DIOS HA MUERTO

Evie caminó por las calles de la ciudad hasta que estuvo demasiado cansada como para seguir. En Central Park, encontró un banco junto al estanque y se sentó para observar un bote de remos con dos parejas en su interior. Reían plácidamente, disfrutando del día soleado. Parecían despreocupados y tranquilos, y Evie los odió por ello. La joven había albergado la esperanza de que, si existía alguien que pudiera entenderla, sería su tío. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. En circunstancias normales, habría acudido a Mabel en busca de consuelo. Pero en aquel momento era algo impensable, y Evie se sentía perdida y sola.

Regresó al Bennington y subió por la escalera hasta el tejado, donde se sentó con las palomas. Sentía que en el pecho se le iba formando un nudo cada vez más tenso, como si la piel le apretara demasiado. Como si hubiera girado en una curva sin visibilidad y todos los demonios que trataba de controlar la estuvieran esperando justo allí. Will daba clases sobre la fe en lo sobrenatural, pero los únicos fantasmas que asustaban a Evie eran los que habitaban en su interior. Algunas mañanas se despertaba y se prometía: «Hoy lo haré bien. No seré una chica tan terriblemente problemática. No perderé los nervios ni haré comentarios desagradables. No llevaré una broma demasiado lejos, hasta sentir que todo el mundo guarda silencio para mostrar su desaprobación. Seré buena y amable, y sensata y paciente. De esas a las que todo el mundo quiere». Pero, por la tarde, sus buenas intenciones se habrían deshecho. Habría dicho algo equivocado o hablado demasiado alto. Habría aceptado un reto que no le convenía solo para llamar la atención. Tal vez Mabel tuviese razón y fuera una egoísta. Pero ¿qué sentido tenía vivir tan en silencio que no hicieras ni un solo ruido? «Oh, Evie, es que eres demasiado», le decía la gente, y no era un cumplido. Sí, era demasiado. Por dentro, se sentía como si fuera demasiado continuamente.

Entonces ¿por qué nunca era suficiente?

Se fijó en las largas columnas de ventanas que se hundían en el edificio del otro lado de la calle. Cuántas ventanas. ¿Quién vivía tras ellas? ¿Eran felices? ¿O a veces se sentaban en un tejado poseídos por una profunda soledad para la que no parecía haber cura?

Los goznes de la puerta chirriaron y Jericho asomó sus anchos hombros por la abertura.

—Pensé que tal vez te encontraría aquí. ¿Qué ha pasado con tu tío Will?

Evie volvió la cara hacia el otro lado y se secó las lágrimas.

—Removí el té en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Jericho se dejó caer de espaldas contra la pared y se deslizó por ella para sentarse en el suelo dejando una distancia respetable entre los dos.

—No tienes que contármelo.

Evie no dijo nada. Hacia el sur, el sol destellaba contra la punta de acero de un edificio. El humo manaba de las chimeneas de los tejados en ráfagas gruesas y renegridas. Una valla publicitaria anunciaba chicles de menta con unas letras de hierro gigantescas. En el borde del tejado, las palomas arqueaban el cuello a la caza de comida.

—Me preguntaste cómo acabé viviendo con tu tío Will. No te contesté de inmediato —empezó Jericho.

Se sacó una rebanada de pan del bolsillo y la desenvolvió.

—No, es cierto —dijo Evie. En un momento dado, había sentido mucha curiosidad al respecto. En aquel instante, tan cerca de su inminente expulsión, no le importaba lo más mínimo. Pero le agradecía a Jericho que hubiera ido a buscarla, que intentase consolarla a su manera. Tan solo quería que siguiera hablando—. ¿Me lo vas a contar ahora?

El joven entornó los ojos bajo la luz del sol.

—Me crié en una granja de Pensilvania. Vacas y prados. Muchas tierras de cultivo. Allí era donde parecían nacer las mañanas. Es casi lo más distinto a esto que puedas encontrar.

—Suena genial —comentó Evie con la esperanza de que sus palabras no sonaran tan vacías como las sentía.

Jericho guardó silencio un instante, como si buscara los vocablos exactos.

—Hubo una epidemia. Poliomielitis. Se llevó primero a mi hermana. Y entonces yo me desperté con fiebre. Para cuando me llevaron al hospital de Filadelfia, ya no sentía ni las piernas ni los brazos, y me costaba respirar. Tenía nueve años.

Mientras hablaba, Jericho desmenuzaba el pan en trocitos diminutos y los lanzaba hacia el tejado de brea para que se los comieran los pájaros, que se arremolinaban ansiosos en torno a ellos.

—Me metieron en una máquina, un prototipo de algo en lo que estaban trabajando, un pulmón de acero. Respira por ti. Por supuesto, quedas atrapado en su interior…, es como un ataúd de metal. Me pasé días y días mirando al techo, contemplando cómo cambiaba la luz de las ventanas que había detrás de mí, como en un reloj solar. Mi madre venía desde Lancaster a caballo y en carro todos los domingos y rezaba por mí. Pero hay mucho trabajo en una granja, y tenía otros dos niños de los que ocuparse, y otro en camino. Pronto comenzó a visitarme un domingo sí y otro no. Luego simplemente dejó de ir. —Jericho migó más pan y lo lanzó hacia la melé de pájaros y graznidos—. Me dije que era por la nieve… Era imposible que llegara hasta Filadelfia por aquellas carreteras. Me conté cientos de mentiras. Es lo que hacen los niños. Es increíble la clase de cosas que puedes llegar a creer.

Evie no estaba segura de qué debía decir, así que guardó silencio y observó a las palomas que se enjambraban alrededor de la comida, que luchaban por ella.

—Entonces oí un pájaro que trinaba sobre el alféizar, señal de que había llegado la primavera. Supe que si el pájaro había conseguido llegar hasta allí, mi madre también habría podido. En cuanto oí el canto del pájaro al otro lado de la ventana, supe que mi madre no iba a volver. Lo supe incluso antes de que los médicos me dijeran que mis padres habían firmado los papeles que me convertían en pupilo del Estado.

Jericho se limpió las manos con el pañuelo.

—¿Cómo pudieron abandonarte sin más? —preguntó Evie al cabo de un rato.

—Los inválidos no sirven para manejar arados o máquinas de trillar. Necesitaba cuidados que ellos no podían darme. Y tenían otras bocas que alimentar.

—¿Cómo has podido perdonarlos con tanta facilidad?

—¿De qué me serviría no perdonarlos?

—Pero ahora estás sano y fuerte. ¿Cómo…?

Jericho lanzó una pequeña piedra del tejado con la misma potencia que un jugador de béisbol.

—Probaron algo nuevo. Tuve suerte; funcionó. Y, al cabo de un tiempo, me recuperé.

—¡Vaya, es un milagro!

—No existen los milagros —le aseguró él. La expresión del rostro de Jericho era impenetrable—. Will accedió a ser mi tutor. Él necesitaba un ayudante y yo necesitaba un hogar. Es un buen hombre. Mejor que la mayoría.

—Solo le importan su trabajo y ese puñetero museo —dijo Evie sin preocuparse por las palabras malsonantes.

—Eso no es cierto. No sé qué ha pasado hoy, pero estaba terriblemente preocupado. Habla con él, Evie.

La joven quería contarle a Jericho lo que había ocurrido, pero no era capaz de exponerse de nuevo al escrutinio de nadie.

—Ya se ha decidido a mandarme de vuelta a Ohio —le explicó—. Tal vez si fuera un fantasma me escucharía.

—Los fantasmas no existen. Pero no se lo digas a tu tío —dijo Jericho, y logró que Evie sonriera durante un segundo.

La joven sabía que debería empezar a hacer las maletas, pero quería prolongar lo inevitable un ratito más, grabarse el perfil de la ciudad en la mente para siempre. Habían sido unas semanas maravillosas. Era una pena que se acabaran.

Jericho sacó su libro raído y desgastado y Evie lo señaló con la cabeza.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Jericho se lo pasó y Evie leyó de la página marcada:

—«Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos?». —La chica miró a Jericho con los ojos entornados—. Está claro que sabes divertirte, ¿verdad? —Le devolvió el volumen—. ¿Me lees un poco?

—¿Quieres que te lea a Nietzsche?

—Tal y como me siento, no me hará daño.

Jericho se aclaró la garganta y se acomodó.

—«El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará?».

La voz de Jericho tranquilizó a Evie. La chica observó el relumbrar del sol contra el lateral de un depósito de agua situado en el tejado de un edificio hacia el oeste. Junto a ellos, las palomas daban saltitos en su incesante búsqueda de comida.

—«¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?».

—Jericho, ¿han probado tu cura milagrosa con alguien más?

—Ya te lo he dicho —contestó—. No existen los milagros.