CORTINA DE HUMO

Fuera del Teatro Globe, en la calle Cuarenta y dos, la marquesina iluminada resplandecía con las palabras: FLORENZ ZIEGFELD PRESENTA SIN TONTERÍAS: UNA REVISTA MUSICAL QUE ENSALZA A LA CHICA NORTEAMERICANA, escritas con grandes letras. La gente, vestida de noche, iba entrando en el magnífico teatro neoclásico, con ganas de ver a estrellas como Fanny Brice, Will Rogers y W. C. Fields, además de a cantantes de talento, a las bailarinas de la revista y a las famosas chicas Ziegfeld, hermosas modelos que cruzaban el escenario ataviadas con tocados elaborados y trajes elegantes y escuetos. Era el epítome del glamour, y Evie apenas podía creerse que estuvieran ocupando sus propios asientos en el palco curvado, junto a la gente bien cubierta de pieles y joyas.

Evie le dio un codazo a Mabel.

—Eh, mira, ahí está Gloria Swanson. —Señaló con la cabeza hacia el nivel inferior, donde la joven y seductora estrella del cine, envuelta en armiño y terciopelo, disfrutaba de las miradas de sus seguidores—. Es la pera limonera —cuchicheó Evie con admiración—. ¡Vaya joyas! Debe de dolerle el cuello.

—Por eso Bayer hace aspirinas —le contestó Mabel también en un susurró, y Evie sonrió, consciente de que ni siquiera una socialista era inmune al brillo de una estrella de cine.

Las luces se atenuaron y las chicas se agarraron de las manos, emocionadas. El director levantó la batuta y del foso de la orquesta brotó una animosa canción de bienvenida. El telón se abrió y una bandada de coristas sonrientes vestidas con trajes de baño de colores brillantes comenzó a bailar claqué en perfecta sincronía mientras un caballero vestido de esmoquin cantaba acerca de muchachas hermosas. Evie jamás había estado tan entusiasmada. Le encantó todo lo relacionado con aquel espectáculo, desde el divertido número de canto a la tirolesa ambientado en los Alpes hasta el baile insinuante que se desarrollaba en el harén de un jeque de Arabia. Deseó que no terminara jamás, pero en el programa pudo ver que se aproximaban al cierre. Se decía que el señor Ziegfeld siempre se reservaba el número más espectacular para el final. Las luces parpadearon para imitar a los rayos. Del foso de la orquesta surgieron el estruendo de los platillos y el agudo chillido de los violines sobre un violento redoble de tambores. El humo se acumuló junto a las candilejas y comenzó a extenderse hacia el público. Sobre el escenario, unas chicas descalzas, apenas vestidas y luciendo unos tocados altos y llenos de cuentas se contoneaban de forma sugerente bajo una réplica de un altar de oro. Una belleza rubia provocativamente envuelta en seda dorada bailaba sobre el altar. Se movía como si estuviera en trance mientras la música incrementaba su volumen y los rayos destellaban. La hermosa joven cantaba con dulzura suplicándole al mundo de los espíritus que no la ofreciera como sacrificio al ídolo de oro. A lo largo de una pasarela, las elegantes chicas Ziegfeld deambulaban como fantasmas. Era cautivador, y Evie se echó hacia delante en su asiento, extasiada.

—Ahí está Zeta —murmuró Mabel.

Sin apartar la mano de su regazo, señaló con discreción a una corista, la segunda por la derecha. Aunque estaba vestida y maquillada para parecerse a todas las demás chicas, Zeta tenía algo especial, pensó Evie. Las expresiones plácidas de las demás bailarinas sugerían que no pensaban en nada más inquietante que lavar sus medias tras el espectáculo. Pero Zeta conseguía que te creyeras que era una adoradora de Baal entregada al frenesí.

Justo cuando la acción alcanzaba su punto álgido y el sacerdote se disponía a clavarle el cuchillo en el corazón a la rubia del sacrificio, el héroe cargaba contra el altar y luchaba contra las adoradoras. Derribaba al sacerdote, destrozaba el ídolo y cargaba escaleras abajo con la chica embrujada para ponerla a salvo. Una miríada de coristas se deslizaba por el escenario con unos enormes abanicos de plumas y, de pronto, la escena se transformaba en una boda. Las bailarinas lanzaban pétalos de rosas rojas mientras los ya marido y mujer, vestidos de blanco virtuoso, se cantaban el uno al otro un juramento de amor eterno antes de que el telón se cerrara y el espectáculo acabase.

—¡Has estado maravillosa! —exclamó Evie poco tiempo después, cuando los cuatro, Evie, Mabel, Zeta y Henry, avanzaban por la acerca curvada, estrecha y cubierta de árboles de la calle Bedford, en el Greenwich Village, camino de la fiesta que ofrecía una de las chicas.

—Ya. Es mi especialidad: «Segunda chica a la izquierda del escenario» —dijo Zeta con ironía.

Henry entrelazó su brazo con el de su amiga.

—Sigue trabajando, cariño, y tal vez llegues a ser la «primera chica a la izquierda del escenario».

—Bueno, pues a mí me parece que lo has hecho genial —insistió Evie—. Mabel y yo nos fijamos en ti enseguida. ¿Verdad, Mabesie?

—¡Claro que sí!

—Te agradezco los ánimos, niña. Este es el tugurio.

Se habían detenido ante un edificio de ladrillo rojo. La fiesta se había extendido hasta el portal, donde una chica con una boa de plumas y una boquilla de fumar larga sujeta entre dos dedos ya estaba borracha. Les bloqueó el paso con la pierna.

—¿Cuál es la contraseña?

—Long Island —contestó Henry.

—Tenéis que pronunciarlo con mejor acento —les ordenó.

—Long Island —repitieron todos.

Entrez!

La joven dejó caer la pierna con brusquedad y los cuatro se abrieron camino hacia el vestíbulo para subir los tres pisos de escaleras salpicados de grupos de gente que parecían bandadas de pájaros. Llegaron a un apartamento cuya puerta se mantenía abierta gracias a un cubo de hielo. Dentro, la radio emitía una pieza de jazz. La anfitriona pasó a su lado contoneándose con un «¡Habéis llegado!», y a continuación desapareció en otra habitación como si cabalgara una marea invisible. Había una lámpara en el suelo, y un busto de Thomas Jefferson tocado con un sombrero de campana los observaba desde uno de los quemadores del minúsculo fogón de la diminuta cocina. Un tipo les cantaba Conquistaré Manhattan a varias de las coristas y a sus amigas, que permanecían sentadas a sus pies acompañándolo en voz baja.

Mabel le tiró de la manga a Evie.

—No voy bien vestida para esta fiesta.

—Nada que no podamos arreglar con una pequeña cortina de humo, Carita de Pan —contestó Evie. Con un suspiro, se quitó la diadema de diamantes falsos con plumas de pavo real y se la puso a su amiga en la cabeza—. Toma, Mabesie. Pareces un escaparate de Navidad de Gimbels. ¿Y a quién no le gustan esos escaparates?

—Gracias, Evie.

—¡Brindemos! —dijo Zeta al tiempo que les entregaba una copa a cada uno.

Mabel se quedó mirando la suya con fijeza.

—Yo no bebo.

—El primer sorbo es el peor —le advirtió Henry.

La muchacha probó la bebida y esbozó una mueca de desagrado.

—Está asqueroso.

—Cuanto más te emborrachas, mejor sabe.

Evie estaba tan nerviosa que se terminó su cóctel de dos largos tragos; después, se rellenó la copa.

Henry arqueó una ceja.

—Veo que eres una profesional.

—¿Qué otra cosa puede hacerse en Ohio?

En la salita, una discusión iba ganando en intensidad, y la voz estridente de una mujer resonó en el apartamento:

—¡Si no te callas ahora mismo, yo misma llamaré a ese asesino ocultista y le pediré que te haga un trabajito, Freddie!

Todo el mundo comenzó a parlotear acerca del asesinato de debajo del puente y de la última amenaza.

—Un amigo mío que tiene un primo que es poli me ha dicho que fue un delito sexual.

—Yo he oído que es una bronca entre los mafiosos italianos y los irlandeses, que la chica era la novia de uno de ellos y se puso demasiado cariñosa con el tipo equivocado.

—Sin duda es una especie de vudú extranjero. No deberían dejar que todos esos inmigrantes siguieran entrando en el país. Esto es lo que ocurre entonces.

—El tío de Evil está ayudando a los polis a encontrar al asesino —los informó Zeta.

Todo el mundo se arremolinó en torno a Evie para asediarla a preguntas: ¿tenían algún sospechoso? ¿Había perdido la víctima los ojos, tal y como decían los periódicos? ¿Era cierto que la chica asesinada era prostituta? Evie ni siquiera había tenido la oportunidad de contestar a una sola de aquellas cuestiones cuando una chica gritó desde la puerta:

—¡Ronnie ha sacado el ukelele! ¡Bup, bup, a di di, duduá!

Y así, sin más, pasaron al siguiente asunto, de una cosa excitante a la siguiente, sin tiempo para parar. Evie se sentía pequeña y aburrida en comparación con el voltaje de los que la rodeaban. Todos eran muy glamurosos y fascinantes. Eran gente del mundo del teatro, que sabían cantar y bailar y actuar, que conocían a banqueros y ricachones de las apuestas. ¿Qué sabía hacer Evie? ¿Qué talentos tenía que la hicieran destacar?

La joven era vagamente consciente de que ya estaba un poco borracha. Una voz de la razón, insignificante, urgente, le decía que bajara el ritmo y cerrara la boca. Que lo que estaba a punto de hacer sería, probablemente, una mala idea. Pero ¿desde cuándo había escuchado ella a la razón? La razón era para los pringados y los presbiterianos. Evie se acabó de un trago el resto de su copa y se abrió camino hacia el grupito que cantaba con el ukelele.

—Jamás adivinaríais lo que soy capaz de hacer —dijo alegremente cuando terminaron de cantar If You Knew Susie—. Os daré una pista: es como un truco de magia, pero mejor. —Ronnie dejó de mover los dedos sobre las cuerdas del ukelele. Evie había conseguido llamar la atención de su público, y aquello le gustaba—. Puedo leer los secretos con tan solo tocar algún viejo trasto. Bup, bup, a ding dong… Ding dong.

Zeta le arrebató la copa de las manos y la olió.

—¡En serio, puedo hacerlo! Mira. —Estiró la mano y cogió el pendiente de una chica haciendo caso omiso de sus protestas. Para conseguir un efecto más dramático, Evie se llevó el pendiente a la frente. Durante un momento, titubeó… ¿Y si oía aquel horrible silbido, como le había ocurrido con Ruta Badowski? Pero, en cuanto lo pensó, aumentó su determinación de quitarse de la cabeza aquella imagen de debajo del puente, y el zarcillo pronto reveló sus secretos—. Tu verdadero nombre es Bertha. Te lo cambiaste por Billie antes de mudarte aquí desde… ¿Delaware?

La chica se quedó boquiabierta. Dio unas palmaditas de júbilo.

—¡Vaya, eso es la pera! ¡Eh, coge algo de Ronnie!

Evie pasó de uno a otro revelando pequeños cotilleos, mejorando a medida que avanzaba. «Tu cumpleaños es el 1 de junio y tu novia se llama Mae». «Para cenar, has ido al Sardi y has tomado la cecina de ternera». «Tienes una periquita llamada Gladys».

—Eh, eso está genial. ¡Deberían darte una actuación, niña! —dijo Ronnie, el chico del ukelele.

—¡Tendré mi propia actuación! —repuso Evie casi a gritos, permitiendo que la ginebra hablara por ella—. Convertiré mi sala de estar en un salón de actos y, todas las noches, la gente vendrá y averiguaré lo que han comido. Todos los periódicos hablarán de mí. Seré la Swami de los Sándwiches.

Todo el mundo se echó a reír, y sus carcajadas envolvieron a Evie como la más cálida de las mantas. Aquella era la mejor ciudad del mundo, y ella se estaba zambullendo de cabeza en sus profundidades. En menos de una hora, había obtenido la lectura de alrededor de una docena de objetos, así que estaba bastante aturdida. Ya era muy tarde… o temprano, dependiendo de cómo se mirara. Un chico cualquiera le había puesto una corbata de rayas en torno a la cabeza y se la había atado con media lazada. Mabel se había quedado dormida en el sofá. La anfitriona le había colocado una bandeja de sándwiches sobre el estómago y, de vez en cuando, alguno de los invitados se acercaba tambaleándose y cogía uno. Junto a sus pies, una pareja apasionada se fundía en un beso interminable.

Henry se situó junto a Evie.

—Eh, cariño, ese truco tuyo es fantástico para las fiestas. Dime la verdad: eras la ayudante de un mago.

—No, no —dijo Evie con una gran sonrisa.

—Bueno, ¿cómo has aprendido a hacerlo? —insistió Henry—. ¿Siempre has podido…?

Le puso un dedo en la frente y fingió leer sus pensamientos.

Evie se echó a reír. Estaba lo bastante borracha como para confesarle la verdad, pero en su interior una voz diminuta le decía que no lo hiciera. La velada había sido absolutamente perfecta. ¿Y si se agriaba, como su última fiesta?

—Una dama nunca revela sus secretos —contestó arrastrando las palabras.

Henry parecía estar a punto de preguntarle algo más. Evie lo presentía. Pero entonces el joven volvió a esbozar una sonrisa irónica.

—Por supuesto que no.

—¿Quieres que averigüe tus secretos, Henry?

—No, gracias, querida. Me encanta vivir en el suspense. Además, si me contara a mí mismo todos mis secretos, perdería el misterio.

Enarcó una ceja y frunció los labios como John Barrymore en Don Juan, y Evie supo que había actuado como debía.

Soltó una risita.

—Me caes bien, Henry.

—Tú también me caes bien, Evil.

—¿Somos amigos?

—Por supuesto.

Zeta se derrumbó junto a ellos sobre la gruesa alfombra de piel de cebra.

—Estoy cocida.

—¿Borracha hasta no poder más?

—Totalmente alcoholizada. Hora de irse a casa.

—Como quieras, vampirita.

—Zeta. —Evie señaló con un dedo más o menos hacia donde se encontraba su amiga—. No has dejado que cuente tus secretos.

La bailarina dudó durante unos instantes, pero estaba demasiado borracha como para decir que no.

—Ahí tienes, Evil —dijo, y le dio una pulsera de ónice con forma de jaguar—. Mi cumpleaños es el 23 de febrero y hace un millón de horas que cené uno de esos bocadillos blanduchos de la cocina.

Evie estrujó la pulsera y experimentó una abrumadora sensación de tristeza y un poso de miedo. Vio a Zeta corriendo en mitad de la noche, con el vestido hecho jirones y la cara hecha un desastre. La joven estaba asustada, muy asustada.

Evie tuvo que soltar el brazalete. Cuando abrió los ojos, Zeta la estaba mirando de una manera extraña, y Evie no era capaz de ver más que a la otra Zeta, a la chica aterrorizada que corría para salvar su vida.

—Lo… lo siento. No he podido ver nada —mintió Evie.

—Menos mal —dijo Zeta al tiempo que recuperaba la pulsera.

Pero le lanzó una mirada recelosa a su amiga, y Evie pensó que ojalá no se hubiese excedido demasiado. Tal vez de momento fuera mejor mantener oculto lo del truco de magia.

Un jarrón pasó volando justo por encima de sus cabezas y se estrelló contra una pared. Lo había lanzado la rubia del número de Baal. Daisy no sé qué. La chica estaba chillando.

—¡Nadie aprecia lo que hago por el espectáculo! ¡Ni Flo ni nadie! ¡Soy una estrella y podría largarme a Hollywood y salir en las películas en cuanto quisiera!

—La vieja Daisy de siempre —comentó Henry con tono de complicidad.

—Hora de marcharse —anunció Zeta.

Evie despertó a la agotada Mabel y Henry fue a coger sus abrigos. Evie intentó introducir el brazo izquierdo en la manga una y otra vez, pero no acertaba, así que finalmente Henry tuvo que echarle el abrigo por encima de los hombros.

La chica le dio unas palmaditas en la cara.

—Mándame la factura de tus servicios, Henry.

—Son gratis.

Agarrados del brazo, los cuatro serpentearon por las bohemias calles del Greenwich Village, pasaron ante los minúsculos clubes nocturnos y las buhardillas de los artistas. Y, entretanto, iban cantando una canción que se había inventado Henry, una tonadilla ridícula cuyo estribillo decía «plantó el pandero encima de un muchacho llamado Danny» y que hacía que Zeta se desternillara cada vez que lo repetían. Los primeros tentáculos de un monstruoso dolor de cabeza iban trepando por la nuca de Evie, se tensaban alrededor de su cráneo y hacían que le dolieran los ojos. No podía olvidarse de lo que había sentido al sostener la pulsera de Zeta. No sabía de qué horror había huido su amiga, y tampoco estaba segura de querer saberlo, así que cantó con más fuerza para ahogar las voces de su cabeza. Al llegar a Washington Square Park, Henry se detuvo y se encaramó a uno de los bancos del parque.

—¿Sabíais que antiguamente esto era una fosa común? Hay miles de cuerpos enterrados bajo esta tierra.

—Podría unirme a ellos dentro de poco —aseguró Zeta con un bostezo.

—Mirad eso.

Henry había levantado la mirada hacia la luna dorada que derramaba su luz pálida sobre el entintado fragmento de cielo que cubría el arco de Washington Square. Todos echaron la cabeza hacia atrás para absorber la enorme belleza de la escena.

—Qué bonito —dijo Evie.

—Y que lo digas —concedió Zeta.

—Ay, Dios —gimoteó Mabel.

Se volvió hacia la alcantarilla y vomitó.