Evie O’Neill se apretó la bolsa de hielo, ya fofa, contra la frente dolorida y maldijo la hora. Ya era mediodía, pero bien podrían ser las seis de la mañana, a juzgar por el martilleo de su cabeza. A lo largo de los últimos veinte minutos, su padre la había estado sermoneando por lo de la fiesta de la noche anterior en el Hotel Zenith. Había mencionado en varias ocasiones que Evie había bebido demasiado, aparte de lo de la desafortunada travesura en la fuente del pueblo. Y el lío que se produjo entre ambas cosas, por supuesto. Iba a ser un día verdaderamente bestial, y hasta qué punto. Su cabeza le dictaba órdenes: «Agua. Aspirina. Por favor, deja de hablar».
—Tu madre y yo no aprobamos el alcohol. ¿No has oído hablar de la Decimoctava Enmienda?
—¿La de la ley seca? Bebo a su salud siempre que puedo.
—¡Evangeline Mary O’Neill! —exclamó su madre.
—Tu madre es la secretaria de la Sociedad de Mujeres por la Abstinencia de Zenith. ¿Pensaste en eso? ¿Pensaste qué impresión podría causar que encontrasen a su hija de juerga y borracha por la calle?
Evie miró a su madre con los ojos congestionados. Estaba sentada con la espalda recta y los labios apretados, con el pelo largo recogido en la parte baja de la nuca. Un par de gafas —«lupas» las llamaban las flappers— descansaba al final de su nariz. Todas las mujeres Fitzgerald eran menudas, de ojos azules, rubias e irremediablemente miopes.
—¿Y bien? —bramó su padre—. ¿Tienes algo que decir?
—Ostras, espero no necesitar lupas algún día —murmuró Evie.
La madre de Evie respondió con un suspiro de hastío. Desde la muerte de James, se había tornado cada vez más pequeña y ajada, como si aquel lejano telegrama de la oficina de guerra le hubiera robado el alma en el momento en que lo abrió.
—Los jóvenes de hoy en día os lo tomáis todo a broma, ¿no es así?
Su padre ya había cogido carrerilla —«responsabilidad, civismo, comportarte como una persona de tu edad, pensar más allá del mañana»—. Se sabía el estribillo de memoria. Lo que Evie necesitaba era una pequeña dosis de alcohol para minimizar la resaca, pero sus padres le habían confiscado la petaca. Era una petaca genial, además, plateada y con las iniciales de Charles Warren talladas. El bueno de Charlie, qué encanto. Le había prometido convertirse en su chica. Duró una semana. Charlie era un amor, pero también un aburrido de cuidado. Su idea de meterse mano era la de colocar una palma rígida sobre el pecho de una chica —como si fuera un tapete almidonado sobre la mesilla de una tía solterona— al tiempo que le daba piquitos, como un pájaro, en la boca. Quelle tragédie.
—Evie, ¿me estás escuchando?
La expresión de su padre era sombría.
Se las ingenió para esbozar una sonrisa.
—Siempre, papi.
—¿Por qué dijiste esas cosas tan horribles sobre Harold Brodie?
Por primera vez, Evie frunció el ceño.
—Se las había buscado.
—Lo acusaste de… de…
Su padre se sonrojó sin poder dejar de tartamudear.
—¿De hacerle un bombo a esa pobre chica?
—¡Evangeline! —dijo su madre con un grito ahogado.
—Disculpadme. «De aprovecharse de ella y de dejarla encinta».
—¿Por qué no puedes parecerte más a…? —Su madre se detuvo, pero Evie era capaz de completar la frase por sí misma: «¿Por qué no puedes parecerte más a James?».
—¿Quieres decir que por qué no estoy muerta? —contraatacó.
A su madre se le descompuso el rostro y, en aquel momento, Evie se odió un poco.
—Ya basta, Evangeline —le advirtió su padre.
Evie agachó la dolorida cabeza.
—Lo siento.
—Creo que deberías saber que, a no ser que ofrezcas una disculpa pública, los Brodie han amenazado con denunciarte por calumnias.
—¿Qué? ¡No pienso disculparme! —Se puso de pie con tal rapidez que el martilleo de la cabeza se le duplicó y tuvo que volver a sentarse—. Dije la verdad.
—Estabais jugando a…
—¡No era un juego!
—A un juego que te ha metido en un lío…
—Harold Brodie es un canalla y un mujeriego que hace trampas a las cartas y cada semana mete a una chica distinta en el asiento trasero de su coche. Ese cupé suyo es, to-tal-men-te, un templo del magreo. Y, por si fuera poco, besa fatal.
Los padres de Evie la miraron fija y silenciosamente, perplejos.
—O eso me han dicho.
—¿Puedes demostrar tus acusaciones? —insistió su padre.
No podía. No sin contarles su secreto, y no podía arriesgarse a eso.
—No voy a disculparme.
La madre de Evie se aclaró la garganta.
—Hay otra opción.
Evie miró primero a su madre y luego a su padre, antes de volver a centrarse en su madre.
—Tampoco me largaré a una academia militar.
—Ninguna academia militar te admitiría —masculló su padre—. ¿Qué te parecería marcharte a Nueva York durante una temporada, a casa de tu tío Will?
—Yo… como… pero… ¿a Manhattan?
—Supusimos que te negarías a ofrecer una disculpa. —Su madre acababa de lanzarle su última pulla—. He hablado con mi hermano esta mañana. Él se encargaría de ti.
«Él se encargaría de ti». Una carga de la que librarse. Un acto de caridad. El tío Will debía de haberse sentido indefenso ante la ración de culpa que le habría servido su madre.
—Solo durante unos cuantos meses —continuó su padre—. Hasta que esta situación se solucione.
Nueva York. Bares clandestinos y compras. Teatros de Broadway y cines enormes. Por la noche, iría a bailar al Cotton Club. Los días los pasaría con Mabel Rose, su queridísima Mabesie, que vivía en el edificio de su tío Will. Evie y ella se conocían desde que tenían nueve años, cuando Evie y su madre fueron a pasar unos días a Nueva York. Desde entonces, las chicas habían mantenido su amistad por correspondencia. A lo largo del último año, las cartas de Evie se habían reducido a pequeñas notas esporádicas, aunque Mabel seguía escribiendo regularmente, sobre todo para hablarle del atractivo ayudante del tío Will, Jericho, que unas veces estaba «pintado por los pinceles de los ángeles» y otras era «una orilla lejana a la que espero arribar». Sí, Mabel la necesitaba. Y Evie necesitaba Nueva York. En Nueva York podría reinventarse. Podría ser alguien.
Se sintió tentada de soltar un «sí» apresurado, pero conocía bien a su madre. Si Evie no hacía que aquello pareciera un castigo que tenía que soportar, si no conseguía aparentar que «había aprendido bien la lección», terminaría atrapada en Zenith y pidiéndole disculpas a Harold Brodie pese a todo.
Suspiró y conjuró la cantidad justa de lágrimas; si se pasaba, sus padres podrían ablandarse.
—Supongo que sería un modo de actuar sensato. Aunque no sé qué voy a hacer en Manhattan con un viejo tío solterón de carabina y todos mis amigos aquí, en Zenith.
—Eso deberías haberlo pensado antes —repuso su madre con una presuntuosa sonrisa de triunfo moral dibujada en la cara.
Evie reprimió una carcajada. «Como robarle un caramelo a un niño», pensó.
Su padre consultó el reloj.
—Hay un tren a las cinco. Supongo que lo mejor será que empieces a hacer las maletas.
Evie y su padre fueron hasta la estación en silencio. Por lo general, montar en el Lincoln Boattail Roadster de su familia le suponía un orgullo. Era el único descapotable de Zenith, la flor y nata de la franquicia automovilística de su padre. Pero aquel día no quería que nadie la viera. Deseaba ser tan intrascendente como los fantasmas de sus sueños. A veces, después de haber bebido, se sentía de ese modo: la vergüenza provocada por su última escenita se entrelazaba con la rabia reprimida por cómo la hacían sentir siempre aquellos mezquinos de pueblo. «Oh, Evie, es que eres demasiado», le decían con una sonrisa educada. Y no era un cumplido.
En efecto, era demasiado… para Zenith, Ohio. A veces había intentado hacerse más pequeña, encajar con esmero entre las ordenadas líneas de lo que se esperaba de una joven como ella. Pero, de algún modo, siempre se las ingeniaba para decir o hacer algo escandaloso… Terminaba aceptando un reto para trepar a un asta, o haciendo un chiste ligeramente verde, o yéndose a montar en coche con los chicos. Y, de pronto, allí estaba otra vez «aquella horrible chica de los O’Neill».
Instintivamente, se llevó los dedos a la moneda que le colgaba del cuello. Era medio dólar que su hermano le había enviado de «por allí» durante la guerra, un regalo por su noveno cumpleaños, el día de su muerte. Evie recordaba el telegrama del departamento de guerra, entregado por el pobre señor Smith de la oficina de telegramas, que masculló una disculpa al dárselo. Se acordaba de que su madre había emitido un grito ahogado, mientras se desplomaba contra el suelo, aún aferrada al papel amarillento con la letra negra y desalmada. Recordaba a su padre sentado en el estudio, rodeado de oscuridad, mucho tiempo después de que debiera haberse acostado, con una botella de whisky prohibido abierta sobre el escritorio. Evie había leído el telegrama al cabo de un tiempo: LAMENTAMOS INFORMARLES… EL SOLDADO JAMES XAVIER O’NEILL… MUERTO EN ACCIÓN EN ALEMANIA… ATAQUE REPENTINO AL AMANECER… DIO SU VIDA PARA SERVIR A NUESTRO PAÍS… EL SECRETARIO DE GUERRA ME PIDE QUE LES TRANSMITA SU MÁS PROFUNDO PÉSAME POR LA MUERTE DE SU HIJO…
Adelantaron un caballo y una calesa que iban de camino a una de las granjas de las afueras del pueblo. Le resultaron pintorescos y fuera de lugar. O tal vez fuera ella quien estaba fuera de lugar allí.
—Evie —comenzó a decir su padre con su habitual dulce tono de voz—. ¿Qué pasó en la fiesta, cariño?
La fiesta. Al principio había sido genial. Ella, y Louise, y Dottie, con sus mejores galas. Dottie le había prestado a Evie su diadema de diamantes falsos, y le quedaba muy elegante sobre los suaves rizos. Habían disfrutado de un debate apasionado pero sin sentido acerca del juicio del señor Scopes en Tennessee, celebrado el año anterior y relacionado con la idea de que toda la humanidad descendía de los monos.
—A mí no me cuesta lo más mínimo creérmelo —había dicho Evie al tiempo que intercambiaba miradas coquetas con los estudiantes universitarios que acababan de cantar una entusiasta duodécima ronda del típico himno de fraternidad. Todo el mundo estaba borracho y feliz. Y Harold se acercó con sus halagos.
—Five-foot-two, eyes of blue, has anybody seen my Eeee-vieee? —cantó, y le dedicó una reverencia.
Harry era guapo, y terriblemente encantador, y, a pesar de lo que había dicho antes, besaba genial. Si a Harry le gustaba una chica, esa chica recibía atención. A Evie le gustaba ser el centro de atención, sobre todo cuando bebía. Harry estaba «comprometido a comprometerse» con Norma Wallingford. No estaba enamorado de Norma —Evie lo sabía—, pero sí de la cuenta bancaria de la chica, y todo el mundo sabía que se casarían cuando él terminase la universidad. Sin embargo, todavía no estaba casado.
—¿Te he contado que tengo poderes especiales? —le había preguntado Evie después de la tercera copa.
Harry sonrió.
—Eso ya lo veo.
—Lo digo muy en serio —repuso ella arrastrando las palabras, demasiado achispada como para no aceptar su reto—. Puedo adivinar tus secretos con tan solo sostener entre las manos un objeto al que le tengas cariño y concentrarme en él. —Hubo risas educadas entre los asistentes a la fiesta. Evie los taladró con una mirada desafiante de sus ojos azules, que brillaban bajo las pestañas exageradamente maquilladas—. Lo digo to-tal-men-te en serio.
—Estás to-tal-men-te borracha, eso es lo que te pasa, Evie O’Neill —vociferó Dottie.
—Lo demostraré. Norma, dame algo… un pañuelo, un alfiler de sombrero, un guante.
—No voy a darte nada. Puede que no lo recupere —dijo Norma entre risas.
Evie entornó los ojos.
—Sí, qué lista eres, Norma. Estoy empezando una colección de guantes de la mano derecha. Es tan burgués tener dos…
—Bueno, está claro que tú nunca querrías hacer algo normal, ¿no, Evie? —repuso Norma mostrando los dientes.
Todo el mundo rompió a reír y las mejillas de Evie enrojecieron.
—No, eso te lo dejo a ti, Norma. —Evie se apartó el pelo de la cara, pero enseguida volvió a taparle los ojos—. Ahora que lo pienso, lo más probable es que tus secretos nos dieran sueño a todos.
—Bien —había intervenido Harold antes de que las cosas pudieran calentarse de verdad—, toma mi anillo de la universidad. Revéleme mis más profundos y oscuros secretos, madame O’Neill.
—Eres un valiente por darle a una chica como Evie tu anillo —gritó alguien.
—¡Silencio, s’il vous plaît! —exigió Evie con un deje dramático en la voz. Se concentró mientras esperaba a que el objeto se calentara entre sus manos. A veces ocurría y a veces no, pero esperaba por el alma de Rodolfo Valentino que aquella fuera una de las veces en las que funcionaba. Después, tendría dolor de cabeza a causa del esfuerzo «aquel era el inconveniente de su pequeño don», pero para eso servía la ginebra. De todos modos, ya se había entonado un poco. Evie entreabrió tan solo un ojo. Todos la estaban observando. Todos la observaban y no sucedía nada.
Entre risas, Harry estiró la mano para recuperar su anillo.
—Vale, amiguita. Ya te lo has pasado bien. Ha llegado el momento de que dejes de beber.
Evie apartó las manos.
—Descubriré tus secretos… ¡Espera y verás!
En opinión de Evie había pocas cosas peores que ser normal. Lo normal era para los paletos. Ella quería ser especial. Una estrella brillante. No le importaba ganarse el dolor de cabeza más horrible de la historia de las perforaciones craneales. Cerró los ojos con fuerza y apretó el anillo entre las manos. Aumentó mucho de temperatura, y le reveló sus secretos. La sonrisa de Evie se ensanchó. Abrió los ojos.
—Harry, qué travieso…
Todo el mundo se arremolinó en torno a ella, interesado.
Harold rio con incomodidad.
—¿Qué quieres decir?
—Habitación veintidós del hotel. Esa hermosa camarera… L… El… ¡Ella! ¡Ella! Le diste un buen montón de pasta y le dijiste que se ocupara de todo.
Norma se acercó.
—¿De qué va esto, Harry?
Harry tenía los labios apretados.
—No tengo ni idea de qué estás hablando, Evangeline. El espectáculo se ha acabado. Devuélveme el anillo ahora mismo.
Si Evie hubiera estado sobria, tal vez habría parado. Pero la ginebra la volvía estúpidamente atrevida. Le dedicó un gesto de desaprobación con los dedos.
—Le hiciste un bombo, chico malo.
—Harold, ¿es eso cierto?
Harold Brodie tenía la cara colorada.
—¡Basta, Evie! Esto ya no tiene ninguna gracia.
—¿Harold? —preguntó Norma Wallingford.
—Está mintiendo, cariño —contestó Harold, tranquilizador.
Evie se puso en pie y bailó un charlestón sobre la mesa.
—Eso no es lo que dice tu anillo, amigo.
El joven intentó agarrar a Evie y ella se zafó dando un gritito; a continuación, le quitó a alguien la copa de la mano.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Es un ataque! ¡Un ataque de Harold Brodie! ¡Corred por vuestras vidas!
Dottie se había hecho con el anillo y se lo había devuelto a Harry. Entonces, Louise y ella prácticamente habían arrastrado a Evie al exterior.
—Chica, estás como una cuba. Vámonos.
—Permanezco inflapperable ante las advur… advar… las complicaciones. Oh, nos movemos. ¡Ehhhhh! ¿Adónde vamos?
—A que se te pase la mona —contestó Dottie, y lanzó a Evie a la fuente helada.
Al cabo de un rato, tras varias tazas de café, Evie estaba tumbada, temblando, con el vestido de fiesta empapado y cubierta por una manta en una esquina sombría del salón de señoras. Dottie y Louise habían ido a buscarle una aspirina y, sola y escondida, Evie se dedicó a escuchar la conversación de dos chicas que estaban frente a los espejos con marcos dorados cotilleando sobre la bronca que habían tenido Harold y Norma.
—Todo es culpa de esa horrible Evie O’Neill. Ya sabes cómo es.
—Nunca sabe cuándo parar y dejar a la gente tranquila.
—Pues esta vez sí que la ha liado. Está acabada en este pueblo. Norma se encargará de ello.
Evie esperó hasta que las oyó marcharse y después se acercó al espejo. La máscara de pestañas le había dejado unas buenas manchas negras bajo los ojos y los rizos húmedos le caían aplastados sobre la cara. Aquel maldito dolor de cabeza la estaba afectando de veras. Estaba hecha un desastre tanto por dentro como por fuera. Deseó poder romper a llorar, pero en realidad aquello no la ayudaría en nada.
Harold irrumpió en el salón, cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó contra ella para que nadie pudiese entrar.
—¿Cómo lo has averiguado? —gruñó, y la agarró del brazo.
—Ya… ya te lo he dicho. Me… me lo reveló tu…
Harold apretó la mano con más fuerza.
—¡Deja de hacer el tonto y dime cómo lo sabes! Norma amenaza con dejarme gracias a tu truquito de magia. Exijo una disculpa pública para limpiar mi nombre.
Evie se sentía abotagada y mareada, las consecuencias de su lectura de objetos. Era como una mala borrachera seguida por la peor resaca que pudiera imaginarse. Harold Brodie no era un conquistador encantador y divertido, Evie acababa de darse cuenta de ello. Era un sinvergüenza y un cobarde. Lo último que haría sería pedirle disculpas a alguien de tal ralea.
—Lárgate y déjame en paz, Harry.
Dottie y Louise comenzaron a aporrear la puerta desde el otro lado.
—¿Evie? ¡Evie! ¡Ábrenos!
Harold le soltó el brazo. Evie notó de inmediato que iba a salirle un moratón.
—Esto no quedará así, Evangeline. Tu padre le debe su negocio al mío. Tal vez quieras replantearte lo de la disculpa.
Y entonces Evie vomitó encima de Harold Brodie.
—¿Evie? —la llamó su padre, y consiguió arrastrarla de vuelta al presente.
Ella se frotó la cabeza dolorida.
—No fue nada, papá. Siento que te hayan fastidiado por eso.
No la reprendió por decir «fastidiar».
En la estación, su padre dejó el motor al ralentí durante el tiempo suficiente para verla llegar al andén. Le dio una propina al mozo por cargar con el equipaje de la chica y se aseguró de que lo entregaran en el apartamento de su tío en Nueva York. Evie no llevaba más que su pequeña maleta de cuadros y un bolso de mano de cuentas.
—Bueno —dijo su padre, y bajó la mirada hacia el descapotable en reposo. Le entregó a su hija un billete de diez dólares y Evie se lo metió en el lazo del sombrero de campana de fieltro gris—. Solo es algo de dinero suelto.
—Gracias, papá.
—No se me dan bien las despedidas. Ya lo sabes.
Evie se obligó a esbozar una sonrisa de descuidada temeridad.
—Da igual. No pasa nada, papá. Tengo diecisiete años, no siete. Estaré bien.
—Vale.
Permanecieron de pie, incómodos, sobre el andén de madera.
—Será mejor que no dejes que el descapotable se vaya sin ti —dijo Evie al tiempo que hacía un gesto con la cabeza hacia el coche.
Su padre la besó ligeramente en la frente y, con una última exhortación al mozo, se alejó con el Lincoln. Cuando el vehículo se convirtió en un punto minúsculo en la carretera, Evie experimentó una punzada de tristeza, y algo más. Pavor. Aquella era la palabra. Un terror inescrutable, innombrable. Llevaba meses sintiéndolo, desde que comenzaron los sueños.
—Vaya, otra vez ese miedo que me pone los pelos de punta —dijo en voz baja, y se estremeció.
Un par de puritanas sentadas en el banco de al lado le lanzaron una mirada de desaprobación al vestido hasta las rodillas de Evie. Y ella decidió dedicarles un verdadero espectáculo. Se remangó la falda y, canturreando alegremente, se bajó las medias para dejar las piernas al aire. Aquello tuvo el efecto deseado sobre las puritanas, que se bajaron del andén sin dejar de cacarear sobre «la vergüenza de los jóvenes». No iba a echar de menos aquel lugar.
Un cupé de color crema serpenteó peligrosamente carretera arriba y se detuvo debajo de Evie, esquivando el andén por muy poco. Dos chicas vestidas con elegancia bajaron de él. Evie esbozó una gran sonrisa y comenzó a saludarlas con entusiasmo.
—¡Dottie! ¡Louise!
—Nos hemos enterado de que te marchabas y hemos venido a despedirte —explicó Louise mientras se encaramaba a la barandilla.
—Las buenas noticias se propagan rápido.
—¿En este pueblo? A la velocidad del rayo.
—Es fantástico. De todas formas, soy demasiado para Zenith, Ohio. En Nueva York me entenderán. Voy a salir en todos los periódicos y me invitarán al piso de los Fitzgerald a tomar copas. A fin de cuentas, mi madre es una Fitzgerald. Seguro que estamos emparentados.
—Hablando de copas… —Con una gran sonrisa, Dottie se sacó de la cartera lo que parecía un inocente recipiente de aspirinas. Estaba medio lleno de un líquido claro—. Toma. Solo un traguito para que no se te haga tan largo el viaje. Siento que no sea más, pero es que ahora mi padre marca las botellas.
—Ah, y una copia del Photoplay sacada del salón de belleza. La tía Mildred no la echará de menos —agregó Louise.
A Evie se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿No os importa que os vean con la paria del pueblo?
Louise y Dottie se esforzaron por dibujar unas débiles sonrisas, confirmación de que Evie era, en efecto, la paria del pueblo, pero aun así habían ido a verla.
—Sois unos verdaderos ángeles de primera categoría. Si yo fuera Papa, os canonizaría.
—¡Seguro que el Papa preferiría encañonarte a ti!
—¡Nueva York!
Louise hizo girar su larga ristra de cuentas.
—Norma Wallingford va a ponerse verde de envidia. Está cabreada como una mona por lo de tu escenita —dijo Dottie entre risitas—. Desembucha: ¿cómo te habías enterado en realidad de lo de Harold y la camarera?
La sonrisa de Evie se desvaneció durante un instante.
—Tan solo fue un golpe de suerte.
—Pero…
—¡Eh, mirad! Ahí llega el tren —anunció Evie, y acabó con cualquier posibilidad de que le hicieran más preguntas. Las abrazó con fuerza, agradecida por aquella última muestra de amabilidad—. La próxima vez que me veáis, ¡seré famosa! Y os pasearé por todo Zenith montadas en mi sedán con chófer.
—La próxima vez que te veamos, ¡te estarán juzgando por algún delito ingenioso! —repuso Dottie con una carcajada.
Evie sonrió.
—Mientras hablen de mí…
Un mozo ataviado con un uniforme azul le pedía a la gente que subiera a bordo. Evie se acomodó en su compartimento. La atmósfera era sofocante, así que se puso de pie sobre el asiento con sus merceditas de satén verdes para abrir la ventana.
—¿La ayudo, señorita? —se ofreció otro mozo, un chico joven.
Evie lo miró tras unas pestañas que aquella mañana se había pintado con un rímel de color pastel y le obsequió con todo el poder de su sonrisa de lápiz de labios Coty.
—¿No le importaría, guapo? Sería genial.
—¿Se dirige a Nueva York, señorita?
—Ajá, eso es. Gané un concurso de Miss Belleza en Bañador y ahora voy a Nueva York a que me fotografíen para el Vanity Fair.
—Vaya, ¿no es estupendo?
—Lo es, ¿verdad? —Evie hizo aletear sus pestañas—. ¿La ventanilla?
El joven abrió los pestillos y bajó el cristal con facilidad.
—¡Ahí tiene!
—Genial, muchas gracias —ronroneó Evie.
Ya estaba de camino. En Nueva York, podría ser quienquiera que eligiese ser. Era una gran ciudad… El mejor lugar para los grandes soñadores que necesitaban brillar con fuerza.
Evie asomó la cabeza por la ventanilla del tren y les dijo adiós a Louise y Dottie. Su corta melena rizada se agitó en torno a su cara cuando el pueblo soñoliento, lentamente, comenzó a quedar a sus espaldas. Durante un instante, deseó poder volver corriendo a la seguridad de la casa de sus padres. Pero era como la niebla de sus sueños. Era una casa muerta… llevaba años siéndolo. No. No se pondría triste. Se mostraría magnífica y resplandeciente. Sería una verdadera estrella. Una luz radiante de Nueva York.
—¡Hasta pronto! —gritó.
—Seguro que sí.
Sus amigas iban convirtiéndose en pequeños puntos de color en la lejanía nublada por el humo. Evie les lanzó besos y trató de no llorar. Despacio, saludó con la mano a los tejados de Zenith, Ohio, donde a la gente le gustaba sentirse a salvo, cómoda y ufana, donde todos los días manejaban los objetos de la más ordinaria de las formas y jamás percibían destellos de los secretos que no deberían conocerse de otras personas ni tenían terribles pesadillas con hermanos muertos. Los envidiaba un poco.
—¿Va a quedarse ahí de pie todo el viaje, señorita? —le preguntó el mozo.
—Solo quería despedirme como es debido —contestó Evie. Giró la mano para lanzar su última bendición, diciendo adiós a las casas como si fuera una reina—. ¡Hasta pronto, pringados! ¡Estáis todos equivocados!