Evie estaba recostada en la bañera, con dos gruesas rodajas de pepino colocadas sobre los ojos hinchados, y cantaba sin ninguna consideración por su dolorida cabeza. «Conquistaremos Manhattan, el Bronx y también Staten Island…».
—No cabe duda de que conquisté Manhattan —masculló Evie—. Y ella… me… conquistó a mí.
Se sumergió bajo el agua y dejó que la meciera hasta que unos golpes violentos la obligaron a emerger.
—Me estoy bañando —vociferó.
—¿Vas a tardar mucho? —preguntó Jericho.
Evie sacó del agua un dedo del pie que parecía una pasa y lo acercó al grifo del agua caliente.
—Es difícil de decir.
—Necesito el… el…, eh…
—Ay, por Dios —dijo Evie con un suspiro—. Vale, vale. No quiero que mueras de peritonitis como Valentino. Solo un minuto. —Evie aclaró las rodajas de pepino bajo el grifo y a continuación se las comió. Quitó el tapón y dejó que el agua se sumiera por el desagüe mientras se ponía la bata y abría la puerta con una reverencia—. Todo tuyo —dijo cuando Jericho pasó a su lado a toda velocidad.
En la cocina, Evie exprimió una naranja en un vaso, sacó las pepitas que habían caído y se bebió de un trago el preciado zumo, acompañado de dos aspirinas.
—Virgen santa…
Un minuto después, Jericho salió del baño con el ceño fruncido.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
El joven se sentó en el sofá y se ató un zapato en silencio, pero su descontento flotaba en la habitación como el persistente aroma de las sales de baño perfumadas de la chica. A Evie le daba igual que le gritaran, pero odiaba sentirse juzgada. La irritaba, y hacía que se sintiera pequeña, fea y sin arreglo. Se puso a cantar, como reproche tanto a la actitud de Jericho como a su dolor de cabeza.
—Solo me preguntaba si esta va a ser tu rutina habitual —dijo Jericho al fin.
—Rutina habitual. Eh… Bueno, puede que añada un mono amaestrado. Le gustan a todo el mundo.
—¿Esto es todo lo que hay para ti? ¿Una gran fiesta constante?
Aquello enfadó a Evie. Al menos a ella no le daba miedo salir y vivir. Jericho no parecía conocer la vida más allá de las páginas de un viejo libro polvoriento, y tampoco parecía tener ningún interés en conocerla.
—Es mejor que pasarse las noches rumiando como si fueras el difunto hermano de Byron. No pongas esa cara de ofendido… ¡Te pasas el día dándole vueltas a la cabeza! ¿Y qué bien te hace eso? Tienes dieciocho años, no ochenta, chaval. Vive un poco.
Jericho se levantó del sofá.
—¿Que viva un poco? ¡Que viva un poco! —Soltó un amargo «¡Ja!»—. Si supieras que… —Se detuvo de inmediato, y Evie se percató de que el joven se obligaba a adoptar una calma casi mecánica—. Da igual. No lo entenderías. Tengo que irme al museo.
Cogió su manoseada copia de Nietzsche y se marchó dando un portazo.
Evie estaba sentada en la cama de Mabel. Las aspirinas no la habían ayudado mucho, pero, como una chica moderna de verdad, no tenía ninguna intención de pasarse el día metida en la cama, al contrario que la pobre Mabel, que había sucumbido a una terrible resaca. Estaba tumbada, hecha un ovillo, aferrada a una palangana por si sentía la necesidad de vomitar.
—Recién salidos del horno, los titulares de hoy: el amor de tu vida no aprueba mi forma de vida de flapper descarriada —dijo Evie con voz de afectado misterio—. De verdad, Mabesie. Tal vez quieras replanteártelo… es un poco aguafiestas.
—Mi estómago tampoco aprueba tu forma de vida —repuso Mabel, abatida. No había levantado la cabeza de la almohada—. No voy a volver a beber jamás.
—Eso es lo que decimos todas, Carita de Pan.
Mabel gimió.
—Va en serio. Me encuentro fatal. Voy a poner fin a mi relación con el alcohol. —Levantó la mano derecha—. Puedes actuar como notario que da fe de esta declaración.
—De acuerdo. Doy fe.
Mabel dejó caer la mano y su rostro se contrajo en una expresión de renovada tristeza. Evie se levantó de la cama de un salto.
—¿Qué pasa? ¿Estás a punto de vomitar?
Mabel metió la mano debajo de la cama y sacó lo que quedaba de la diadema de Evie. Estaba medio rota por el medio, donde resultaba evidente que alguien la había pisado. Le faltaban varios diamantes falsos y las plumas de pavo real languidecían como coristas acabadas.
—Lo siento.
—Oh… —Evie contuvo una palabrota. Mabel frunció la boca y Evie se dio cuenta de que su amiga estaba a punto de convertirse en un legendario mar de lágrimas. Tiró la diadema al suelo como si no fuese más que basura—. ¿Ese viejo chisme? Ya estaba cansada de ella, de todos modos. Me has hecho un favor, amiga, liberándola así de su sufrimiento.
Mabel enarcó una ceja.
—Estás mintiendo, ¿verdad?
—Sí.
—Solo para que me sienta mejor.
—No, para sentirme mejor yo. Si no, me echaré a llorar.
—Gracias. —Mabel consiguió esbozar una vaga sonrisa. Le ofreció a Evie un meñique curvado—. ¿Amigas para siempre?
Evie entrelazó su meñique con el de Mabel.
—Para siempre. —Le dio un beso en la frente a su amiga y apagó la lámpara de la mesilla—. Duerme un poco, Carita de Pan.
Evie salió del Bennington y bajó por Broadway, paseando por delante de las tiendas. Un establecimiento de venta de radios había puesto en marcha su último modelo y el sonido se expandía por las aceras para tentar a los clientes. Evie se detuvo a escuchar durante un instante, mientras se pintaba los labios mirándose en el escaparate.
«… Aquí Cedric Donaldson informando desde Roosevelt Field, Long Island, donde hace tan solo unos instantes Jake Marlowe ha aterrizado con su American Flyer, un avión de su propia invención. Puede oírse el entusiasmo de la multitud que se ha reunido aquí, en este hermoso día de otoño, para ofrecerle la bienvenida de un héroe a este multimillonario inventor e industrial. Y aquí está la banda de música del Instituto Bayside tocando la marcha nacional de Estados Unidos».
El hombre de la tienda miró a Evie con desaprobación desde el otro lado del cristal. La muchacha levantó las piernas y los brazos imitando el desfile de la banda y le dedicó un saludo al hombre. Después, continuó su relajado deambular hacia el museo. En el quiosco, Evie frenó en seco. La portada del New York Daily Mirror anunciaba: ¡EL LOCO DE MANHATTAN ATACA DE NUEVO! Cogió el periódico y pasó la publicidad de las gafas cometa de Salomón para leer la noticia en la página dos.
—Eh, muñeca, ¿piensas pagarlo?
El hombre del quiosco le tendió la mano.
Evie le entregó una moneda y, aferrada al periódico, corrió hasta llegar al museo.
Will estaba sentado en la biblioteca con Sam y Jericho. Parecía pálido.
—A… Acabo de enterarme… —dijo Evie, casi sin aliento.
Levantó el periódico.
—Tommy Duffy. Doce años —la informó Will en voz baja—. El asesino se ha llevado sus manos.
Aquel horror hizo que a Evie se le retorciera el estómago.
—¿Es el mismo asesino?
Su tío asintió.
—Primero envió una nota de aviso a los periódicos.
Jericho abrió la última edición del Daily News de la tarde anterior.
—«Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. Pues la Bestia se alzará cuando el cometa vuele».
—Parece que a este tipo le gusta llamar la atención —comentó Will—. Dejó otra nota junto al cuerpo.
Evie desenrolló el delgado pergamino, que se parecía al primero, lleno de símbolos mágicos en la parte baja.
—Ten cuidado con eso… Nos lo ha prestado el detective Malloy —le explicó su tío.
—«Y en aquellos tiempos, los jóvenes eran perezosos. Sus manos estaban ausentes de los arados y no las elevaban en oración y alabanza al Señor nuestro Dios. Y el Señor estaba furioso y exigió a la Bestia una sexta ofrenda, una ofrenda de obediencia» —leyó Evie—. Las manos. Con Ruta, se llevó los ojos, y con Tommy Duffy, las manos. ¿Por qué?
—No tiene ningún sentido —concedió Will.
—El asesinato de un niño jamás podría tenerlo.
—Me refería a la simbología. —Will se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro por la habitación—. Tommy Duffy estaba colocado en una postura determinada. Lo colgaron del revés con una pierna doblada. Ese símbolo no es cristiano. Es pagano. El Colgado, como en el tarot. Es un indicio de magia o misticismo. Sin embargo, encontraron esto metido en el bolsillo trasero del muchacho.
Con brusquedad, Will depositó un folleto sobre la mesa. En la cubierta, un hombre con una túnica blanca y un sombrero puntiagudo aparecía bajo una cruz y una Biblia abierta tocando una campana de la libertad mientras el rostro fantasmagórico de George Washington lo observaba con aprobación.
—El Buen Ciudadano —leyó Evie—. ¿Qué es esto?
—Es una publicación mensual de la Iglesia Columna de Fuego —contestó Will—. Que además es un gran apoyo para el Ku Klux Klan.
—¿Crees que el Klan podría haber matado a ese muchacho?
—Es posible. Claro, que también es posible que el panfleto estuviera en la escena antes del crimen. No obstante, hay que tener en cuenta que Tommy Duffy era irlandés. Ruta Badowski era polaca. Tal vez el asesino odie a los extranjeros.
—Podría ser anticatólico —señaló Jericho.
—No necesitan muchos motivos —gruñó Sam.
En Zenith había hombres que pertenecían al Klan, Evie lo sabía. Y había personas, como el padre de Harold Brodie, que los apoyaban. Pero los padres de Evie habían sido católicos. Los O’Neill irlandeses. Y su padre despotricaba a menudo contra el Klan y la intolerancia asesina que defendían sus miembros.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Evie.
—¿Irnos adónde, muñeca? —quiso saber Sam.
—Vamos a ir a esa Iglesia Columna de Fuego a husmear un poco, ¿no es así?
—No puedo —dijo Will—. Una vez ayudé a presentar cargos contra su Gran Dragón del Klan. Me conocen.
—¿Y qué hay del detective Malloy? —preguntó Jericho.
Will dejó escapar un prolongado suspiro.
—Ha enviado a unos cuantos hombres allí esta mañana, pero me parece que no ha servido de mucho. Alma Bridwell White, la obispo de Columna de Fuego, amenaza con poner una demanda cada vez que alguien susurra una palabra contra su iglesia.
Evie se puso en pie.
—¿Y si Jericho y yo nos hacemos pasar por recién casados interesados en unirnos a la Iglesia? Así podríamos fisgar un poco y ver qué podemos encontrar.
Jericho levantó la vista.
—¿Tú… y yo?
—¿Me estás tomando el pelo? —intervino Sam—. A nuestro amigo el Gigantón se lo comerían vivo.
—Puedo arreglármelas solo, gracias.
—No te enfades, Grandullón. Eres un buen tipo. Pero para esto se requiere a alguien capaz de manejar la situación. Necesitáis a un estafador. Además, alguien tiene que conducir.
—Yo sé conducir —lo interrumpió Evie.
—Evie sabe conducir —dijo Jericho. Su mirada era desafiante.
—Muy bien. Iremos los tres —concluyó Sam—. Pero si yo consigo el coche, yo llevo el volante.
—Como queráis —dijo Will—. Evie, ¿podría hablar contigo un segundo en mi despacho, por favor?
—Nunca me dejan conducir. Se me da bien —gruñó la joven de camino al despacho de su tío.
Will sacó una petaca plateada de un cajón del escritorio y le dio un trago.
—De modo que sí que tienes alcohol —comentó Evie.
—Siento decepcionarte; es leche de magnesia de Phillips. Tengo el estómago revuelto… lo cual no resulta sorprendente después de lo que he visto esta mañana. No es necesario que te sientes. Seré breve. Evangeline, yo no soy tu madre, pero eso no significa que no tenga normas de comportamiento. No volveré a tolerar que llegues a casa borracha a altas horas de la madrugada.
Will la miró directamente a los ojos. A Evie se le pasó por la cabeza que nadie la había estudiado con tanto detenimiento hasta entonces.
—Pero, tío…
Will levantó una mano para frenar su queja antes de que pudiera cobrar impulso.
—Tal vez deba recordarte que los trenes viajan en ambas direcciones entre Nueva York y Ohio, Evangeline. ¿Entendido?
Evie tragó saliva con dificultad.
—Lo pillo.
—No me importa que disfrutes de lo que Nueva York tiene que ofrecer, pero deberías tener cuidado. Al fin y al cabo, hay un asesino suelto en la ciudad.
De pronto, Evie recordó la página que había marcado el día anterior para enseñársela a su tío.
—¡Ostras! Se me olvidaba decirte… Creo que he encontrado nuestro símbolo en un libro de la biblioteca. Algo relacionado con una orden religiosa… Los Hermanos, la Hermandad… ¿Cómo era?
De regreso en la biblioteca, Evie comenzó a revisar las estanterías desbaratando el cuidadoso trabajo de Jericho, que la seguía reordenando las cosas.
—¡Aquí está! —Evie bajó a toda prisa las escaleras de caracol—. Fervor religioso y fanatismo en las regiones centrales y occidentales del estado de Nueva York. El libro es, sin duda, una cura para el insomnio, pero contiene esto. —Lo abrió por la página con el dibujo del emblema del pentáculo y la serpiente—. ¡Los Hermanos! ¡Eso es! ¿Sabes qué es esto?
—No, pero conozco a alguien que podría saberlo: el doctor Georg Poblocki, de la Universidad de Columbia. Es profesor de religión, y un viejo amigo. Lo llamaré de inmediato —dijo Will mientras salía de la biblioteca a paso ligero.
Jericho se aclaró la garganta.
—¿Quieres hacerte cargo tú del primer turno o lo hago yo? —preguntó como si los visitantes fueran a inundar el museo de un momento a otro.
—¿Dónde está Sam? —preguntó Evie.
—Ha ido a llamar a un amigo para hacerse con un coche.
—Seguro que sí —dijo Evie con desdén.
—Podría ocuparme yo del primer turno, si lo prefieres —se ofreció Jericho.
—No, lo haré yo —repuso la joven.
Seguía molesta por la pequeña charla que Jericho le había soltado aquella mañana, y no tenía ninguna intención de permitir que se hiciera el mártir.
Evie recorrió las salas del museo pensando tanto en el asesinato como en la fiesta de la noche anterior. Probablemente, no debería haber sido tan explícita respecto a su capacidad de leer objetos. ¿Y si ahora esperaban que lo hiciera en cada ocasión? ¿Y si, a la sobria luz del día, la tomaban por un bicho raro o aterrador, alguien que podría ser capaz de adivinar los secretos que tanto se habían esforzado en ocultar? Se prometió a sí misma que tendría más cuidado en el futuro.
Pero sentía curiosidad por los Adivinos que su tío había mencionado el primer día de Evie en el museo, así que buscó el libro de Liberty Anne Rathbone y se acurrucó junto a la estufa de leña de la sala de colecciones para leerlo.
Las profecías de Liberty Anne Rathbone,
recogidas por su hermano y fiel servidor,
Cornelius T. Rathbone.
Hoy, la dulce Liberty Anne yace en el mismo estado de hechizamiento en el que se halla sumida desde su paseo por los bosques. A veces, habla con impreciso asombro de las maravillas que contempla; en otras ocasiones, se muestra inquieta y murmura advertencias sobre terribles cosas por venir. Es como si viera el interior de ese abismo vasto y celestial que solo los ángeles y el ojo omnisciente de la Providencia pueden visitar. He recogido sus palabras de inmediato.
«Somos los Adivinos. Hemos sido y seremos. Es un poder que procede de la gran energía de la tierra y de sus gentes, un reino compartido para un conjuro, durante el tiempo que sea necesario. Vemos a los muertos. Hablamos con los espíritus inquietos. Caminamos en sueños. Leemos el significado de todo lo que sostenemos. El futuro se nos revela como el mapa de un marino y nos muestra mares que aún debemos navegar».
Evie pasó la página, emocionada.
«No puede haber seguridad a costa de la libertad. El corazón de la unión no lo tolerará… Los cielos están iluminados con un fuego extraño. La puerta eterna está abierta. El hombre del sombrero de copa regresará con la tormenta… El ojo no puede ver».
Al final de la página había un pequeño boceto de un ojo rodeado por los rayos del sol, con un relámpago debajo.
«Los adivinos deben resistir, o todo caerá».
Evie cerró el libro y lo dejó a un lado. Estaba claro que Cornelius Rathbone había querido mucho a su hermana. ¿Soñaría con ella cuando se marchó, al igual que Evie soñaba con James? Buscó con la mano el consuelo del colgante de la moneda de medio dólar. Estaba agotada por haber trasnochado. El sol de la tarde entraba por las ventanas y, combinado con el calor de la estufa de leña, hacía que la habitación estuviera caldeada. Evie apoyó la cabeza en los brazos y se quedó dormida.
Soñó con la ciudad. Las calles, que parecían desfiladeros, estaban vacías y el sol del atardecer tornaba las ventanas anaranjadas, pero a lo lejos se divisaba una masa amenazante de nubes oscuras. Evie gritaba, pero no había nadie. Los periódicos se arrastraban por el suelo y trepaban por las paredes de los edificios silenciosos. Entonces la joven se percataba de otras presencias. Sombras que se escapaban de su campo de visión. Gente espectral. Volvía la cabeza justo a tiempo para verlas desaparecer en la creciente oscuridad. Susurraban: «Ella es uno. Es uno de ellos. No podéis detenernos. Nada puede detenernos».
Evie dobló una esquina y se sorprendió al ver también a Henry recorriendo las calles, como si buscara a alguien. Su amigo abrió los ojos de par en par cuando la vio.
—Evie, ¿qué estás haciendo aquí? No me recuerdes —le dijo.
Y, cuando la chica volvió a mirar, Henry había desaparecido.
Pero otra persona se dirigía corriendo hacia ella, y Evie se dio cuenta de que no podía moverse ni lo más mínimo. Estaba paralizada de miedo. La figura se acercó. Era una chica con el pelo negro y brillante y los ojos verde botella. La muchacha tenía algo que a Evie le resultaba vagamente familiar. Juraría que la conocía de algo. Y entonces cayó en la cuenta: era la camarera del restaurante de Chinatown. La chica llevaba una daga extraña en una mano. Parecía furiosa, alarmada, cuando gritó:
—¡No deberías estar aquí! ¡Despierta!
—Evie, ¡despierta! —Sam la sacudía agarrándola por el hombro. Evie abrió los ojos en el museo. La luz del sol seguía entrando a raudales por las ventanas con vidrieras de la sala de colecciones—. Estabas soñando.
—¿Ah, sí? —dijo Evie al tiempo que se estiraba. El corazón todavía le latía deprisa.
—Debía de ser una joyita de sueño. Estabas gritando.
Evie asintió.
—Una verdadera pesadilla.
—Vaya, muñeca. No es de extrañar con tanto hablar de asesinatos. Cuéntaselo todo a tu colega Sam. Yo te salvaré.
Sam se colocó a su lado en la silla. Con cariño, le apartó un rizo de la cara, pero su sonrisa tenía la misma naturaleza lobuna que Evie había visto por primera vez en la estación de Pensilvania.
Evie lo miró con ojos grandes e inocentes.
—Bueno, soñaba que estaba en Nueva York, completamente sola…
—Pobrecita.
Sam le rodeó los hombros con un brazo.
—Caminaba por las calles en busca de gente… pero no había nadie…
—Terrible…
Sam estaba tan cerca que Evie podía percibir su aroma.
—De pronto, me encontré en la estación de Pensilvania… —La joven hizo una pausa—. Y después me ocurrió algo horrible.
—¿Qué pasó, muñeca? —ronroneó Sam.
—Un canalla sin escrúpulos me robó veinte dólares —contestó, y empujó a Sam con fuerza a la altura del pecho.
El chico estuvo a punto de caerse de espaldas, pero consiguió enderezarse en el último segundo.
El muchacho esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Vaya, es una buena forma de darle las gracias al tipo que acaba de conseguirte un coche recién lavado.
Evie le hizo una pequeña reverencia.
—Solo he venido a decirte que tenemos un cliente de verdad, de los que pagan, que quiere una visita guiada del museo.
—Díselo a Jericho —repuso Evie, y volvió a estirarse.
—El tipo ha preguntado por su tío, pero le he dicho que era usted quien estaba al mando, alteza.
Sam le devolvió la reverencia.
Evie le contestó poniendo los ojos en blanco.
—¿Crees que podrás contenerte y no robar nada mientras no esté?
—Lo único que intento robar es tu corazón, muñeca.
Sam sonrió con socarronería.
—No eres tan buen ladrón, Sam Lloyd.
Evie llegó al vestíbulo para encontrarse, de pie junto a las puertas principales, a un joven ataviado con un traje arrugado y dándole vueltas a su sombrero entre las manos. Del bolsillo del pecho le asomaba un cuaderno.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Evie con la más amable de sus sonrisas.
El hombre detuvo el movimiento del sombrero y le tendió la mano como si fuera un vendedor.
—¿Cómo está? Harry Snyder. Soy de Wisconsin. Había oído hablar de su museo, y tenía que verlo con mis propios ojos. Estoy impaciente por contarles a mis paisanos todo lo que vea cuando regrese a casa.
Si Harry Snyder era de Wisconsin, Evie era monja. De hecho, si se llamaba Harry Snyder, ella se haría monja por segunda vez.
—Bienvenido al Museo del Folclore Norteamericano, la Superstición y el Ocultismo, señor Snyder —lo saludó Evie alargando la pronunciación del apellido—. Por aquí, por favor.
La chica guio al visitante de sala en sala dándole explicaciones sobre los distintos objetos, soltándole el discurso histórico que le había oído a Will en numerosas ocasiones y añadiendo algunas florituras de cosecha propia. Entretanto, el hombre tomaba notas en su libreta y miraba a su alrededor como si esperara que en cualquier momento se manifestase un espíritu.
—Un amigo me ha dicho que están ayudando a la policía con esa investigación de asesinato… ese asunto del Loco de Manhattan. Suena horrible. ¿Tienen alguna pista? —preguntó.
Después, cogió una extraña figurilla del siglo XVII como si fuera un salero.
Evie se la quitó de las manos y volvió a depositarla sobre la mesa.
—¿Le ha contado algo al respecto su tío? ¿Es cierto que el asesino está llevando a cabo un ritual ocultista satánico? ¿Qué opina él?
—Me temo que las órdenes del detective Malloy me comprometen a guardar silencio.
El hombre se acercó a ella.
—No he podido evitar fijarme en que el buen agente Malloy no está aquí. Dígame, ¿qué hizo el asesino con los ojos de esa pobre chica? Me han dicho que se los envió por correo a la policía con una nota. ¿Es eso cierto?
Evie entornó los ojos.
—¿Quién es usted en realidad?
—Harry Snyder, de…
—¡Venga ya! —le espetó Evie.
El hombre esbozó una amplia sonrisa. La señaló juguetonamente con el dedo.
—Me ha pillado. —Le estrechó la mano con firmeza—. Soy T. S. Woodhouse, reportero del Daily News. He intentado conseguir en varias ocasiones que su tío haga alguna declaración sobre el caso para nuestro periódico, pero es más tacaño que un político con sus comentarios. Pero, vaya, puede que haya estado ladrándole al miembro equivocado de la familia, ¿verdad?
El lápiz de T. S. Woodhouse sobrevolaba su libreta a la expectativa.
—Me alegro de haberle cobrado a la entrada, señor Woodhouse. Lo acompañaré a la salida.
Evie se encaminó hacia la puerta y sus tacones repiquetearon sobre el mármol. El señor Woodhouse corrió a su lado.
—Llámeme T. S., por favor. Venga, ¿no le gustaría ver su nombre en los periódicos? ¿Enseñárselo a todos sus amigos cuando vuelva a casa? Incluso podríamos incluir su foto, es una muchacha preciosa. Vamos, sería la estrella de Manhattan.
Evie se detuvo. Con todo lo que estaban trabajando, ¿por qué no hacerse con la fama y la recompensa? ¿Por qué no deberían hacerse famosos por ello? Sin embargo, si el tío Will lo descubría, se pondría furioso. Ya le había prometido que no se metería en más líos. Y aquello era, sin duda, buscarse un buen lío.
—Lo siento, señor Woodhouse, no puedo.
T. S. Woodhouse se llevó el sombrero al pecho.
—Escuche, voy a ser sincero con usted, señorita O’Neill. Necesito esta historia. Podría ser mi pasaporte hacia el éxito. ¿Ha deseado algo con todas sus fuerzas alguna vez?
A Evie aquel hombre le recordó a un escolar demasiado crecido y caprichoso. T. S. Woodhouse era alto y delgado, y rebosaba una energía palpable y vibrante; tenía la cara afilada y pecosa y, bajo su mata de pelo castaño alborotado y sus cejas rectas, un par de ojos azules parecía estar observando, analizando constantemente. Pero en aquellos ojos también había una determinación que Evie no podría entender mejor.
—Eso no es de mi incumbencia.
—Podría serlo. —El hombre concentró su mirada azul directamente en ella—. ¿Qué quiere? Pídamelo. ¿Quiere aparecer en todas las páginas de cotilleos? ¿Quiere columnas que afirmen que los millonarios se pelean por casarse con usted? Puedo hacer que ocurra.
—Ni siquiera es capaz de hacer que ocurra esta historia, señor Woodhouse. ¿Cómo iba a ayudarme?
—Triunfo a lo grande con esta historia, le proporciono al Daily News algo de información confidencial, y entonces estaré en posición de darle lo que necesite. Favor por favor. En igualdad de condiciones…, un trato equitativo.
El periodista volvió a tenderle la mano. Evie la ignoró.
—No hay mucho movimiento por aquí —señaló el señor Woodhouse dejando bastante claro lo que quería dar a entender.
—No es más que el receso de la tarde.
T. S. Woodhouse volvió a darle forma a su sombrero como si aquella fuese su única preocupación.
—Por lo que he oído, hay muchos recesos de este tipo. De hecho, tengo entendido que el ayuntamiento podría cerrar este sitio en primavera. Excepto que, claro está, comience a producir beneficios.
Evie se mordió el labio mientras se lo pensaba. Llevaba un tiempo preguntándose cómo podrían convertir el museo en algo importante, y ahora la oportunidad se le presentaba en bandeja de plata. Will era un genio, pero no se le daban muy bien los negocios. Era obvio que si alguien iba a salvar aquel lugar, tendría que ser Evie. Ayudaría al museo… y si de paso se ayudaba a sí misma, bueno, ¿qué problema había?
—Haré un trato con usted, señor Woodhouse. Necesitamos visitantes en este museo. Yo le contaré lo que sé, como fuente anónima, y usted no dejará de escribir sobre lo genial que es este lugar y sobre que todo el que es alguien viene a visitarlo. Por supuesto, también puede mencionar que el tío Will cuenta en la investigación de estos crueles crímenes con la ayuda de su sobrina, la señorita Evie O’Neill. Y si una foto mía apareciera por casualidad en los periódicos, bueno, no es algo que yo pueda evitar, ¿verdad?
—No. Por supuesto que no. —El señor Woodhouse sonrió abiertamente y se encajó el sombrero en el cogote—. Es un hecho comprobado que los periódicos venden más cuando una chica guapa adorna sus páginas.
—¿Trato hecho, entonces?
—Trato hecho. —Se estrecharon las manos. El lápiz de T. S. Woodhouse volvió a sobrevolar la libreta—. Estoy listo, cuando quiera. Sabemos que el asesino deja símbolos ocultistas. ¿Cuáles son?
—Se trata de un pentáculo rodeado por una serpiente que devora su propia cola. El asesino lo marca con un hierro candente en los cadáveres. Y deja notas religiosas. Mi tío piensa que podría estar relacionado con el Libro del Apocalipsis.
T. S. Woodhouse garabateó con el lápiz sobre las páginas de su cuaderno.
—Eso es bueno. ¡El asesino del Apocalipsis! Me gusta.
—Todavía no sabemos si es cierto…
—No importa. —La expresión de T. S. Woodhouse era de total determinación—. Soy la prensa. Yo lo convertiré en verdad. ¿Qué más?
—Eso es todo de momento. Estaré esperando esa noticia, señor Woodhouse.
El periodista se colocó el lápiz detrás de la oreja, se metió la libreta en el bolsillo del traje y volvió a estrecharle la mano a Evie.
—Lo ha hecho muy bien, Evie. No se preocupe…, yo siempre cumplo mis promesas.
Evie esperaba que aquellas palabras fuesen verdad. Si Will no era capaz de convertir el museo en un referente, tal vez ella sí lo consiguiera. Y si quería quedarse en Manhattan cuando se terminaran sus tres meses, tenía que empezar a hacerse con un nombre y un sitio. Tener un amigo como T. S. Woodhouse podría resultarle muy útil.