LA CASA DE LA COLINA

La casa se erguía como un centinela sobre la colina azotada por el viento. La hiedra trepaba por su exterior extendiéndose igual que una mancha. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y asegurados con clavos. Las puertas talladas de cerezo eran de un tono marrón apagado. Si alguien hubiera podido ver el interior, se habría percatado de que las telarañas colgaban de los umbrales y de que sus propietarias ocultaban en las grietas a sus presas envueltas en un sudario de seda.

En su día, la casa había sido magnífica. Se celebraban fiestas y bailes. Los domingos, los carruajes pasaban por delante de ella para admirar su imponente presencia, un símbolo de todo lo bueno y esperanzador del país. La casa era un sueño hecho realidad. El hombre que la había construido, Jacob Knowles, había hecho su fortuna con el acero, el mismo acero que se había empleado para levantar la ciudad. A su esposa y a él tan solo les sobrevivió un vástago, una niña llamada Ida, que era su mayor alegría. Ida era pequeña y propensa a los resfriados y, por ese motivo, sus angustiados padres le concedían todos los caprichos. Había clases de piano, y paseos en poni, y un pequeño spaniel llamado Chester. Cuando Ida jugaba en el jardín, los sirvientes se encargaban de servirle el té a sus muñecas. Muchos eran los días en los que la niña fingía ser una princesa árabe que contemplaba su reino. Subía la escalera hasta la habitación más alta de la casa, un ático con un pequeño balcón. En 1863 divisó desde allí el humo de las hogueras de los famosos disturbios de Nueva York e imaginó que vislumbraba las guaridas de dragones lejanos, y no las hirvientes frustraciones de una guerra de clases y razas que estallaba en una brutal violencia callejera. Mientras la guerra civil continuaba arrasando el país, Ida se convirtió en una jovencita. Soñaba con casarse con un oficial atractivo para que pudieran convertirse en los próximos señores de la magnífica casa. Meses después de que terminara la contienda, algunos soldados de la Unión se unieron al mismísimo general Grant para celebrar en la mansión una fiesta que se trasladó al jardín cuando comenzaron los fuegos artificiales, mientras los compases de un vals resonaban en el interior. Pero Ida estaba resfriada y confinada en su cama con un emplasto de mostaza en el pecho, sollozando por su desgracia pese a que su madre le acariciaba la mejilla y le decía que no se preocupara, que habría otro baile y un joven esperándola; además, ellos no estaban listos para que su única hija, su querida Ida, los dejara tan pronto.

Pero era la madre de Ida quien iba a marcharse. Un año después de aquella fiesta, la señora Knowles cayó enferma de disentería y la enterraron al cabo de una semana. Al año siguiente, Jacob Knowles murió de una hemorragia cerebral repentina. La responsabilidad de mantener Knowles’ End recayó sobre Ida, que tenía veinte años. Administrar un hogar era muy distinto de jugar a las princesas y, aunque un primo lejano le advirtió a Ida que fuera prudente con sus gastos, la joven no siguió su consejo. Destrozada de dolor por la muerte de sus padres, Ida se refugió en el nuevo Espiritualismo en busca de consuelo. Abrió Knowles’ End a los teósofos, los echadores de cartas y los médiums espirituales. La más dotada de aquellos médiums era una viuda rica llamada Mary White, que poseía una asombrosa habilidad para poner a Ida en comunicación con sus parientes del otro mundo. No había golpecitos en la mesa, ni trucos baratos de levitación como los que intentaban muchos. No, Mary White poseía un don verdadero y un temperamento cálido, así que Ida y ella se hicieron muy amigas, hasta el punto de que Ida la llamaba «hermana». Una vez más, la casa se llenó de actividad, y Knowles’ End se convirtió en un lugar de reuniones espirituales, lecturas de cartas, sesiones de espiritismo y todo tipo de encuentros esotéricos y ocultistas. Ida estaba convencida de que solo era cuestión de tiempo que Knowles’ End recuperara su pasado esplendor. Mary le había asegurado que los espíritus se lo garantizaban.

Mary tenía un acompañante en aquellos empeños, un hombre de lo más carismático y de mirada subyugante que respondía al nombre de señor Hobbes. Era, prometía Mary, un profeta. Un hombre sagrado. Sin duda, pasaba muchas horas a solas en la biblioteca leyendo, y a veces, durante sus sesiones de espiritismo, el señor Hobbes caía en extraños trances y hablaba con palabras que Ida no comprendía, prueba, según le decía Mary, de su conexión con el reino de los espíritus.

Pero los gastos de Ida eran muchos —los médiums espirituales eran caros— y la fortuna de los Knowles menguaba a toda prisa. Ida resultaría socialmente humillada si se conocieran sus deudas. Fue Mary quien se ofreció a comprar Knowles’ End y aceptar a Ida como huésped para salvar su reputación. Mary accedió a que la joven se quedara con su habitación favorita, el ático con vistas de la ciudad, y le dijo que no se preocupara, que ella pagaría los impuestos atrasados y el señor Hobbes se haría cargo del duro trabajo necesario para que Knowles’ End, que se había sumido en el deterioro, volviese a ser una casa hermosa.

Y eso hizo el señor Hobbes. ¡Qué clamor! Una cuadrilla trabajaba durante una semana y luego era bruscamente despedida para ser sustituida por una nueva cuadrilla que tal vez durara cinco o seis días antes de que el señor Hobbes los mandara también a la calle. Finalmente, él mismo se puso a trabajar en el viejo sótano y construyó un almacén para conservas y provisiones enlatadas… o eso dijo, porque a Ida no se le permitía la entrada allí abajo.

—Es demasiado peligroso —le decía con una sonrisa que nunca le llegaba a los ojos (sus ojos, aquellos ojos fríos e hipnotizadores)—. No querría que encontrara la muerte ahí abajo.

Se hicieron otros cambios extraños en la casa. Puertas que no llevaban a ningún sitio. Rosetones decorativos en torno a unos agujeros de la pared que expulsaban un extraño humo que, según insistía el señor Hobbes, era bueno para los pulmones y necesario para el trabajo espiritual superior. Un largo conducto para la colada que la señora White le aseguró que facilitaría el trabajo de la pobre lavandera. Se quedaron con solo tres sirvientes: una lavandera, una doncella y un mayordomo que también hacía las veces de conductor. Era vergonzoso, e Ida albergaba la esperanza de que nadie supiera lo mal que estaban las cosas. Pero entonces Mary sonreía y le decía que el espectro del padre de Ida la había visitado y que llevaba romero en la mano, para la memoria, un claro signo de que se estaba encargando de cuidarlos a todos, y la muchacha se sentía agradecida por aquel pequeño consuelo. Cuando Ida padecía de los nervios, Mary le ofrecía vino dulce, y aquella bebida a veces le provocaba a la joven las más extrañas pesadillas de fuego y destrucción, llenos de los rostros fantasmagóricos de hombres y mujeres de expresión seria.

Las cosas comenzaron a enrarecerse. Se celebraban insólitas reuniones a altas horas de la noche. Una o dos veces al mes, Ida oía música y cantos procedentes del sótano. La gente entraba y salía.

—¿Qué hacen en esas reuniones? —les preguntó Ida ansiosamente una noche mientras cenaban.

Ella tan solo jugueteaba con la comida; la ternera asada estaba demasiado sanguinolenta para su gusto.

—¿Por qué no te unes a nosotros, querida? —le sugirió la señora White.

—Babilonia, esa gran ciudad, ha caído. Es hora de purificarse. De renacer. ¿No opina lo mismo, señorita Knowles? —le preguntó el señor Hobbes con una sonrisa.

Sus ojos eran tan azules que Ida se sintió bastante perdida. Durante un momento, al mirarlo, se preguntó cómo sería bailar con el señor Hobbes. Recibir sus besos. Sus caricias. Y, en cuanto lo pensó, el asco la abrumó.

—Lo cierto es que no sé a qué se refiere —contestó. Le temblaban las manos. La sangre de la ternera formaba un pequeño y repulsivo charco en su plato—. No… No me encuentro bien. Si me disculpan, iré a acostarme.

Aquella noche, percibió extraños sonidos que le llegaban desde el interior de la casa, los ruidos y susurros más terriblemente bestiales. Estaba demasiado asustada como para salir de su habitación. Permaneció tumbada, temblando bajo las sábanas, hasta que llegó la mañana.

En una vitrina del salón, el señor Hobbes guardaba un enorme libro forrado de cuero, un volumen bastante parecido a una Biblia. Pero cuando Ida intentó cogerlo, descubrió que la vitrina estaba cerrada con llave. Su propia vitrina en su propia casa, ¡cerrada para que ella no pudiera abrirla! Trémula de rabia, se enfrentó a la señora White (pues ya no la trataba con el mismo fraternal cariño ni la llamaba «Mary»).

—No voy a tolerarlo, señora White. No lo toleraré —le espetó.

—Esta ya no es tu casa, querida —contestó la señora White con una sonrisa cruel.

Un martes, Ida descubrió un montón de trozos de tela ensangrentados; el señor Hobbes le aseguró, con la delicadeza que reclamaba la situación, que pertenecían a la lavandera y que se debían a su maldición mensual. («La pobre chica, qué embarazoso ha debido de resultarle. Por supuesto, le hemos ofrecido ropa limpia y la hemos mandado a casa a descansar. Pobre, pobrecita. Me temo que esté demasiado avergonzada como para regresar con nosotros»). Ida le escribió una carta desesperada a su primo de Boston, que envió a las autoridades, pero cuando llegaron Ida se hallaba sumida en tal letargo que la señora White les dijo que no estaba bien, pero que la estaban cuidando, y que esperaba que el esfuerzo de bajar la escalera y someterse a sus preguntas no hubiera puesto su salud en peligro. Las autoridades se retiraron mascullando disculpas.

La última sirvienta que les quedaba, Emily, se marchó en mitad de la noche sin siquiera despedirse. No se molestó ni en reclamar sus honorarios.

Ida ya había tenido bastante. Había dejado de tomarse el vino. Su cuerpo, aunque débil, tenía la fuerza suficiente como para soportar un viaje al sótano, pues estaba decidida a descubrir qué estaba sucediendo en su propia casa. ¡Sí, su casa! ¡La había construido su padre, para su familia! Ella era una Knowles, no como aquellos advenedizos con su dinero fresco y sus aires pretenciosos: la charlatana de la señora White, que había salido para realizar una sesión de espiritismo en la casa de campo de algún pobre diablo con más dinero que juicio. Y el señor Hobbes. El señor Hobbes con su mirada fría y su arrogancia, sus mentiras y secretos. ¡Qué hombre más malvado! Ida necesitaba saber qué estaba pasando en su casa, y empezaría por mirar en el sótano prohibido.

Bajó por la escalera hasta aquel espacio frío, oscuro y húmedo. Olía a tierra y a algo más. Ida sintió náuseas ante su fetidez. Echaría un rápido vistazo por allí y, con suerte, encontraría lo que necesitaba para acudir a las autoridades y hacer que expulsaran de su casa a aquella gente horrible. Entonces buscaría un inquilino digno o, incluso —¿debería atreverse a pensarlo?—, un marido. Un noble caballero que compartiera su vida. Juntos, volverían a convertir la casa en un hogar glorioso. Ofrecerían fiestas a las que asistiría gente decente, gente de importancia y con estatus. Knowles’ End volvería a reinar.

A Ida le temblaba la mano con la que sujetaba el asa del farol. La luz tremolaba sobre las paredes y las esquinas. Había llegado hasta allí en busca de conocimiento, y por fin lo obtuvo. Supo sin lugar a dudas que se enfrentaba a un mal terrible. No hubo grito alguno cuando la vela tembló y los susurros comenzaron. Y justo cuando Ida emitió el chillido que había conseguido contener, la vela se apagó y se halló sumida en la más absoluta oscuridad.