Evie y Jericho estaban sentados a una mesa larga con pilas de libros, informes policiales, dibujos y gran variedad de papeles ante ellos. Jericho había encendido el fuego en la enorme chimenea de piedra de la biblioteca. Crujía y chisporroteaba a medida que iba mellando la madera seca. Llevaban una hora trabajando en ello, buscando en los libros mohosos alguna pista que pudiera proyectar algo de luz sobre la desconcertante naturaleza ocultista del asesinato. Evie estaba cansada e irritable. No quería pensar en lo que había visto el día anterior, y mucho menos regodearse en los detalles. Pero Will no parecía tener intención alguna de detenerse. Mientras hablaba, rodeaba el perímetro de la habitación dejando tras de sí un rastro de ceniza de cigarrillos.
—Bien. Hagamos un repaso. ¿Qué sabemos hasta ahora? —preguntó Will.
—El asesino siente fascinación por el ocultismo y la religión, posiblemente por el Libro del Apocalipsis —contestó Jericho desde su puesto en un extremo de la mesa.
—¿Y cómo hemos descubierto eso?
—Su nota menciona a la Ramera, la Puta de Babilonia, y a la Bestia, una posible referencia al Anticristo.
—En efecto —ratificó Will—. Pero el pasaje solo procede de la Biblia parcialmente. No se corresponden con exactitud.
—Se parecen mucho —puntualizó Jericho.
—Cualquier bibliotecario o erudito te diría: parecerse no es lo mismo que ser idéntico. Y no olvides que además están los símbolos. Eso indica algún tipo de magia ceremonial o misticismo más que cristianismo.
Will señaló los garabatos que rodeaban los márgenes de la nota. Para Evie, no eran más que eso, garabatos…, cruces elaboradas, rayas, letras extravagantes y patrones geométricos.
—Ahora bien… —Will apagó la colilla de su cigarrillo en un cenicero rebosante e, inmediatamente, sin dejar de caminar, metió la mano en su pitillera de plata para coger otro—. Tenemos un símbolo, ¿no es así?
—Un pentáculo —respondió Evie.
—Sí. Yo no tengo ninguna habilidad artística. Evie, ¿podrías…? —Su tío le pasó un trozo de tiza que había sacado de una vieja caja de puros llena de cachivaches. A Evie le costó unos segundos comprender que Will pretendía que dibujase el símbolo en la pizarra—. No, lo has dibujado a derechas. Invertido, por favor.
Con un suspiro, Evie borró su estrella de cinco puntas y volvió a dibujarla con dos puntas hacia arriba y una hacia abajo.
—¿Qué diferencia hay? —gruñó.
—Ya te lo he dicho: invertida significa que la materia triunfa sobre Dios. Que el espíritu se convierte en carne en lugar de lo contrario. Y ahora la serpiente, si no te importa, por favor.
Evie completó el esbozo. Se parecía bastante a una serpiente, si es que a alguien le importaba su opinión. Tampoco es que su tío le diera las gracias. Evie se sacudió el polvo de tiza de las manos.
—¿Qué significa la serpiente?
—Ah. Es un símbolo muy antiguo, sin duda. La serpiente que devora su propia cola, no hay principio, no hay final. Ha existido en todos los tiempos y culturas. Lo vemos en el Jörmungander noruego, el uróboros griego, el gnosticismo, los ashanti, los egipcios. Representa los ciclos, la idea de que el universo no se crea ni se destruye, sino que se repite infinitamente para desarrollarse una y otra vez.
—El eterno retorno, lo llama Nietzsche —intervino Jericho.
—¿Y eso quiere decir que me veré obligada a vivir esta tarde otra vez? —bromeó Evie.
Nadie se rio, así que se entretuvo dibujando un elegante sombrero en la cabeza de la serpiente.
Will cogió un montón de pastillas de menta de un plato y las agitó en la mano al tiempo que retomaba su paseo con el cigarro aún en la otra mano.
—Podríamos asumir, entonces, que nuestro asesino posee cierto conocimiento del ocultismo, del simbolismo mágico y religioso, y que lo más probable es que provenga del Libro del Apocalipsis. Pero se refiere a la Puta de Babilonia como la «Ramera engalanada sobre el Mar». —Will se detuvo durante un instante—. Una frase extraña. Desconcertante. Es posible que pertenezca a una religión creada por el propio asesino.
—¿Cómo se inventa uno una religión? —preguntó Evie.
Will la miró por encima de los cristales de sus gafas.
—Dices «Dios me ha dicho lo siguiente», y luego esperas a que la gente se apunte.
Hasta aquel momento, Evie no se había parado a pensar mucho en la religión. Sus padres eran católicos convertidos en episcopalianos. Asistían a los servicios los domingos, pero era todo bastante rutinario, como lavarse los dientes y bañarse. Se hacía lo que se esperaba de uno. Sin embargo, Evie no se había sentido siempre de aquel modo. A lo largo del año que siguió a la muerte de James, la joven sujetaba entre las palmas de las manos el colgante de la moneda de medio dólar y rezaba con fervor pidiendo un milagro, que llegara un telegrama que dijese: ¡BUENAS NOTICIAS! SE HA COMETIDO UN TERRIBLE ERROR Y EL SOLDADO JAMES XAVIER O’NEILL HA SIDO HALLADO, A SALVO, EN UNA GRANJA DE FRANCIA. Pero nunca llegó un telegrama de aquel tipo, y cualquier brote de fe que pudiera haber florecido en Evie se marchitó y murió. Ahora lo veía simplemente como otro anuncio de una vida que pertenecía a una generación anterior y que no tenía el más mínimo significado en la suya.
—No hemos contestado la pregunta más básica de todas: ¿por qué? ¿Qué propósito cumplen estos asesinatos? —inquirió Jericho, que sacó así a Evie de su ensimismamiento.
—Es un monstruo —dijo la chica—, ¿verdad?
Will metió la mano en un cuenco de frutos secos recubiertos de chocolate. Agitó los dulces en la mano sin llegar a comérselos.
—Por supuesto. Pero eso es un «qué», no un «por qué». No hay nada que se haga sin un propósito, por muy retorcida que pueda ser tal intención.
—¿Por qué le sacó los ojos? —quiso saber Evie.
—Tal vez los guarde como recuerdo.
Evie hizo una mueca.
—Tío, un recuerdo es un molinillo de Coney Island.
—Para nosotros sí. Pero ¿para un loco? Tal vez no. En cualquier caso, también es posible que los necesite de algún modo para el ritual. Ciertas culturas creen que ingerir la carne de tus víctimas te hace inmortal. Los aghori de la India se comen la carne de los muertos porque consideran que otorga poderes sobrenaturales, mientras que los miembros de la tribu de los algonquinos creen que cualquiera que consuma carne humana se convertirá en un espíritu demoníaco llamado el Wendigo.
A Evie se le revolvió el estómago.
—Bueno, la Biblia no dice nada acerca del canibalismo sagrado.
—¿La transubstanciación? —dijo Jericho—. ¿Comed de mi cuerpo, bebed de mi sangre?
—Tienes razón —concedió Evie—. Está claro que no volveré a sentirme igual respecto a la comunión.
—Como ya he dicho antes… Estados Unidos es un país joven compuesto por todo tipo de pueblos. Las creencias convergen y se transforman en algo nuevo constantemente.
Will terminó su segundo cigarrillo y Evie se dio cuenta de que sus dedos se retorcían en busca de un tercero, impulso que, por suerte, su tío resistió. El ambiente ya estaba lo bastante cargado de humo sin necesidad de más pitillos.
—Hay algo que no entiendo. La nota… —Evie rebuscó entre el caos de papeles de la mesa y cogió la fotografía de la nota que habían dejado junto al cadáver de Ruta—. La nota dice: «Esa fue la quinta ofrenda». ¿Por qué la quinta? ¿Por qué no la primera?
—Sí. Inquietante. —Will rodeó la mesa con la pitillera aún aferrada entre los dedos—. Jericho, ¿podrías telefonear al detective Malloy y preguntarle si hay algún homicidio sin resolver que pudiera tener una naturaleza similar?
—¿No crees que te lo habría comentado? —preguntó Evie.
—Nunca supongas nada —contestó el tío Will, y quedó claro que aquella era su última palabra sobre el asunto.
—Es casi la hora de tu clase en la Asociación de Mujeres del club de la Antigua Orden del Fénix —le recordó Jericho.
Will entornó los ojos y miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea como si pretendiera reprenderlo por marcar la hora equivocada; a continuación, hizo dos escuetos gestos de asentimiento con la cabeza, como si fuera un director que por fin acepta el argumento erudito de un alumno en clase.
—En efecto. Será mejor que vaya a por mis notas.
—Las has dejado arriba —apuntó Jericho.
—Ah. Bien. Bien. —Will permaneció inmóvil unos instantes más, escudriñando la habitación con la mirada—. No puedo evitar sentir que se nos escapa algo. Algo importante.
El fuego proyectaba sombras sobre el rostro de Will. El profesor sacudió la cabeza para librarse de sus recelos y se marchó.
Llamaron a la puerta. ¡Por fin, un cliente! Jericho se puso en pie primero. Por el modo en que reaccionó, Evie supo que no era la única a quien le preocupaba el museo. Oyó voces, y un momento después Jericho regresó con nada más y nada menos que Sam Lloyd tras él.
Evie entrecerró los ojos.
—Bueno, bueno, bueno. Supongo que vienes a traerme mis veinte dólares.
Jericho no paraba de mirar alternativamente a Evie y a Sam.
—¿Es que os conocéis?
—En realidad, he venido a ver al señor William Fitzgerald. ¿Está aquí?
Sam estiró el cuello.
—Es «doctor» Fitzgerald. ¿Y qué tienes tú que ver con mi tío?
—¿Tu… tu tío? —Sam sonrió, sorprendido—. ¡No me digas! Vaya, qué coincidencia.
—¿Qué es una coincidencia? —dijo el tío Will, que acababa de entrar de nuevo en la sala.
Llevaba puesto el sombrero y cargaba con su maletín. Del brazo izquierdo le colgaba un paraguas a pesar de que el día era soleado.
Sam se acercó a él y le estrechó la mano con entusiasmo.
—¿Cómo está, señor? Sam Lloyd. Tengo algo que creo que le pertenece.
—¿Ah, sí?
—Bueno, señor, me temo que es una historia que no me hará quedar como un tipo muy genial… Verá, ayer por la noche estaba en una casa de empeños intentando conseguir unos cuantos pavos por mi reloj… Corren tiempos un tanto difíciles. Y de repente oigo a un tipo que dice que tiene una mercancía que vender. Tesoros excepcionales sacados del Museo de los Escalofríos. —Sam se encogió de hombros a modo de disculpa—. Así es como lo llaman, profesor.
—Continúe —dijo el tío Will.
Si estaba molesto, no lo demostró.
Sam abrió su bolsa y sacó la daga masónica de Cornelius Rathbone. Will la acercó a la luz y la analizó.
—Es nuestra, cierto.
—Le ofrecí al tipo mis últimos veinte dólares por ella, y aceptó, porque el prestamista no estaba muy dispuesto a quedársela por más de diez. No sabía si habría una recompensa por devolverla sana y salva. —Sam se detuvo y elevó la mirada rápidamente hacia Will solo para volver a bajarla a sus manos—. Pensé que, bueno, una cosa es coger lo que necesitas para comer, o sisar a un contrabandista, y otra muy distinta robar tesoros de un museo. Vaya, eso está muy mal.
Evie lo miraba con fijeza y la boca ligeramente abierta. Sam le guiñó un ojo y le dijo:
—Eh, hermana, ten cuidado… No querría que se te cayera la lengua.
Evie lo fulminó con la mirada.
—Si me desaparece la lengua, ¡sabré en qué bolsillos mirar primero! ¡Qué historia más ridícula! Tío, tienes que echarlo de aquí. Es un tramposo, un mentiroso, un ladrón, un mentiroso…
—Eso ya lo has dicho —señaló Sam.
—Bueno, ¡pues lo repito! ¡Este es el hijo de perra que me robó los veinte dólares en la estación de Pensilvania!
—Evangeline, no todo el mundo está acostumbrado a tu encanto barriobajero —le recriminó el tío Will tras unos segundos de silencio—. ¿Es eso cierto, joven?
Sam le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Verá, profesor, esto no es más que una enorme confusión.
—Como lo de tu padre —le escupió Evie.
Sam adoptó una expresión dolida.
—No quería decirlo y meter en líos a la joven señorita, pero ella me robó el abrigo.
—Y no vas a recuperarlo hasta que me des mis veinte dólares.
Jericho se colocó junto a Evie, cerniéndose sobre Sam.
—Hola, grandullón. ¿Eres su hermano? —preguntó Sam.
—No.
El chico miró primero a Jericho y luego a Evie.
—¿Estáis casados?
—¡No! —dijeron los dos a la vez, aunque no antes de que Sam notara el rubor que ascendía por las mejillas de Jericho.
—Escucha, hermana, no sé qué tipo de situación tenéis aquí. Yo no soy de los que juzgan. Me alegro de comprobar que estás sana y salva con tu tío y tu… —señaló a Jericho con la cabeza— enorme amigo. Tan solo intentaba realizar una buena acción, pero ya veo que no hay buena acción que quede impune. Así que si me das mi abrigo, lo consideraremos un empate y me largaré. Ni siquiera te denunciaré por robarme mis pertenencias.
Evie titubeó durante un segundo y después echó a correr en pos de Sam. Lo persiguió alrededor de la mesa, derribando pilas de libros a su paso.
—Voy a matarlo. ¿Quién quiere mirar?
Jericho levantó la mano.
Will se interpuso en el camino de Evie para detenerla.
—Perdonadme, pero estoy bastante confuso, y además —comprobó el reloj otra vez—, llego seis minutos y medio tarde a mi clase. No me molestan los ladrones, pero aborrezco a los mentirosos y a la gente que me impide conducir mis asuntos de una manera eficiente. Bien. ¿Le robó de verdad veinte dólares a mi sobrina? Responda con cautela, jovencito.
Por primera vez, Sam pareció ponerse nervioso. Se pasó una mano por el pelo y se aproximó tan solo unos centímetros a la puerta.
—Bueno, señor, un gran hombre dijo una vez «La subjetividad es verdad; la verdad es subjetividad».
—Kierkegaard —dijo Will, sorprendido. Su tono de voz se suavizó—. Aun así. Los hechos son hechos.
Sam bajó la mirada hacia sus zapatos.
—Lo siento. Estaba pensando en devolverle el dinero cuando vi a ese tipo en la casa de empeños y le di hasta mi último centavo para recuperar ese cuchillo. Creí que podría valer como ofrenda de paz.
—Venga ya, ¡cierra el pico! —murmuró Evie—. Seguro que lo robó él mismo.
Sam se obligó a no levantar la mirada.
—Estoy tan arruinado que he tenido que saltar el torno para coger el tren. Puede llamar a la poli, si quiere. De hecho, no le culparía en absoluto. Pero soy sincero en cuanto a lo de haber encontrado la mercancía robada, señor. Espero que eso cuente para algo.
—Tengo entendido que en Sing Sing te dan de comer —masculló Evie—. Tres buenos platos al día.
—Evangeline —la reprendió el tío Will con un suspiro—, la caridad comienza en casa.
—Igual que los trastornos mentales.
Will tamborileó los dedos contra el respaldo de una silla.
—Estuvo mal quitarle el dinero a Evangeline, con independencia de lo graves que fueran sus apuros en aquel momento. Sin embargo, ha actuado de un modo bastante noble al devolver la propiedad del museo cuando no tenía ninguna obligación de hacerlo. Nunca había pensado en la seguridad del museo hasta ahora.
Will se rascó la cabeza mientras echaba una ojeada a los valiosos libros que lo rodeaban.
—Si no le importa que se lo diga, señor, hoy en día nunca se es lo bastante cuidadoso.
—Y que lo digas.
Evie le lanzó una mirada asesina a Sam.
Will asintió, sin dejar de pensar en ello.
—Muy bien. ¿Qué le parecería tener un trabajo honesto en el museo? Hay mucho que hacer, y podría pasar aquí las noches para desalentar a los posibles ladrones.
Evie se volvió como un torbellino para encararse con Will.
—¡Tío! ¡Él es el ladrón!
—Sí. En efecto. ¿Es usted un buen ladrón, Sam?
El joven sonrió.
—El mejor, señor.
—Un buen ladrón que necesita un empleo —musitó Will—. Supongo que podría empezar de inmediato.
—Will, Evie tiene razón. No lo conoces, y no será más que un estorbo —aseguró Jericho con calma—. Yo mismo podría hacer guardia en el museo si lo consideras necesario.
—No creo que eso sea muy inteligente, Jericho —respondió el profesor tranquilamente. Evie no entendió a qué se refería con aquellas palabras, pero el rostro de Jericho se torno pétreo—. Siempre viene bien algo de ayuda, y más ahora que estamos investigando un homicidio.
—¿Un homicidio? —repitió Sam—. Suena emocionante.
—Puede que dentro de poco estén investigando el tuyo, chaval —le advirtió Evie.
—Sí, bueno, espero que no te disguste el trabajo duro, muchacho —le dijo Will.
—No hay nada mejor que una honesta jornada de trabajo, eso es lo que siempre digo, señor.
Will volvió a mirar su reloj.
—Ahora voy nueve minutos tarde. Jericho, ¿podrías devolverle el abrigo al señor Lloyd y acompañarlo al archivo, por favor?
Un Jericho a todas luces irritado sacó la chaqueta de Sam del armario y se la entregó con cierta brusquedad.
—Es gigantesco —le susurró Sam a Evie—. ¿Qué le dais de comer?
Evie se inclinó hacia él para susurrarle:
—Te tengo calado, amigo. Comete el más mínimo error, silba una sola nota fuera de tono, y te prometo que yo misma me encargaré de echarte de aquí personalmente. No tendrás tiempo ni de coger el sombrero.
—De acuerdo. —Sam asintió al tiempo que se ponía la chaqueta—. La verdad es que me gusta mucho este sombrero. Encantado de volver a verte, hermana.
—El placer ha sido todo tuyo —repuso Evie, y salió corriendo detrás de Will.
A sus espaldas, oyó a Sam silbar una canción titulada ¿Acaso estoy malgastando mi tiempo contigo? Silbaba fuera de tono, y la joven fue perfectamente consciente de que lo hacía a propósito.
—¡Tío! —llamó Evie.
Consiguió alcanzarlo junto a la puerta de entrada.
—Evie, sea lo que sea, ¿no puede esperar? Las señoras de la Antigua Orden de cómo se llame…
—Del Fénix —le recordó su sobrina.
—Eso, del Fénix, me están esperando, y si no consigo parar un taxi, pasaré de llegar tarde a aparecer indignantemente tarde.
—Tío, no puedes permitir que Sam Lloyd trabaje aquí. ¡No con todos esos artefactos de valor incalculable! Seguro que se pone las botas robando.
—Son precisamente esas cualidades las que podrían resultarnos útiles.
—¿A qué te refieres?
—De vez en cuando el museo tiene que ser… hábil a la hora de dar con objetos, historias y personas antes de que otros los descubran. Es algo delicado.
—¿Esperas que me crea que hay más gente interesada en esas cosas escalofriantes?
—Te sorprenderías.
—Pero sigue siendo un ladrón.
—Un ladrón que lee a Kierkegaard es sin duda un ladrón interesante.
—Pero, tío…
—Evangeline, no todo el mundo comienza su vida en una acogedora casa de una acogedora calle de Ohio —repuso Will con tono incisivo.
Aquel comentario le dolió. ¿Por qué defendía su tío a Sam Lloyd, un delincuente común, frente a ella? Al fin y al cabo, Sam era un extraño; ella formaba parte de su familia. ¿No se suponía que la familia protegía a sus miembros? Pero su tío se había aliado con el enemigo, al igual que su padre y su madre se habían aliado con Harold Brodie en lugar de defender a su propia hija. Si el tío Will quería comportarse como un idiota, bien, era su problema. Había sido una estúpida al intentar intervenir.
—Espero que no te equivoques con él —le dijo, y regresó a la biblioteca.
Fulminó a Sam con la mirada una vez más y luego se acomodó otra vez junto a la mesa larga para revisar montones de reportajes periodísticos y libros en busca de cualquier cosa que pudiera proyectar algo de luz sobre el extraño asesinato de Ruta Badowski.
Cuando se cansó, sacó a hurtadillas su ejemplar de la revista Photoplay.
—Entonces ¿Clara Bow va a escaparse con Charlie Chaplin? —leyó Sam por encima de su hombro.
Evie no levantó la mirada.
—¿Por qué no la coges y la lees tú solito? Parece que se te da muy bien lo de llevarte las cosas sin permiso. De hecho, ¿por qué no te la llevas y te largas?
Sam dejó escapar una risilla.
—¿Y por qué iba a abandonar un trato tan ventajoso? Además, odiaría que me echases de menos, hermana.
—La ausencia hace crecer el cariño. ¿Por qué no ponemos el dicho a prueba? Te traeré el sombrero.
—No puedo hacerlo. Tu tío necesita mi ayuda. Mira todas estas cosas… ¿Quién iba a saber que había tantos amuletos supersticiosos? Como este… talismán de amor de los hopi. Eh, será mejor que no lo toques, hermana. Podrías perder la cabeza por mí.
—Ya puedes esperar sentado.
—Lo espero con impaciencia.
—Pues yo espero que tengas mucha —replicó Evie.
Sam se acercó un poco más a ella. La joven vislumbró las manchas ambarinas de los ojos del muchacho.
—Admítelo… Aquel beso te encantó.
—Me debes veinte dólares.
—¿En cheque o en efectivo? —preguntó alegremente.
Hasta las chicas más sosas de Ohio conocían el significado de aquella frase: «¿Nos besamos ahora o más tarde?».
—El banco está cerrado, chaval.
Sam asintió.
—En cheque, entonces.
Silbando, se encaminó hacia las puertas de la biblioteca. Evie lo siguió por la escalera ancha y curvada que llevaba al segundo piso del museo.
—¿Puedo ayudarte, hermana?
—Me estoy asegurando de que no te largas con la mitad del museo en el bolsillo.
—Solo tengo que ocuparme de un asuntillo —dijo, y señaló con la cabeza hacia el aseo de caballeros situado al final de la escalera.
Cuando llegó a la puerta del baño, Evie se quedó al otro lado de la misma, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Sinceramente, te invitaría a entrar, pero me las he ingeniado para evitar que me arresten por hurto. Odiaría que me encerraran por perversión.
—Lo que haga falta para sacarte del museo de mi tío —remachó Evie—. Te esperaré.
—Tú misma, muñeca.
En el húmedo baño del museo, Sam se lavó las manos y dejó el grifo abierto. Silbando, se sentó en el suelo de baldosas resquebrajadas y observó la sombra de los pies de Evie, que caminaba de un lado a otro, por la rendija que quedaba bajo la puerta. La chica terminaría por aburrirse. Sam abrió la cartera de Jericho, pues se la había birlado mientras el gigantón se afanaba con los libros. Era un tío confiado. Aquella era una costumbre peligrosa, la de la confianza. Sam le quitó un billete de cinco dólares y lo sustituyó por dos de uno. Era el truco más viejo del mundo: si robabas los cinco pavos sin más, el otro tipo podía acusarte de ladrón. Pero si te llevabas un billete grande y dejabas alguno más pequeño, la víctima pensaría que se había gastado el grande y no recordaba dónde había recibido el cambio.
De los bolsillos de la chaqueta, Sam se sacó un par de pequeños ceniceros de plata que se las había arreglado para afanar de la biblioteca sin que nadie se diera cuenta. Esperaba vendérselos más tarde a un usurero del Bowery con bastante mala fama por unos cuantos dólares. De momento, los envolvió en una de las toallas de mano del lavabo y los escondió tras la taza del váter. Tenía grandes planes, y los planes requerían tiempo y dinero.
La sombra de Evie desapareció. Sam entreabrió la puerta y vio que el descansillo estaba vacío. Volvió a cerrar la puerta del baño de caballeros, cerró el grifo y se quedó mirando su reflejo en el espejo alto de madera. A cada lado de sus ojos con manchas doradas caía un mechón de pelo oscuro. La expresión despreocupada había desaparecido en favor de una de total determinación.
—Encantado de conocerle. Soy Sam Lloyd. Dígame dónde está o…
Sam se quedó callado. Aunque había interpretado la escena un montón de veces en su mente, en realidad nunca había estado seguro de lo que diría cuando llegara el día. Solo sabía que no iría a ciegas. Se levantó la pernera del pantalón y sacó la pistola que llevaba sujeta a la pierna con una correa. La sopesó entre las manos, examinó el cañón y sintió la tensión del gatillo. Abrió la recámara y la hizo girar. Todavía no tenía balas. Con los ceniceros sacaría suficiente para comprarlas. Aquel puesto de trabajo en el museo había sido un golpe de suerte, era más sencillo que estafar a la gente con trucos de magia en las calles de Times Square. Tan solo tenía que aguantar un poquito más… lo bastante como para descubrir quién tenía que pagar por lo que le había sucedido a su familia. Y se las pagarían, sin duda.
En el espejo, Sam tenía el ceño fruncido. Parecía tener más de diecisiete años. Estiró el cuello, relajó el ceño hasta transformarlo en una sonrisa dura y levantó la pistola apuntando a su reflejo.
—Encantado de conocerle. Soy Sam Lloyd. Dígame dónde está y tal vez le perdone la vida.
Sam oyó pasos y volvió a esconder la pistola en su funda a toda prisa. La puerta se abrió de golpe y Jericho entró en el baño. Sam fingió que se lavaba las manos.
—¿Pasa algo?
—Parece que he perdido mi cartera.
—Oh, vaya. Mala suerte, amigo —dijo Sam—. ¿Te ayudo a buscarla?
Jericho lo miró con los ojos entrecerrados mientras evaluaba su ofrecimiento.
—Gracias.
Sam acompañó a Jericho por el museo simulando buscar, señalando lugares donde la cartera podría esconderse. Cuando llegaron a la biblioteca, la dejó caer por la pernera del pantalón cerca de una de las muchas estanterías. No bastaría con que Sam la encontrara de repente; necesitaba hacer que Jericho se creyera que la había encontrado él mismo.
—¿Has mirado aquí arriba, grandullón?
Jericho puso mala cara ante el apelativo de «grandullón». Subió por la escalera de caracol hasta el segundo piso y caminó ante los estantes hasta que divisó su cartera en el suelo.
—La he encontrado —gritó. Abrió la cartera y frunció el ceño—. Habría jurado que tenía cinco dólares. Pero aquí solo hay dos.
—Vaya, qué chasco. Será mejor que te agarres a ese par de pavos —contestó Sam sin alterarse.
Evie hojeaba las páginas de un libro titulado Fervor religioso y fanatismo en las regiones centrales y occidentales del estado de Nueva York. El autor parecía haberlo escrito con el expreso propósito de ayudar a dormir a su público, y a Evie le costaba retener cualquier dato que leyera. Optó por pasar las páginas sin más, pero se detuvo de repente cuando llegó a una ilustración cerca del final. En ella aparecía el mismo símbolo que el utilizado en el asesinato. La inscripción decía: EL PENTÁCULO DE LOS HERMANOS, BRETHREN[4], ENUEVA YORK, c. 1832.
El teléfono comenzó a sonar y su eco se extendió por todo el museo vacío. Evie dobló la esquina de la página para enseñársela más tarde a Will y corrió a cogerlo.
—Espere un momento —dijo la operadora.
Se oyó un clic y después un crujido. A continuación, la voz de Zeta restalló a través de los cables.
—Hola, Evil. Soy Zeta. Escucha, ¿aún quieres ver el espectáculo?
—¡Claro que sí!
—Genial. Dejaré un par de entradas reservadas en el teatro para el de esta noche, para Mabel y para ti. Después hay una fiesta en el Greenwich Village, si no es demasiado tarde para ti.
—Nunca me acuesto antes del amanecer.
—¡Esa es mi chica! Y, Evil, ponte tu mejor modelito.
—Será el mejor que hayas visto nunca.
En la intimidad del despacho de Will, la joven se puso a dar saltos. ¡Por fin! Aquella noche, Mabel y ella saldrían con Zeta y su elegante pandilla. Regresó bailando a la biblioteca, tarareando una canción de jazz.
—¿Qué acaba de pasarte? ¿Has ganado el concurso de Miss América o algo así? —preguntó Sam, y cogió el libro de Evie y lo añadió a una pila de volúmenes que debía volver a colocar en las estanterías.
—Esta noche seré la invitada de la señorita Zeta Knight en el Teatro Globe para ver la última revista del señor Ziegfeld, y después iré a una fiesta privada.
—Qué nivel. ¿Necesitas acompañante?
—¡Fiesta privada! —canturreó Evie.
Cogió su pañuelo y su sombrero de la mastodóntica garra del oso disecado, donde los había dejado colgados antes.
—Oye, una pregunta, ¿alguno de vosotros sabe algo de esto?
Sam señaló el recorte de periódico que coronaba el montón, el de la chica de la enfermedad del sueño.
Evie le echó un vistazo mientras se ataba el pañuelo al cuello con un lazo suelto.
—Es uno de los recortes raros del tío. Colecciona esas extrañas historietas de fantasmas. Es su trabajo, supongo. ¿Por qué lo preguntas? —dijo Evie.
Sam forzó una sonrisa.
—Por nada. Solo intento ponerme al día.
Evie le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Pues buena suerte, Lloyd.
La joven salió del museo y caminó junto a Central Park Oeste. Diez manzanas más arriba, divisó los chapiteles góticos del Bennington, que se asomaban por encima de los tejados y los árboles. Hacía una tarde agradable, y un optimismo repentino se apoderó de Evie: la sensación de que todas las cosas buenas eran posibles y de que podía sacar sus más profundos deseos del aire, como hacían los magos con las monedas.
En un puesto de periódicos, un muchacho vendía la última edición del diario gritando los titulares, pero Evie estaba demasiado entretenida pensando en la perfecta velada que la aguardaba como para prestarle atención. Soñando con lo que iba a ponerse, pasó junto a madres atareadas reuniendo a niños en los límites del parque, y también al lado de un organillero acompañado de un mono diminuto vestido de botones. El animal hacía chascar los dientes y chillaba a los transeúntes hasta que lo recompensaban con unas monedas para su tacita de latón. Dos chicas con capas a juego le ofrecieron un folleto que anunciaba un club nocturno.
—¿Qué es esto? —preguntó Evie.
—Para el Club Nighthawks. ¡Vamos a celebrar una fiesta por el cometa de Salomón!
—¿Una qué?
—Mujer, ¿no has oído hablar del cometa? —le preguntó la más alta de las dos con un marcado acento neoyorquino—. Pasará por encima de la ciudad dentro de un par de semanas. Pasa una vez cada cincuenta años, o algo así. Se supone que es un… ¿cómo lo llaman, Bess?
—Un acontecimiento de importancia celestial —pronunció con cuidado la otra chica—. Mágico, o algo así. Todos los magos y fanáticos religiosos creían que era una señal. En cualquier caso, el club va a celebrarlo con una fiesta realmente genial. Deberías venir. ¡Vaya, tu abrigo es la pera limonera!
—Gracias —contestó Evie, halagada.
Le echó un vistazo al folleto. Era una caricatura de una flapper bailando como una loca y vertiendo con sus movimientos el contenido de la copa de cóctel que sujetaba en la mano. Sobre ella, un majestuoso cometa trazaba un arco por encima de los rascacielos de Nueva York. El artista le había dibujado cara al cometa, que sonreía a la encantadora muchacha. Su cola ardiente derramaba chispas sobre la ciudad.
—No querrás perderte la noche más mágica del año, ¿verdad? —quiso saber la chica más alta.
—Ni loca —contestó Evie.
El cometa de Salomón. Un acontecimiento de importancia celestial. Tal vez le diera suerte. De todos modos, era un motivo fantástico para acudir a una fiesta, así que, pensando en la noche que la esperaba y en las noches venideras, continuó su camino alegremente, aferrada al folleto. En la esquina, esperó a que el policía de tráfico le diera paso con sus manos enguantadas. El hombre hizo sonar el silbato y espoleó a la multitud para que se pusiera en movimiento. Evie giró hacia casa.
Tras ella, el muchacho de los periódicos sujetaba en alto la edición vespertina y gritaba el titular para cualquiera que pudiera tener una moneda: «¡Extra! ¡Extra! ¡El loco amenaza con matar de nuevo!».