DOLOR COMO PLUMAS

Memphis estaba sentado en el cementerio, cerca de la lápida que decía: EZEKIEL TIMOTHY. NACIDO EN 1821. MUERTO LIBRE EN 1892. Sacó el farol de su escondite y, junto a su resplandor amarillo, se puso a trabajar en un nuevo poema. «Luce su dolor como un abrigo de plumas demasiado pesadas para volar». Tachó la palabra «pesadas» y la sustituyó por «plomizas». Después decidió que era un término demasiado pretencioso y volvió a escribir «pesadas». Allá en el Hudson, un barco acariciaba la superficie del río y dejaba tras de sí serpentinas de luz. Memphis lo contempló durante un rato tratando de inspirarse, pero estaba cansado y, al final, apoyó la cabeza sobre los brazos y se quedó dormido.

En aquel sueño ya familiar, Memphis se encontraba en una encrucijada. El terreno era plano y de un marrón dorado. En el camino que se extendía ante él, el polvo se levantaba para formar una pared brumosa que oscurecía el día. Había una granja, un granero y un árbol. Un molino de viento giraba con violencia impulsado por el torbellino polvoriento. El cuervo graznó desde el campo y batió las alas con frenesí justo delante del hombre alto y cenceño que transformaba el trigo en cenizas con cada paso que daba.

Memphis se despertó sobresaltado. La vela del farol se había consumido. Todo estaba muy oscuro. Volvió a colocar el farol en la abertura secreta del árbol y se alejó del cementerio pasando por delante de la casa de la colina. «No mires, sigue caminando», pensó Memphis cuando llegó a la altura de la verja. Vaya, ¿por qué había pensado algo así? ¿Por qué la piel de los brazos se le estaba poniendo de gallina? Superstición. Una superstición estúpida y antigua. No iba a tolerarla, así que, como para desafiarse a sí mismo, para apartarse de una larga línea de ancestros temerosos, cruzó la verja con decisión y se encontró en el sendero agrietado y lleno de malas hierbas que llevaba hacia la ruinosa mansión. Se obligó a avanzar para acercarse cada vez más a las puertas principales, llenas de cicatrices. Puede que hasta entrara en la casa, que se librase de aquellas tonterías de una vez por todas. Ya casi había llegado. Solo cinco pasos más. Cuatro. Tres…

Las puertas se abrieron de golpe para liberar un sonido que Memphis tan solo pudo describir como un quejido infernal. El muchacho retrocedió a toda velocidad y echó a correr lo más rápido que le permitieron las piernas. No se detuvo hasta alcanzar las brillantes luces de Harlem.

«Ha sido el viento, nada más», trató de razonar mientras se colaba en casa de Octavia. Había dejado que una ráfaga de viento lo atemorizara. Hizo un gesto de negación con la cabeza al pensar en su cobardía y luego tuvo que ahogar un grito al toparse con Isaiah en el umbral de su habitación.

—¡Por Dios santo, Hombre de Hielo! —susurró—. Casi me da un infarto. ¿Qué estás haciendo fuera de la cama? ¿Quieres un vaso de agua?

Isaiah tenía la mirada perdida.

—Ungid vuestra carne y preparad las paredes de vuestras casas. El Señor no tolerará la debilidad entre sus elegidos.

—¿Hombre de Hielo?

—Y la sexta ofrenda será una ofrenda de obediencia.

Memphis notó un escalofrío que le recorría los brazos y el cuello. No reconocía lo que decía su hermano. Era casi como si el pequeño estuviera «recibiendo» aquellas palabras. Memphis no estaba seguro de qué debía hacer. Si acudía a Octavia, su tía los arrastraría a ambos hasta la iglesia y los tendría allí todo el día y toda la noche, rezando.

La hermana Walker. Tal vez la hermana Walker supiera qué hacer. Se lo preguntaría al día siguiente. Memphis cogió a Isaiah de la mano y lo llevó de vuelta a la cama. El niño seguía mirando hacia el infinito.

—Ha llegado la hora. Están en camino —dijo Isaiah, y se sumió de nuevo en el mundo de los sueños con una palabra apenas susurrada—: Adivinos.