El Daily News de la mañana vendía la historia de la muerte de Ruta Badowski con un titular destacado —ASESINATO EN MANHATTAN— encima de una fotografía granulada de sus dolientes padres. Evie leyó los reportajes de todos y cada uno de los periódicos mientras esperaba a que Will regresara de la comisaría de policía. Los relatos mencionaban que se trataba de un homicidio ritual y que el asesino había dejado una nota con una cita de la Biblia y símbolos ocultistas, pero no daban a conocer qué eran aquellos símbolos. Estaba claro que el detective Malloy se había reservado ciertos detalles. Evie deseó no haber conocido tales pormenores. Se había despertado con aquella horripilante melodía silbada en la cabeza.
Ninguno de los artículos periodísticos comentaba que se hubiera recurrido a Will, y Evie pensó que ojalá lo hubiesen hecho. Era terrible, lo sabía, pero no había nada como la mala publicidad, así que una alusión al tío Will en relación con una investigación de asesinato podría haber atraído a la gente al museo. Era casi la una. Llevaba abierto desde las diez y media y el único visitante que habían tenido era un hombre de Texas que había intentado venderles unas parcelas en el cementerio. Evie había visto las facturas que se acumulaban sobre el escritorio del tío Will, además de la carta de la Agencia Tributaria y otra de una empresa inmobiliaria. Si no empezaban a conseguir una afluencia continua de visitantes, se encontrarían todos en la calle. Y Evie, de regreso a Ohio.
—¿Esto es siempre así? —le preguntó Evie a Jericho, que estaba absorto leyendo un texto religioso que olía a polvo.
El joven levantó la mirada, desconcertado.
—¿Así, cómo?
—Como si estuviera muerto.
—Es bastante tranquilo —concedió Jericho.
Evie no podía hacer mucho respecto al museo en aquel preciso instante, pero sí en cuanto a la Operación Jericho. Acercó su silla a la del chico y adoptó su mejor expresión pensativa.
—¿Sabes a quién se le darían to-tal-men-te de maravilla estas cosas? A Mabel.
—¿Mabel?
En los ojos de Jericho apareció la mirada lejana de un hombre que intenta recordar algo.
—¡Mabel Rose! La que vive en el Bennington —apuntó Evie. Jericho siguió pareciendo perdido—. Viene a visitarme a menudo y habla en voz alta con frases completas. Has oído su voz. Intenta recordarla.
—Ah, esa Mabel.
—Exacto. Ahora que nos hemos aclarado entre todas las Mabeles, ¿qué piensas de ella? Yo creo que es una chica genial. ¡Y brillante! ¿Sabías que sabe latín? ¡Conjuga mientras come lechuga!
Evie se echó a reír.
—¿Quién? —preguntó Jericho al tiempo que pasaba una página.
—¡Mabel! —replicó la joven irritada—. Y tiene una figura envidiable. Te lo prometo. La lleva escondida bajo trágicos vestidos, pero existe, te lo aseguro.
—¿Te refieres a Mabel la del dieciséis-E?
—¡Sí, claro!
Jericho se encogió de hombros.
—Parece una chica maja.
A Evie se le iluminó el rostro.
—¿A que sí? Es muy, muy simpática. ¿Por qué no salimos los tres juntos a cenar una noche?
—Vale —contestó Jericho ausente.
Evie sonrió. Al fin la Operación Jericho había llegado a su emocionante comienzo. Ya se le ocurriría un plan para el museo más adelante.
—¿Qué vas a hacer, escritor?
Gabe se interponía entre Memphis y la red, con los brazos estirados, con los dedos preparados para el robo. Los zapatos de ambos muchachos rechinaban sobre los suelos de madera del gimnasio de la iglesia. Sobre sus cabezas, los ventiladores zumbaban, pero no conseguían evitar que los chicos sudaran. Memphis se pasó el antebrazo por los ojos para limpiarse, sin dejar de pensar en su próximo movimiento.
—¿Piensas quedarte ahí todo el día? —se burló Gabe.
Memphis amagó hacia la izquierda. Gabe picó el anzuelo y se lanzó hacia allá. Su movimiento permitió que Memphis echara a correr y lo sobrepasara por la derecha. Rápido y ágil, avanzó por la pista y hundió la pelota con facilidad.
Gabe se dejó caer sobre el suelo.
—Me rindo.
Memphis lo ayudó a ponerse en pie.
—Buen partido.
Su amigo rompió a reír mientras salían de la pista.
—Por supuesto que ha sido un buen partido para ti. Has ganado.
Se vistieron y se encaminaron hacia el drugstore para comer algo. Gabe se aclaró la garganta.
—Me he enterado de que Jo tan solo tiene un esguince en el tobillo.
—Qué bien —dijo Memphis.
No quería entrar en aquel tema.
—Aun así, estará sin trabajar otras dos semanas.
—Una pena.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—¿Y qué más debería decir?
—Ni siquiera intentaste…
Memphis frenó en seco.
—Ya te lo dije. Ya no soy capaz de hacerlo. No desde lo de mi madre.
Gabe levantó las manos en el aire.
—Vale, vale. No te cabrees. Si no puedes, no puedes.
Caminaron una manzana en silencio. Memphis vio un cuervo que revoloteaba de farola en farola siguiendo sus pasos.
—Te juro que ese pájaro me persigue —dijo.
Gabe soltó una carcajada e hizo girar su pata de conejo de la suerte, que colgaba de una cadena alrededor de uno de sus dedos. Juraba que era un amuleto de la buena suerte, y nunca jugaba un partido sin ella.
—Te lo he dicho, Casanova, tienes que dejar de regalarles caramelos y flores a esas pájaras. Si no, nunca te dejan en paz.
—No estoy de broma. Lo he visto todos los días desde hace dos semanas.
Gabe enarcó las cejas y curvó los labios en una sonrisa.
—¿Y sabes que es el mismo cuervo? ¿Tiene nombre? Tal vez se llame Alice. ¡O Berenice! Sí, señor, me parece que tiene pinta de Berenice.
Memphis supo de inmediato que Gabe le sacaría partido a aquel chiste durante semanas.
—Memphis… No es más que un pájaro. Los pájaros revolotean por ahí, hermano. Se dedican a eso. No te está siguiendo, y no es ninguna señal. A no ser que de verdad le hayas regalado caramelos y flores, en cuyo caso eres un hermano rarito.
Memphis rio y se sacudió de encima la mala sensación como si de un abrigo innecesario se tratase. Gabe tenía razón: se estaba asustando por nada. Era aquel sueño loco que no lo dejaba en paz. No era de extrañar que viera augurios por todas partes.
Se acomodaron en un reservado en el establecimiento del señor Reggie y pidieron unos sándwiches y café.
—Ayer por la noche escribí un poema nuevo —anunció Memphis.
—¿Cuándo piensas enseñarle esos poemas a alguien que no sean los muertos de ese cementerio?
—Todavía no son lo bastante buenos.
Gabe estiró la mano por encima de la mesa y cogió el pepinillo del plato de Memphis.
—¿Cómo lo sabes, si no los ha leído nadie? Uno día de estos, tienes que mover el culo hasta la casa de la señorita A’Leila Walker y decir: «¿Cómo está, señora? Soy Memphis Campbell, y le estaría muy agradecido si leyera mi trabajo». —Gabe se terminó el pepinillo y se limpió las manos en la servilleta de Memphis—. La vida no viene a buscarte, Memphis. Tienes que ir tú a por ella. Los dos tenemos que ir a por ella. Porque nadie va a servírnosla en bandeja. ¿Me entiendes? Bien —Gabe se recostó contra el respaldo del pequeño reservado y estiró los brazos—, ahora, pregúntame por qué sonrío.
Su amigo puso los ojos en blanco.
—¿Por qué sonríes, Gabe?
—Adivina quién va a tocar la trompeta en el nuevo disco de Mamie Smith.
—¡Eh, hermano!
—Clarence Williams, de Okeh Records, me lo dijo ayer por la noche en el club. Quieren que vaya mañana. —Gabe sacudió la cabeza en un gesto de negación—. Yo, tocando para la señorita Mamie Smith…
—¿Qué pasa con Mamie Smith?
Alma se dejó caer en el banco junto a Gabe y cogió un poco de la ensalada de patata del muchacho.
—¿Acaso te he invitado a sentarte? —la provocó el joven.
—Ya me invito yo sola. He pensado que esta mesa necesitaba un poco de clase.
—El señor Gabriel Rolly Johnson, aquí presente, es ahora uno de los artistas de grabación de Okeh Records, y tocará la trompeta para nada menos que la señorita Mamie Smith.
Alma dejó escapar un gritito de entusiasmo y rodeó a Gabe con los brazos.
—¿Sabes qué quiere decir eso, cariño?
—¿Qué?
—Que puedes invitarme a comer. ¡Eh, señor Reggie! —gritó—. Póngame un sándwich de carne y apúntelo a la cuenta de Gabe. ¡Y añada un batido! —Miró a Memphis con los ojos entornados—. ¿Y a ti qué te pasa?
—Es que últimamente no duermo mucho.
—¿Y eso? —preguntó Alma, que frunció los labios juguetonamente—. ¿Cómo se llama la afortunada?
—Se llama Berenice, y es una pájara muy persistente —bromeó Gabe, muerto de risa.
Dio una palmada en la mesa que hizo que la pata de conejo saltara por los aires.
—No hay nadie —se apresuró a desmentir Memphis.
—Ese es precisamente tu problema, hermano —dijo Gabe mientras se secaba las lágrimas de los ojos. Llenó su sándwich de unos pepinillos picantes que hacían que a Memphis le goteara la nariz—. Tienes que sacar la cabeza de ese cuaderno tuyo y venir conmigo al club el sábado por la noche. Te encontraremos una chica.
Alma esbozó una mueca.
—¿Cómo puedes comerte eso, Gabriel?
—Me ayuda a mantener la línea, cariño.
Memphis removió el minúsculo montículo de azúcar del fondo de su taza de café.
—No quiero una chica. Quiero a la chica.
Alma estiró el dedo meñique y levantó la barbilla.
—Oh. La chica.
Gabe imitó el tono arrogante de su amiga.
—Vale, colega. Pues dale recuerdos de mi parte.
Alma y Gabe entraron en la rutina de siempre burlándose de Memphis como si fuera un esnob. Memphis sabía que era mejor no mostrar que sus chanzas le molestaban, así que esbozó una gran sonrisa y cogió su alforja.
—Tengo que ir a San Juan Hill a ocuparme de unos asuntos de Papá Charles. Ah, y gracias por la comida, Gabriel.
Oyó a Gabe decir «¡Eh, tú!» cuando salió por la puerta y lo dejó tirado con la cuenta.
—Eh, eh, señor Campbell. ¿Es usted? —lo llamó Bill el Ciego desde una silla delante de la barbería de Floyd. A veces Floyd sacaba una vieja silla y lo dejaba sentarse y tocar para los clientes, o simplemente empaparse de sol—. Sé que es usted. No juegue con el viejo Bill. ¿Ha salido mi número hoy?
—No, señor. Lo siento. Buena suerte para la próxima vez.
—He oído que alguna gente ha jugado los números de ese asesinato de debajo del puente.
—Sí, señor. Varias personas han apostado por eso.
—Uf. —Bill el Ciego escupió—. Nada bueno puede salir de ahí. No se juegan los números de un asesinato, si quiere saber mi opinión.
—Yo tan solo relleno los boletos.
—No dejo de ver un número. En sueños, ya sabe. Veo una casa, y hay un número, pero nunca puedo distinguirlo.
Memphis nunca había pensado en los sueños del ciego. ¿Cómo podía el viejo Bill ver una casa y un número si era totalmente invidente? Pero corrían rumores sobre él: que había perdido la vista por beber un whisky adulterado. Que le habían propinado una paliza y dado por muerto debido a una deuda de juego. Que había traicionado a una mujer y que ella se había vengado con una maldición. Algunos decían que había perdido la vista jugando a las cartas con el demonio y que ahora huía para conservar su alma. La gente decía todo tipo de cosas.
El cuervo chilló de nuevo. Bill el Ciego orientó el oído hacia el animal.
—Parece que tenemos un mensajero. La pregunta es ¿por quién habrá venido, por usted o por mí?
Bill soltó una de sus carcajadas, estruendosas y graves. La risa se entrelazó con el insistente graznido del cuervo, una sinfonía discordante.
Zeta entró a toda velocidad en el Teatro Globe con su abrigo de estampado de leopardo colgando de un hombro y un cigarrillo prendido entre los labios pintados. Se dejó las gafas de sol puestas y avanzó a tientas por el pasillo entre las hileras de asientos. El resto de la compañía estaba en mitad de un ensayo para el número de la Geisha, que Zeta pensaba que era una de las rutinas más estúpidas e insultantes que habían realizado jamás… y eso que habían hecho muchos números estúpidos e insultantes.
El director de escena le lanzó una mirada asesina.
—Bueno, bueno, bueno. Pero si es Su Excelencia, que al fin se ha decidido a honrarnos con su presencia. ¡Llegas una hora tarde, Zeta!
—Relájate un poco, Wally. Ya estoy aquí.
Zeta intercambió una mirada furtiva con Harry, sentado al piano. Él sacudió la cabeza y ella se encogió de hombros.
—Se cree que es mejor que nadie —rezongó una de las coristas, una pequeña bruja llamada Daisy.
Zeta la ignoró. Dejó caer su abrigo en la primera fila, sumergió su cigarrillo en la taza de café del director de escena y ocupó su lugar en el escenario.
—Cualquier día de estos, Zeta —dijo él echando humo—, vas a hacer algo que ni siquiera Flo Ziegfeld tolerará, y será todo un placer para mí ponerte de patitas…
—¿Vas a pasarte el día de cháchara o vamos a trabajar? —le espetó Zeta.
La joven ejecutó sus pasos a la perfección. Era capaz de hacer aquel número hasta dormida. Sin embargo, solo para fastidiarla, chocó contra Daisy. Su compañera estaba resentida porque Zeta había conseguido buenas críticas en los periódicos por un número que se suponía que era de Daisy.
—Ese baile era mi especialidad —le había espetado ella hecha una furia en el vestuario la noche siguiente—. Y tú me lo has robado delante de mis narices.
—No puedo robarte lo que no es tuyo —le había contestado Zeta, y Daisy le había lanzado un bote de crema, aunque el recipiente había pasado a un kilómetro de su objetivo… Su puntería era tan cuestionable como su habilidad para bailar.
Como de costumbre, Daisy había ido con el cuento lacrimógeno a Flo, que se había derrumbado y le había dado a la joven el papel principal en el número de la Adoración de Baal que cerraba el espectáculo. Zeta estaba cansada de permanecer siempre a la sombra de otras… sobre todo cuando esa otra no actuaba ni la mitad de bien que ella.
Hicieron un descanso de cinco minutos y Zeta se sentó en el banco del piano junto a Henry.
—Tienes pinta de haberte escapado de un internado —dijo para tomarle el pelo. Su amigo llevaba un cárdigan y un sombrero de paja con una cinta alrededor.
—Esto es estilo, querida.
—Los dos somos mejores que este espectáculo asqueroso, Hen.
Henry continuó tocando suave, casi reflexivamente. Siempre era el hombre más feliz del mundo con los dedos sobre las teclas y una canción brotando de su interior.
—Cierto, querida. Pero aun así tenemos que pagar el alquiler.
Zeta se ajustó la costura de las medias para que ascendiera recta por sus piernas.
—¿Cómo ha ido cuando le has dado a Flo tu nueva melodía?
La perpetua sonrisa de Henry se torció. Tocó un acorde amargo con violencia y después se detuvo.
—Más o menos como esperaba que fuera.
Zeta le dio un tirón al ala de su sombrero de paja.
—A Ziegfeld solo le gustan las canciones tontas y pegadizas, muchacho.
—«La gente paga para que la entretengan, jovencito —dijo Henry imitando a la perfección al gran hombre del espectáculo—. Quieren marcharse felices y tarareando. Y, por encima de todo, ¡no quieren pensar demasiado!». —Suspiró—. Juro que podría escribir una canción sobre el estreñimiento y, siempre y cuando rimara, al señor Ziegfeld le gustaría. —Henry atacó una melodía alegre con el piano. Con exagerado ímpetu romántico, entonó con su voz de tenor, suave y dulce—: «Querida mía, estaría a tu disposición, si pudiera librarme de esta deposición, ¡oh, el ESTREÑIMIENTO, qué maldición!».
Zeta estalló en carcajadas.
—¿Qué os hace tanta gracia?
Daisy se acercó a ellos.
—Acabo de recordar un chiste que Henry me contó el miércoles pasado.
Zeta aproximó una cerilla a su cigarrillo y lanzó el humo en dirección a Daisy, que no pilló la indirecta.
—¿Qué estás leyendo? —La corista miró con desagrado la copia de The Weary Blues que descansaba sobre el bolso de Zeta—. ¿Poesía de negros?
—No esperaba que lo entendieras, Daisy. Tú no lees nada que no sea la Photoplay… Y aun así alguien tiene que explicarte las fotos.
Daisy abrió la boca de par en par, furiosa.
—¡Jamás!
—Ya, eso es lo que le dices a todos tus novios, pero los demás no nos lo creemos. Y ahora lárgate, Daisy. ¡Fuera, bichejo!
Zeta hizo un gesto despectivo con la mano y Daisy se marchó hecha una furia para empezar a soltarle a cualquier bailarina que quisiera escucharla una parrafada sobre lo engreída que era Zeta.
Los dedos de Henry volvieron a hallar su lugar sobre las teclas.
—Sin duda, no hay quien te gane haciendo amigos, cielo.
—No me interesa hacer amigos. Ya tengo al mejor —dijo mientras le daba unas palmaditas en la rodilla. Se metió la mano en el sujetador y sacó un billete de cincuenta dólares. A continuación, se lo metió a Henry en el bolsillo de la camisa—. Toma. Para el fondo del piano.
—Te he dicho que te olvides de eso.
Zeta suavizó la voz.
—Nunca olvido un favor. Ya lo sabes.
—¿De dónde has sacado esa pasta?
—De un bróker de Wall Street con más dinero que juicio. Me compró pieles solo para que me vieran con él en una cena. Y eso es lo único que consiguió… compañía en una cena.
—Todos quieren casarse contigo.
—Por una vez, me gustaría conocer a un tío que no sea un hipócrita. A alguien que no quiera comprarme pieles para poder presumir de mí ante sus amigotes.
—Cuando conozcas a ese tipo, pregúntale si tiene un hermano —bromeó Henry.
—Creía que estabas colado por Lionel —dijo Zeta para provocarlo.
El pianista hizo una mueca.
—Tanto como colado… Suelta una risita cada vez que lo beso.
—Entonces, puede que tus besos sean graciosos.
Zeta sonrió. Le encantaba que Henry siempre encontrara alguna razón quisquillosa para mandar a paseo a todos sus novios.
Henry entonó una canción de desamor.
—Algún día, Henry DuBois, vas a conocer a un tipo que te deje a ti, y entonces no sabrás qué hacer —le aseguró Zeta.
El director de escena reapareció dando palmadas para reclamar la atención de los presentes.
—Atento todo el mundo. El número de Baal desde el principio. A vuestros puestos, por favor. Señorita Knight, eso también va por usted.
—No me lo perdería por nada del mundo, Wally.
Sonrió con tanta dulzura como si fuera a aparecer fotografiada en el cartel de la gloriosa chica Ziegfeld, el epítome de lo norteamericano, justo antes de lanzar su segundo cigarrillo a la nueva taza de café de Wally.