EL HOMBRE DEL SACO

Un hombre pequeño, con un bigote fino y unas gafas redondas y negras que le agrandaban los ojos hasta convertirlos en dos enormes órbitas, azules y parpadeantes, que a Evie le recordaban a un búho, recibió a Will y a su sobrina en la puerta principal de la Gran Logia Masónica.

—Por aquí —les señaló el hombrecillo con nerviosismo—. La policía ya ha llegado, por supuesto.

Los guio por un pasillo con panelado de madera hasta llegar a una puerta lisa. Una placa de bronce indicaba que se trataba de la Sala Gótica. El búho abrió aquella puerta, que daba a una antecámara bochornosa, antes de abrir una segunda que desembocaba en una habitación grande como el santuario de una iglesia. Evie notó la bofetada del olor de inmediato… Un hedor terrible, empalagoso, a humo y carne cocinada, que se le quedó pegado en el fondo de la garganta.

La mirada de la joven se concentró primero en la grandiosidad de la sala: los techos altos con vigas de madera y las gigantescas lámparas de araña. En un extremo había un órgano de tubos; en el otro, la letra «G» colocada dentro de un sol. En el centro de la habitación, una falange de policías y un forense rodeaban un pequeño altar. Los agentes se hicieron a un lado y Evie ahogó un grito. Sobre el altar descansaba el cuerpo calcinado de la última víctima del Asesino del Pentáculo.

—Un miembro de nuestra Hermandad encontró el cadáver esta mañana en torno a las diez —dijo el hombrecillo parpadeante. Se trabó al pronunciar la palabra «cadáver» y arrugó el bigote con disgusto—. Se lo hemos notificado por cable al Venerable Gran Maestro. Está fuera con su familia.

—El fallecido es el hermano Eugene Meriwether… —dijo Malloy.

—Es el segundo vigilante —lo interrumpió el hombre búho.

—Era —lo corrigió Malloy para dejarle claro quién estaba al cargo de la situación—. Se quedó a trabajar hasta tarde en su despacho ayer por la noche. Salió aproximadamente a las ocho para cenar con un par de masones en un restaurante de la Octava Avenida. Se despidieron en torno a las diez, y el señor Meriwether regresó aquí solo. Esta vez el asesino se ha llevado los pies.

Evie reaccionó dirigiendo la mirada hacia los muñones redondeados de las piernas del hombre y notó que una oleada de malestar la recorría de la cabeza a los pies. Se aferró al respaldo de una silla para equilibrarse y cerró los ojos, pero la imagen permaneció en sus retinas.

—Le grabó a la víctima el mismo sello del pentáculo. Es la única parte de su cuerpo que no está chamuscada.

El detective señaló un círculo de carne sin quemar en el torso del hombre.

—Que el Gran Arquitecto nos ampare a todos —dijo el hombrecillo con solemnidad.

—Las puertas estaban cerradas por dentro. —Malloy se pellizcó el puente de la nariz. Miró al hombre búho con los ojos entornados—. ¿Hay alguien en la Hermandad que quisiera ajustarle las cuentas? ¿O tal vez alguien que esté al límite?

—Claro que no. —Los enormes ojos del hombre no parpadearon tras sus gafas—. George Washington, Benjamin Franklin, John Jacob Astor, Henry Ford, Harry Houdini, Francis Bellamy…, el autor del Juramento de Lealtad, ¡del mismísimo juramento, señor! Son nuestros Hermanos, grandes hombres todos ellos. Este país no podría haberse fundado, y tampoco continuaría floreciendo, sin la influencia masónica.

El hombre y el detective Malloy comenzaron a discutir y elevaron las voces en la habitación profanada.

—Todos estamos muy lejos de casa y cansados —dijo Will al fin.

El búho puso fin a su indignada perorata y sonrió.

—No sabía que fuera un compañero de ruta, caballero. Perdóneme, ¿señor…? —Le tendió la mano para estrechársela, pero Will lo evitó manteniendo la atención centrada en el cuerpo.

—¿Tenía algún enemigo el difunto?

—¿El señor Meriwether? No. Lo teníamos en muy alta consideración.

—Pues a alguien no le caía muy bien —refunfuñó Malloy.

—Podría haber llegado a ser Venerable Gran Maestro algún día. Su discurso ante el Club Kiwanis del año pasado tuvo una muy buena acogida. Muy buena.

—No tenemos nada, Will. ¡Dios!

Malloy, frustrado, le dio una patada a una silla.

Pese a su trabajo, no estaban más cerca de atrapar a aquel loco. Una sensación de impotencia flotaba en el ambiente, junto con el humo empalagoso. Evie comenzó a aproximarse poco a poco al hombre muerto. El cuerpo quemado se había tornado de un color negro azulado, con parches de carne viva y roja por debajo. Tenía las manos retorcidas y la cabeza arqueada hacia atrás, como si se dispusiera a proferir un grito agonizante. El miedo y el dolor que debía de haber experimentado eran inimaginables. Y si Evie hacía lo que estaba pensando en hacer, bien podría averiguar lo horrible que había sido con exactitud. Se le aceleró el corazón cuando notó que la idea se convertía en determinación. El anillo de masón de Eugene Meriwether se había fusionado con su dedo ennegrecido, pero quizás aún pudiera ofrecerle una lectura.

El tío Will continuaba hablando con el hombre búho y el agente Malloy. El resto de los policías registraban la habitación tomando notas. Nadie le estaba prestando ninguna atención a Evie. Era ahora o nunca. La muchacha cogió aire por la boca y cerró una mano en torno a la de Meriwether. Cuando sus dedos lo rozaron, la piel del masón se agrietó ligeramente y Evie tuvo que tragarse el grito que le trepaba por la garganta. Las lágrimas se le acumularon en los ojos y la respiración se le quedó atascada en el pecho.

No podía hacerlo; era demasiado terrible. Apartó la mano de la de la víctima y buscó el consuelo de la moneda de su colgante. Un recuerdo la asaltó.

—¿Por qué tienes que ir? —le había preguntado a James entre lágrimas aquel día en el jardín.

—Porque, amiga —le había contestado él mientras le secaba las mejillas—, hay que defender lo que está bien. No podemos permitir que ganen los malos.

Evie respiró hondo tres veces, cerró los ojos y apretó con fuerza la mano en torno al anillo casi derretido y la carne desmenuzada del masón. Fue vagamente consciente de que apretaba los dientes cuando las imágenes comenzaron a aparecer tras sus párpados cerrados como una llovizna irregular que iba ganando intensidad.

Eugene Meriwether puliendo el anillo con un paño. Lo orgulloso que se sentía de él. Un día en la playa con un amigo. El sol reflejándose sobre la arena. Una limonada… Evie sintió su frescor. Pero ninguno de aquellos recuerdos atraparía a un asesino. La chica lo apretó con más fuerza, deseando que el anillo revelara más, pero las imágenes continuaban siendo débiles y titilantes, fotografías mostradas a demasiada velocidad como para que el observador detectara nada significativo en ellas.

«Respira —se dijo Evie a sí misma—. Reduce la velocidad. Míralo todo». Pero estaba distraída tanto por el horroroso estado del cuerpo como por sus propios nervios. Perdió la conexión y tuvo que luchar por recuperarla. Y entonces lo oyó: un silbido. Era la misma melodía que había escuchado cuando tocó la hebilla del zapato de Ruta Badowski. Evie fue consciente de que su ritmo cardíaco se aceleraba. En su estado de duermevela, se encontró de pronto junto a Eugene Meriwether mientras avanzaba por el pasillo en penumbra hacia la luz dorada que brotaba de la Sala Gótica. Vio que estiraba la mano. El bronce reluciente del pomo de la puerta. La puerta que se abría…

—¿Qué haces?

Uno de los agentes agarró con fuerza la mano de Evie y rompió la conexión. La miró con repugnancia.

—Yo… yo… —susurró Evie—. Estaba rezando —se las arregló para decir.

Había estado tan cerca… Un momento más y tal vez hubiera visto la cara del asesino. Por las mejillas empezaron a rodarle lágrimas de frustración y el poli se ablandó. Le dio unas palmaditas en el hombro.

—Ahora apártate de ahí, cariño.

Se dejó guiar. No le cabía duda de que había oído algo. ¿Era importante? ¿El silbido procedía del asesino o de algún otro sitio? ¿Era la misma melodía? Sí. Estaba segura.

Una cuadrilla de señoras de la limpieza con delantales almidonados llegó armada con mopas y cubos de agua enjabonada.

—¡No toquen nada! —gritaron Malloy y Will al mismo tiempo.

El hombrecillo les indicó que se marcharan con un gesto de sus suaves dedos, así que las mujeres se retiraron a la oscuridad de la antecámara a la espera de instrucciones.

—Nos hemos metido en una buena, Will —comentó Malloy.

Imagen

Salieron pestañeando a la luz difusa de la calle Veintitrés y una horda de reporteros vociferantes se abalanzó sobre ellos. Un flash de lámpara estalló y Evie tuvo que parpadear para borrar los puntitos brillantes que bailaban en el aire ante sus ojos.

—¡Buitres! —rugió Malloy—. ¡Largaos de aquí!

T. S. Woodhouse se adelantó a los demás, cuaderno y lápiz en mano. Estaba claro que aquella mañana se había peinado el enmarañado pelo castaño hacia atrás, pero en aquel momento un largo mechón le caía sobre el ojo izquierdo como un velo. Evie esperaba que no se cargara su coartada.

—¡Perdón! Caballeros, T. S. Woodhouse, para el Daily News. Tengo entendido que tienen otro fiambre ahí dentro. Y este no es una bailarina de maratones ni un crío del West Side.

—Piérdete, Woody —gruñó Malloy.

El agravio no pareció hacer mella en el señor Woodhouse. Le lanzó una mirada a Evie y luego se volvió hacia Will.

—¿Cuál es su papel en todo esto, profesor? Debe de ser bastante malo para que involucren a un civil. ¿Es una guerra de territorios? ¿Un asunto de la mafia? ¿Anarquistas? ¿Rojos? ¿Los sindicatos? —Woodhouse sonrió—. ¿El hombre del saco?

—¡Podría ser un reportero! —lo provocó Malloy—. ¿Por qué no apuntas eso, Woody? Danos una razón para meteros a todos en un barco con destino a Rusia.

—Libertad de prensa, detective.

—Libertad de chacales, más bien. Si seguís tratando los hechos con tan poco respeto, terminaremos por leer reportajes tan fiables como las anécdotas de pesca de mi abuelo.

—Los anarquistas pretenden abolir el Estado —afirmó Will, como si aún estuviera tomando parte en la conversación anterior—. Quieren provocar el caos, derrocar el orden. Esto es metódico. Está planificado.

El reportero garabateó la página con el lápiz.

—Entonces ¿el hombre del saco?

—Amigo, ¿no eres un poco joven para estar en este asunto? —volvió a intervenir Malloy.

—Ya es hora de librarse de algunas de esas viejas cotorras que escriben historietas cuidadas, detective. Hace falta sangre nueva. Vivimos en un mundo moderno. La gente necesita algo de emoción en las noticias, algo de brío. ¿No está de acuerdo, señorita O’Neill?

Evie no contestó.

—Mucha suerte —dijo Malloy.

—No creo en la suerte. Creo en la oportunidad. Usted y yo, profesor, podríamos trabajar juntos en esto. Poner al asesino contra las cuerdas. ¿Qué me dice?

El tío Will se colocó el sombrero y se encaminó hacia la Sexta Avenida. T. S. se acercó a Evie con disimulo y la saludó con un gesto de la cabeza.

—La escena de ahí dentro debe de haber sido horrorosa. Pobrecita, estás temblando. Deja que te ayude. Perdón, perdonad, chicos, voy a pasar.

T. S. condujo a Evie hasta la parte de atrás de una camioneta de la policía. Se abrió la chaqueta para dejar al descubierto una petaca.

—¿Necesitas, eh…, un poco de valor líquido?

Evie le dio un sorbo y luego lo remató con un segundo.

—Gracias.

—No tienes que dármelas. Lo que sí podrías darme es detalles de cómo es la escena del crimen.

Evie le facilitó algunos datos y le ocultó otros intencionadamente.

—Si alguna vez necesitas un favor, díselo a T. S.

—Lo recordaré, señor Woodhouse.

Evie le dio un último trago a la petaca y luego se ajustó el pañuelo.

—¿Cómo estoy?

T. S. Woodhouse esbozó una gran sonrisa.

—Genial, Saba.

—Que tu fotógrafo me coja del perfil izquierdo. Es mi lado bueno. Ah, y deberíamos aparentar que discutimos. Ya sabes.

T. S. Woodhouse apretó los labios al sonreír.

—Todo profesionalidad.

—No hay peor clase de ser humano sobre la tierra que los asesinos de sangre fría. Excepto los reporteros —gritó Evie mientras pasaba ante la cadena de policías que contenía a los periodistas.

Se volvió muy discretamente y mantuvo la pose el tiempo justo para que el fotógrafo del Daily News captara su imagen. Después, tras echarse el pañuelo sobre un hombro, corrió hacia Will y el coche que los esperaba en la esquina.

El dolor de cabeza había comenzado. Evie se recostó contra el respaldo de su asiento y observó pasar la Sexta Avenida ante las ventanillas del coche de policía. En una calle secundaria, varios niños jugaban al béisbol dichosamente ajenos a todo. Evie esperaba que pudieran continuar así durante mucho tiempo. En el asiento delantero, el agente Malloy garabateaba en su cuaderno. El ruido del lápiz hacía que le doliera la cabeza todavía más. Cerró los ojos. No fue consciente de que estaba silbando la canción que había escuchado en el templo hasta que Malloy le dijo:

—Hacía mucho que no la oía.

Evie se incorporó.

—¿Conoce esa canción? ¿Cuál es?

—«John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto. Te corta el cuello y te saca los huesos, los pone a la venta por un par de ceros». En mi edificio solían cantárnosla a los pequeños, para asustarnos y que nos comportáramos. Nos decían que John el Travieso vendría a por nosotros si no nos portábamos bien.

—¿Quién?

—John el Travieso. John Hobbes. Un profanador de tumbas, estafador y asesino. Guardaba huesos humanos en su casa, una vieja mansión al norte de la ciudad.

—¿Cree que podría estar tras estos asesinatos?

La sonrisa de Malloy fue condescendiente.

—No es muy probable, señorita O’Neill.

—¿Por qué no?

El detective dejó de escribir y la miró a los ojos.

—Porque John Hobbes está muerto, desde hace casi medio siglo.