Will volvió a casa más o menos a la hora de la cena y llamó a Evie a su despacho. Se sentó en la silla, envarado, y se puso a juguetear con un cigarrillo sin encender. La radio sonaba de fondo.
—Evangeline, antes no debería haber perdido los nervios. Te pido disculpas.
Evie se encogió de hombros.
—Todo el mundo se cabrea a veces.
—Me temo que me ha cogido bastante por sorpresa. —Will encendió el Chesterfield que sujetaba entre los dedos. Le dio una calada y después expulsó una pequeña bocanada de humo—. Cuéntame algo más acerca de ese talento tuyo.
—Comenzó hace dos años, a la vez que los sueños sobre James.
—¿James, tu hermano?
—No. James el portero —le espetó Evie, y se arrepintió de inmediato.
Lo último que necesitaba era volver a enfurecer a su tío.
—No hay antecedentes. Soy conservador de museo y profesor. Necesito disponer de los datos —dijo Will con tono objetivo—. ¿Cómo lo descubriste?
—La primera vez fue con un broche de mi madre. Quería ponérmelo, pero ella no me lo permitía. Se lo había dejado sobre el tocador y yo lo cogí, pero no fui capaz de reunir el valor de prendérmelo en el vestido. Le di vueltas una y otra vez entre las manos y tuve una sensación de lo más extraña. El broche se calentó. También se me caldearon las manos y las palmas empezaron a picarme.
Evie hizo una pausa. Antes había querido contárselo a su tío, pero en aquel instante se sentía expuesta, desprotegida.
—Sigue. ¿Qué viste? ¿Tuviste acceso a solo una hora de la historia del objeto o pudiste ver más atrás? ¿Te llegó como una sensación, una sugestión, o como si estuvieras con la persona, viviendo aquel momento?
—Entonces… ¿me crees?
Will asintió.
—Te creo.
Evie se echó hacia delante en su silla, esperanzada.
—Era igual que estar sentada en el cine, pero en una sala en la que la luz del proyector no tenía mucha fuerza. Fue solo un instante. Vi a mi madre sentada a su tocador y sentí lo que había sentido ella al ponerse el broche.
—¿Y qué era?
Evie lo miró a los ojos.
—Deseó que hubiera muerto yo en lugar de James.
Will apartó la mirada.
—Las madres quieren a todos sus hijos por igual.
—No, no es cierto. Eso no es más que lo que todos nos ponemos de acuerdo en decir.
—¿Y aquella fue la primera vez?
—Sí. Luego lo puse a prueba. Cada vez que me concentraba en un objeto, percibía algo de su historia. No siempre sucede igual. En ocasiones, las imágenes que veo son débiles; otras veces tienen más fuerza. Creo que cuando la emoción es fuerte, siento y veo más.
—¿Crees que el don se ha ido haciendo más fuerte? ¿O que por el contrario se ha debilitado?
—No lo sé. No lo he practicado como las castañuelas —contestó Evie—. ¿Puede practicarse como las castañuelas?
—¿Has conocido a alguien más que pueda hacer lo mismo que tú? —prosiguió Will ignorando la pregunta de su sobrina.
—¿Es que acaso existen otros como yo?
—Si es así, no se han presentado. ¿Se lo has contado a tus padres?
—Ya ha sido bastante duro contártelo a ti después de lo que ocurrió en Ohio. Creen que fue una de mis bromas pesadas.
—Bien, bien —dijo Will.
—¿Por qué me estás haciendo tantas preguntas?
—Estoy intentando comprenderlo —contestó su tío.
A Evie nadie le había dicho algo así jamás. Sus padres siempre querían aconsejar, u ordenar, o exigir. Eran buenas personas, pero necesitaban que el mundo se plegara a ellos, que encajara en su forma de entender las cosas. Evie nunca había encajado del todo, y cuando lo intentaba, salía disparada hacia fuera de inmediato, como una muñeca aprisionada en una caja demasiado pequeña.
—Así que nadie lo sabe —murmuró Will.
—Bueno, presumí un poco en aquella fiesta a la que me llevó Zeta —dijo Evie, titubeante.
—¿Te pusiste a hacerlo en una fiesta?
Will parecía alarmado.
—¡No tuvo importancia! Solo averigüé lo que la gente había tomado para cenar, o los nombres de sus mascotas de cuando eran pequeños. La mayor parte de ellos estaban como cubas. —Evie se cuidó mucho de no mencionar su propia ingesta de alcohol—. Solo lo hice para divertirme. ¿Por qué no?
—¿No fue eso lo que te metió en un buen lío para empezar?
—¡Pero aquello fue en Ohio! Esto es Nueva York. Si las chicas pueden bailar medio desnudas en los clubes nocturnos, no veo por qué yo no puedo hacer unas cuantas adivinaciones.
—A la gente no le dan miedo las chicas medio desnudas de los clubes nocturnos.
—Entonces ¿crees que la gente me tendría miedo?
—Las personas siempre temen lo que no comprenden, Evangeline. La historia lo demuestra. Supongo que si estaban bebiendo… —El profesor no concluyó su pensamiento—. Y ¿dices que tuviste uno de esos… episodios con la hebilla del zapato de Ruta Badowski?
Evie asintió.
—Vi una habitación terrible, una caldera grande y el contorno de un hombre, creo. Pero no era más que una silueta, una sombra. No estoy segura. —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. ¿Crees que lo que vi estaba relacionado con el asesinato?
La expresión de Will era sombría.
—No lo sé.
—¿Crees que debería contárselo a la policía? —preguntó Evie.
—No, sin duda.
—Pero ¿por qué no? Si ayudara…
—Lo más probable sería que pensaran que eres una especie de chiflada. O peor…, una aspirante a famosa que intenta que su nombre aparezca en los periódicos. Terrence y yo somos amigos desde hace tiempo. Sé cómo piensan los policías.
—Pero si pudiera leer algo de los asesinatos, algo que perteneciese a Tommy Duffy, por ejemplo…
—Desde luego que no —ordenó Will—. No creo que debas tocar nada relacionado con estos asesinatos. —De repente, el profesor se levantó de la silla y comenzó a pasear de un lado al otro de la sala. A medio camino, se detuvo para sacudir la ceniza del pitillo en un cenicero alto y plateado, junto a un sillón de rayas marineras en el que nadie parecía haberse sentado jamás. Era como si la energía contenida de Will no le permitiera permanecer sentado el tiempo suficiente como para dejar su huella en el cojín—. Vamos a coger a nuestro asesino con un buen trabajo detectivesco a la vieja usanza, aunque tengamos que consultar todos y cada uno de los libros sobre ocultismo de la biblioteca del museo.
—Entonces… ¿puedo quedarme? —se arriesgó Evie.
—Sí. Puedes quedarte. De momento. Pero habrá nuevas normas. Nada de juergas en tugurios clandestinos. Y tendrás que echar una mano en el museo.
—Por supuesto. —Aquello era mejor que un tren de vuelta a Ohio. Y en cuanto le demostrara hasta qué punto era indispensable, el profesor tendría que quedarse con ella—. Gracias, tío.
Evie rodeó con los brazos a Will, que se puso rígido y esperó a que la muchacha se apartara.
En el umbral, Jericho se aclaró la garganta y esperó a que se percataran de su presencia. Dejó caer la edición vespertina del periódico sobre el escritorio de Will.
—Tal vez quieras leer esto.
—«Exclusiva para el New York Daily News, por T. S. Woodhouse. El museo se encarga de los Asesinatos del Pentáculo» —leyó Will en voz alta. Frunció el ceño y sacudió el periódico en el aire—. ¿Qué es esto?
Evie le quitó el periódico de las manos y continuó leyendo:
—«Nueva York, esa metrópolis bulliciosa, no es ajena a la violencia. Gánsteres como Bugsy Siegel, Meyer Lansky y el resto de los chicos de Brownsville pertenecientes al sindicato del crimen, han acumulado cadáveres a más velocidad de la que los polis pueden aceptar sobornos para mirar hacia otro lado. Pero los Asesinatos del Pentáculo han provocado escalofríos incluso a los curtidos neoyorquinos. Las madres no dejan jugar a sus hijos en la calle cuando ha oscurecido. Las dependientas se gastan sus merecidos salarios en taxis que las llevan directamente a sus pisos sin agua caliente de Murray Hill o de la calle Orchard. El Sultán del Swing, el gran jugador de béisbol, el mismísimo señor Babe Ruth, ha prometido una recompensa de quinientos dólares a quien proporcione información que desemboque en la captura de ese repugnante desalmado. Pero en medio de esta histeria asesina de Manhattan, hay un lugar que está sacando una buena tajada: el Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo. El Museo de los Escalofríos para los más informados». ¡Tío, el museo ha salido en los periódicos!
Evie prosiguió:
—«Su actividad se centra en lo espeluznante, y las cosas espeluznantes son buenas para los negocios. Un viernes de hace no mucho, este reportero vio a una multitud apostada junto a las puertas de la vieja mansión de Cornelius T. Rathbone cerca de Central Park. Se debe a que el conservador del museo, el profesor William Fitzgerald…». ¡Tío, ese eres tú! —exclamó Evie—, «… está ayudando a los chicos de azul de Nueva York a averiguar qué mueve a este diabólico asesino, con la esperanza de encontrarlo antes de que vuelva a atacar. En esta tarea cuenta con la asistencia de su sobrina, la señorita Evie O’Neill, originaria de Zenith, Ohio, una atractiva Saba de diecisiete años que sabe mucho de cofias de brujas y huesos de hechiceros chinos. Pero cuando este reportero intentó obtener información sobre la caza del asesino, la dama contestó con evasivas. “Me temo que no puedo hacer comentarios al respecto”, dijo y batió sus preciosos ojitos azules. Chicos, empezad a hacer cola. En esta ciudad hay más de un asesino».
Evie intentó ocultar su sonrisa. Al final T. S. Woodhouse lo había conseguido.
—Evangeline, ¿has hablado con este tal Woodhouse? —exigió saber Will.
Evie abrió los ojos de par en par.
—Tío, ¡no tenía ni idea de que fuera reportero! Vino como cliente, y pagó. Le hice la ruta por las salas. Cuando empezó a preguntar, contesté con evasivas. ¡Ese sinvergüenza me tomó por tonta!
—Tienes que tener más cuidado. Hacerte más neoyorquina. —Will le dio unos golpecitos contra la mesa a su segundo cigarrillo para comprimir el tabaco antes de encenderlo—. ¿Qué ha ocurrido con el periodismo objetivo y veraz?
—¿No te has enterado? No vende periódicos —contestó Jericho.
—Qué razón tienes, tío. Ese Woodhouse es una rata. Pero, al menos, ha mencionado el museo —añadió Evie—. ¿Sabes lo que significa eso?
Will expulsó dos chorros gemelos de humo por los agujeros de la nariz.
—Problemas —respondió.
El teléfono comenzó a sonar y los sobresaltó a todos. Will cogió la llamada y se le agrió la expresión.
—Nos encontraremos allí.
—¿Qué pasa? —preguntó Evie.
—El Asesino del Pentáculo ha actuado de nuevo.