Ya era tarde cuando Evie, Will y Jericho regresaron al museo. Arriba, en las altas pilas de libros de la biblioteca, el tío Will fue avanzando de estantería en estantería sobre la escalera rodante mientras pasaba un dedo por los lomos ajados y le iba dando volúmenes a Jericho. Desde allí, le gritó a Evie:
—A ver si encuentras una Biblia. Debería haber una en la sala de colecciones.
A Evie no le entusiasmaba entrar en aquella sala, especialmente de noche.
—¿No puede ir Jericho? Conoce el museo mejor que yo.
—Jericho me está ayudando y, hasta donde yo sé, tú sabes andar. Te empeñaste en venir hoy, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Entonces sé útil.
Evie atravesó a toda prisa las salas del museo encendiendo lámparas a su paso. No le importaba en absoluto que la factura de la luz fuera gigantesca; quería tantas luces como en Broadway. Se detuvo a la entrada de la sala de colecciones y buscó con la mirada; albergaba la esperanza de localizar lo que necesitaba sin tener que recorrer cada centímetro de aquel espacio sepulcral lleno de objetos misteriosos. Cuando se hizo obvio que tendría que entrar, giró la manivela de la antigua gramola para que le hiciera compañía y ahuyentara los escalofríos. Era una grabación metálica de alguien que tocaba el piano al estilo ragtime. La alegre melodía la ayudó a calmar sus miedos mientras procedía con el registro de la sala. En la esquina que había junto a la chimenea, tropezó con algo que había bajo la alfombra persa. La levantó un poco y vio una argolla de hierro sobre una puertecita en el suelo, como las de los refugios para tornados. Pesaba demasiado para abrirla, y parecía que nadie la hubiese tocado desde hacía años. Volvió a colocar la alfombra. Sobre una mesa lateral, Evie vislumbró una Biblia que sujetaba una maceta con un helecho.
—Y mi madre dice que yo soy una pagana.
La música se había detenido. El disco crujió durante unos segundos de silencio y entonces la voz de un hombre comenzó a hablar. «He podido ver a los muertos toda mi vida —dijo arrastrando las palabras—. Algunos solo quieren paz y descanso. Pero no todos. Ni de lejos. Hay maldad en este mundo, maldad en el corazón de los hombres, maldad que vive de…». Evie quitó la aguja del disco y salió corriendo de la sala sin apagar las luces.
—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó Will cuando entró jadeando en la biblioteca.
Jericho y él habían seleccionado un montón de libros que estaban embutiendo en el maletín de su tío.
—He ido hasta Jerusalén a buscar la Biblia. Sabía que querrías una copia original —le espetó Evie—. ¿Sabías que hay una puerta en el suelo?
—Sí —contestó Will.
—Bueno, ¿y adónde lleva? —preguntó Evie, irritada.
—Son unas escaleras que conducen a un sótano secreto y un túnel. Era una parada del Ferrocarril Subterráneo. Ahí se escondieron antiguos esclavos —le explicó Will. Cogió la Biblia y la guardó en el maletín—. Probablemente ahora no albergue más que ratas y polvo. ¿Nos vamos?
Evie y Jericho esperaron en la escalinata larga y ancha de la entrada mientras el tío Will cerraba el museo con llave. Se habían encendido las farolas, que le conferían a Central Park un aspecto inquietante. Por el rabillo del ojo, Evie divisó algo que le hizo volver la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó Jericho.
El joven siguió la mirada de la chica en dirección al parque.
—Me ha parecido ver a alguien observándonos —respondió Evie sin dejar de escudriñar el parque. Pero ya no veía nada—. He debido de equivocarme.
—Ha sido un día muy largo —le dijo Jericho con amabilidad—. No me sorprendería que tus ojos te jugaran malas pasadas.
—Supongo que tienes razón —concedió Evie, pero seguía teniendo la molesta sensación de haber atisbado nada más y nada menos que a Sam Lloyd.
Le daba la impresión de haberlo visto apoyado contra un árbol en aquella postura arrogante que tanto la fastidiaba. Pero Jericho tenía razón… Allí no había nadie, tan solo las farolas y el parque.
Sam permaneció escondido detrás de una ladera rocosa e irregular hasta que se marcharon. Lo había visto. Solo un instante, pero ya era suficiente. ¿Qué tenía aquella chica que lo hacía perder sus habilidades callejeras? Se había acercado al museo con la esperanza de engatusarla para que le devolviera el abrigo, pero entonces había visto al detective y había decidido volver cuando el museo estuviera vacío para robar la chaqueta… y cualquier otra cosa que pudiera necesitar.
Sam había hecho tiempo en el ajetreo de Times Square. Había puesto sus miras en un marinero que merodeaba con inseguridad por la esquina de Broadway con la calle Cuarenta y tres. Las calles estaban atestadas de personas que regresaban a sus casas tras el trabajo. La mayor parte de los carteristas consideraba que aquella era una buena hora para ejercer su oficio, porque la gente iba distraída. Pero Sam contaba además con otra pequeña ventaja de su parte: una espeluznante habilidad para moverse entre los demás pasando desapercibido. No es que fuera invisible; era más bien que lograba redirigir los pensamientos de la gente hacia otro lugar, de modo que sus ojos ni siquiera lo registraban. No tenía más que pensar «No me veas», y la persona elegida no lo vería. Y también era rápido, pues se movía con la ligereza de un gato. En aquellos momentos, lo único que oía era su propia respiración rítmica mientras extraía una cartera de un bolsillo, birlaba un monedero de la mesa de un restaurante o robaba pan de la estantería de una tienda. No sabía por qué funcionaba, ni cómo… solo que así era. Era la forma en que había sobrevivido por su cuenta a lo largo de los dos últimos años.
Conservaba un recuerdo nítido de la primera vez que había sucedido. Era pequeño…, tendría unos diez u once años, más o menos. Había pasado un tiempo desde la marcha de su madre. Su padre tenía un reloj que había pertenecido al abuelo de Sam. Al niño le habían dicho que no lo tocara, y fue precisamente aquella orden la que convirtió el reloj en algo tan atrayente. Un día lo había sacado a hurtadillas del cajón de su padre y se lo había guardado en el abrigo para mostrarle aquel tesoro a los demás niños en el patio del colegio, con la esperanza de que se percataran de su valor y dejaran de meterse con él por su acento, su ropa, su pequeñez. Sin embargo, lo ridiculizaron: «¿Esto. No es más que un reloj barato?», dijo el líder, y lo estampó contra el suelo. A Sam le daba miedo volver a su casa y enfrentarse a su padre. Mientras lo esperaba sentado en el sofá, no paraba de pensar que ojalá tuviera un lugar donde esconderse. Cuando su padre llegó a casa, Sam estaba tan asustado que volvió a sentirse como un niño pequeño e imaginó que, como en el juego del escondite, podía limitarse a cerrar los ojos y así la otra persona no lo vería. Oyó los pasos de su padre acercándose, lo oyó pronunciar su nombre. «No me veas», pensó Sam. «No me veas», susurró una y otra vez como si fuera una plegaria. Y entonces, extrañamente, su padre lo miró a los ojos y siguió caminando, llamándolo como si fuera un fantasma.
Sam no era capaz de explicarlo. Se acordaba de algo raro que su madre le había dicho una vez. Ambos estaban en el baño y ella le estaba limpiando los arañazos que le habían hecho los abusones del colegio al perseguirlo hasta casa dándole empujones por la calle.
—No te preocupes, lyubimiy. Tú posees dones que ellos jamás tendrán.
—¿Qué quieres decir? —le había preguntado con un mohín de dolor cuando le puso un paño húmedo sobre la barbilla rasguñada.
—Ya lo verás con el tiempo.
Con el tiempo lo vio, pero se preguntaba si era a aquello a lo que se refería su madre en verdad y, en tal caso, cómo podía haberlo sabido.
Tratando de mantenerse calentito cuando ya empezaba a refrescar, Sam había observado al marinero cuidadosamente y pensado en su propia chaqueta. No era la prenda de lana en sí lo que le importaba, sino la postal que llevaba escondida en el bolsillo. A nadie más le parecería relevante… no era más que un dibujo desvaído de unos árboles y unas montañas majestuosas de cumbres nevadas. No llevaba ningún matasellos que resultase útil. En el dorso había tres palabras garabateadas en ruso. La postal era lo único que Sam se había llevado consigo de la casa de su padre en Chicago cuando escapó buscando refugio en un circo ambulante que se dirigía hacia el este. En los seis meses que habían pasado desde que llegara a Nueva York, apenas se las había arreglado para sobrevivir. Pero la suerte podía cambiar rápido. Los periódicos estaban llenos de historias de hombres hechos a sí mismos, como Henry Ford y Jake Marlowe. Sam también haría su propia fortuna, y luego encontraría el lugar de la postal. La encontraría a ella.
Estaba claro que Evie, su tío y el gigante teutónico se habían marchado definitivamente, así que Sam abrió su navaja del ejército suizo y forzó con facilidad la cerradura de la puerta del museo. Para ser un lumbrera, aquel profesor era bastante tonto a la hora de salvaguardar sus tesoros. La luz de la calle incidía sobre las ventanas con vidrieras del museo. Le confería al lúgubre interior un resplandor ambarino y cálido. Sam esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y luego se internó en la vieja y silenciosa mansión en busca de su chaqueta. Podría haberse evitado todo aquel jaleo si hubiera utilizado su habilidad con Evie O’Neill en la estación de Pensilvania. Pero, por alguna razón, había querido que la chica lo viera. Había querido hablar con ella. Y, cuando llegó el momento, había deseado besarla tanto como su dinero. Aquella había sido su perdición. Y ahora, allí estaba, en el Museo de los Escalofríos buscando su chaqueta en la oscuridad.
Había resultado mucho más sencillo con el marinero. El hombre rondaba por la esquina, sin saber si seguir adelante o girar a la derecha o a la izquierda, y en aquel momento Sam había leído al pobre pringado a la perfección. Cuando al fin el marinero se había decidido a cruzar la calle, Sam se había cruzado con él. «No me veas», había pensado, e incluso cuando alguien se volvía en su dirección lo hacía con una mirada borrosa, desenfocada. Sam se movió con soltura entre la multitud y le robó la cartera al hombre del bolsillo del pantalón con facilidad. Después, se alejó sin que nadie reparara en él.
¿Dónde estaba su chaqueta? El joven se arriesgó a encender una lámpara de mesa. La luz recayó sobre un montón de recortes de periódico de más de seis centímetros de alto. Les echó un vistazo a las noticias con una expresión de desdén. Historias de fantasmas. Cuentos siniestros inventados por gente que tenía miedo de vivir. O que quería llamar la atención. Conocía a ese tipo de personas. Pero la sonrisa de superioridad de Sam se desvaneció cuando su mirada topó con un pequeño artículo de un periódico de Kansas acerca de una chica de quince años que había contraído la enfermedad del sueño. Justo antes de morir, repitió una frase que desconcertó a su familia. Eran las dos mismas palabras una y otra vez: «Proyecto Búfalo».
El muchacho devolvió el artículo al montón con las manos repentinamente temblorosas. Si aquel tal profesor Fitzgerald sabía algo al respecto, tendría que encontrar la manera de acercarse a él. Tal vez poniéndose cariñoso con su sobrina, proposición que, por otro lado, sonaba bastante genial. A no ser que aquella chica lo matara en un ataque de resentimiento. Sin duda parecía ser el tipo de muñeca capaz de hacer algo así. Sam sonrió al pensar en ello. Le gustaban los desafíos. Y estaba claro que aquella joven lo sería. Lo único que necesitaba era una forma de aproximarse.
Las vislumbró colgadas en la pared de la sala de colecciones: DAGA Y VAINA CEREMONIALES MASÓNICAS DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS, PERTENECIENTE A CORNELIUS T. RATHBONE, M. 1855. «Esto debería bastar», pensó Sam, y se las guardó en la camisa. Dejó el museo tal como lo había encontrado. Al día siguiente, a aquella misma hora, tendría su chaqueta, y tal vez también una pequeña recompensa monetaria.