrate de que los periódicos incluyen ese dato sobre Billie, además de una foto de ella con un bebé en brazos… Y ella te oyó cantar Noche de paz. —Ziegfeld hizo una mueca—. ¿Es demasiado lo de Noche de paz?
Miró a Henry, que se encogió de hombros.
—Pues Noche de paz será —continuó el gran Ziegfeld—. Y mi esposa te trajo directamente a mí, tu tío Flo, que reconoce la belleza y el talento cuando los ve. Me gusta. Estás a punto de hacerte famosa, niña.
—Señor Ziegfeld, Henry podría escribirle un número genial. Tiene mucho talento. Después, Zeta le lanzó al pianista una mirada de «Habla en tu favor».
—Es cierto, podría hacerlo.
—Bien, bien. Hank…
—Henry, señor.
—Hank, escríbeme ese número. Que sea…
—Tarareable —acabó Henry por él.
—¡Exacto!
Entonces fue Henry quien le dedicó a Zeta una mirada de «Te lo dije», y ella contestó con un imperceptible encogimiento de hombros que decía «¿Qué se le va a hacer?».
—Wally, pon esto en marcha. Yo tengo que ir con Billie a ver una casa de campo… a esa mujer le encanta gastar dinero. Por suerte, yo tengo mucho.
—Claro, señor Ziegfeld —dijo Wally mientras seguía al gran hombre hacia el exterior del teatro.
Volvió la mirada hacia Zeta y la bailarina le sacó la lengua.
Las chicas se arremolinaron en torno a ella para felicitarla por su buena suerte, pero Daisy se marchó indignada, soltando una buena ristra de tacos.
—Las personas que eclipsan a otras no son muy agradables —le espetó Don al pasar a su lado.
—Si fueras bueno, no sería capaz de eclipsarte, Don —le gritó Zeta a sus espaldas. Se abrazó a Henry—. ¿Sabes lo que significa esto?
—¿Más ensayos?
—¡Por fin podremos permitirnos un piano, Hen! Y todo el mundo va a salir del espectáculo cantando tu canción.
—¿No querrás decir tarareando mi canción?
—No te hagas el gracioso. Es un comienzo.
—Ya lo veo —dijo Henry al tiempo que hacía un gesto grandilocuente con la mano—: ¡Florence Ziegfeld presenta la memorable melodía del señor Henry DuBois: El blues del estreñimiento!
Zeta le propinó un puñetazo.