MEMPHIS CAMPBELL, HARLEM, NUEVA YORK

Era por la mañana en Harlem, y las mañanas pertenecían a los chicos de la lotería ilegal. Desde el norte de la calle Ciento treinta a la calle Ciento sesenta, desde la avenida Amsterdam en el West Side hasta Park Avenue, al este, decenas de corredores vigilaban su territorio, listos para escribirles los boletos a sus clientes y llevar a toda velocidad aquellas esperanzadas combinaciones de números a sus banqueros, que operaban desde las habitaciones traseras de las tiendas de tabaco y las barberías, los bares clandestinos y los sótanos de arenisca. Todo tenía que ocurrir antes de las diez de la mañana, cuando la cámara de compensación de Wall Street publicara el volumen diario de negociación y alguien ganara las apuestas de mil a uno y triunfara o, más probablemente, fracasara. Rara vez actuaba a favor de Harlem, pero ellos jugaban igualmente, con la vaga esperanza de que su suerte cambiara algún día.

Memphis Campbell, de diecisiete años, estaba apoyado bajo la farola en su puesto de la esquina de la avenida Lenox con la calle Ciento treinta y cinco, junto a la entrada del metro, para coger a sus clientes cuando se dirigían hacia el trabajo. Mantenía los ojos abiertos por si se acercaba algún poli mientras rellenaba un boleto tras otro. «Sí, señorita Jackson, quince centavos al trío de la lavandera». «Cuarenta y cuatro, once, veintidós. Lo tengo». «Un dólar al trío de la muerte, aunque lamento oír que el primo de su tía ha muerto». «Bueno, si lo vio en un sueño, sería un estúpido si no jugara ese número, señor».

Los números los rodeaban por todas partes, patrones a la espera de ser descubiertos y convertidos en riquezas, suerte conjurada de la nada, sacada de himnarios, de vallas publicitarias, de bodas, de funerales, de nacimientos, de combates de boxeo, de carreras de caballos, de trenes, de profesiones, de órdenes fraternales y de sueños. Sobre todo de los sueños.

A Memphis no le gustaba pensar en sus sueños. Al menos no últimamente.

Cuando el ajetreo de la hora punta se desvanecía, se acercaba en busca de clientes a los vestíbulos de los edificios de apartamentos y se metía los boletos en una talega de cuero que llevaba en el calcetín por si lo registraban. Hizo una parada en el Deluxe Beauty Shop, donde el negocio del pelo y los cotilleos iba viento en popa.

—Así que le dije, puede que sea especialista en cueros cabelludos, ¡pero no hago milagros! —entretenía la dueña, la señora Jordan, a las desternilladas clientas del salón—. Ah, hola, Memphis. ¿Cómo estás?

Las señoras se enderezaron en sus sillas.

—Señor, ese chico es guapísimo —cloqueó una de las jóvenes al tiempo que se abanicaba con una revista—. Cariño, ¿te has buscado novia?

—¡Una en cada esquina! —rio la señora Jordan.

Memphis sabía que era guapo. Medía más de un metro ochenta y tenía los hombros anchos, además de las mejillas marcadas gracias a algún antepasado taíno. Floyd, el de la Barbería de Floyd, se encargaba de que Memphis llevara siempre el pelo casi al rape y bien engominado, y el señor Lavine, el sastre, se aseguraba de que sus trajes fueran elegantes. Pero era en la sonrisa de Memphis en lo que todo el mundo se fijaba primero. Cuando Memphis Campbell decidía poner en marcha el poder de su encanto, siempre comenzaba con la sonrisa: tímida al principio, luego amplia y deslumbrantemente brillante, acompañada por una mirada de cachorrillo que incluso a veces lograba que su tía Octavia se ablandara.

Memphis utilizó su sonrisa en aquel momento.

—Se está haciendo tarde, señoras.

—Eso es cierto. —La señora Jordan no detuvo el peine alisador y continuó manipulando el pelo de la mujer de la silla—. Anota mi apuesta habitual. Saqué esos números de un libro. Algún día me haré rica.

—Algún día te harás pobre —anunció con desdén una mujerona que leía una copia del New Amsterdam News.

La señora Jordan la señaló con el peine alisador.

—Dará resultado. Ya lo verás. ¿Verdad, Memphis?

Memphis asintió.

—Justo la semana pasada, me hablaron de un hombre que llevaba jugando a los mismos números un año. Y se llevó el premio —dijo el joven. Memphis volvió a pensar en su inquietante sueño. Puede que al fin y al cabo significara algo. Tal vez fuese un presagio de buena suerte, y no de mala—. Dígame, señora Jordan, ese libro suyo, ¿dice algo acerca de una encrucijada o una tormenta?

—Eh, una tormenta significa que vas a conseguir dinero, creo. La tormenta es el cuarenta y cuatro.

—¡Eso no es así! Una tormenta quiere decir que se acerca la muerte. Y el número que juegas para esas cosas es el once.

Las señoras se pusieron a pelearse por las diferentes interpretaciones de los sueños y las combinaciones de números posibles. Nadie podía ponerse de acuerdo jamás en cuanto a la respuesta correcta. Aquello era parte de lo que hacía que el juego fuera tan emocionante: todas aquellas posibilidades.

—¿Y qué hay de un ojo con un rayo debajo? —quiso saber Memphis.

La señora Jordan se quedó inmóvil, con el peine alisador aún sobre el pelo de su clienta.

—No lo sé exactamente. Pero quizás otra persona podría aclarártelo. ¿Por qué lo preguntas, cielo?

Memphis se dio cuenta de que tenía el ceño fruncido. Se relajó y volvió a esbozar aquella encantadora sonrisa que la gente se había acostumbrado a esperar de él.

—Ah, no es nada, solo algo que vi en un sueño.

La clienta de la silla dio un respingo.

—¡Ay! Fifi, ¡estás a punto de abrasarme la cabeza con ese peine alisador!

—¡Qué va! Tu problema es que tienes la cabeza demasiado delicada.

—Que tengan un buen día, señoras. Espero que salga su número —dijo Memphis, y se batió en rápida retirada.

Sobre Harlem, las nubes grises de la mañana iban deshilachándose hasta convertirse en finas volutas que dejaban al descubierto un cielo azul y perfecto cuando Memphis pasó junto al Drugstore Lenox[2], en el que a él y a su hermano pequeño, Isaiah, les gustaba ir a comer hamburguesas y a hablar con el dueño, el señor Reggie. Cruzó la calle para evitar la Funeraria Merrick, pero no pudo zafarse del recuerdo. Salió trepando de lo más profundo de su ser, todavía con el poder necesario para dejarlo sin el más mínimo aliento:

Su madre tumbada en la parte delantera, en el ataúd abierto y cubierto con un lirio de los valles, con las manos cruzadas sobre el pecho. Isaiah preguntándole: «¿Cuándo va a despertarse mamá, Memphis? Se está perdiendo la fiesta, y además toda esta gente ha venido para verla». Su padre sentado en la silla con respaldo de mimbre, mirándose con fijeza las manos enormes, hechas para tocar la trompeta, mientras los dolientes lloraban y gritaban y alguien entonaba un canto espiritual negro. La sensación de la tierra en los dedos de Memphis mientras el muchacho lanzaba terrones hacia el interior de la tumba. El ruido sordo y suave que hacía al golpear la tapa del féretro, la finalidad de aquel sonido. Recordó a su padre mientras embalaba todo lo que tenían en el apartamento de la calle Ciento cuarenta y cinco y mandaba a Memphis e Isaiah a compartir la atestada habitación trasera de la casa de la tía Octavia, a unas cuantas manzanas más hacia el norte, porque él se marchaba a Chicago en busca de trabajo. Les había prometido que mandaría a buscarlos cuando se instalara. Hacía dos años, diez meses y quince días de aquello, y ellos seguían compartiendo la habitación trasera de Octavia.

Memphis robó una botella de leche de un escalón de entrada y le dio un gran trago, como si así pudiera ahuyentar el pasado. Tenía una comezón en la piel, se sentía como si el mundo estuviera a punto de ser destripado. Y estaba convencido de que tenía algo que ver con el sueño.

Desde hacía dos semanas, siempre era igual: la encrucijada. El cuervo que volaba hacia él desde el campo. El cielo que se oscurecía y las nubes de polvo que se elevaban en el camino, justo por delante de lo que quiera que se estuviera acercando. Y el símbolo… siempre el símbolo. Estaba llegando al punto de tener miedo a quedarse dormido.

Una frase le llegó rápidamente. Memphis sabía que si no la apuntaba, después, cuando pudiera escribir, se le habría olvidado. Así que se detuvo y anotó aquel nuevo fragmento de poesía que tenía en la mente en dos boletos de la lotería aún en blanco. Luego se los guardó en un bolsillo diferente. Más adelante, cuando pudiera encaminarse hacia el cementerio, donde le gustaba escribir, las copiaría en el cuaderno de cuero marrón que contenía sus poemas y cuentos.

Memphis dobló la esquina. Bill Johnson el Ciego estaba sentado en un escalón con su guitarra. Su sombrero descansaba del revés ante sus pies, y varias monedas pequeñas se desperdigaban sobre el forro desgastado de su interior. «Conocí a un hombre en un camino oscuro, tenía una marca en la mano —entonaba el cantante de blues con el susurro cavernoso que era su voz—. Conocí a un hombre en un camino oscuro, tenía una marca en la mano. Dijo que la tormenta se acercaba, que llovería con fuerza sobre la tierra». Cuando Memphis pasó ante él, Bill el Ciego lo llamó:

—¡Señor Campbell! ¡Señor Campbell! ¿Es usted?

—Sí, señor. ¿Cómo lo ha sabido?

El viejo arrugó la nariz.

—Floyd es bueno con las tijeras, pero esa gomina que usa podría despertar a un muerto. —Soltó una risa dura, áspera. Palpó con los dedos las monedas que contenía el sombrero y las fue tocando una por una hasta encontrar dos de diez—. Ponga veinte centavos a mi número, señor Campbell. Uno, siete, nueve. Venga, apúntelo ya. Anote ese número para el viejo Bill el Ciego —dijo ansioso.

Memphis quería decirle que debería guardarse el dinero para otras cosas. Todo el mundo sabía que Bill vivía en la misión del Ejército de Salvación, y a veces en la calle, cuando el clima se lo permitía. Pero no le correspondía a él decir nada, así que se guardó las monedas y escribió un boleto.

—Sí, señor, lo apuntaré.

—Solo necesito un cambio de suerte, nada más.

—Como todos —dijo Memphis, y siguió caminando.

A sus espaldas, el hombre volvió a coger su guitarra para cantar sobre hombres sombríos en caminos oscuros y trapicheos llevados a cabo bajo cielos sin luna y, aunque estaban en el corazón de la ciudad, con sus trenes atronadores y sus aceras atestadas, Memphis experimentó un extraño vuelco en el corazón.

—¡Memphis! —lo llamó otro chico de la lotería desde el final de la calle—. ¡Más te vale espabilar! ¡Son casi las diez!

Memphis se olvidó de sus pesadillas. Tiró la botella de leche vacía a una papelera, se echó su alforja al hombro y rompió a correr calle abajo hacia el Hotsy Totsy para esperar a que llegara el número del día.

Un cuervo graznó sobre una farola. Bill el Ciego detuvo su canción y se puso tenso, a la escucha. El pájaro volvió a graznar. Después agitó sus alas brillantes y ensombreció los pasos de Memphis Campbell.