Memphis estaba distraído. Llevaba todo el día rememorando su encuentro con Zeta, la emoción de su huida por los pelos de la policía. La forma en que ella lo había mirado cuando quedó claro que lo habían conseguido, con gratitud y algo de timidez. En aquel momento Memphis no había deseado nada más que envolverla en un beso romántico. De hecho, había sido pensar en aquel beso lo que había estado a punto de meterlo en un lío. Aquella mañana, cuando había ido al salón de belleza de la señora Jordan para tomar nota de sus apuestas, había mezclado los números habituales de la señora Jordan con los de la lavandera de la señora Robinson porque tenía la cabeza en otro sitio.
—Memphis, ¿dónde tienes la cabeza? —se había quejado la señora Jordan amistosamente, y el joven se había disculpado y llevado sus apuestas a la Barbería de Floyd justo antes del anuncio de la cámara de compensación.
Papá Charles había convocado una reunión en el Restaurante Dee-Luxe, uno de los que poseía, para hablar de la desastrosa redada de la noche anterior. Le aseguró a todo el mundo que la situación no tenía importancia, que era un malentendido que ya estaba en proceso de solucionarse y que el candado habría desaparecido de las puertas del Hotsy Totsy muy pronto. Pero Memphis se dio cuenta de que, bajo sus elegantes modales y su discurso calmado, Papá Charles estaba nervioso. Tenía ese tic en la mandíbula que ya le había notado unas cuantas veces, cuando había tenido que lidiar con un cliente borracho y beligerante o un contrabandista colgado. Pero aun así, los pensamientos de Memphis continuaban centrados en Zeta.
Zeta, Zeta, Zeta. Había conocido a la chica de sus sueños —una chica que tenía el mismo sueño que él— para luego perderla entre la multitud. Justo cuando parecía que su destino iba cobrando forma, se había perdido de nuevo. No tenía ni idea de dónde vivía la joven, ni de dónde era… Ni siquiera sabía su apellido. Y aquel pájaro chiflado había vuelto para seguir todos y cada uno de sus pasos.
—¡Largo! —Memphis espantó al cuervo con la mano—. ¡Vete, Berenice! ¡Imbécil!
Memphis llegó tarde al colegio para recoger a Isaiah. Entró en el aula pidiendo disculpas, pero su hermano no quiso saber nada de él. Ya en la calle, el niño hizo gala de su mal humor dándole pataditas a una piedra y corriendo tras ella para poder volver a patearla.
—¡Se suponía que estarías aquí a las tres en punto!
—Tenía unos asuntos de los que ocuparme, Hombre de Hielo.
—¿Qué tipo de asuntos?
—Mis asuntos. No los tuyos.
—La próxima vez, me iré yo solo a casa.
—La próxima vez no llegaré tarde.
—Seguro que estabas de paseo con la princesa Criolla —refunfuñó Isaiah.
Memphis se detuvo.
—¿Dónde has oído eso?
Su hermano se echó a reír.
—Lo vi escrito en tu libro, ayer por la noche. ¡Memphis tiene novia! ¡Memphis tiene novia!
El joven agarró a Isaiah por el brazo.
—Escúchame bien: ese cuaderno es privado. Me pertenece a mí, y solo a mí. ¿Entendido?
El niño levantó la barbilla.
—¡Suéltame el brazo!
—¡Prométemelo!
—¡Suéltame!
Isaiah consiguió zafarse y echó a correr por la calle atestada. Era impredecible cuando estaba enfadado, así que podría llegar a casa y contárselo todo a Octavia. O no.
Memphis se ablandó. No tenía por qué volcar su frustración en Isaiah, por muy irritante que fuera el pequeño. Corrió para darle alcance, gritando:
—¡No te enfades, Hombre de Hielo! Venga. Vamos al establecimiento del señor Reggie a comer una hamburguesa. Puedes sentarte a la barra, en los taburetes que giran. Pero no des demasiadas vueltas y vomites la hamburguesa.
Isaiah se detuvo. Le goteaba la nariz.
—Quiero chocolate.
—Entonces vamos a por chocolate —le prometió Memphis.
El muchacho se preocupaba por su hermano pequeño. La hermana Walker había descubierto los talentos especiales de Isaiah por casualidad. Hacía aproximadamente seis meses, la mujer se había mudado a Harlem y se había acercado a visitar a Octavia. Se presentó como una vieja amiga de la madre de los niños y se apenó mucho al enterarse de su fallecimiento.
—Viola era una buena mujer —había comentado la hermana Walker.
Octavia la había evaluado y la mujer no había superado su examen.
—Es curioso que nunca me hablara de usted. Y teníamos una relación muy estrecha.
—Bueno, supongo que incluso las hermanas se guardan algunos secretos —había contestado la hermana Walker.
Memphis se dio cuenta de que aquel comentario no le había sentado nada bien a su tía.
Pero cuando la señorita Walker se ofreció a ayudar a Isaiah con la aritmética, una asignatura que le causaba problemas, y a hacerlo gratis, Octavia cedió. Un día, mientras la hermana Walker se servía de los naipes para enseñarle a multiplicar, Isaiah comenzó a nombrar las cartas antes de tiempo, así que la hermana le preguntó si podía hacer otras cosas de ese estilo. Aseguró que era una habilidad que podría ayudar a Isaiah en la vida, y comenzó a insistirle en que la trabajara como si fuera otra asignatura del colegio. Memphis no tenía claro de qué modo podría contribuir la destreza de Isaiah a mejorar su posición en el mundo, como tocar la trompeta del modo en que lo hacía Gabe o resolver ecuaciones matemáticas con la misma habilidad que la señora Ward en el colegio. Y si Octavia descubría alguna vez lo que sucedía en realidad en casa de la hermana Walker, se pillaría un cabreo de los que hacen historia. Pero a Isaiah le importaba. Hacía que se sintiera especial y feliz como antes, cuando su madre estaba viva y jugaba al escondite con ellos mientras tendía la colada en las cuerdas del jardín que compartían con los Touissant en la casa de la calle Ciento cuarenta y cinco. Memphis aún podía oír la risa de su madre cuando les decía: «Muy bien. Veamos si sois tan buenos recogiendo estas sábanas como escondiéndoos entre ellas».
Aquellos habían sido buenos tiempos. Su padre regresaba a casa de su trabajo con la Orquesta Gerard Lockhart con un alegre: «Bueno, bueno, bueno, ¿a qué se han dedicado hoy los hermanos Campbell?». Memphis extrañaba el olor de la pipa de su padre en la salita delantera. A veces pasaba por delante de la tienda de tabaco de la avenida Lenox solo para encender aquel recuerdo en su mente.
—Cuida de Isaiah —le había dicho su madre. Por aquel entonces, ya no era más que piel y huesos y yacía en la habitación delantera. La enfermedad la había privado de las ganas de divertirse que Memphis siempre había adorado en ella. Sus ojos albergaban una mirada vacía—. Prométemelo.
Y él se lo había prometido. Tres días más tarde, la habían enterrado en el Cementerio Woodlawn. La Orquesta Gerard Lockhart se había trasladado a Chicago, y el padre de Memphis con ella, hasta que pudiera ahorrar lo suficiente como para mandar a buscar a Memphis e Isaiah. Pero nunca parecía haber suficiente, y allí se habían quedado, en la habitación trasera de Octavia. Isaiah era lo único que le quedaba de aquellos tiempos más felices, cuando toda su familia estaba unida, cuando solo tenías que entrar en casa para oír a alguien riéndose o gritando: «¿Quién es el que llama a mi puerta?», así que Memphis se aferraba a su hermano. Si a Isaiah le ocurría algo, no estaba seguro de poder superarlo.
Pero todo aquello era el pasado, y no iba a obsesionarse con él. La noche que había pasado con Zeta le había dado una nueva esperanza. Ella estaba ahí fuera, en algún lugar de aquella ciudad, y Memphis estaba decidido a seguir buscando hasta encontrarla de nuevo.
En el drugstore, Isaiah y él ocuparon dos asientos en la barra, y el señor Reggie puso en marcha su pedido. Colocó dos hamburguesas sobre la parrilla y las apretó con una espátula, lo que provocó un reconfortante siseo de grasa y calor. Las sirvió sobre unos platos y se las puso delante a los chicos, junto con un refresco para Memphis y un batido de chocolate para Isaiah. El pequeño inició la tarea metiéndose en la boca el batido espeso a cucharadas, aunque la mitad se le escurrió por la barbilla.
—Parece que llego justo a tiempo. —Gabe se dejó caer sobre el taburete que había al lado de Memphis. Cogió la hamburguesa de su amigo y le dio un buen mordisco—. Señor Campbell. Justo el hombre al que quería ver. Alma va a dar una fiesta. Vamos a ir. Ah, y consíguenos priva de la buena.
Le entregó a Memphis un grueso fajo de billetes.
—Delante de Isaiah no —susurró el chico.
—No sabe de qué estamos hablando. Está disfrutando de su batido —repuso Gabe.
—¿Que no sé qué? —preguntó Isaiah.
Memphis le lanzó a su amigo una mirada de «¿Ves?».
Gabe frunció los labios y se cruzó de brazos sobre el pecho.
—Hombrecito, ¿es que tienes orejas mágicas o qué?
Isaiah esbozó una gran sonrisa.
—No, pero tengo poderes.
—Isaiah —advirtió Memphis.
—Ah, ¿ahora resulta que tienes poderes? Ya, y yo me lo creo —lo provocó Gabe.
—Apuesto a que sé cuánto dinero tienes en el bolsillo —dijo Isaiah mientras daba una vuelta completa en su taburete.
—Isaiah, Gabe no tiene tiempo para tus jueguecitos ahora —le espetó Memphis con aspereza—. Cómete la hamburguesa.
El niño entornó los ojos. Memphis conocía lo bastante bien aquella mirada como para saber que por lo general presagiaba problemas.
—Tienes un billete de cinco, uno de uno y dos monedas de veinticinco centavos. Y la dirección de una señorita que se llama Cymbelline.
Gabe se vació los bolsillos y enarcó las cejas, asombrado.
—¿Cómo lo has sabido?
—¡Te lo he dicho! Tengo un don. También hago profecías.
—No hace ninguna de esas cosas. Isaiah, deja de inventarte historias —lo reprendió Memphis al tiempo que le lanzaba otra mirada de advertencia.
—Puedo decir lo que me dé la gana —le replicó el niño.
—Puede decir lo que le dé la gana —intervino Gabe con una gran sonrisa—. Cuéntame más cosas, hombrecito.
—A veces puedo ver el futuro de la gente.
—Isaiah. Para ya. Además, tenemos que irnos a casa…
—Espera, hermano. El crío está a punto de leerme el futuro. Tal vez sepa algo acerca de la grabación. Entonces, dime, Isaiah, ¿voy a ser la nueva estrella de Okeh Records?
—Tengo que estar tocando algo tuyo.
—¡Señor Reggie! ¡Perdone, señor Reggie! —llamó Memphis a toda prisa—. ¿Qué le debemos?
—Espera un segundo, Memphis —le contestó el dueño del establecimiento.
Llevaba dos platos de comida en la mano.
—Dímelo —susurró Gabe mientras extendía una mano.
Isaiah se la tomó entre las suyas y se concentró. Al cabo de unos segundos eternos, soltó la mano de Gabe a toda velocidad y se apartó de él con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué has visto? No me lo digas… ¿Es fea? —bromeó Gabe.
—No he visto una mierda —contestó Isaiah, y Memphis ni siquiera se molestó en regañarlo por su lenguaje.
El pequeño levantó la mirada hacia su hermano, con los ojos muy abiertos, y Memphis supo que lo que quiera que Isaiah hubiera visto lo había asustado de verdad.
—Coge el abrigo, Hombre de Hielo.
Pero Gabe no quería dejarlo pasar.
—Venga, dímelo. ¿Qué ves para tu viejo amigo Gabriel?
—Debajo del puente… No pases por debajo del puente —respondió Isaiah—. Está allí.
—¿Qué puente? ¿Quién está allí? ¿Qué va a pasarme si voy?
—Morirás.
—¡Isaiah! —rugió Memphis—. No lo dice en serio, hermano. Solo está de broma. Dile que lo sientes, Isaiah.
Aún con los ojos como platos, el niño miró a Gabe, y luego a Memphis, y de nuevo al primero.
—Lo siento, Gabe —se disculpó en voz muy baja.
—¿Estás bromeando, Isaiah? —preguntó Gabe.
—Eso es —susurró el pequeño, y bajó la cabeza.
La expresión de Gabe se relajó en una sonrisa que era en parte alivio, en parte irritación.
—Hermanos pequeños —dijo al tiempo que sacudía la cabeza. Le dio una palmada a Memphis en la espalda—. No te olvides de ese otro asunto, Memphis.
—No lo haré —contestó él.
Bill Johnson el Ciego estaba sentado en la esquina, aferrado a la taza de sopa que Reggie había tenido la amabilidad de darle. El caldo estaba aguado pero caliente, y se lo había tomado despacio mientras se desarrollaba la escena de la barra. Entonces, una vez acabada la sopa, se colgó la guitarra a la espalda con un gruñido y salió a las calles de Harlem golpeteando con su bastón. El aire olía a lluvia cercana. No le gustaba la lluvia. Le recordaba a Luisiana, a cuando era el hijo con dos ojos sanos de un aparcero y se pasaba el día recolectando algodón. Allí la lluvia prácticamente ahogaba a los hombres que tan solo intentaban obtener su cuota. Le recordaba al día en que el propietario, el señor Smith, le había sacudido con una correa por estar tocando la guitarra en lugar de recogiendo algodón, y a que después la mitad de las cosechas del hombre se habían echado a perder —reducidas a cenizas— y habían encontrado el cadáver hinchado del señor Smith en el río, inflado como una bolsa de arroz podrido. Comenzaron las murmuraciones acerca de que Bill Johnson no era un hombre de fiar, de que tenía algo de Mabouya. La lluvia le recordaba a que se había plantado en la encrucijada a media noche y maldecido a Papá Legba. A que había escupido sobre la cruz. A que le había vendido su alma al diablo.
Llovía el día en que los hombres de los trajes oscuros habían ido al campamento. Eran las cosechas lo que había llamado su atención. Se había corrido el rumor de que podría haber sido Bill Johnson. De que era capaz de sacrificar un perro viejo cuando necesitaba clemencia o de que, cuando estaba enfadado, cogía una mariposa en la mano y el insecto caía fulminado. Los hombres de los trajes oscuros se sentaron, tremendamente fríos y pacientes, todo sonrisas insípidas y serena cortesía, en la salita de la señora Tate para beber limonada en vasos cubiertos de gotas de condensación.
Llevaron a Bill ante su presencia. En aquella época, era un hombre robusto de veinte años y un metro ochenta de altura, con la piel lisa, de color marrón oscuro y desprovista de las marcas con hierro candente que sus ancestros lucían con vergüenza. Bill se sentó en una vieja silla de mimbre con las manos apoyadas en las rodillas mientras los hombres le formulaban preguntas: ¿Quería contribuir a mantener su país a salvo? ¿Le gustaría dar un paseo con ellos y charlar?
Bill quería escapar de los campos de algodón y de Luisiana, de sus hombres de capuchas blancas que incendiaban la noche con sus cruces. Así que se había ido con los hombres de los trajes oscuros, se había montado en el asiento trasero de su coche con las cortinas echadas sobre las ventanillas laterales. Había hecho las cosas que le habían pedido. Les había explicado que aquello le estaba pasando factura a su cuerpo, les había mostrado que se le encorvaba la espalda y se le encanecía el pelo. Solo tenía veinte años, pero aparentaba cincuenta. Los hombres habían esbozado las mismas sonrisas insípidas de siempre y le habían pedido: «Solo uno más, Bill».
Y cuando su vista se redujo a minúsculos puntos de luz borrosa que terminaron por fundirse en negro, lo dejaron sin nada más que su guitarra, una cicatriz abultada en la piel y un apretón de manos para advertirle que mantuviera la boca cerrada. Había perdido la vista, tenía el cuerpo consumido y roto. Y su don —si es que podía llamárselo así— también parecía haberlo abandonado. ¿Cuántas veces había clamado al cielo deseando recuperar su don? Y entonces, de repente, hacía unos tres meses, había experimentado los primeros síntomas de esperanza. Tan solo necesitaba encontrar la chispa adecuada para volver a ponerlo en funcionamiento.
En aquel instante, cuando los hermanos Campbell salieron a toda prisa del drugstore de Reggie haciendo tintinear la campanilla de la puerta, Bill los oyó discutir. El más pequeño de ellos tenía el don —eso estaba totalmente claro— y el mayor quería mantenerlo en secreto. Era una actitud inteligente. No era bueno que los secretos así llegaran a oídos de la gente. Podría descubrirlos la persona equivocada. Alguien que ni siquiera pareciera peligroso.
Las primeras gotas de lluvia impactaron contra las gafas oscuras de Bill y el hombre frunció el ceño. Maldita lluvia. Sin pensar, se frotó la cicatriz de la mano izquierda y avanzó colina abajo dando golpes con su bastón.