EL BUEN CIUDADANO

La Iglesia Columna de Fuego estaba situada en ochenta bucólicos acres de antigua tierra de cultivo en Zarephath, Nueva Jersey. La evangelista Alma Bridwell White había establecido allí una comunidad junto al río Millstone, lejos de lo que ella consideraba la influencia corruptora del mundo. Sus seguidores tenían todo lo que necesitaban: una forma de vida comunal, una universidad y una iglesia. Las personas ajenas a la comunidad no eran bienvenidas.

Sam condujo por el largo camino de entrada, sin asfaltar y bordeado por filas de abetos, que desembocaba en un conjunto de edificios blancos de dos pisos localizados en un campus con aspecto de parque. Varios hombres y mujeres que lucían ropas modestas merodeaban por allí, saludándose los unos a los otros con sonrisas agradables.

—No tienen mucha pinta de asesinos —señaló Evie.

—Nunca la tienen —masculló Sam.

En el edificio de administración, los recibió un tal señor Adkins, un hombre corpulento, casi calvo, con la mandíbula cuadrada y un apretón de manos muy firme.

—La Iglesia Columna de Fuego les da la bienvenida.

Jericho y Evie se presentaron como el señor y la señora Jones, y Sam era el señor Smith, el primo de Jericho, que se había ofrecido amablemente a llevarlos hasta allí en su coche.

—Qué familia más bonita —comentó el señor Adkins—. Justo nuestro tipo de gente.

Los acompañó en una breve visita por los terrenos y los llevó a la iglesia, con su enorme órgano de tubos. Ya de vuelta en el edificio de administración, pasaron por un salón comedor donde varias señoras con idénticas faldas azules y blusas blancas estaban sentadas a una mesa larga doblando panfletos. Les sonrieron y saludaron como si estuvieran en una cena de la iglesia y Evie, Sam y Jericho fueran sus invitados estrella. Evie no pudo evitar imaginarse aquellos mismos rostros iluminados por las llamas de una cruz ardiente en mitad de la noche. Una gota de sudor le recorrió la espina dorsal bajo el vestido.

El señor Adkins los guio hasta un despacho pequeño y desocupado. De la pared colgaba un sencillo cuadro de punto de cruz: LA VIGILANCIA ETERNA ES EL PRECIO DE LA LIBERTAD. Evie tomó asiento justo en el borde de la silla que le ofrecieron. Jericho se sentó junto a ella. Sam se quedó de pie a sus espaldas, con las manos en los bolsillos y mirada escrutadora.

—¿Qué puede hacer hoy por ustedes la Iglesia Columna de Fuego, señor y señora Jones?

—El señor Jones y yo estamos tremendamente impresionados por su piadosa forma de vida. Estamos pensando en marcharnos de Manhattan, sobre todo con esos terribles asesinatos que se están produciendo. —Evie se estremeció para conseguir un mayor efecto—. Simplemente, no nos sentimos a salvo, ¿no es así, señor Jones?

—Yo… eh…

Evie le dio unas palmaditas en la mano.

—Es cierto. ¿No cree que es horrible, señor Adkins?

—Por supuesto que sí. Pero no puedo decir que me sorprenda. Es el elemento extranjero el que entra en juego, ya saben… Está contaminando nuestra raza y nuestra forma de vida blancas. Los anarquistas judíos. Los bolcheviques. Los italianos e irlandeses católicos. Los negros, con su música y su baile. No se atienen a nuestro mismo código moral. No comparten nuestros valores norteamericanos. Nosotros creemos en el americanismo cien por cien.

—¿De qué tribu? —murmuró Sam.

Evie fingió un ataque de tos. Hizo que sonara como si estuviese a punto de perder un pulmón.

—Señor Adkins, ¿podría ofrecerme un vaso de agua, por favor?

Evie volvió a toser para no dejar dudas.

—Por supuesto. Tendré que, eh… Tendré que ir a la cocina a por él. No tardaré más que un minuto. Por favor, pónganse cómodos.

En cuanto salió de la habitación, Evie se puso en pie de un salto.

—Eso es justo lo que pretendo hacer. Chicos, vosotros registrad esta habitación. Yo voy a echar un vistazo por ahí.

Jericho hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No es una buena idea, Evie. ¿Y si vuelve?

—Decidle que he ido al baño —contestó Evie poniendo los ojos en blanco—. Los hombres os quedáis to-tal-men-te paralizados ante la mención de mujeres en el baño.

Evie salió al pasillo y comenzó a abrir puertas en busca de cualquier cosa que pudiera darles una pista. Una nueva remesa de panfletos de El Buen Ciudadano descansaba apilada sobre una mesa junto a la escalera. La imagen de la cubierta mostraba al mismo hombre encapuchado colgando a un católico boca abajo, del mismo modo en que habían colocado el cadáver de Tommy Duffy. Evie se guardó un folleto en el bolsillo para enseñárselo después a Will.

—Eh —llamó Sam a Evie desde la puerta de un despacho.

—¡Sam! ¿Qué estás haciendo? —susurró Evie.

—Lo mismo que tú. Echando un vistazo.

Evie echó a correr hacia el otro extremo del pasillo. No vio a nadie por allí, así que se apresuró a entrar en la habitación y cerró la puerta tras ella.

—¡Se suponía que debías quedarte con Jericho!

—A estas alturas ya deberías saber, muñeca, que nunca hago lo que se supone que debo hacer.

—Da igual. ¿Has encontrado algo?

—Todavía no. Miraré aquí. Tú busca por allí.

Evie registró los cajones de una mesilla y examinó una estantería, pero no encontró nada de valor. Se acercó al armario. En su interior, varias túnicas y capuchas blancas colgaban de unos ganchos como pieles huecas de fantasmas. Evie cerró la puerta a toda prisa y volvió corriendo junto a Sam, que estaba abriendo los cajones de un enorme secreter de roble.

—Mira en los cajones de abajo —le pidió.

Sam abrió el cajón de la derecha, que era un batiburrillo de papeles y cartas. Cogió un anuncio sobre una reunión de la Sociedad Americana de Eugenesia. Debajo descansaba una fotografía de un magnífico castillo envuelto en la niebla. Aquel castillo tenía algo que a Sam le resultaba familiar, aunque no era capaz de detectar qué exactamente. Se metió la foto en el bolsillo justo cuando la puerta se abrió con un clic.

Un hombre alto y delgaducho se detuvo, vacilante, en el umbral. Llevaba un sombrero oscuro, un mono de granjero y una camisa vaquera de trabajo. Alrededor del cuello, lucía un colgante plano y redondo sujeto con una tira de cuero.

—Estoy buscando a la señorita White —dijo el hombre con la voz entrecortada—. ¿La han visto?

Con cuidado, Evie cerró el cajón.

—¿Quién debería anunciarle que la busca? —preguntó.

—El hermano Jacob Call.

El hombre dio dos pasos inseguros hacia el interior del despacho. El colgante llamó de inmediato la atención de Evie: era una estrella de cinco puntas rodeada por una serpiente que se devoraba la cola. Se le aceleró el corazón. Con las manos a la espalda, se lo señaló a Sam. Él le apretó los dedos como respuesta.

—Vaya, qué colgante más curioso. ¿Es muy antiguo?

El hombre se llevó la mano al cuello.

—Es la marca del Señor. Una protección para su pueblo en los tiempos de la Bestia.

A Evie le recorrió un gélido cosquilleo desde el cuello hasta el brazo. El colgante, la mención de la Bestia… Era muy posible que Sam y ella estuvieran en la misma habitación que el Asesino del Pentáculo.

—¿Có… cómo ha dicho que se llamaba? —volvió a preguntar Evie.

El hombre los miró con repentina suspicacia. Se volvió bruscamente y casi derriba a una mujer de constitución voluminosa y ataviada con un vestido negro y sobrio que miraba con asombro a los dos jóvenes tras unas gafas de montura metálica.

—¿Qué narices están haciendo aquí? —exigió saber la mujer.

Tenía una voz digna de ser escuchada desde un púlpito.

—¿Quién quiere saberlo, hermana? —la desafió Sam.

La mujer entrecerró los ojos.

—Yo soy la señora Alma Bridwell White. Cabeza de la Iglesia Columna de Fuego. Y ustedes están en mi despacho sin haber sido invitados.

Llamó a dos hombres corpulentos, tristes, para que los acompañaran —con bastante brusquedad— de vuelta al despacho del señor Adkins. Jericho continuaba allí sentado. Abrió los ojos de par en par y Evie le lanzó una mirada de advertencia para que guardase silencio.

—Señor Adkins, ¿puede explicarme qué hacían en mi despacho estos dos intrusos sin invitación ni supervisión?

—Lo siento, señora White. Han venido a interesarse por la comunidad. Fui a buscarle un vaso de agua a la señora Jones y, al volver, el señor Jones me ha dicho que tanto su esposa como el señor Smith habían ido al baño.

—¡Espías! Eso es lo que son. ¿Qué estaban haciendo, les ruego que me expliquen, en mi despacho? —insistió la señora White—. ¡Exijo una respuesta!

Unos cuantos hombres habían entrado en la habitación. Todos parecían estar dispuestos a empezar una pelea. Evie tragó saliva con dificultad. Si no se les ocurría algo, estaban acabados.

—No quería hacerlo, pero las mentiras ya han llegado demasiado lejos —dijo Sam de pronto.

De la forma en que el muchacho sacudía con la mano las monedas que llevaba en el bolsillo, Evie dedujo que estaba nervioso.

—¿Ah… ah, sí?

La chica estudió la cara de Sam en busca de algún indicio que le explicara a qué estaban jugando.

—Sí, por supuesto. No puedo ocultarlo durante más tiempo, cariño. —Sam le rodeó los hombros a Evie con un brazo y la atrajo hacia sí. Le dio un beso en la mejilla mientras Jericho los observaba, atónito—. Siento que sea así como hayas tenido que enterarte, primo. Hemos entrado en ese despacho para estar solos. Estoy loco por ella, y ella también lo está por mí. ¿Verdad, carita de muñeca? Vamos a ir a Reno para conseguir la anulación, y después nos casaremos. La verdad es que no te culparía si me dieras un puñetazo aquí y ahora por lo que he hecho.

Los murmullos de asombro y crítica se propagaron entre la pequeña multitud de la Columna de Fuego que se había reunido en el despacho. Oculto tras la envergadura de Jericho, Sam hizo un pequeño movimiento con el puño, con la esperanza de que el grandullón cogiera la indirecta.

Por fin, la expresión de Jericho mostró síntomas de comprensión.

—Pues es mi esposa, y no puedes tenerla —proclamó torpemente.

Retrocedió y golpeó a Sam. Lo alcanzó a la altura de la mandíbula y el labio inferior. El joven se tambaleó y cayó de rodillas, con la boca llena de sangre.

—Hijo de… —graznó Sam.

—¡Oh, Sam! —Evie se dejó caer a su lado. Le secó la boca con su pañuelo—. Nunca quise que llegáramos a esto.

La mirada de la señora White era dura y fría.

—Creo que será mejor que se marchen. Somos una organización honorable y no queremos formar parte de sus sórdidos asuntos urbanos.

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—Una «organización honorable» —gruñó Sam, sentado de nuevo al volante, mientras deshacían el camino de entrada. La mejilla ya se le estaba hinchando y tenía la camisa manchada de sangre seca. Evie le dio unos ligeros toques en la herida con el pañuelo y el muchacho esbozó una mueca de dolor—. Ay.

—Siento lo del puñetazo —se disculpó Jericho desde el asiento trasero, pero lo cierto era que parecía bastante satisfecho de sí mismo.

—Ese golpe nos ha sacado de ahí. Buen trabajo, Grandullón. Aunque, la próxima vez, sé más delicado conmigo.

Cuando llegaron al final del camino, vieron que un grupo de hombres bloqueaba la vía para impedir su salida. Evie se aferró a la manecilla de la portezuela cuando rodearon el coche. Sam no apartó las manos del volante y, por segunda vez, Evie deseó ser ella la que conducía.

Un hombre corpulento que llevaba un sombrero de paja apoyó ambos brazos en la ventanilla abierta de Evie.

—Vosotros, gentuza de la ciudad, sabemos lo que habéis traído hasta aquí y no queremos saber nada de ello. ¿Entendido?

Evie asintió con seriedad. El corazón le golpeaba las costillas con fuerza. Mantuvo la mirada clavada en la carretera que se extendía ante ellos.

—No volváis a aparecer por aquí. No necesitamos a los de vuestra ralea.

Uno de los hombres acercó la cara a la de Jericho. Le sonrió de forma agradable, como si fueran dos viejos amigos que compartían una excursión de pesca y se daban consejos el uno al otro.

—Si yo estuviera en tu lugar, hijo, me llevaría a ese al bosque y le enseñaría lo que les ocurre a los tipos que intentan llevarse lo que es de uno por derecho propio.

Se sacó un paquete de cerillas del bolsillo y encendió una. Observó cómo estallaba en un diamante naranja y luego se la lanzó a Sam, en el asiento delantero. Evie soltó un pequeño alarido al ver que aterrizaba sobre los pantalones del joven, pero él la apartó de inmediato. No obstante, parecía aterrorizado. El Sam fanfarrón al que estaba acostumbrada no se veía por ningún sitio. Los hombres se apartaron. El tipo de delante quitó la mano del capó y Sam arrancó el coche con ímpetu. Las ruedas traseras provocaron una lluvia de guijarros cuando iniciaron la marcha. Tomaron la siguiente curva a tal velocidad que no vieron al hombre hasta que casi lo tuvieron encima.

—¡Sam, cuidado! —gritó Evie.

El chico pisó el freno con brusquedad y el coche se estremeció hasta detenerse. Delante de ellos, el hermano Jacob Call tenía ambas manos levantadas, como si esperase que lo atropellaran. Los señaló con un dedo largo.

—Lo que se empezó hace tiempo terminará ahora, cuando el fuego abrase el cielo —dijo—. Arrepentíos, pues la Bestia ha llegado.

Entonces se dio la vuelta y comenzó a caminar colina arriba con zancadas largas y rápidas.

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Ya era media tarde cuando Evie, Jericho y Sam regresaron al museo y le contaron a Will que habían escapado por los pelos de la Iglesia Columna de Fuego y su curioso encuentro con el hermano Jacob Call.

—¿Crees que podría ser nuestro asesino? —quiso saber Jericho.

—Sin duda informaré al detective Malloy de inmediato —contestó Will—. Lo habéis hecho muy bien. Puede que este fuera el cambio que necesitábamos.

—Dijo otra cosa muy curiosa. —Evie apoyó los pies descalzos sobre una pila de libros que había en el suelo—. Dijo algo como «lo que se empezó hace tiempo terminará ahora». ¿Qué se empezó hace mucho tiempo? ¿Cuándo?

El teléfono comenzó a sonar y su tío lo cogió.

—William Fitzgerald. Entiendo. ¿Quién debería anunciar que la llama, por favor? Un momento. —Will le tendió el auricular a su sobrina—. Es para ti, Evie. Un tal señor Daily Newsenhauser.

Evie cogió el teléfono y dijo:

—No necesito una Electrolux, y ya soy cliente de Colgate, así que a no ser que estén regalando un visón, me temo que…

—Eh, reina de Saba. ¿Cómo va el Museo de los Escalofríos? —dijo T. S. Woodhouse.

Evie les dio la espalda a Will y los chicos.

—Genial. El fantasma del señor Lincoln acaba de invitarme a tomar el té. Me encantan los fantasmas educados. Un alias muy astuto.

—¿Daily Newsenhouser? Eso he pensado.

Evie tapó el micrófono con una mano.

—Un pedido que le hice a un comercial de los almacenes B. Altman. No tardaré nada.

—No me gusta que te apropies del teléfono del museo para atender llamadas personales, Evangeline —señaló Will, pero no levantó la mirada de su montón de recortes de periódico.

—¿Debo deducir que no puede hablar libremente? —preguntó Woodhouse.

—Lo ha pillado.

—Tal vez podríamos vernos.

—Lo dudo.

—Venga, Saba. Sígale el juego a su viejo amigo T. S. ¿Tiene algo para mí?

—Eso depende. ¿Qué tiene usted para mí?

—Un reportaje sobre el museo en los periódicos de mañana. Una mención a una tal señorita Evie O’Neill. La muy atractiva señorita O’Neill.

Evie sonrió.

—Espere un segundo. Jericho —llamó—, tengo que encargar prendas íntimas. Sé bueno y cuelga aquí por mí, yo cogeré la llamada en el despacho de Will. —Evie pasó a toda prisa junto a Sam, que meneó las cejas sugerentemente ante las palabras «prendas íntimas». Evie lo miró irritada, puso los ojos en blanco y se precipitó sobre el teléfono del despacho de su tío—. Ya está, Jericho, querido. —Aguardó el clic delator y comenzó a hablar en voz baja—. Creen que el asesino podría estar relacionado con el Klan. Se encontró una copia de El Buen Ciudadano en el cadáver de Tommy Duffy.

—¿En serio? No me extrañaría viniendo de esa bazofia.

—Lo sé. Vaya, son incluso peores que los periodistas.

—Me cae bien, Saba.

—Y a mí me gusta lo que usted puede hacer por mí, señor Woodhouse.

—¿Qué más?

—Ni de broma. Esperaré a ver ese artículo primero.

—Evie, por favor, cuelga ya —le ordenó Will desde la puerta.

La muchacha habló en voz alta y alegre por el micrófono.

—Ponte un emplasto de mostaza y quédate en la cama, Mabesie, querida, ¡y mañana estarás como nueva! Ahora tengo que dejarte. ¡Adiós! —Colgó el auricular y se volvió hacia su tío con un suspiro profundo—. La pobrecilla estaría totalmente perdida sin mí.

Will parecía confuso.

—Creía que estabas hablando con un comercial de B. Altman.

—¡Ha habido dos llamadas! —mintió Evie con una gran sonrisa—. Ay, tío, ¿de verdad no has oído que el teléfono volvía a sonar? Supongo que en estas mansiones viejas la acústica no es tan buena como debería. Bueno, da igual. Yo sí lo he oído. ¿Qué querías, tío?

Will metió los brazos en las mangas de su abrigo y se puso el sombrero.

—Acabo de recibir noticias de mi colega de Columbia, el doctor Poblocki. Esa página que descubriste ha resultado ser de gran utilidad. Ha averiguado algo importante. ¿Y bien?

Evie cogió su abrigo.