EL HOTSY TOTSY

Había sido un día de lo más aburrido; la lluvia había retenido a Evie todo el día en el museo, donde se entretuvo reordenando los libros de una estantería de acuerdo con una taxonomía que solo ella entendía. Cuando pensó que iba a perder la cabeza escuchando el sonido de la lluvia y dejándose arrastrar por el aburrimiento, se alegró al pensar que —si sobrevivía a la tarde— disfrutaría de lo que prometía ser una emocionante velada con sus amigos. Por fin había llegado el anochecer. Evie se había dado un baño, se había perfumado y se había probado todos y cada uno de los conjuntos de su armario antes de decidirse por un vestido plateado de cuentas alargadas que centelleaba sobre su cuerpo como si se tratara de lluvia. Se puso un larguísimo collar de perlas que le daba dos vueltas al cuello. En los pies lucía un par de merceditas de satén gris con los tacones negros y curvados y las hebillas de diamantes falsos de forma cóncava. Se pintó los labios de rojo oscuro, se perfiló los ojos de negro y remató el conjunto con un abrigo de terciopelo negro con el cuello de piel. Metió veinte dólares de sus menguantes reservas en un bolso de rejilla, se roció con una descarga de su atomizador y salió al salón. Jericho estaba sentado a la mesa de la cocina pintando miniaturas para la maqueta de una escena bélica. El tío Will estaba sentado a su desordenado escritorio junto a los ventanales, rodeado de montones de papeles y libros.

Al oír a Evie, levantó la cabeza un segundo, la estudió y regresó a su trabajo.

—Vas muy arreglada.

Evie comenzó a ponerse los guantes de encaje, que le llegaban hasta más arriba de los codos y dejaban los dedos al descubierto.

—Voy a bailar con Zeta y Henry al club nocturno de moda.

—Me temo que esta noche no —repuso Will.

Evie se quedó inmóvil con un guante a medio poner.

—Pero, tío, Zeta me está esperando. Si no voy, será una absoluta falta de respeto. ¡Nunca volverá a quedar conmigo!

—Por si no te has enterado de la noticia, hay un brutal asesino merodeando por las calles de Manhattan.

—Pero, tío…

—Lo siento, Evie. No es seguro. Ya habrá otra ocasión. Estoy convencido de que Athena lo entenderá.

—Se llama Zeta. Y no, no lo entenderá. —Evie notó que las lágrimas amenazaban con desbordársele. Se había pasado siglos maquillándose los ojos, así que parpadeó con fuerza para evitar que se le emborronaran—. Por favor, tío.

—Lo lamento, pero mi decisión es definitiva.

Will volvió a meter la cabeza en su libro; juicio final, caso cerrado.

En la radio, el locutor elogiaba los méritos del seguro dental de marras: «Porque su salud dental es demasiado importante como para dejársela al azar».

Jericho se aclaró la garganta.

—Podríamos jugar a las cartas, si te apetece. O escuchar la radio. A las nueve empieza un programa nuevo.

—Genial —dijo Evie con amargura, y regresó a su habitación hecha una furia.

Dio un portazo tras ella y se lanzó sobre la cama. Su nuevo tocado de perlas falsas se le cayó sobre las cejas y tuvo que volver a colocárselo en su sitio. ¿Por qué, de entre todas las noches, Will había elegido aquella para comportarse como…, bueno, como un padre? No podían vivir aterrorizados tras las paredes del Bennington y sin aventurarse jamás más allá del museo. Evie se tumbó de espaldas y contempló a través de la ventana el mundo que se extendía al otro lado de la escalera de incendios.

La escalera de incendios.

La muchacha se incorporó. Se secó los ojos con los dedos y volvió a ponerse los guantes. Abrió una rendija en la puerta de su habitación.

—Me retiro a descansar —anunció.

Con mucho cuidado, abrió la ventana y salió a la escalera de incendios. Si Evie había aprendido alguna verdad a lo largo de su corta vida, era que el perdón era más sencillo de buscar que el permiso. Aunque tampoco tenía intención de pedir ninguna de las dos cosas.

Varios pisos más abajo, Mabel gritó cuando la joven entró por la ventana de su habitación diciendo:

—Baja la voz. Soy yo.

—Creí que eras el Asesino del Pentáculo, que había venido a cortarme el cuello.

—Mi tío y tú… Siento decepcionarte.

Evie se alisó y recolocó el vestido.

—Mabel, querida, ¿qué ocurre? —preguntó la señora Rose desde el otro lado de la puerta.

—¡Nada, madre! Me pareció ver una araña, pero me había equivocado —vociferó la muchacha—. Creía que nos encontraríamos arriba —le susurró a Evie.

—Cambio de planes. Mi tío me ha prohibido salir. ¡Te juro que se está comportando igual que un padre! —Evie escudriñó el sencillo vestido de organza blanca de Mabel—. Por Dios santo, ¿has perdido las ovejas, Carita de Pan?

—¿Qué tiene de malo este vestido?

—Necesitas lápiz de labios.

—No, no lo necesito.

Evie se encogió de hombros.

—Tú misma, Mabesie. No puedo disputar dos batallas en una misma noche.

Evie y Mabel se encaminaron de puntillas hacia la puerta. Los Rose estaban celebrando otra de sus reuniones políticas…, algo relacionado con la apelación de Sacco y Vanzetti, los anarquistas. La señora Rose las llamó:

—Hola, Evangeline.

—Hola, señora Rose.

—Es muy amable por parte de tu tío llevaros a una lectura de poesía. Es importante que cuidéis de vuestra educación en lugar de malgastar el tiempo con pasatiempos burgueses e inmorales como bailar en clubes nocturnos.

Evie le lanzó una mirada discreta a Mabel. Tuvo que esforzarse mucho para no echarse a reír.

—Tenemos que irnos, madre. No queremos llegar tarde a la lectura —dijo Mabel, y arrastró a su amiga tras ella.

—Me parece que no soy la única fugitiva de la noche —comentó Evie mientras corrían hacia el ascensor.

Mabel esbozó una enorme sonrisa.

—Me parece que no.

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—Y entonces le dije: «El placer ha sido todo tuyo». Se lo dije tal cual, además. Tuve la última palabra —explicó Evie al contarles la primera visita de Sam Lloyd al museo.

—Seguro que sí —comentó Zeta entre risas—. No deberías permitir que ese Sam te afecte de esa manera.

—¿Acaso he dicho que me afecte?

—No. Ya veo que lo has superado por completo, Evil —contestó Zeta, y Henry sonrió con ironía.

Los cuatro habían cogido un taxi hasta Harlem y Zeta había tenido el bonito detalle de pagarlo. En aquel momento se dirigían a un club nocturno llamado el Hotsy Totsy, que se suponía que era el mejor.

—Se acabó. Fin. Borrado del mapa —dijo Evie al tiempo que sacudía la mano en el aire para apoyar sus palabras.

—Bien, porque ya hemos llegado. Y estoy bastante segura de que la contraseña no es «Sam», ni «Lloyd».

Henry llamó con un golpeteo rítmico y rápido —bum-da-BUMbum— y, un segundo después, se entreabrió una puerta. Un hombre que llevaba una chaqueta de esmoquin blanca y corbata les dedicó una sonrisa.

—Buenas noches, señores. Esto es una residencia privada.

—Somos amigos del sultán de Siam —contestó Henry.

—¿Cuál es la flor favorita del sultán?

—Le edelweiss es preciosa.

De inmediato, la puerta se abrió de par en par.

—Por aquí.

El hombre del esmoquin los guio a través de una bulliciosa cocina caldeada por el vapor y por una escalera de caracol que descendía hasta un túnel subterráneo.

—Conecta con el edificio contiguo —les susurró Henry a Evie y a Mabel—. De ese modo, si hay una redada en el club, la mayor parte del alcohol está a salvo en algún punto de este edificio.

El hombre abrió otra puerta y los invitó a pasar a una habitación decorada como el palacio de un sultán. Unos helechos gigantescos rebosaban sobre los bordes dorados de unas macetas enormes. El techo estaba recubierto por un artesonado de seda color champán, y las paredes estaban pintadas de rojo carmesí. Los manteles que cubrían las mesas —rematadas con farolillos ambarinos— eran de damasco blanco. Sobre el escenario, la orquesta interpretaba una pieza de jazz que volvía locas a las flappers de la pista de baile mientras los hombres gritaban: «¡Vamos, vamos, vamos!» y «¡Adelante!». Los clientes ricachones, con sus cócteles en las manos, saltaban de una mesa a otra y llamaban a las vendedoras los cigarrillos, que paseaban por el local ofreciendo Lucky Strike, Camel, Chesterfield y Old Gold en bandejas esmaltadas. Un cartel enorme prometía una fiesta especial para la observación del cometa de Salomón, y Evie intentó no pensar en el siniestro significado del cometa para un loco.

—¡Esto es la pera limonera! —exclamó la joven sin dejar de contemplar todo lo que la rodeaba. Aquello era lo que tanto había esperado. Clubes como aquel no existían en ningún lugar que no fuera Manhattan—. Y la orquesta ni te cuento.

Henry asintió.

—Son los mejores. Una vez los oí tocar en el Cotton Club. Pero no me gusta ir allí porque tienen barrera del color. —Al ver la confusión de Evie, Henry le explicó—: En el Cotton Club no había problema alguno en que la orquesta actuara ante la gente blanca. Pero no podían sentarse a las mesas y pedir una copa, ni relacionarse con los clientes. Este sitio lo dirige Papá Charles King. Sirve a todo el mundo.

En la esquina, una mujer blanca charlaba en una mesa con un hombre negro. Aquello jamás habría podido pasar en Ohio, y Evie se preguntaba qué tendrían sus padres que decir al respecto. Nada agradable, seguro.

Zeta le dio un codazo a Henry.

—Ahí está Jimmy D’Angelo. Ve a engatusarlo para que te deje tocar.

Henry se disculpó y se encaminó hacia la mesa que había cerca del escenario, donde un hombre con un sombrero de copa y un monóculo se estaba fumando un puro con un loro de color verde brillante posado sobre el hombro de su esmoquin.

—Henry tiene mucho talento, pero Flo, el señor Ziegfeld, no lo ve —señaló Zeta—. Henry le ha vendido unas cuantas canciones al Tin Pan Alley…, suficiente para cubrir gastos y poco más. Son cancioncillas que no están mal, pero nadie le compra las buenas. Pobrecito.

—Me encantaría escucharlas —dijo Mabel.

—Espero que llegues a hacerlo. El chico solo necesita un golpe de suerte, eso es todo. —Zeta se echó el chal sobre un hombro—. Hora de lucirse, muñecas. Echadle un vistazo al lugar como si fuerais demasiado buenas para este vertedero. Seguidme.

La bailarina avanzó lentamente ante las mesas sin dignarse a mirar a nadie. Varias cabezas se volvieron cuando Zeta, Evie y Mabel siguieron al camarero entre las mesas abarrotadas. Eran reinas de Saba con sus mejores galas de flapper, y atraían miradas de admiración. Unas cuantas personas reconocieron a Zeta por la revista.

—Debe de ser genial ser famosa —comentó Evie.

Zeta se encogió de hombros.

—Creen que me conocen, pero no es así.

El camarero las sentó a una mesa en una esquina y les entregó los menús, impresos en un grueso papel de color crema. Mabel abrió los ojos como platos.

—¡Estos precios son increíbles!

—Créetelos —dijo Zeta—. Asegúrate de que te gusta mucho lo que pides, porque tendrás que alargarlo durante toda la noche.

—A mi madre le daría un ataque ante este exceso —dijo la muchacha con tono de culpabilidad.

—Tu madre no está aquí.

—Gracias a Dios —murmuró Evie.

Un camarero se acercó a ellas con una botella de champán y una cubitera plateada.

—Lo siento, amigo. No hemos pedido burbujas —le indicó Zeta.

—Para las señoritas. De parte de un caballero que las admira —repuso el joven.

—¿Quién es? —preguntó Zeta al tiempo que estiraba el cuello para otear la sala.

—El señor Samson, de la mesa quince —respondió el camarero mientras movía la cabeza con disimulo en su dirección.

—Oh, vaya —dijo Zeta.

—¿Qué pasa? —Evie no veía muy bien en la oscuridad.

—¿Veis a ese tipo de ahí? No miréis con descaro.

Las chicas trataron de atisbarlo por encima de los menús. Cuatro mesas más allá, se sentaba un hombre fornido con un bigote muy poblado y el inconfundible aire petulante de los ganadores de Wall Street.

—¿El que parece una morsa escapada de un zoo? —preguntó Evie.

—Exactamente. Es uno de esos pringados que quiere sentirse como si aún fuera joven y fascinante. Probablemente tenga esposa y tres mocosos en Bedford y crea que vamos a hacerle pasar un buen rato. Eh, nos está mirando. Sonreíd, chicas.

Evie le dedicó un gesto amable y el hombretón levantó su copa. Las chicas hicieron lo propio como respuesta. El hombre les lanzó un beso y gesticuló para que se unieran a él.

—¿Y ahora qué? —preguntó Evie entre dientes, aún con la sonrisa dibujada en la cara.

—Ahora sí que ha llegado el momento de lucirse. —Zeta se tomó de un trago su champán y soltó un enorme eructo que atrajo miradas de asco de las mesas que las rodeaban—. ¡Nada como una buena copa de priva para quitarle los gases a una chica! —exclamó Zeta a voz en grito dándose palmaditas en el estómago.

Frente a ellas, el hombre se quedó inmóvil con la copa suspendida en el aire. Apartó la mirada de inmediato.

—¡Está escandalizado! —rio Evie.

—Ahora ya puede volver a casa con su esposa en Bedford y nosotras podemos disfrutar de este zumo de uva tranquilamente.

—¿Cómo te hiciste tan lista?

—A base de golpes —respondió Zeta.

Evie y ella brindaron y le dieron un sorbo al champán del caballero.

Mabel le hizo un gesto a un camarero.

—¿Podría traerme un Sloe Gin Fizz sin ginebra?

—¿Qué sentido tiene eso, señorita? —preguntó el camarero.

—El de mañana por la mañana —contestó ella.

—Como quiera, señorita.

—¿Cómo le va a Henry? —preguntó Zeta, y volvió a estirar el cuello.

A varias mesas de distancia, Henry estaba recostado en una silla escuchando al hombre del loro con una expresión de hermosa y aburrida elegancia.

—Henry no es realmente tu hermano, ¿verdad? —quiso saber Evie.

Zeta sonrió con ironía.

—Ya la has liado. Ahora la gente murmurará.

Zeta lo dijo tan seria que a Evie le costó unos segundos darse cuenta de que estaba de broma.

—¿Cómo os conocisteis?

—Por la calle. Me estaba muriendo de hambre y él me dio la mitad de su bocadillo. Es un amigo de verdad.

—Si no te importa que te lo pregunte, ¿por qué vosotros no…?

Zeta entrecerró los ojos y soltó una fina bocanada de humo. Evie tuvo la sensación de que estaba sopesando la respuesta.

—Simplemente no nos gustamos de ese modo. Puede que no sea mi verdadero hermano, pero para mí es como si lo fuera. Haría cualquier cosa por él.

Henry se acercó a ellas y Zeta se hizo a un lado para dejarle sitio.

—¿Qué me he perdido? —preguntó—. Eh, ¿de dónde ha salido el champán?

—De una morsa solitaria —le contestó Evie, y se echó a reír.

Ya se notaba algo borracha, más a causa de la emoción y del optimismo que del champán. Le caían bien Zeta y Henry. Eran tan sofisticados… no se parecían a nadie que hubiera conocido en Ohio. Ojalá ella también les cayera bien.

—Llegas justo a tiempo. Estábamos a punto de hacer un brindis —anunció Zeta.

Henry levantó su copa.

—¿Por qué?

—Por nosotros. Por el futuro —respondió Zeta.

—Por el futuro —repitieron Henry, Evie y Mabel.

La orquesta inició una pieza sensual, insinuante, y Evie recostó la cabeza sobre el hombro de Zeta.

—¿No te sientes como si esta noche pudiera pasar cualquier cosa?

—Esto es Manhattan. Puede pasar cualquier cosa en cualquier momento.

—Pero ¿y si conocieras al hombre de tus sueños esta noche?

Zeta dejó escapar otra voluta de humo de su cigarrillo.

—No me interesa. El amor es un lío, niña. Deja que las demás se vuelvan locas y se hagan ilusiones. ¿Yo? Yo tengo planes.

—¿Qué planes? —preguntó Mabel.

Un camarero les había llevado paté con tostadas, y lo estaba devorando con deleite.

—Cine. Ese es el futuro. Tengo entendido que van a empezar a hacer películas sonoras.

Evie soltó una carcajada.

—¿Películas sonoras? ¡Qué horror!

—Va a estar genial. Cuando mi contrato se acabe, me marcharé a California con Henry. ¿Verdad, Henry?

—Lo que tú digas, preciosa.

—He oído que tienen limoneros, y que puedes coger los frutos en cualquier momento y hacer limonada fresca. Tendremos una casa con un limonero en el patio de atrás. Y puede que hasta un perro. Siempre he querido un perro.

A Evie le entraron ganas de reírse, pero Zeta parecía muy seria, e incluso un poco triste, así que se limitó a beberse su champán.

—Suena muy bien. —Entrechocó su copa con la de Zeta—. ¡Por los limoneros y los perros!

—¡Por los limoneros y los perros! —dijeron Henry y Zeta entre risas.

—Por los limoneros y los perros —masculló Mabel con la boca llena.

Evie se echó hacia delante y apoyó la barbilla en la palma de la mano.

—¿Y qué hay de ti, Henry?

—¿Yo? Voy a escribir canciones para las películas. Canciones de verdad. No esas tonterías pegadizas que le gustan a Flo Ziegfeld —aseguró.

—¡Por las canciones de verdad! —brindó Evie—. ¿Mabesie?

—Voy a ayudar a los pobres. Pero, primero, voy a comerme hasta la última miga de esto. —Hizo un gesto de éxtasis—. Buenísimo.

Zeta ladeó la cabeza.

—¿Qué hay de ti, Evil?

Lentamente, Evie le dio la vuelta a su copa sobre la mesa. ¿Qué podía decir? «Voy a parar de tener pesadillas con mi hermano muerto. Voy a hacer que el pasado deje de perseguirme como un fantasma vengativo. Voy a encontrar mi lugar en el mundo y demostrarle a todos de qué pasta estoy hecha». Lo había notado desde el momento en que bajó del tren en la estación de Pensilvania, la sensación de que aquel era su sitio, de que Manhattan era su verdadero hogar.

—Probablemente suene estúpido…

Henry soltó una carcajada estruendosa y dramática y después se encogió de hombros.

—Solo quería quitármela de en medio antes de escucharte, querida.

Evie sonrió abiertamente. ¡Cuánto le gustaban sus nuevos amigos!

—Desde el momento en que llegué aquí, he experimentado una sensación de destino de lo más extraña… como si lo que quiera que vaya a pasar, quienquiera que sea la persona en que voy a convertirme, estuviese esperándome a la vuelta de la esquina. Quiero estar lista. Quiero darme de bruces contra ello. —Evie levantó la copa—. Por lo que quiera que sea que me está esperando a la vuelta de la esquina.

—Espero que no sea un coche a punto de arrollarte —bromeó Mabel.

—Por las cosas buenas que estás a punto de descubrir —intervino Zeta.

—Por el destino de Evie —dijo Henry, e hizo repicar su copa contra las de las demás alegremente.

Evie se quedó inmóvil con su vaso a medio camino de los otros.

—No me lo puedo creer. ¡Qué descaro!

—¿Qué te pasa? —preguntó Zeta.

Evie dejó la copa en la mesa con brusquedad y derramó el champán sobre el mantel.

—Zeta, coge mi bolso. Hay veinte dólares dentro. Puede que los necesites para pagar mi fianza.

—Por última vez, ¿qué ocurre?

—Sam Lloyd —siseó Evie.

Se encaminó con decisión hacia donde se encontraba el muchacho, apoyado contra una columna de mármol, hablando con una rubia de labios perfectos y rojos.

—Perdone, señorita.

Evie se interpuso entre los dos.

—¡Eh! —protestó la chica, pero Evie se mantuvo firme.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber.

—¿Que qué estoy haciendo aquí? Yo siempre vengo aquí. La pregunta es ¿qué haces tú aquí?

—¿Quién es esta? ¿Tu madre? —preguntó la rubia con una voz tan aguda que podría hacer estallar el cristal.

Evie se dio la vuelta.

—Soy del Ministerio de Sanidad. ¿Has oído hablar de María Tifoidea? Este tipo tiene gérmenes como para iniciar su propia colonia.

La chica abrió los ojos de par en par.

—¡Por Dios!

—Eso mismo. Por seguridad, tal vez quieras quemar esa ropa de fiesta. De hecho, quizá quieras quemarla por principios.

—¿Eh?

Evie miró a Sam enarcando una ceja.

—Vaya, Sam, es encantadora. —A continuación se volvió de nuevo hacia la rubia, se acercó a ella y le susurró al oído—: ¿Ves a ese tipo de ahí, el del bigote? —Evie señaló al hombre morsa—. Es tan rico que podría comprarse unos grandes almacenes y aún le sobraría para una buena cena. ¿Por qué no vas a que te invite a una copa?

—¿Lo dices en serio?

—Claro. Es un pez gordo de verdad. Confía en mí.

La chica sonrió.

—Eh, gracias por el consejo, cariño.

—Las chicas tenemos que apoyarnos.

La muchacha pareció preocuparse.

—¿Estarás bien con este… tifoideo?

—No pasa nada —dijo Evie al tiempo que le lanzaba una mirada amenazadora a Sam—. Soy inmune a su enfermedad.

Sam observó a la sensual rubia mientras se contoneaba de camino a la mesa del hombre morsa y sacudió la cabeza.

—¿No te han dicho nunca que eres de lo más inoportuna, hermana?

—¿De dónde has sacado esa chaqueta de esmoquin? Parece cara.

Sam sonrió.

—Del respaldo de una silla.

—¿La has robado?

—Digamos que la he tomado prestada mientras dure mi estancia en el club.

—Tendré que decírselo al tío Will.

—Adelante. Claro, que entonces tendrás que explicarle qué estabas haciendo en un club clandestino de Harlem a las once y media de la noche.

Evie abrió la boca para soltarle una bronca a Sam justo cuando el maestro de ceremonias se acercó al micrófono. La camisa blanca que llevaba bajo el esmoquin estaba tan almidonada que parecía a prueba de balas.

—Y ahora el Hotsy Totsy presenta a las Famosas Chicas Hotsy Totsy interpretando ese baile prohibido, ¡el Black Bottom!

La orquesta atacó la melodía del baile, enérgico y jazzístico. Con un gran hurra, las coristas, jóvenes y hermosas, salieron pavoneándose al escenario. Balanceaban las caderas y marcaban un ritmo duro y rápido con sus zapatos plateados. Con cada contoneo, las cuentas alargadas de sus escandalosamente explícitos trajes se bamboleaban y agitaban. Era el tipo de espectáculo que Evie sabía que a su madre le habría resultado apabullante: un ejemplo de la decadencia moral de las jóvenes generaciones. Era sexual, peligroso y emocionante, y Evie quería más.

El pianista coreó a las chicas y ellas se lanzaron hacia el frente, con las caderas por delante. Pusieron los dedos en forma de garras y todo el mundo se precipitó a la pista de baile que había bajo el escenario, inmersos en el baile y en la noche.

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Zeta estaba sentada a la mesa, sola, tras una inescrutable nube de humo de cigarrillos, observando a la gente. Henry había iniciado una conversación con un atractivo camarero llamado Billy, y Zeta se preguntó si su amigo volvería a casa con ella aquella noche. Contempló a las debutantes mimadas pasándoselo en grande por haber ido al norte de la ciudad a escuchar jazz en un club prohibido solo para inquietar a sus madres. Se fijó en los camareros de la barra, que llenaban las copas pero no dejaban de mirar hacia las puertas. Observó a las corazones solitarios que soñaban despiertas con tipos que, ajenos a ellas, soñaban despiertos con otras chicas. Vio que estallaba una discusión entre una pareja que después permaneció sentada en un silencio agónico. Contempló a las chicas de los cigarrillos sonriendo a todas las mesas, exaltando los beneficios para la salud de los Lucky Strike o los Chesterfield, la empresa que les pagara un poco más. Estudió a las jóvenes que bailaban sobre el escenario y se preguntó qué edad tendrían cuando comenzaron. ¿Las habrían arrastrado por el circuito de ciudad en ciudad desde los cuatro años? ¿Habrían pasado noches en blanco sobre los suelos de moteles infestados de pulgas y, al día siguiente, habrían hecho la ruta de los agentes promotores medio muertas de cansancio? ¿Habría sido alguna de ellas lo bastante temeraria como para fugarse de una ciudad pequeña en mitad de la noche? ¿Se habrían cambiado de nombre y de aspecto para convertirse en alguien completamente nuevo, alguien a quien no pudieran encontrar? ¿Poseería alguna de ellas un poder tan aterrador que tuviera que mantenerse bajo el más férreo control?

Un chico guapo con el alfiler de una fraternidad prendido en la solapa se situó delante de la mesa de Zeta y le interceptó la vista.

—¿Te importa si me siento contigo?

Zeta apagó su cigarrillo.

—Lo siento, amigo. Estaba a punto de irme.

Cogió su chal y el bolso de Evie y se marchó en busca del salón de señoras.

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Memphis había terminado los recados de la noche. Mientras atravesaba la cocina del Hotsy Totsy, se guardó unas cuantas galletas en el bolsillo para Isaiah, y después se dispuso a comprobar el ambiente del club. Una chica borracha a la que se le habían deshecho los rizos de tanto bailar lo llamó cuando pasó ante ella.

—Eh, chico, tráeme mi abrigo, ¿vale?

Le puso una moneda de veinticinco centavos en la mano.

—¿Tengo pinta de trabajar para ti? Ve tú a por tu puñetero abrigo.

Se la lanzó con rabia y la moneda aterrizó a los pies de la chica.

—Vaya, yo no…

—Y no lo harás —gruñó Memphis.

Al otro lado del pasillo había un salón con sillones de cuero y alfombras persas adonde las parejas iban a meterse mano o a fumar. Memphis pasó ante una pareja que se besuqueaba y se acomodó en su sillón favorito a leer.

—¿Te importa? —le dijo el hombre.

—Un poco. Pero no pasa nada, estaré bien —replicó Memphis con la más amplia de sus sonrisas dibujada en la cara.

Abrió el libro. El hombre soltó un taco por lo bajo y le dedicó un insulto que al muchacho no le gustó lo más mínimo. Pero no se movió y, al cabo de un momento, la pareja se marchó. Solo en la habitación, Memphis se sumió en los placeres de la lectura.

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—Bailemos —propuso Sam.

—¿Contigo? —preguntó Evie con desdén—. Solo para que lo sepas, Zeta me está guardando el dinero para mayor seguridad.

—Venga, muñeca, seré tan bueno como un boy scout. —Entrelazó sus dedos con los de ella—. Siente el ritmo, niña. ¿No te llama?

Evie miró hacia la pista de baile. Una multitud de flappers, entregadas al ritmo y al alcohol, la estaban destrozando. Evie quería sumergirse en el meollo. Dejarse ir bajo las luces.

—Solo un baile —dijo, y arrastró al chico hacia la muchedumbre que giraba y giraba.

Sam tiró de Evie y adoptó la posición de vals. La joven sintió la calidez de su mano al final de la espalda.

—¿Qué haces? —le preguntó mientras se movían despacio en el sitio.

—Ir contra corriente —contestó Sam.

—Puede que a mí me guste ir a favor de la corriente.

—¿A ti? No lo creo.

—Tal vez no me conozcas tan bien como crees —le gritó cerca de la oreja.

Era difícil charlar con el ruido de la orquesta y los bailarines.

—Eso podríamos solucionarlo —repuso Sam, y la hizo girar bajo su brazo.

Era un buen bailarín. Elegante y de movimientos rápidos, sabía cómo llevarla sin resultar dominante. Al menos en la pista de baile lo hacían genial juntos.

—Hueles como para comerte —le susurró Sam tan cerca del oído que a Evie se le erizó la piel de la mandíbula.

—Eres igual que el lobo feroz —murmuró ella.

—Oye, sobre ese asunto de los fantasmas…, ¿tu tío cree de verdad en ellos o se limita a ganarse la vida con eso?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Evie. No le apetecía pensar en Will en aquel momento—. ¿Por qué? ¿Tú crees en eso?

Sam forzó una sonrisa.

—Un hombre tiene que creer en algo.

Hizo girar a Evie una y otra vez bajo las luces.

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Mabel había ido al baño para regresar a una mesa vacía. Un minuto después, un tipo llamado Scotty la había convencido para que bailara con él y se las había ingeniado para pisarle los dos pies tres veces, además de insistir en llamarla por un nombre equivocado. En aquel momento, estaba sentada de nuevo a la mesa que los demás habían abandonado escuchándolo parlotear sobre acciones y bonos, y sobre encontrar el tipo adecuado de chica para llevarla a casa y presentársela a su madre. Mabel supuso que «el tipo adecuado de chica» no era la hija de un judío socialista y una muchacha de alta cuna convertida en agitadora.

—Se te da genial escuchar, May Belle —afirmó Scotty. La lengua le pesaba a causa del whisky.

—Mabel —lo corrigió.

Entornó los ojos en el resplandor atmosférico del club y se permitió fingir que aquel idiota aburrido era Jericho. En la pista, Evie bailaba con Sam… y eso después de jurar que iba a acabar con él.

—Vaya, eres igual que…

—Una hermana —terminó Mabel por él.

—¡Eso es!

—Genial.

La joven soltó un suspiro.

El tal Scotty continuó cotorreando, haciendo que Mabel se sintiera cada vez más pequeña y vulgar. Su vestido no encajaba en absoluto; era como si quisiera presentarse a las pruebas para desfilar en la cabalgata de Navidad. Estaba cansada de que la ignoraran o la comparasen con la hermana de alguien, o de que la tomaran por una chica dulce e inofensiva, de esas que no molestaban a nadie pero a las que tampoco nadie echaba de menos. ¿Cómo había permitido que la convencieran para vivir así? Para Evie era distinto. Ella había nacido para desempeñar el papel de una flapper despreocupada. Mabel no. En los clubes nocturnos y en los bailes, estaba fuera de su elemento. Por una sola vez, le gustaría ser la divertida, la chica a la que alguien deseaba.

—¿No es verdad, May Belle? —preguntó el idiota como conclusión a alguna penosa idea sobre la pesca o los coches, sin duda.

El chico le dio una palmadita un tanto brusca en el brazo.

—Lo es —contestó Mabel, y se puso en pie. Lanzó su servilleta contra la mesa—. No, no es cierto. No sé lo que acabas de decir, pero, sea lo que sea, estoy bastante convencida de era una enorme sandez. No quiero bailar. No quiero saber nada de tus planes para hacerte con una casa de veraneo. No soy tu hermana. Y si lo fuera, tendría que decirle a la gente que fuiste adoptado por caridad. Por favor, no te levantes.

—No iba a hacerlo —replicó Scotty.

Mabel se acercó a Evie a toda prisa y le dio unos golpecitos en el hombro.

—Evie, quiero irme a casa.

—Oh, Mabel, no. ¡Pero si acabamos de empezar!

—Tú acabas de empezar. Yo ya he acabado.

Evie llevó a Mabel a un lado.

—¿Qué te pasa, Carita de Pan?

—Nadie quiere bailar conmigo.

—Le diré a Sam que baile contigo.

—No quiero que obligues a nadie a bailar conmigo. Sabes perfectamente a qué me refiero. Quizá fuera distinto si Jericho estuviese aquí.

—Intenté convencerlo de que viniera, Carita de Pan, te prometo que lo intenté. Pero es to-tal-men-te alérgico a pasárselo bien. ¿Por qué no te pides otro Orange Juice Jazz Baby?

—¡Cuestan cinco dólares!

—Venga, Mabesie. Vive un poco. No te matará. ¡Oh, están tocando mi canción favorita!

Evie se apresuró a regresar a la pista de baile antes de que Mabel pudiera detenerla. Probablemente no fuera su canción favorita; tan solo necesitaba una excusa para marcharse y alejarse de Mabel. A veces, Evie podía ser muy egoísta.

Mabel vio que el borracho de Scotty avanzaba hacia ella a trompicones con un desagradable «Ehhhhhh, Maybeline, cariño», así que echó a correr y se escondió tras una enorme maceta con helechos para planear de cuántas formas iba a asesinar a Evie cuando aquella velada terminase al fin.

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Zeta recorrió los pasillos del club arrastrando su chal de piel tras ella. Alguna gente la saludó con un «Eh, ¿tú no eres…?». A lo que Zeta contestaba con un «Lo siento. Debes de haberme confundido con otra persona».

A sus espaldas, un hombre vociferó: «¡Betty!», y Zeta se dio la vuelta a toda prisa, con el corazón desbocado. Pero estaba llamando a una pelirroja que, a su vez, le contestó a gritos: «¡Espera! Necesito ir al baño de señoras».

Zeta ya había tenido bastante. No quería irse a casa, pero tampoco quería quedarse. No estaba segura de lo que deseaba, pero sí de que anhelaba algo nuevo, algo que la hiciera sentirse anclada a su vida. Se sentía como si pudiera desaparecer a la deriva en cualquier momento. Por supuesto, tenía a Henry, a su maravilloso Henry. Era como un hermano para ella. Era Henry quien le había salvado la vida cuando acababa de llegar a la ciudad, desesperada y muerta de hambre. Y era Henry quien le había salvado la vida una segunda vez. Siempre habían estado juntos. Pero últimamente Zeta sentía hambre de algo más. Aquel sentimiento tenía un aura de destino, pero ni siquiera era capaz de empezar a nombrarlo.

Un grupo de juerguistas se tambaleaba en dirección a ella por el pasillo y Zeta se escondió en la primera habitación que vio. Parecía estar vacía, pero cuando rodeó un enorme sillón verde, descubrió que estaba ocupado por un atractivo joven con un libro de poemas. Estaba tan absorto en su lectura que ni siquiera se percató de su presencia.

—Debe de ser un buen libro —dijo, y el muchacho se sobresaltó.

Memphis levantó la vista para ver a una chica impresionante, con el pelo negro como el azabache, fumándose un cigarro y observándolo.

—Walt Whitman.

—Ajá —dijo Zeta.

—Yo también soy poeta —comentó Memphis, y levantó su pequeña libreta de cuero.

Zeta la cogió y hojeó las páginas hasta llegar a una serie de números escritos al final. Enarcó una ceja.

—Me da la sensación de que esto no es poesía. Más bien parecen las cuentas de un corredor de apuestas.

Con rapidez, Memphis le arrebató el cuaderno de las manos. Le dedicó la sonrisa resplandeciente que siempre funcionaba con las coristas y los gánsteres impacientes.

—Se lo estoy guardando a un amigo.

—Ajá…

—Me llamo Memphis, Memphis Campbell. ¿Y tú eres?

—Solo una chica en un club nocturno.

Zeta expulsó una nube de humo.

—No deberías fumar. La hermana dice que es veneno.

—Tu hermana es la monda.

Memphis se echó a reír.

—No es mi hermana. La llamamos hermana. Hermana Walker. Y es más amarga que un pepinillo. —Aquello consiguió arrancarle una sonrisilla a Zeta. Memphis no necesitó más para lanzarse—: ¿Eres francesa? Tienes cierto aire de francesa. Tal vez incluso algo de criolla.

Zeta se encogió de hombros y sacudió la colilla en un cenicero alto y plateado.

—Me parezco a todo el mundo.

—Bueno, pues yo voy a llamarte princesa Criolla.

—Puedes llamarme como te dé la gana. Pero eso no quiere decir que vaya a contestarte.

—Aun así seguiré insistiendo.

—Eres persistente, Memphis Campbell, eso tengo que reconocértelo. ¿Qué estás haciendo aquí, aparte de leer libros de la biblioteca?

—Ah, ya sabes. Un poco de esto, un poco de aquello.

Zeta enarcó una ceja finísima.

—Suena a líos.

Memphis estiró los brazos en un gesto de inocencia.

—¿Yo? Soy lo más alejado de los líos que conocerás en tu vida.

—Ajá —dijo Zeta, que había comenzado a caminar en torno a la sala.

—¿Por qué no estás arriba, en el club?

Zeta se encogió de hombros.

—Estaba aburrida.

—¡Aburrida! Es la primera vez que oigo algo así. ¿No sabes que se supone que el Hotsy Totsy es el club de moda de la ciudad?

Zeta volvió a encogerse de hombros.

—He estado en muchos clubes.

—¿En serio?

—Sí. —Le dio una calada al cigarro—. Así que poeta, ¿no? ¿Por qué no me lees algo?

—Como quieras, princesa Criolla. —Memphis abrió el libro y leyó mientras Zeta le echaba una nueva ojeada a su libreta. El chico tenía una voz agradable, muy apropiada para la poesía—. «Yo canto al cuerpo eléctrico, / me abrazan los ejércitos de quienes amo y yo los abrazo, / no han de soltarme hasta que yo vaya con ellos, hasta que les responda, / hasta que yo los purifique y los colme con la carga de mi alma…». Ese es el señor Walt Whitman, uno de nuestros mejores poetas.

Zeta había pasado otra página. En aquel instante estaba estudiando el símbolo del ojo y el relámpago que alguien había garabateado en la esquina de la hoja. El corazón se le aceleró.

—¿Esto lo has dibujado tú?

Intentó mantener la voz serena.

—¿Eso? Ah, no es más que algo que vi en sueños.

—¿En… sueños? —repitió Zeta. Tenía calor y estaba mareada—. ¿Qué es? ¿Qué sabes de eso?

—Nada. Como te he dicho, solo es algo que vi en sueños.

Por algún motivo, el dibujo parecía haber inquietado a la chica. A Memphis le habría gustado preguntarle por qué, pero no quería asustarla.

—Venga, deja que te enseñe el club.

Estiró la mano para recuperar su libreta, pero Zeta se aferró a ella. Lo miraba directamente a los ojos, pero no daba la impresión de estar enfadada; parecía atónita, puede que hasta un poco asustada.

—Yo he visto ese mismo símbolo en mis sueños —anunció.

Memphis no sabía por dónde empezar.

—¿Sabes qué es o de dónde viene? ¿Lo habías visto antes en algún sitio?

La chica hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Solo en sueños.

—¿Cuándo comenzó?

—No lo sé. Hace unos seis meses. ¿Y tú?

—Más o menos el mismo tiempo.

—¿Sueñas muy a menudo con ello? —preguntó Zeta.

—Dos veces a la semana, quizá más. Solía pasarme solo de vez en cuando, pero últimamente es cada vez más frecuente.

Zeta asintió.

—Yo también lo veo más a menudo.

Aquella chica soñaba con el mismo símbolo. Memphis trabajaba con probabilidades todos los días, y sabía que las probabilidades de que aquello sucediera eran escasísimas. Tenía que significar algo, ¿no?

—Cuéntame qué sueñas exactamente.

Zeta se dejó caer sobre un sillón. Estaba temblando.

—Siempre es igual. Estoy en algún lugar muy lejos de Nueva York. No sé dónde. No conozco el sitio. Estoy de pie en un camino y el cielo está cubierto de sucias nubes de tormenta…

El corazón de Memphis se aceleró y comenzó a golpearle las costillas con fuerza.

—¿Hay una granja? ¿Una vieja granja blanca con un porche?

Zeta abrió los ojos de par en par.

—Sí —susurró—. Y campos de trigo, o maíz. Algún tipo de cultivo. Y a lo lejos hay un árbol…

—Sin hojas. No es más que un árbol viejo, grande y nudoso, con unas ramas tan gruesas como los brazos de un gigante.

A Zeta se le erizó la piel de la espalda y el cuello.

—Y algo se acerca por el camino…

—Por detrás de una espesa pared de polvo —concluyó el muchacho por ella.

Zeta asintió. Se había quedado helada. ¿Qué estaba ocurriendo?

—Lo peor es la sensación —dijo en voz baja—. Como si se estuviera acercando algo terrible. Algo que no quiero ver.

—Algo respecto a lo cual tendrás que actuar —dijo Memphis.

—¿Qué significa?

Desde arriba les llegó un tremendo estrépito, seguido de gritos y el sonido de los silbatos de la policía. Las pisadas frenéticas retumbaban a través del techo. Memphis corrió hasta la puerta y asomó la cabeza. Descubrió a todo un escuadrón de policía irrumpiendo en la cocina.

Zeta abrió los ojos como platos.

—¡Santo Dios! Es una redada.

—No puede ser —dijo Memphis al tiempo que se echaba la alforja al hombro. Todavía llevaba el libro en la mano—. Papá Charles tiene a los polis metidos en el bolsillo.

—Pues ese bolsillo tiene un agujero, Poeta. —El terror del sueño compartido se vio reemplazado por el miedo real a ser arrestados—. ¿Cómo salgo de aquí? No puedo permitirme que me pillen.

—¡Por aquí! —Memphis le tendió la mano—. Conozco este lugar como la palma de mi mano. Te sacaré de aquí. Confía en mí.

Zeta aceptó la mano y ambos echaron a correr por el estrecho pasillo.

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Mabel ahogó un grito cuando derribaron las puertas del club y dos filas de policías irrumpieron en la sala. Uno la agarró por las muñecas. La joven forcejeó, pero el agente la sujetaba con fuerza.

—Por aquí, señorita. Tengo un coche esperándola —le dijo el policía con una sonrisa.

—Mi madre me matará —gimoteó Mabel mientras el hombre tiraba de ella alejándola del caos que se estaba desatando a sus espaldas.

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Zeta y Memphis corrían. Tras ellos, la policía arrasaba el lugar destrozando paredes y volcando sillones. Dos flappers y sus novios gritaban y se precipitaban contra la barrera de agentes dando tumbos de borrachos. Un hombre claramente ebrio y con la cara cubierta de carmín sacó una pistola y comenzó a disparar indiscriminadamente. Una de sus balas atravesó el libro de poesía que Memphis llevaba en la mano. El joven introdujo el dedo por el agujero.

—Era un libro de la biblioteca —dijo resollando.

—¡Poeta, tenemos que largarnos!

Los dos dieron la vuelta a la esquina a toda velocidad y Memphis tiró de Zeta para meterla en una cabina telefónica. La chica levantó una mirada de pestañas pesadas hacia el atractivo rostro del muchacho. Había conocido a muchos chicos guapos antes, pero a ninguno que escribiera poesía y compartiese con ella la misma pesadilla extraña. En su interior, Zeta experimentó emociones de las que se había protegido desde Roy, Kansas y lo que había sucedido allí.

—¿Me has metido aquí para esconderme o para besuquearme, Poeta? —bromeó Zeta mientras intentaba recuperar el aliento.

—Confía en mí —insistió Memphis.

Giró tres veces la manivela del teléfono y empujó con fuerza la pared de atrás, que se abrió para revelar un pasadizo secreto.

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En el piso de arriba, en el club, se instauró el caos cuando la policía reventó las puertas. Los camareros se movieron con agilidad. Le dieron la vuelta a la barra y, por un conducto, mandaron hacia su prematuro final unas dos docenas de botellas de licor de calidad; después tiraron de una palanca que había en la barra y vaciaron las botellas y las copas que quedaban en otro conducto; finalmente, limpiaron con bayetas los restos de las pruebas. Los clientes gritaban y trepaban por las mesas chocando los unos contra los otros en su afán por escapar. Algunas de las flappers continuaron bailando, entusiasmadas con la idea de que las arrestaran y aparecer en los periódicos. «Caballeros, ¿están seguros de que no necesitan una copa?», bromeó el encargado del club mientras los polis lo acompañaban hacia la puerta. En medio de aquella histeria, Henry se acercó plácidamente al piano, se sentó y comenzó a tocar.

—A mí no me mire, agente. Yo solo soy el pianista —dijo, pero el hombre de azul lo esposó de todos modos.

Con la aglomeración, Sam y Evie se separaron. Evie consiguió abrirse camino hasta una salida justo cuando una nueva oleada de polis irrumpía por ella. Volvió sobre sus pasos y pasó ante la rubia tonta de antes, que le estaba abriendo su corazón al policía que acababa de arrestarla: «Estos imbéciles son todos iguales…, tan pronto están intentando meterte en el asiento de atrás de su coche como pegándote la fiebre tifoidea».

Atrapada, Evie se metió bajo una mesa y se ocultó tras el mantel blanco, observando. Sacó la mano con cuidado para coger una botella abierta de champán y escondérsela. Le parecía una pena desperdiciar así un buen trago y, si iba a caer, lo haría con clase. Al cabo de unos minutos, echó un vistazo al otro lado del mantel y vio a Sam salir tranquilamente por la puerta, intacto. O más bien le pareció verlo. El muchacho se movía con tal rapidez que Evie no estaba muy segura de que fuera él. Solo sabía que volvía a estar enfadada. Se lanzó en pos del muchacho, llamándolo a gritos, pero una segunda oleada de policías dobló la esquina. Evie volvió corriendo a la sala del club procurando pasar desapercibida. Localizó un montaplatos oculto tras la barra, se precipitó hacia él y se acurrucó en su interior. Se le enganchó el larguísimo collar en un gancho y las perlas empezaron a esparcirse por el suelo, lo que hizo que un agente trastabillará en dirección a ella. No había tiempo para lamentar la pérdida del collar, así que cerró la portezuela y se aupó hacia la libertad.

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—¿No te dije que confiaras en mí? —dijo Memphis.

Zeta y él estaban en la fría y húmeda bodega de vinos que había bajo el club. Una única bombilla colocada encima de la puerta proyectaba una luz tenue sobre el suelo de tierra y los barriles almacenados en la sala subterránea.

—¿Qué es este sitio?

—Es donde almacenan el alcohol cuando llega desde Canadá —le explicó Memphis—. Ven. Ten cuidado… Estos escalones son traicioneros.

—¿Adónde vamos ahora?

Memphis se quedó quieto un momento, intentando orientarse. No pasaba mucho tiempo allá abajo, y no estaba seguro de cómo era la sala. Solo sabía que tenía que haber una puerta en algún sitio. Al final de la escalera, el pomo de la puerta se movió. Se oyeron gritos.

—Polis —susurró Zeta.

—Espera, espera —murmuró a su vez Memphis—. A ver si se van.

Durante un instante reinó el silencio; tan solo oían sus propias respiraciones. Luego, un estruendoso golpe rompió la calma y Zeta chilló cuando el hacha de un policía abrió una hendidura en la gran puerta de madera de la bodega.

—¡Dime que sabes cómo salir de aquí! —imploró la joven.

—¡Sígueme! —dijo Memphis con la esperanza de no equivocarse.

Serpentearon entre barriles de licor. A sus espaldas, la puerta cedió y alguien disparó al aire al grito de:

—¡Deténganse ahí mismo!

—¿Deberíamos…? —jadeó Zeta.

—Ni locos, princesa —repuso Memphis sin dejar de tirar de ella.

Las pisadas retumbaban en el espacio cavernoso. Los policías habían conseguido entrar y les estaban ganando terreno. Memphis había sobornado a alguno de aquellos hombres para Papá Charles; la mayoría mirarían hacia otro lado y lo dejarían marchar. Pero había unos cuantos que despreciaban sus clubes, y encontrar a un hombre negro con una mujer blanca en una bodega llena de alcohol no pintaba precisamente bien en el caso de Memphis. Los gritos de «¡Deténganse, deténganse!» comenzaron de nuevo, en aquella ocasión subrayados con disparos. ¿Dónde estaba la salida?

Contra la pared del fondo, Memphis distinguió la silueta de una escalera. La siguió y vio el perfil de una puerta. Tenía que dar a una salida de incendios.

—Por aquí —resopló el chico mientras subía a Zeta medio a rastras por las desvencijada escalera.

—¡Ahí están! —gritó un poli desde abajo.

Memphis intentó girar el pomo, pero estaba atrancado. Se lanzó contra la puerta una vez, dos veces, y finalmente se abrió pese a las bisagras chirriantes. Empujó a Zeta hacia la salida de incendios. Al final de la misma, un par de agentes se fumaban un cigarrillo.

—¡Sube! —susurró.

Zeta asintió y comenzó a trepar hacia el tejado. Una silla medio podrida descansaba contra la barandilla. Memphis la encajó bajo el pomo de la puerta y, mientras los polis la golpeaban, subió tras Zeta. El brusco resplandor de un neón que anunciaba cigarrillos Lucky Strike sumía el tejado en una neblina blanca. Se apresuraron hasta el borde del tejado y saltaron al siguiente, y luego al otro, hasta que al final llegaron a otra escalera de incendios que llevaba a un callejón. Memphis saltó primero y luego ayudó a Zeta a hacer lo mismo. Disfrutó durante aquel breve instante de la sensación de apretarla contra su pecho. Ambos salieron del callejón y se unieron a las aves nocturnas que aún recorrían las calles de la ciudad.

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El montaplatos había llegado al final de su trayecto. Entre gruñidos, Evie empujó la portezuela con los puños, y luego con los pies, pero estaba irremediablemente atrapada.

—¿Hola? —susurró—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Un instante después, la puerta se abrió. Apareció una mano masculina y Evie la aceptó agradecida. Estiró despacio los brazos y las piernas y salió de la estrecha caja, aún aferrada con fuerza a la botella de champán.

—¡Genial! ¡Gracias, cariño!

—De nada, preciosa —dijo el policía al tiempo que le ponía las esposas—. Estás arrestada.

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Sam se escabulló con facilidad entre la multitud y regresó por el pasillo al edificio de al lado. Cada vez que un policía lo miraba, Sam recurría al mismo pensamiento —«No me veas»— y, antes de que el agente pudiera averiguar qué había ocurrido, el muchacho había avanzado y el poli se quedaba sacudiendo la cabeza a un lado y a otro, estupefacto, hasta que comenzaba a perseguir a otra persona. El muchacho esperaba que Evie se las hubiera ingeniado para escapar. Tenía que reconocérselo, la muchacha tenía agallas. Le gustaban las chicas con agallas. Siempre daban problemas. Y a Sam le gustaban los problemas incluso más que las agallas.

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—¿Los hemos perdido? —preguntó Zeta con la respiración entrecortada.

Le temblaban las piernas y la piel blanca de su abrigo estaba llena de mugre.

—Eso creo. —Memphis sujetó en alto lo que quedaba del su libro y suspiró—. La señora Andrews va a matarme.

—Al menos tendrás algo sobre lo que escribir —dijo Zeta, y se echó a reír.

Fue una carcajada demasiado parecida a un rebuzno, en total discordancia con su actitud cínica y hastiada. La frialdad que había mostrado antes hacia Memphis había desaparecido por completo. Su huida por los pelos los había dejado aturdidos y se quedaron parados en la esquina de la Séptima Avenida riéndose de su buena suerte como un par de niños en la mañana de Navidad. Zeta echó la cabeza hacia atrás y cogió aire. En aquel momento le pareció tan hermosa que Memphis deseó seguir huyendo con ella.

—¿Estás bien, Poeta? Tienes pinta de que alguien te haya metido droga en la bebida.

Memphis forzó una sonrisa y abrió los brazos de par en par.

—¿A mí? A mí no me van las preocupaciones.

—Vamos a echar un vistazo.

Bajaron una manzana y cruzaron la calle hasta un punto en el que tenían buena visibilidad sobre lo que sucedía en el club. Las sirenas aullaban en la calle y una larga fila de coches de policía rodeaba el edificio. Los hombres de azul sacaban a los clientes del club mientras el vecindario los observaba. Había llegado la prensa y los flashes de lámpara destellaban; el olor del magnesio quemado les llegaba con el vaivén del aire nocturno.

—Esto no va a hacerle ninguna gracia a Papá Charles —aseguró Memphis—. Les paga una pasta a los polis para que no hagan redadas en sus clubes. Espero que tus amigos hayan conseguido escapar.

—Yo también —dijo Zeta. Todavía llevaba con ella el bolso de Evie—. Supongo que lo mejor será que me largue a casa para ver si lo han logrado.

Memphis sintió que se le caía el alma a los pies. No quería que se terminara la velada.

—Podría invitarte a un café antes, si te apetece. A mí no me vendría nada mal tomarme uno.

Zeta sonrió. Fue una sonrisa dulce, casi tímida.

—Gracias, Poeta. Pero debería ir a echarme un sueño reparador.

Memphis pensó en decir algo astuto —«¿por qué? Ya eres la chica más guapa de la ciudad»—, pero no lo hizo. Parecería que estaba engatusándola, y no quería seducir a aquella chica. Quería conocerla. Pero la magia de su fuga no podía llegar a todas partes.

—Tal vez te vea esta noche en sueños —comentó entonces—. En ese camino.

La sonrisa de Zeta flaqueó un segundo.

—Supongo que me daría menos miedo si tú estuvieras allí.

Los policías dieron unos golpecitos en las puertas de uno de los coches para que se pusiera en marcha. Las calles estaban atestadas de gente. Zeta le tendió la mano.

—Gracias por la huida, Poeta.

Memphis se la estrechó y se maravilló ante su suavidad.

—De nada, princesa Criolla.

Zeta echó a correr hacia el metro. En la esquina, se dio la vuelta para ver a Memphis, que aún la estaba observando. No la miraba como solían hacerlo el público o los admiradores esporádicos. No hacía que se sintiera extraña o imaginada; al contrario, jamás se había sentido tan auténtica.

—¡Eh, Poeta! —lo llamó—. Es Zeta.

—¿Cómo? —gritó él.

—Mi nombre. Es Zeta…

La muchedumbre se arremolinó a su alrededor justo en el momento en que alguien agarró a Memphis del cuello por detrás. El muchacho se volvió con brusquedad, dispuesto a pelear. Entre risas, Gabe levantó las manos en un gesto de rendición y retrocedió.

—Tranquilo, hermano. Soy yo. ¿Puedes creerte que hayan hecho una redada en el club? Alguien está apretándole las tuercas a Papá Charles. Había salido a fumar un cigarro a la parte de atrás, si no también estaría en uno de esos coches. Eh, hermano…, ¿me estás escuchando?

Memphis le estaba dando la espalda a su amigo y estiraba el cuello en busca de algún indicio de Zeta, pero la chica ya se había marchado. ¿Cómo volvería a encontrarla? A su lado, Gabe hablaba a mil por hora, pero él no le prestaba atención. Algo se había alterado en el cosmos. Su futuro parecía haberse reducido a un punto del destino, y tenía un nombre: Zeta.

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Cuando Memphis entró en el apartamento de Octavia, se encontró a Isaiah a los pies de la cama bajo un pálido resplandor de luz de luna azulada. El niño tenía la mirada perdida en la penumbra de la habitación y le temblaba ligeramente la cabeza.

—Eh, Hombre de Hielo. ¿Qué haces despierto? —Su hermano no contestó—. ¿Isaiah? ¿Estás bien?

Isaiah puso los ojos en blanco. Los párpados le temblaban con violencia.

—La séptima ofrenda es venganza. Expulsad a los herejes del Templo de Salomón. Y sus pecados serán purificados por la sangre y el fuego.

—¿Isaiah? —susurró Memphis.

Oír aquellas palabras de boca de su hermano lo dejó paralizado de miedo.

—Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas para recibirlo.

El cuerpecillo de Isaiah sufría pequeños espasmos.

Memphis lo agarró por los brazos. ¿Debería acudir en busca de Octavia? ¿Del médico? No sabía qué hacer.

—Isaiah, ¿de qué estás hablando? —murmuró con ansiedad.

—Están de camino. Ha llegado el momento.

—Isaiah, despierta de una vez. Estás teniendo una pesadilla. ¡Despierta, te digo!

Entre las manos de Memphis, el niño recuperó la calma. Cerró los párpados como si fuera a quedarse dormido de nuevo. De pronto, se puso rígido. Abrió los ojos de par en par. Miró a Memphis con fijeza mientras todo su cuerpo se agitaba. Sus palabras fueron un susurró ahogado: «Oh, hijo mío, hijo mío. ¿Qué has hecho?».

Isaiah se tambaleó, pero su hermano lo cogió a tiempo y lo metió en su cama, donde el muchacho continuó durmiendo como si no hubiera pasado nada.

Memphis se sentó temblando en la suya. Incapaz de dormir, observó el oscilar de la respiración de su hermano durante un tiempo, hasta que las primeras horas del amanecer llenaron la habitación de una luz débil y lechosa. ¿Cómo podía saberlo Isaiah? Nadie lo sabía excepto Memphis. Era lo que había visto cuando estaba sumido en el trance sanador de los últimos momentos de su madre, que yacía en su lecho de muerte. Cuando había entrado en aquel otro lugar, en un terreno neblinoso entre la vida y la muerte, había visto el espíritu de su madre, apenado y asustado, con las manos tendidas hacia él justo antes de que se lo tragara una vasta oscuridad. Sus últimas palabras habían sido tanto una bendición como una advertencia.

«Oh, hijo mío, hijo mío. ¿Qué has hecho?».