Eugene Meriwether entró en el imponente edificio blanco de la Gran Logia Masónica en la calle Veintitrés Oeste, cerca de la atronadora línea elevada de la Sexta Avenida, y subió la escalera hasta un pequeño despacho del tercer piso. Había disfrutado de una cena en un restaurante con sus Hermanos tras una reunión sobre una organización benéfica que esperaban poner en funcionamiento. En aquel momento, a la suave luz de su lámpara de banquero, comenzó a trabajar en una propuesta para que la revisara el Gran Maestro.
En el silencio de su despacho, abrió la cajita de joyería que llevaba guardada en el bolsillo interior de la chaqueta y acarició con un dedo los gemelos que descansaban sobre el terciopelo oscuro. Al día siguiente era el cumpleaños de Edward. Sonrió al imaginarse a Edward preguntando: «¿Qué es esto?», mientras abría la caja y contemplaba la calidad de los gemelos, que llevaban una «E» tallada, la inicial que ambos compartían. Casi pudo sentir el dulce beso que Edward le daría en los labios. Edward, su gran amor; Edward, su gran secreto.
Un ruido repentino captó la atención de Eugene…, un silbido alegre. Pensó con consternación en el viejo señor Saunders, a quien le gustaba beber y que podría haberse colado en el edificio dando tumbos.
Gritó:
—Saunders, viejo amigo, ¿eres tú?
El silbido paró. Satisfecho, Eugene regresó al trabajo. Pero unos momentos después, allí estaba de nuevo: un eco irritante y pegadizo que retumbaba en la logia vacía. Más que irritante… era incómodo. Había un teléfono sobre el escritorio, y Eugene se preguntó si debía o no llamar a la policía. ¿No se sentiría estúpido si al final resultaba ser el viejo Saunders? Y qué humillante resultaría para el anciano, que era amigo íntimo del mismísimo Gran Maestro. En fin, que Eugene podría acabar con su propia posición en la Hermandad y no pasar jamás de Segundo Vigilante. No, no podía arriesgarse a la mancha de la vergüenza o el ridículo. Le gustaría llegar a ser Gran Maestro un día. Sí, mejor se ocupaba de aquello por su cuenta. Si se encargaba de aquel asunto de Saunders cuidadosa y discretamente, el viejo tal vez le cogiera aprecio. ¡Aquel era el tipo de oportunidad disfrazada de obstáculo sobre el que hablaban los libros de inspiración! Se enfrentaría al reto cara a cara. Qué orgulloso se sentiría Edward cuando se lo contara después.
De nuevo, gritó:
—Saunders, ¿me oyes?
Nada excepto el maldito silbido.
Tras estirarse la corbata, Eugene Meriwether abandonó la seguridad de su escritorio y asomó la cabeza por la puerta del despacho. Al otro extremo del pasillo oscuro, una luz dorada y refulgente brotaba de la puerta entreabierta de la Sala Gótica. Arrastrado por la curiosidad, el masón avanzó hacia ella pasando ante los retratos enmarcados de los hermanos masones difuntos. Mientras recorría el pasillo en penumbra, en el estómago de Eugene Meriwether se disparó una alarma silenciosa que se extendió por sus venas palpitantes. Algo que se retrotraía a sus más primitivos ancestros y su necesidad de recogerse en torno al fuego en una cueva, el tipo de aviso que ninguna civilización, por avanzada que fuera, jamás podría erradicar del todo. Casi deseó haber llamado a la policía, pero su ambición lo empujó a seguir adelante, hacia la habitación resplandeciente. Agarró el pomo y empujó la puerta.
Fuego. El resplandor dorado procedía de una hoguera que ardía en el altar central. Y mientras intentaba encajar las piezas de lo que estaba ocurriendo —¿una hoguera? ¿En la Sala Gótica? ¿Cómo?—, la puerta se cerró de golpe a su espalda. Tiró de la manilla dándole vueltas a mil explicaciones lógicas en la cabeza: «Es una broma. Unos vándalos que necesitan una lección. Van a lamentar mucho todo esto, muchísimo. Mantienen la puerta cerrada desde el otro lado. La juventud de hoy… Ya no hay respeto. Son todos unos vándalos».
El silbido paró. Una voz profunda y grave resonó en la sala.
—«Pues no caminaron por el sendero de la virtud y, mirad, la furia del Señor se despertó dolorosamente».
Una sombra oscura atravesó la pared. A primera vista parecía ser la sombra alargada de un hombre. Pero, cuando se acercó, se hizo evidente que lo que quiera que estuviera acechando a Eugene Meriwether distaba mucho de ser humano.
—«Y para la séptima ofrenda se exigió: Expulsad a los herejes del Templo de Salomón bajo el ojo vigilante de Dios y purificad sus pecados con una ofrenda de sangre y fuego. Porque no hay expiación del pecado sino la sangre…».
Eugene Meriwether se llevó una mano al pecho y sintió el furioso latido de su corazón debajo de la cajita cuadrada destinada a Edward. Aferrándose a los recuerdos de su amor, Eugene se volvió lentamente. Y cuando las paredes comenzaron a susurrar, perdió pie en el precipicio de la razón y comenzó la terrible caída hacia un infierno inimaginable.