Memphis arrancó la página de su cuaderno y la estrujó, asqueado. Había intentado volver a trabajar en aquel poema, el que trataba sobre su madre y el abrigo de dolor, pero no le salía, así que se preguntó si estaría condenado a ser no solo un curandero frustrado, sino también un escritor fracasado.
El viento silbaba entre las hojas otoñales. Su madre murió en abril, y los árboles florecían como niñas que, tímidamente, se convertían en jóvenes señoritas. Era primavera, cuando nada debería morir. El padre de Memphis lo había despertado. Tenía los ojos ensombrecidos.
—Ha llegado la hora, hijo —le había dicho, y condujo al soñoliento Memphis por la casa oscura hasta la habitación de su madre, donde ardía una única vela solitaria.
Su madre yacía temblorosa bajo una manta delgada.
—Por favor, hijo. Tienes que hacerlo. Tienes que mantenerla aquí.
Su padre lo acompañó hasta la cama. La madre de Memphis era poco más que un saco de huesos, su pelo parecía de algodón de azúcar. Bajo la manta, su cuerpo permanecía inmóvil. Tenía la mirada clavada en el techo, como si rastreara algo que escapaba a la visión de Memphis. El muchacho tenía catorce años.
—Vamos, ahora, hijo —insistió su padre con la voz rota—. Por favor.
Memphis tenía miedo. Su madre parecía estar tan cerca de la muerte que no era capaz de saber cómo detenerla. Ya había intentado curarla antes, pero ella no se lo había permitido.
—No dejaré que mi hijo cargue con esa responsabilidad —había asegurado con firmeza—. Lo que ha de ser, será, bueno o malo.
Pero Memphis no quería que su madre muriera. Colocó las manos sobre ella. Su madre abrió aún más los ojos e intentó sacudir la cabeza, apartar las manos del muchacho, pero estaba demasiado débil.
—Voy a ayudarte, mamá.
Su madre separó los labios agrietados para decir algo, pero no consiguió emitir sonido alguno. Memphis sintió que la fuerza sanadora se apoderaba de él, y entonces quedó bajo su influjo, arrastrado por corrientes que no podía controlar y no comprendía, ambos transportados hasta un mar inmenso y desconocido. En sus trances sanadores, Memphis siempre sentía la presencia de los espíritus a su alrededor. Era una presencia serena, protectora, y nunca tenía miedo. Pero aquella vez fue diferente. Se encontró en un cementerio oscuro, cubierto de niebla espesa. Las sombras no le parecieron tan benevolentes cuando se acercaron a él en aquella ocasión. Había un hombre gris y delgaducho, tocado con un sombrero alto, sentado sobre una roca y con las manos apretadas en puños.
—¿Qué me darías por ella, curandero? —le preguntó el hombre, y Memphis tuvo la sensación de que había sido el propio viento quien había susurrado la pregunta. El hombre hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus puños—. En una mano está la vida; en la otra, la muerte. Elige. Elige y tal vez la recuperes.
Memphis dio un paso al frente con el dedo estirado. ¿Derecha o izquierda?
De pronto, vio a su madre, demacrada y débil, en el cementerio.
—No puedes recuperarme, Memphis. ¡Nunca intentes recuperar lo que se ha ido!
El hombre le dedicó a su madre una sonrisa de dientes como minúsculas dagas.
—¡La elección es de él!
Su madre parecía asustada, pero no se amilanó.
—No es más que un niño.
—La elección. Es. De él.
Memphis volvió a concentrarse en los puños del hombre. Escogió el derecho. El hombre sonrió y abrió la palma. Un pajarillo recién nacido, negro y brillante, le graznó.
La madre de Memphis sacudió la cabeza.
—Oh, hijo mío, hijo mío. ¿Qué has hecho?
Memphis no recordaba nada más después de aquello. Octavia le había contado que le había subido la fiebre y que su padre lo había metido en la cama. A la mañana siguiente, se despertó para ver a Octavia tapando los espejos con sábanas. Su padre estaba sentado en su silla, con la camisa pegada al cuerpo a causa del sudor.
—Se ha ido —murmuró.
Memphis pudo ver la acusación en sus ojos: «¿Por qué no pudiste salvarla? Tienes un don ¿y eres incapaz de salvar a la única persona que importa?».
Memphis se sacudió el polvo del cementerio de las manos. Volvió a estirar la página y la metió de nuevo en el cuaderno. A continuación, inició el camino de vuelta a casa. Cuando pasó ante la vieja mansión de la colina, le pareció oír algo. ¿Era… un silbido? No podía ser. Pero sí, allí estaba, justo bajo el rugido del viento. ¿O no era más que el propio viento? Memphis abrió la verja y avanzó dos pasos por el sendero agrietado. Cuántas veces había leído relatos de fantasmas y había pensado para sí: «¡No subas esa escalera! ¡Mantente alejado de esa vieja casa!». Y, sin embargo, allí estaba, en el jardín de la mansión más antigua y amenazante que conocía, planteándose entrar en ella. De pronto, Memphis cayó en la cuenta de lo estúpido que era atisbar por la ventana cubierta de tablones de una casa decrépita y retrocedió. Recordó de inmediato los asesinatos que se estaban produciendo en la ciudad. ¿Por qué se había acordado de aquello justo en aquel momento, allí? Una vez más, percibió el eco de un débil silbido que retumbaba en las habitaciones vacías de la vieja casa. Memphis echó a correr y dejó la verja de entrada chirriando sobre sus goznes oxidados.
De vuelta en Harlem, el muchacho recorrió la avenida Lenox sintiéndose fuera de lugar entre la gente que había salido a divertirse un poco. Paseó un rato más hasta encontrarse frente a la grandiosa casa de la señorita A’Lelia Walker en la calle Ciento treinta y seis. Había varios coches caros aparcados delante, y un mayordomo apostado en la puerta. Todas las luces estaban encendidas, y dentro, Memphis lo sabía, era muy probable que la señorita Walker estuviera celebrando una de sus famosas reuniones a las que acudían los mayores talentos de Harlem: músicos, artistas, escritores, eruditos. Memphis se imaginó en una de aquellas fiestas, leyéndole su poesía a un público elegante. Pero la distancia que separaba la acera en la que se hallaba del salón iluminado se le antojaba imposible de salvar, así que se dio la vuelta. Pensó en ir al Hotsy Totsy o al Tomb of the Fallen Angels para ver qué se cocía por allí. Casi siempre había una fiesta en algún sitio. Sin embargo, se encaminó hacia casa, con el recuerdo de su madre aún reciente en la memoria. Bill Johnson el Ciego estaba sentado en la entrada de una casa tocando la guitarra con suavidad, aunque no había nadie para escucharla. Memphis trató de pasar desapercibido ante él.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién pasa ante el viejo Bill el Ciego sin decirle nada?
—Soy Memphis Campbell, señor.
El rostro del anciano se relajó y esbozó una sonrisa dentuda.
—Buenas noches, señor Campbell. Me siento tremendamente aliviado de que sea usted y no algún lou-lou que viniera a por mí.
—¿Qué es un lou-lou?
—Es una vieja palabra cajún. ¿Cómo se dice aquí? El hombre del saco.
—No, señor. No hay ningún hombre del saco. Solo yo.
Bill el Ciego frunció los labios como si acabara de tragarse un chupito de ginebra de garrafón mezclada con saliva.
—No es una buena noche para andar merodeando por ahí. ¿No lo siente en la piel de la nuca? ¿El fifolet? Como el gas de los pantanos que se levanta, los malos espíritus que lo persiguen.
Entre el asunto de la casa de la colina y las supersticiones cajún de Bill el Ciego, Memphis comenzó a sentirse asustado. No quería hablar de fantasmas y duendes.
—Mi tía dice que soy un ceporro. Sería el último en notar el movimiento de los espíritus.
Bill el Ciego volvió la cara hacia Memphis, casi como si pudiera verlo allí de pie.
—Hoy me he enterado de algo muy interesante en la tienda de Floyd. He oído que antes era curandero.
—Hace mucho tiempo de eso.
—¿Aún conserva el espíritu sanador en su interior? ¿Podría imponerle las manos al viejo Bill el Ciego y devolverle la vista?
—Ya no poseo ese don. —De repente Memphis se sintió muy cansado, demasiado cansado como para contener las palabras. Brotaron al exterior atropelladamente—: Me abandonó cuando mi madre… Estaba muy enferma. Y yo le impuse las manos y… —Sintió un nudo en la garganta. Memphis tragó saliva para intentar diluir la tensión—. Murió. Murió justo allí, bajo mis manos. Y cualquier poder de sanación que yo pudiera poseer murió con ella.
—Es una historia realmente triste, señor Campbell —señaló Bill el Ciego tras una pausa.
A Memphis le goteaban las lágrimas por la nariz, y se alegró de que el viejo no pudiera verlo llorar. No dijo nada más.
Bill el Ciego asintió como si estuviese manteniendo una conversación privada.
—Pero usted no le hizo nada a su madre, excepto tratar de calmar su dolor. ¿Me oye? A veces, es una bendición —dijo en voz baja, y Memphis agradeció la amabilidad del anciano—. Voy a darle algo.
Bill rebuscó en su bolsillo y sacó un caramelo de mantequilla y azúcar. Tanteó en busca de la mano de Memphis y lo apretó contra su palma con los dedos secos y rasposos.
—Tome. Quédeselo. Por si alguna vez necesita pedir la protección de Papá Legba.
—¿Papá quién?
—Papá Legba. Es el guardián de la puerta de Vilokan…, el reino de los espíritus. Se sitúa en las encrucijadas. Si se pierde, él puede ayudarle a encontrar su camino. Tan solo dele algo dulce.
A la tía Octavia le daría un ataque si oyera a Bill hablar así. Una vez, los había obligado a cruzar la calle para evitar una diminuta tienda, casi invisible, cuyos escaparates tenían unas cortinas rojas y negras, además de velas y figuritas de santos con rostros africanos. Un pequeño cartel anunciaba: SE ALEJAN MALDICIONES Y SE ELIMINAN OBSTÁCULOS HACIA LA FELICIDAD.
—No os acerquéis ni de lejos al vudú —les había dicho cuando Isaiah quiso saber por qué se alejaban una manzana de su camino.
En voz muy baja, Octavia había recitado el padrenuestro.
Memphis sujetó el caramelo con inseguridad. Le resultaba extrañamente pesado.
—Mi tía dice que solo deberíamos rezar a Jesús.
Bill el Ciego gruñó y escupió.
—¿Crees que el dios de los blancos va a ayudarte? ¿Crees que está de nuestro lado?
—No creo que el dios de nadie esté de nuestro lado.
Memphis se preparó para recibir una reprimenda. En cambio, el viejo asintió de manera cómplice y curvó las comisuras de los labios en una sonrisa de amargo acuerdo.
—Puede que esa sea la cosa más sincera que haya dicho jamás, señor Campbell. Mucho mejor que ese encanto y esa gomina que suele ponerse.
Entonces se echó a reír, una enorme carcajada de tos resollante, y se dio una palmada en la pierna. De repente, todo aquello —la conversación, el caramelo, la aventura de hacía un rato en la casa— le pareció tan absolutamente ridículo que Memphis no pudo evitar sumarse a las risas. Los dos hombres se desternillaban como tontos.
—Oh, vaya, vaya, vaya —dijo Bill el Ciego mientras se daba unos golpecitos en el pecho—. ¿No es así como funciona el mundo ahora? La buena suerte se convierte en mala. La mala suerte se vuelve buena. No es más que un gigantesco juego de azar entre este mundo y el siguiente, y nosotros somos los dados que no paran de lanzar de un lado a otro. Váyase a casa, señor Campbell. Descanse un poco. Viva para disputar otro día. Ya habrá tiempo para lamentarse. Salga y disfrute mientras sea joven.
—Eso haré, señor.
Había cambiado de opinión respecto a lo de regresar a casa. Bill el Ciego tenía razón. Memphis era joven, al igual que la noche. Así que desvió su rumbo hacia el Hotsy Totsy.
Bill escuchó los pasos de Memphis Campbell alejándose. Quería contarle al joven la suerte que había tenido porque el don lo abandonara cuando lo hizo. Qué bendición suponía. Lo agradecido que debería estar porque las personas equivocadas no lo hubieran descubierto. Bill se metió la mano en el bolsillo en busca de un poco de dinero para comprar algo de comer. Frotó la moneda de diez centavos y la de cinco entre los dedos. No era mucho. Ojalá pudiera dejar los juegos de azar. Pero aquella era su maldición; no lograba mantenerse alejado del riesgo y la suerte, ya fueran las cartas, la lotería, los dados, las peleas de gallos o las carreras de caballos. Pero no dejaba de ver aquella casa en sueños, con las nubes y la encrucijada. Aún no había descubierto la apuesta que correspondía a aquellos elementos, pero ya lo haría. Había un número en el lateral del buzón de la casa. Si lograse distinguirlo, estaba seguro, aquella cifra sería la clave para llevarse el gordo. Y una vez que tuviera el dinero, podría comenzar a cobrarse la venganza.