Jericho estaba sentado en el comedor privado del Hotel WaldorfAstoria de la Quinta Avenida. De camino hacia allí se había percatado de que los bordes de las hojas estaban pasando del verde a un rojo ligeramente dorado. Aquello le recordaba a la granja y la cosecha. Pensar en esas cosas siempre lo ponía melancólico, así que concentró su atención en añadirle leche a su té. Un momento después, un empleado con guantes blancos abrió las puertas y Jake Marlowe entró en la habitación como un príncipe benevolente.
—No te levantes —le dijo Marlowe al tiempo que se sentaba a la mesa. Se le consideraba un hombre guapo. Los periódicos vertían tanta tinta para hablar de su aspecto oscuro y atractivo, su mandíbula vigorosa y su constitución alta y atlética como de su último invento industrial o avance científico—. ¿Cómo estás, Jericho?
—Bien, señor.
—Bueno. Eso es bueno. Parece que estás sano.
—Sí, señor.
Marlowe señaló el maltratado volumen de Así habló Zaratustra de Jericho.
—¿Algo bueno?
—Ayuda a matar el tiempo.
—Tengo entendido que tienes mucho tiempo que matar trabajando en el museo. ¿Cómo está tu amigo Will?
—Bien, señor.
—Eso es bueno. Puede que Will y yo hayamos tenido nuestras diferencias, pero siempre lo he admirado. Y estoy preocupado por él y por sus… obsesiones.
El silencioso empleado de los guantes blancos reapareció y sirvió café en la taza de porcelana de Marlowe.
—Tomaré la ensalada Waldorf. ¿Jericho?
—Yo tomaré lo mismo, por favor.
El empleado asintió y, después, desapareció.
—¿Cómo le van los negocios, señor? —preguntó Jericho sin el más mínimo rastro de interés.
—Los negocios van bien. De hecho, van estupendamente. Estamos haciendo cosas muy emocionantes en Industrias Marlowe. Y California es precioso… te encantaría.
Jericho contuvo el impulso de decirle a Marlowe que no tenía ni la más mínima idea de lo que a él le encantaba o dejaba de encantar.
—La oferta sigue en pie… Si te cansas de colocar libros de magia y fantasmas en las estanterías del museo, siempre podrás venir a trabajar para mí.
Jericho examinó la cuchara que descansaba sobre su platillo. Era de plata de verdad, y llevaba el sello del hotel grabado en el mango.
—Ya tengo un empleo, señor.
—Sí. Tienes un empleo. Yo te estoy hablando de una profesión. De una oportunidad de formar parte del futuro en lugar de marchitarte en un museo polvoriento.
—Ya sabe que el señor Fitzgerald es bastante inteligente.
—Lo fue —dijo Marlowe, y dejó que sus palabras quedaran suspendidas en el aire—. Nunca ha vuelto a ser el mismo después de lo que pasó con Rotke. —Marlowe sacudió la cabeza—. Toda esa inteligencia malgastada en perseguir historias de fantasmas. ¿Y para qué?
—Es parte de nuestra historia.
—No somos un país con pasado, Jericho. Somos un país del futuro. Y yo pretendo moldear ese futuro. —Marlowe apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante con expresión seria. Su mirada de ojos azules era penetrante—. ¿Cómo estás, Jericho?
—Ya se lo he dicho, señor, estoy bien.
Marlowe bajó la voz.
—¿Y no has experimentado ningún síntoma?
—Ninguno.
Marlowe se reclinó en la silla con una sonrisa satisfecha dibujada en la cara.
—Bien. Eso es prometedor. Muy prometedor.
—Sí, señor.
La cuchara devolvía la imagen distorsionada del rostro de Jericho.
Marlowe se puso en pie y se situó junto a uno de los altos ventanales.
—Mira eso. ¡Qué ciudad! Y no para de crecer. Este es el mejor país del mundo, Jericho. Un lugar donde un hombre puede ser cualquier cosa que sueñe ser. ¿Te imaginas que otros países tuvieran los mismos ideales y libertades democráticos de los que nosotros disfrutamos? ¿Cómo sería el mundo?
—El idealismo no es más que una forma de escapar de la realidad. No hay utopía.
Marlowe esbozó una gran sonrisa.
—¿Ah, no? No podría estar más en desacuerdo. ¿Es Nietzsche quien lo dice? Ay, los alemanes. Tenemos una fábrica en Alemania, ya lo sabes. De hecho, Alemania es un buen ejemplo, así que sirvámonos de él: los destrozaron en la Gran Guerra. Su deuda era asombrosa. ¡Una libra de pan costaba casi tres mil millones de marcos! El marco imperial apenas tenía valor… Tendrías más suerte empapelando las paredes de tu casa con ellos que intentando utilizarlos para comprar productos o pagar las facturas. Pero Industrias Marlowe va a contribuir a que vuelvan a ponerse en pie. Vamos a cambiar el mundo. —Marlowe sonrió alegremente; aquella era la sonrisa que hacía que los periódicos se entusiasmaran hablando de sus cualidades dinámicas—. Tú podrías cambiar el mundo, Jericho.
—Nadie elegiría algo así —repuso Jericho con amargura.
—Oh, venga ya. Tampoco es tan malo, ¿no? —Marlowe volvió a ocupar su asiento frente al joven—. Mírate, Jericho. Eres un milagro andante. La gran esperanza.
—No soy uno de sus sueños.
El joven golpeó la mesa con el puño e hizo añicos un platillo.
—Ten cuidado —le advirtió Marlowe.
—Lo… lo siento.
Jericho comenzó a recoger los fragmentos, pero a un gesto de Marlowe el empleado acudió para limpiar la mesa con una pequeña escoba de mano.
—Tienes que tener cuidado —dijo Marlowe otra vez.
Jericho asintió. Bajo la mesa, apretó el puño y luego lo relajó. Cuando se notó más tranquilo, dobló su servilleta, la dejó sobre la mesa y se levantó.
—Gracias por el té, señor. Debería regresar al museo.
—Oh, venga. Empecemos de nuevo…
—Te… tengo mucho trabajo pendiente —dijo Jericho.
Se quedó de pie, a la espera.
—Pero no has comido nada.
—Debería volver.
—Claro —dijo Marlowe tras una pausa. Se acercó al otro extremo de la habitación, donde su maletín descansaba junto a su paraguas. Sacó una bolsita marrón de su interior—. ¿Estás seguro de que estás bien?
—Sí, señor.
Marlowe le entregó la bolsa marrón a Jericho, que bajó la mirada hacia el suelo.
—Gracias —masculló.
Odiaba aquello. Odiaba que, una vez al año, tuviera que someterse a aquel ritual. Tener que fingir que estaba agradecido por lo que Marlowe había hecho por él. Le había hecho a él.
Marlowe le puso una mano sobre el hombro.
—Me alegro de ver que te va tan bien, Jericho.
—Sí, señor.
Se zafó de la mano de Marlowe y se marchó dejándolo allí de pie.
A solas en el pasillo, Jericho cerró la mano derecha en un puño y después abrió y cerró los dedos, los abrió y los cerró, los abrió y los cerró. Se movieron a la perfección. Deselló la bolsa que le había entregado Marlowe. Dentro había un frasco de cristal marrón lleno de pastillas y marcado como TÓNICO VITAMÍNICO INDUSTRIAS MARLOWE. Junto a él había una cajita plateada que contenía diez viales de un suero azul brillante. Durante un instante, Jericho fantaseó con tirar la bolsa en la papelera más cercana y largarse. Sin embargo, se guardó la cajita en el bolsillo interior de la chaqueta para salvaguardarla e introdujo el tónico vitamínico en el bolsillo exterior. Se colocó el Zaratustra de Nietzsche bajo el brazo y salió al fresco día otoñal.
Mabel no tenía tiempo para fijarse en la belleza de las hojas otoñales mientras caminaba entre la multitud reunida en Union Square. Sabía que tenía que estar alerta: los detectives privados de la empresa Pinkerton solían hacerse pasar por trabajadores y alterar las protestas pacíficas con el objetivo de proporcionarle a la policía una excusa para lanzarse contra ellas, dispersarlas y realizar arrestos. A veces las cosas se ponían feas.
La lluvia había parado, y la madre de Mabel se hallaba sobre una improvisada tribuna de oradores inspirando a la muchedumbre con sus imponentes destrezas retóricas y su belleza de melena oscura. Su nombre de soltera era Virginia Newell, hija del famoso clan Newell, una de las familias de la élite de Nueva York. A los veinte años, lo había abandonado todo para escaparse con el padre de Mabel, Daniel Rose, un periodista judío, combativo y socialista. Su familia la había dejado sin un céntimo. Pero el glamour de los Newell perduraba. A la madre de Mabel la llamaban la «Rebelde de la Clase Alta». Y, en cierto sentido, el hecho de que Virginia lo hubiera dejado todo por amor la había hecho incluso más famosa de lo que jamás hubiera sido como la esposa de alguna celebridad social. Aquel era el motivo por el que habían podido mudarse al Bennington; nadie rechazaría a una chica Newell… ni siquiera a una caída en desgracia.
Pero a Mabel le resultaba difícil vivir a la sombra de su madre. Nadie escribía sobre ella en los periódicos. Y, para más inri, la joven había salido a su padre en lo que al aspecto se refería: la cara redonda y la nariz prominente, los ojos marrones oscuros y el pelo rizado y con matices cobrizos. «Debes de parecerte a tu padre», le decía la gente, y después se seguía un incómodo silencio. Pero cuando Virginia sonreía y la abrazaba y la llamaba «¡Mi niña, mi niña querida!», Mabel sentía que la calidez la inundaba. Y cuando su madre se veía inevitablemente involucrada en aquella causa, o en aquella otra injusticia que debía ser solucionada, Mabel la apoyaba sin condiciones, desempeñando el papel de la hija solícita, demostrando hasta qué punto era indispensable. A la gente que resultaba útil e indispensable se la quería. ¿O no?
La única persona que no parecía contemplar con asombro a la madre de Mabel era Evie. En más de una ocasión, Evie había imitado a Virginia a la perfección: «Mabel, queriiiiiida, ¡cómo puedes quejarte de no haber cenado cuando las abigarradas masas aún no pueden respirar con libertad!». «Mabel, queriiiiiida, dime: ¿qué vestido te parece mejor para una Salvadora de los Pobres y Santa del Lower East Side?». Y por mucho que Mabel se sintiera compelida a regañar a Evie y defender a su madre, tenía que reconocer que era una de las cosas que adoraba de su vieja amiga: pasara lo que pasase, Evie siempre se ponía del lado de Mabel. «Tú eres la verdadera estrella de la familia Rose —insistía Evie—. Algún día, todo el mundo conocerá tu nombre». Mabel tan solo esperaba que Evie fuese capaz de hacer que Jericho también la viera de aquel modo.
Jericho. Se avergonzaba de lo a menudo que pensaba en él. ¡No eran más que fantasías románticas! Se suponía que era una chica sensata, pero, en lo tocante a aquel muchacho, se perdía en historias de cuentos de hadas. Era tan inteligente, estudioso y enternecedor… No un holgazán cualquiera, como aquel Sam Lloyd, que se deshacía en halagos y promesas ante cualquier chica que quisiera oírlo. No. Los afectos de Jericho significaban algo. Y aquel era el reto, ¿no? Si lograbas que un chico como Jericho se enamorara de ti, bueno, ¿no demostraba aquello lo deseable que eras?
Mabel pensaba en todas estas cosas mientras se movía por Union Square repartiendo copias de The Proletariat entre los trabajadores. Saludó con la mano a los hombres que controlaban la mesa del sindicato Trabajadores Industriales del Mundo, pero ni siquiera la vieron, así que siguió adelante sintiéndose perdida entre la multitud. Si decidía desaparecer, ¿notaría alguien su ausencia?
—¿Quiénes son vuestros líderes? —gritó la madre de Mabel desde la tribuna.
—¡Todos somos líderes! —contestó la muchedumbre.
Mabel sintió que alguien le posaba una mano en el brazo. Se dio la vuelta para ver a una joven con un bebé en brazos, acompañada de una mujer de más edad con un pañuelo atado a la cabeza.
La más joven habló con un inglés poco fluido:
—¿Tú eres la hija de la gran señora Rose?
«Tengo un nombre. Es Mabel. Mabel Rose».
—Sí, en efecto —contestó, irritada.
—Por favor, ¿puedes ayudar? Se llevaron a mi hermana de la fábrica.
—¿Quién se la llevó?
La joven habló en italiano con la que parecía ser su abuela antes de volverse de nuevo hacia Mabel.
—Los hombres —dijo.
—¿Qué hombres? ¿La policía?
La muchacha echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie las escuchaba y entonces contestó en voz baja:
—Los hombres que se mueven como sombras.
Mabel no entendió a qué se refería con aquello. Probablemente se tratara de un matiz idiomático que no aceptara muy bien una traducción literal.
—¿Por qué querría alguien llevarse a su hermana? ¿Estaba organizando a los trabajadores de la fábrica?
Una vez más, la chica miró a la mujer mayor, que asintió.
—Es… profeta —dijo en italiano. La joven parecía estar buscando las palabras apropiadas—. Habla con los muertos. Dice que están de camino.
Mabel frunció el ceño.
—¿Quién está de camino?
El agudo chillido de los silbatos de la policía resonó en los márgenes de la plaza, acompañado de los gritos y alaridos de la gente. Una lata de gas lacrimógeno aterrizó entre la multitud, y el parque quedó invadido por una niebla química que abrasaba los ojos y la garganta. Mabel oyó a su madre pidiendo calma por el micrófono, pero después el micrófono dejó de funcionar. La muchedumbre empujaba y daba empellones. La gente corría dando voces mientras la policía caía sobre los trabajadores. Alguien le dio un golpetazo a Mabel e hizo que los periódicos se le cayeran al suelo, donde inmediatamente los pisotearon y destrozaron. Era incapaz de localizar a sus padres entre la niebla y la multitud alborotada. Tosiendo y desorientada, se abrió camino entre el caos y avanzó hasta encontrarse cara a cara con un policía.
—¡Te tengo! —exclamó él.
Presa del pánico, Mabel echó a correr por la calle Quince hacia Irving Place, y el silbato del policía restalló para alertar a sus compañeros. La perseguían unos cinco polis, tranquilamente. Se dirigió hacia las verjas de hierro de Gramercy, pero unas manos fuertes la arrastraron hacia el otro lado de la puerta de servicio de la trasera de un restaurante. La chica comenzó a gritar y una mano le cubrió la boca.
—Por ahí no, señorita. Está abarrotado de policías —le susurró al oído una voz masculina, y Mabel guardó silencio.
Un segundo después, la policía pasó por delante de la puerta, con las porras a punto. Desde su escondite, los observó abandonar su búsqueda y retroceder hacia Union Square.
—Gracias —dijo Mabel.
Miró a su salvador por primera vez. Era joven…, no mucho mayor que ella.
La acompañó fuera.
—Eres la hija de los Rose, ¿verdad?
Ni siquiera allí podía librarse de aquello.
—Me llamo Mabel —dijo como retándolo a contradecirla.
—Mabel. Mabel Rose. No lo olvidaré. —Le dio un firme apretón de manos—. Bien, Mabel Rose. Que llegues a casa sana y salva.
En algún lugar cercano, se produjo una explosión.
—Vete ya —le ordenó su misterioso salvador, y echó a correr por el callejón, se encaramó de un salto a la escalera de incendios y desapareció por encima de los tejados.
De vuelta en el Bennington, Mabel cogió el ascensor hasta el sexto piso. Dos de las luces del rellano llevaban mucho tiempo fundidas, y aquello proyectaba sobre el descansillo constantes sombras que a Mabel siempre le ponían los pelos de punta. La joven oyó unos susurros al otro extremo del pasillo y se quedó petrificada. ¿Y si la policía la había seguido pese a todo?
En contra de su propio buen juicio, decidió acercarse. La señorita Addie, en camisón, estaba de pie junto a la estrecha ventana. El pelo largo y gris le caía por la espalda hecho una maraña. Sujetaba una bolsa de sal entre las manos y vertía su contenido sobre el alféizar formando una línea gruesa. Pero la bolsa tenía un agujero y la sal también se iba acumulando sobre la moqueta que cubría el suelo.
—¿Señorita Addie? ¿Qué está haciendo?
—Tengo que mantenerlos alejados —contestó la anciana sin levantar la mirada.
—¿Mantener alejados a quiénes?
—Se están desarrollando terribles acontecimientos. Hay algo impío a la vuelta de la esquina.
—¿Se refiere a los asesinatos? —preguntó Mabel.
—Ha comenzado. Lo presiento. En sueños, he visto al hombre del sombrero alto con su abrigo de cuervos. Se acerca una elección terrible. —La mano de la señorita Addie revoloteó ante su rostro como un pajarillo herido. Parecía confusa, como si estuviese superando los efectos del éter—. ¿Dónde está mi puerta? No la encuentro.
—Está en el sexto piso, señorita Adelaide. Tiene que ir al décimo. Venga, la acompañaré.
Mabel cogió la bolsa de sal de entre las manos de la anciana y la ayudó a subir al ascensor. Después, aseguró el fastidioso pestillo de la reja.
—Cuando el pueblo malicioso se enfrentó a la acusación de brujería como si fuera un juego y nuestros patíbulos rebosaban de muertos, el hombre estaba allí. Cuando obligaron a los choctaw a marchar hacia su propia ruina por el Sendero de Lágrimas, el hombre estaba allí.
Mabel contaba los pisos, deseosa de que el ascensor subiera más deprisa.
—Dicen que se le apareció al señor Lincoln una noche antes de la guerra de Secesión. Fue como si una mano hubiera descendido y le hubiese arrancado el corazón al país, y los ríos sangraban, y las heridas de la tierra no sanaban. —La señorita Addie se volvió de repente y clavó la mirada en Mabel—. Es terrible lo que las personas pueden hacerse unas a otras, ¿verdad?
Mabel abrió la reja a toda prisa para que la señorita Addie pudiera salir del ascensor. Sabía que debería ayudarla a llegar hasta su puerta, pero estaba demasiado asustada.
—Es a la izquierda por este pasillo, señorita Adelaide.
—Sí, gracias. —La señorita Addie recuperó la bolsa de sal y salió a la penumbra del descansillo—. No estamos a salvo, ¿sabes? En absoluto.
Pero Mabel había cerrado la verja y el ascensor ya estaba bajando.
—Es terrible lo que puede hacer la gente —repitió la señorita Addie.
Desde el ascensor, Mabel observó los pies descalzos de la anciana mientras se alejaban con dificultad. Tras ella, un reguero de sal y el bajo de encaje de su camisón dejaban una estela como de espuma de mar.