A varias manzanas y un millar de años de distancia de los sofisticados teatros y clubes nocturnos de la ciudad, una raspa de luna sudaba en el cielo, pero su resplandor no alcanzaba la lobreguez de los edificios de apartamentos de la Décima Avenida, donde Tommy Duffy y sus amigos agradecían el frescor del aire nocturno mientras se pavoneaban por Hell’s Kitchen. Se hacían llamar los Reyes de la Calle, pues eran los gobernantes de los montones de escombros y las terminales ferroviarias. Vándalos. Los sultanes del maldito West Side.
—… me han dicho que por aquí hay un sótano donde cogen cosas robadas —graznó uno de los chicos—. He oído que el suelo está lleno de dientes a los que puedes sacarle el oro y vendérselo al de la casa de empeños de la Octava con la Cuarenta.
—Eres tan imbécil como tu viejo.
—Retira lo que acabas de decir de mi padre.
—¡Sí, su viejo de lo único que sabe es del whisky de Owney!
Los dos muchachos se lanzaron el uno contra el otro entre puñetazos y palabrotas, más por costumbre que por sentido del honor, hasta que Paddy Holleran los separó.
—Reservaos —ordenó—. Puede que necesitemos los nudillos para lo que vamos a hacer esta noche.
Paddy tenía catorce años y ya dirigía varios chanchullos de poca importancia para la pandilla de Owney Madden, así que los chicos lo siguieron sin dudarlo y gritando «¡Reyes de la Calle!» mientras derribaban cubos de basura y lanzaban piedras contra las ventanas. Nadie podía tocarlos. Aquello era lo que significaba pertenecer a una pandilla. Sin tus chicos no eras nada. Un pringado. Un don nadie.
Cuando llegaron a los astilleros vacíos, junto al Hudson, donde los almacenes hacían guardia, Paddy los mandó callar.
—Tenemos que estar atentos. Tienen un perro guardián, un pastor alemán enorme con unos colmillos de treinta centímetros y que siempre está alerta. Se os comerá la cara.
—¿Cuál es el plan, Paddy? —preguntó Tommy. Solo tenía doce años y tenía al mayor en un pedestal.
—¿Ves ese almacén del final? He oído que los hombres de Luciano tienen ahí escondido su whisky canadiense. Y también una destilería. Robamos algo de whisky, nos cargamos el alambique, y seguro que Owney estará encantado. Apuesto a que nos vería con buenos ojos. Les haremos saber a esos italianos cabrones que los irlandeses estábamos aquí primero.
—¿No fue Colón quien descubrió América? —dijo Tommy. Lo había aprendido en el colegio, antes de dejarlo en quinto curso.
Paddy le dio un puñetazo en la nariz al pequeño.
—¿Qué pasa contigo? ¿Ahora quieres largarte con los italianos? ¿Es eso?
—N… no.
—¡Eh! ¡Tommy Gun quiere ser italiano! ¡Es demasiado bueno para nosotros!
—¡No! —gritó Tommy tratando de hacerse oír por encima de los insultos de los demás.
—¿No? Demuéstralo. —Los ojos de Paddy destellaban crueldad—. Entra tú primero. Quédate dentro cinco minutos, luego sal con algo y te creeremos.
Tommy desvió la mirada hacia el extremo sombrío del astillero donde se hallaba el almacén. Allí dormían borrachos. Y también pervertidos. A veces alguna pandilla rival patrullaba cargando con tuberías de plomo. Y luego estaba la amenaza del perro guardián que había mencionado Paddy. A Tommy se le formó un nudo de miedo en el estómago.
—Hazlo, o dejarás de pertenecer a los Reyes de la Calle.
No había peor destino. Incluso la idea de que un viejo le enseñara sus partes era mejor que la de que lo expulsaran de la pandilla, ser un don nadie.
—Vale, vale —dijo Tommy.
Echó a andar con las piernas temblorosas hacia el amenazador almacén del río. Los gatos salvajes se escabullían entre las malas hierbas con cosas atrapadas entre los dientes. Uno le siseó, con los ojos cristalizados en la oscuridad. «Rey de la Calle, Rey de la Calle», repetía Tommy para sí. Ante las enormes puertas del almacén, titubeó durante un instante. No estaban cerradas con llave. No había más que una barra de madera embutida a través de los tiradores. Uno de los muchachos aulló como un perro y a Tommy se le aceleró el corazón al pensar en lo que podría haber al otro lado de las puertas.
«Rey de la Calle…».
El niño se coló en el interior de la nave y se dio cuenta de inmediato de que aquello no era una destilería secreta, sino un matadero. Aquel lugar apestaba a agua del río y carne putrefacta. A su espalda, Tommy oyó que volvían a deslizar la barra de madera entre los tiradores. Se precipitó contra las puertas y las golpeó con los puños.
—¡Dejadme salir! ¡Os mataré!
—Dale recuerdos de nuestra parte a los italianos, pringado —vociferó Paddy desde el otro lado, y el resto de los chicos se sumó a la algarabía con sus propios insultos.
Tommy oyó que sus carcajadas se alejaban del almacén, al igual que sus rápidas pisadas. El muchacho volvió a lanzarse contra las puertas, sin suerte. Excepto que pudiera encontrar otra salida, permanecería allí encerrado hasta que llegase alguien. Y aquel alguien podría ser uno de los hombres de Lucky Luciano, lo que daba más miedo que pasar la noche a solas en el viejo almacén. Desde la orilla del río, la luna se abrió camino por encima de los edificios y chocó contra las ventanas estrechas. Su luz fracturada cayó primero sobre las cadenas y los garfios que colgaban del techo, luego sobre los esqueletos pálidos de los cerdos que se desangraban en largas filas al final del matadero. Una rata pasó corriendo por encima de su pie y el niño gritó.
—Un ejemplar grande, ¿verdad? —dijo una voz masculina.
Tommy se volvió sobresaltado.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién ha dicho eso?
El hombre salió de entre las sombras. Era tan corpulento como un boxeador, y parecía un tipo importante, fuera de lugar en el matadero con su traje y su bombín. Tommy tragó saliva con dificultad. ¿Y si aquel tipo era uno de los matones de Lucky Luciano?
—Ha sido un reto. Mi… Mis amigos me han dejado aquí encerrado —consiguió decir al fin—. Se lo juro, señor. No quiero líos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el hombre.
—Tommy.
—Tommy —repitió él saboreando el nombre. Había algo extraño en los ojos de aquel tipo. El muchacho lo atribuyó a la débil luz de la luna—. Tomás, como el discípulo. El dubitativo Tomás, que tuvo que ver para creer.
—¿Eh?
El extraño sonrió. Fue una sonrisa inquietante, pero Tommy se sintió atraído hacia ella.
—Dado que pareces estar de humor para tratos, yo también te propondré algo. Esta noche es la clase de noche en la que pueden forjarse hombres de gran arrojo. Pero tendrás que dejar tus dudas a un lado, Tomás.
El hombre se sacó del bolsillo un billete de cien dólares nuevecito y lo alisó entre los dedos, llenos de marcas negras azuladas. Tommy abrió los ojos como platos.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con cautela.
—Lo único que debes hacer es caminar hasta el otro extremo del almacén y traerme mi bastón. Tiene la cabeza de plata.
El hombre hizo un gesto con la mano y Tommy divisó el mango plateado del bastón, que destellaba en la distancia detrás de los cerdos.
—¿Cuál es el truco?
—Ah. Eso sería revelar demasiado, ¿no crees? La vida es un juego de azar para los hombres de arrojo, Tomás. Debes estar dispuesto a arriesgarte para recibir recompensas. ¿Qué me dices?
Tommy se lo pensó. A lo largo de su corta vida, había descubierto que la mayor parte de los tratos no lo eran en absoluto. Y la idea de caminar entre aquellos pálidos cadáveres de cerdo para llegar hasta el bastón le resultaba aterradora. Después recordó que estaba allí porque sus supuestos amigos lo habían encerrado para echarse unas risas. No volvería sin aquellos cien dólares para restregárselos por la cara.
—De acuerdo, señor. Lo haré.
El hombre esbozó su desasosegante sonrisa.
—Al fin un hombre de arrojo. ¿Podrías enseñarme las manos?
Tommy frunció el ceño.
—¿Para qué?
—Un hombre de mi posición debe tomar precauciones. Las manos, por favor.
Tommy las estiró con las palmas hacia arriba y luego les dio la vuelta y le mostró el dorso. Los ojos del extraño resplandecieron.
—Ya puedes bajarlas.
El hombre se sacó del bolsillo una bolsita de cuero y la sacudió para verterse en la mano algo que parecía polvo. Lo sopló en dirección al rostro de Tommy.
—¿Por… por qué hace eso? —balbució el muchacho al tiempo que se limpiaba la nariz y la boca.
—Subo la apuesta —contestó el extraño, y le tendió el billete de cien dólares sujetándolo entre los dedos índice y corazón, como si fuera una ofrenda—. Juego de azar. Hombres de arrojo.
Tommy le arrebató el billete de los dedos y se lo metió en el bolsillo. Los ojos del hombre parecieron iluminarse con un fuego extraño, y Tommy desvió la mirada de inmediato. La fijó en el bastón del otro extremo del almacén. Respiró hondo y se adentró en el túnel largo y oscuro que formaban los cerdos sacrificados. Todos aquellos cuerpos muertos, con los ojos abiertos e inmóviles, las bocas abiertas en un último grito silencioso, hacían que se sintiera un tanto aturdido y mareado, así que se esforzó por mantener la vista clavada en la cabeza plateada, que parecía estar a un millón de kilómetros de distancia. Tommy repetía para sí como un ensalmo «Rey de la Calle, Rey de la Calle, Rey de la Calle».
—Eso es, Tomás. Sigue caminando. Lo estás haciendo muy bien. Pronto te librarás de todas esas dudas.
Tommy continuó avanzando. Cien pavos eran un dineral. Cuando apareciera en casa de Paddy con ropa nueva, el pelo recién engominado y pasta en el bolsillo, les enseñaría a los demás quiénes eran los verdaderos pringados. Nadie volvería a encerrarlo en un almacén.
El extraño comenzó a cantar una canción perturbadora: «John el Travieso, John el Travieso, hace su trabajo con el delantal puesto…».
La cantinela hizo que Tommy se empapara de un sudor frío y recorriese a toda prisa los últimos pasos que lo separaban del bastón. Lo habían clavado en el suelo como una espada. Junto a él había un folleto de algo llamado «El Buen» no sé qué. La última palabra empezaba por «C», pero a Tommy siempre le había costado mucho leer. Las letras se le mezclaban en la cabeza. El muchacho agarró el bastón con ambas manos y tiró, pero no hubo forma de liberarlo, y la canción del extraño estaba empezando a sacarlo de sus casillas. Parecía llegarle desde todas partes y, bajo la melodía, juraría que oía, muy bajito, gruñidos y siseos terribles, como voces salidas de las mismísimas entrañas del infierno. Tenía el dinero en el bolsillo. Podía largarse corriendo. Pero algo le decía que lo mejor sería acabar con aquello. Tommy tomó posiciones sobre el bastón, se secó las manos en los mugrientos pantalones y volvió a probar. No consiguió que cediera. Hizo un tercer intento y tiró con tanta fuerza que se cayó de espaldas sobre las virutas de madera. Notó que el suelo estaba húmedo, y una gota de algo le golpeó la mejilla, seguida de otra. Tommy se secó la cara. Cuando apartó la mano, la tenía manchada de sangre. Todavía tumbado de espaldas, levantó la mirada y vio a un pastor alemán colgando del garfio que se cernía sobre él. El asesinato era tan reciente que el animal todavía convulsionaba. Le habían abierto la barriga en canal y las tripas le sobresalían.
Tommy se puso en pie rápidamente. Las carcajadas del extraño lo sobresaltaron. De repente, estaba justo allí, delante de Tommy, que retrocedió hasta chocar con uno de los cerdos y mandarlo oscilando hacia los demás. Con las manos temblorosas, Tommy detuvo el movimiento del cerdo muerto, como si así pudiera poner orden en aquel horripilante giro de los acontecimientos. El extraño estaba justo allí. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía haber recorrido el camino que lo separaba de aquel punto del almacén?
—No… no puedo sacarlo —susurró Tommy.
No era consciente de que no dejaba de retroceder.
—Una pena. Tal vez él pueda ayudarte —contestó el hombre haciendo un ligero gesto con la cabeza hacia el perro muerto. Luego frunció el ceño juguetonamente—. No. Supongo que no.
Sacó el bastón del suelo sin esfuerzo.
Tommy sintió que la cabeza le daba vueltas. Ya no veía con claridad. Las patas de los cerdos se agitaban como marionetas. Se movían, se retorcían en los ganchos y chillaban, hasta que Tommy comenzó también a gritar. Los ojos del hombre ardían con un fuego aterrador y parecía ser aún más corpulento que antes.
—Un juego de azar, muchacho. Ya has tirado tus dados.
—¡Paddy! ¡Liam! —gritó Tommy—. ¡Johnny! ¡Estoy aquí!
—Tus amigos te han abandonado.
Tommy lanzó una mirada en dirección a la puerta atrancada del otro extremo del almacén, que en aquel momento estaba ligeramente entreabierta. ¿A qué distancia estaría? ¿A unos doscientos metros? ¿Trescientos?
—Ah, un último juego, por lo que estoy viendo —dijo el extraño como si pudiera leer los pensamientos de Tommy—. Adelante, Tomás. Haz tu apuesta. Tira los dados. —Su voz retumbó en el cavernoso matadero—. ¡Corre!
Tommy salió en estampida. Sus rodillas se movían como pistones; tras él, sus codos golpeaban el aire viciado. La puerta saltaba en su campo de visión mientras sus piernas engullían la distancia. Todo el mundo sabía que él era el muchacho más rápido de la Décima Avenida. Había escapado de polis, curas, pandillas y de su propia madre, que era rápida con el cinturón cuando la hacía enfadar, lo que ocurría a todas horas. Una cadena de las que colgaban del techo se precipitó contra él y Tommy la apartó de un golpe. Notó el escozor en la muñeca, donde recibió el impacto, pero no redujo la velocidad. A lo lejos, a su espalda, oía la voz del extraño por encima del estrépito de las cadenas del matadero. «Y la sexta ofrenda fue una ofrenda de obediencia…».
Tommy distinguía la puerta. Estaba a unos sesenta metros de distancia, y seguía sin haber ni rastro del extraño. Cuando superó el último cadáver de cerdo, en la cabeza del niño retumbó un estribillo frenético: «Rey de la Calle, Rey de la Calle, Rey de la Calle». Cincuenta metros. Cuarenta. La hermosa luz de la luna se filtraba por la rendija de la abertura de la puerta. Tommy no se paró a preguntarse cómo se había abierto. Tan solo podía pensar en atravesarla en dirección a la libertad, en correr a toda velocidad hacia el atajo que llevaba a la calle Treinta y nueve.
Treinta metros. Veinte…
Tommy ya no veía la puerta. Acababa de tenerla a su alcance, pero de repente había desaparecido. El extraño se había interpuesto en su camino. Al muchacho no le costó más de un instante frenar, pues la señal que su cerebro le enviaba a sus piernas era que había un obstáculo delante de él… El borde de un acantilado con forma de hombre de ojos ardientes. Había corrido en la dirección equivocada. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se había desorientado tantísimo? Ya nada le parecía estar en su sitio. Tommy se dio la vuelta y vio unas sombras espantosas trepando por las paredes y el techo del matadero, como si lo estuvieran devorando por completo, y al extraño caminando por delante de todas ellas, igual que un charlatán de feria a la cabeza de un desfile de oscuridad.
«¿Cómo?», pensó Tommy. Viró hacia la izquierda sin reducir la velocidad y se abrió camino entre los cerdos que lo asfixiaban solo para encontrarse frente a una pared de ladrillos que, sin duda, no estaba allí hacia un segundo. Giró a la derecha y había otra pared. Cuando volvió a correr hacia el frente, se encontró de nuevo con el extraño delante de él, de pie en medio de un fragmento de terrorífica luz de luna. Estaba desnudo hasta la cintura, y Tommy contempló su piel reluciente, los tatuajes que parecían marcas de ganado y que serpenteaban sobre la carne del hombre, y también por debajo, como si su piel fuera falsa y la cosa que había debajo estuviera a la espera de salir.
—Has perdido, Tomás.
Los aullidos demoníacos llenaron el almacén. La oscuridad se arremolinó tras el extraño y borró las paredes y cualquier esperanza de escapar.
—«Yo soy él, la Gran Bestia, el Dragón Antiguo. Y todos me contemplarán y temblarán…».
El hombre continuó hablando, pero Tommy ni siquiera podía escucharlo. Mantenía la mirada clavada en la oscuridad que se movía y en las cosas atroces que la habitaban, en la silueta cambiante del extraño que se cernía sobre él.
—Po… Por favor —graznó.
El extraño se limitó a sonreír.
—Tienes unas manos perfectas —dijo mientras la oscuridad descendía sobre él.