El puente de Manhattan se hacía cada vez más grande a medida que subían por la calle Pike. Ante los edificios de apartamentos, un enjambre de niños jugaba al béisbol. Cuando el coche pasó entre ellos, lo observaron con suspicacia y los ojos entrecerrados.
—Futuros vándalos —dijo el detective Malloy tras aparcar el vehículo policial al final de la calle—. Si cualquiera de vosotros, mier… —miró a Evie—, pequeños mocosos, toca este coche, os prometo que tendrán que dragar el río en busca de vuestros dientes.
Los hombres bajaron del vehículo y Evie los siguió.
—Ibas a esperar en el coche —le recordó Will.
Evie había logrado que la dejaran ir hasta allí sirviéndose de artimañas. No tenía ninguna intención de llegar tan lejos y no ver la verdadera escena del crimen. ¡Un asesinato en Manhattan! Ya se imaginaba escribiendo a Dottie y Louise para contarles sus aventuras: «Mis queridísimas queridas, no vais a creeros lo que he visto hoy… Evidentemente, como cualquier chica moderna, no he tenido miedo…». Sería exactamente igual que en las novelas de Agatha Christie que tanto le gustaban. Pero solo si conseguía acercarse más.
—Ya, tío Will, pero a una chica que espera sola en el coche podría pasarle cualquier cosa. —Evie miró con determinación a los niños que jugaban al béisbol—. ¿Qué diría mi madre?
Adoptó una expresión de inocencia absoluta.
—Entonces Jericho esperará contigo.
Evie le lanzó una mirada rápida a Jericho.
—Me sentiría mejor estando a tu lado, tío Will. Te prometo que no interferiré. Y no tienes que preocuparte de que sea una de esas debiluchas que se marean y se desmayan cuando ven sangre. Mira, el año pasado, cuando Betty Hornsby estuvo a punto de amputarse el dedo intentando hace malabarismos con cuchillos de cortar carne en una fiesta, yo fui la única que no se cayó redonda al ver la sangre por todas partes. Fue un desastre total, pero yo aguanté ab-solu-ta-men-te firme como una roca. Te lo prometo.
Hizo cuanto estuvo en su mano para no parecer desconcertada, como si viera cadáveres a diario. El tío Will comenzó a oponerse, pero el detective Malloy se encogió de hombros.
—Siempre y cuando prometa no desmayarse, por mí no hay problema. Pero esto no es una novela de misterio, señorita O’Neill. La aviso de antemano.
En el embarcadero se había congregado una multitud de mirones. Unos polis vestidos de uniforme azul con botones metálicos intentaban echarlos. Tres barcos de ostras se mecían al final del embarcadero, al que estaban amarrados con calabrotes.
—El cuerpo de la chica estaba por aquí —anunció Malloy—. La encontró un pescador. Por lo que hemos averiguado, abandonaron el cadáver ayer. Estaba oculto por un montón de conchas de ostras, y por eso nadie lo había visto antes. ¿Estás bien, Fitz?
El tío Will había palidecido.
—Odio el olor a pescado.
—Anímate. Lo que vas a ver hará que te olvides del olor. Lo del cadáver es una carnicería. —Malloy miró a Evie con fijeza. Ella se negó a darle la satisfacción de reaccionar—. También le han hecho algún tipo de abracadabra extraño, por eso he recurrido a ti. Te lo aseguro, Fitz, nunca había visto nada igual.
Malloy los condujo hasta un enorme montón de conchas de ostras vacías, rosadas bajo la luz del sol de última hora de la tarde. Un fotógrafo de la policía había montado el trípode. Disparó el flash de lámpara que llevaba en la mano y el resplandor cegó a Evie. El polvo de magnesio abrasó el aire y dejó un regusto intenso en la boca de la muchacha. A medida que se acercaban, los olores a pescado, orina y carne putrefacta comenzaron a abrumar a la joven. Una violenta náusea se formó en su interior, pero ella la contuvo. Respiró disimuladamente por la boca. El lugar estaba infestado de moscas negras, y Evie trató de espantárselas de la cara.
—Hasta aquí llega usted, señorita —le dijo el detective Malloy, y le quedó claro que se trataba de una orden.
Después, el policía le hizo un gesto con la cabeza a Jericho, una especie de tácito código masculino que indicaba que el joven debería quedarse con Evie, pero aquello tan solo consiguió enfurecerla más.
El detective Malloy acompañó a Will hasta el otro lado de la muralla de conchas de ostras y Evie se percató de que el rostro de su tío palidecía aún más, lo vio llevarse una mano a la boca para contener un grito o una arcada. El tío Will se dio la vuelta durante un minuto y se agachó para poder respirar. Evie se dio cuenta de que aquella era su oportunidad.
—Tío, ¿estás bien? —preguntó, y echó a correr hacia él.
—Evie… —comenzó a decir él, pero ya era demasiado tarde. Su sobrina se había dado la vuelta.
Tan solo podía recordar otra ocasión en la que se hubiera quedado sin respiración tan de golpe, y era el día en que había llegado el telegrama del departamento de guerra. A su cerebro le costó un instante procesar que lo que descansaba deslavazado sobre el viejo embarcadero de madera había sido un ser humano. Lo asimiló por fases: un zapato medio quitado. Las medias mugrientas, hechas jirones, arremolinadas en torno a unos tobillos hinchados y ennegrecidos. El vestido rasgado y los miembros magullados. La piel de los párpados flácida y hundida en unas cuencas vacías.
Los ojos. El asesino se había llevado los ojos de la chica.
El zumbido del malestar se apoderó de Evie como si alguien hubiera golpeado con un martillo la campana de una atracción de feria. Se clavó las uñas en las palmas de las manos para permanecer alerta.
Habían colocado el cadáver maltratado de la chica sobre el embarcadero, con las piernas y los brazos estirados. Le habían esquilado todo el pelo de la cabeza, a excepción de unos cuantos mechones que habían escapado a las tijeras. Unas perlas baratas, bagatelas, le rodeaban el cuello, y unos anillos de juguete le adornaban los dedos. Su rostro totalmente drenado de sangre estaba maquillado de manera estridente, muy empolvado y con un colorete intenso. Un tajo de carmín rojo ocultaba a duras penas el azul de sus labios muertos. Le habían garabateado la palabra «RAMERA» en mitad de la frente.
Un policía le había ofrecido a Will sales aromáticas y este se había incorporado, aún un poco aturdido. Evie no se había movido ni un centímetro. En el apartamento le había parecido muy emocionante —una escena del crimen de verdad, algo que contarle a los nuevos amigos—. Pero en aquel instante, mientras miraba aquel cuerpo ultrajado, Evie dudó de si querría contarlo alguna vez. Deseó no haberlo visto. Una lágrima solitaria le rodó por la mejilla. Se la enjugó rápidamente y bajó la mirada hacia sus propios zapatos.
—Lleva muerta una semana, más o menos —informó el detective Malloy. Su voz parecía llegar hasta Evie a través de un túnel—. Tiene una etiqueta en la cartera con un nombre y una dirección. Ruta Badowski, de Brooklyn. Diecinueve años. Hemos contactado con la familia. Hace algo más de una semana, Ruta fue a una de esas locas maratones de baile con su novio formal, Jacek Kowalski. Lo hemos interrogado, pero no hemos averiguado nada. Asegura que se quedó dormido en un portal y que fue a trabajar a la fábrica de ladrillos a la mañana siguiente. Su jefe ha corroborado su coartada.
Evie se arriesgó a lanzarle otra mirada al rostro desfigurado de la joven. Diecinueve. Solo dos años más que ella. Había salido a bailar. Y ahora estaba muerta.
—Esto es lo que quería que vieras.
Malloy abrió el vestido de la chica. En el pecho, por encima del sujetador desgastado, había una enorme marca hecha con un hierro candente con forma de estrella de cinco puntas y rodeada por una serpiente que se mordía la cola.
—¿Qué es eso, Fitz, una especie de hechizo vudú? —preguntó Malloy.
—No tiene nada que ver con el vudú. Y el voudon no es más que el espiritualismo del África Occidental y el Caribe, que se basa en la naturaleza —repuso el tío Will con impaciencia.
Malloy hizo un gesto de disculpa.
—Vale, vale. No te enfades, Fitz. ¿Qué es, entonces?
Will se agachó para verlo mejor. Evie no sabía cómo podía hacerlo sin echarse a gritar.
—Es un pentáculo, un símbolo del universo —explicó Will—. Muchas religiones y órdenes los usan… los paganos, los gnósticos, las religiones orientales, los antiguos cristianos, los masones. El Sello de Salomón es el símbolo de este tipo más famoso. Normalmente se utiliza como forma de protección.
—Pues a ella no la ha ayudado mucho —comentó Malloy.
El tío Will rodeó el cuerpo caminando.
—Este está invertido. —Señaló que había dos puntas hacia arriba y una hacia abajo—. He oído decir que el pentagrama invertido sugiere una falta de equilibrio, el triunfo de lo material sobre lo espiritual. Algunos aseguran que tales pentáculos pueden ser utilizados para propósitos más oscuros, hechicería o magia prohibida… para invocar a demonios o ángeles. —Will se puso de pie y apartó la cara durante un instante. Cogió tres grandes bocanadas de aire y volvió a soltarlas—. Pescado. Odio el olor del pescado.
—Toma, tío —dijo Evie, y le pasó un minúsculo frasco de perfume caro que llevaba en el bolso.
Will lo olió y se lo devolvió. Evie se lo llevó también a la nariz. Volvía a sentirse débil, así que se obligó a mirar hacia el magnífico arco de metal que se elevaba sobre el río hasta Brooklyn.
—¿Es posible que el asesino trabaje en una fábrica o con ganado? —dijo Jericho, rompiendo su silencio.
Evie ni siquiera se había dado cuenta de que el joven ayudante de su tío se había colocado a su lado.
—Ya hemos preguntado por la ciudad para ver si la marca de hierro le resultaba familiar a alguien. Hasta ahora, nada —respondió Malloy—. Hay algo más.
El detective le hizo un gesto a uno de los agentes, que le llevó un trozo de papel amarillento. Se lo pasó a Will. Evie se acercó a su tío y lo leyó a su espalda.
—«La Ramera, la Puta de Babilonia, estaba adornada con oro y joyas y tesoros mundanos, y contempló la gloria de la Bestia en todo su esplendor y gritó, pues ya tenía los ojos abiertos y conocía la crueldad del mundo que debe ser redimido por la sangre y el sacrificio. Y la Bestia se llevó sus ojos y lanzó a la Ramera Engalanada al mar eterno del interior de la Marca. Esa fue la quinta ofrenda».
—¿Eso es de la Biblia?
—De ninguna que yo haya leído.
Will sacó su cuaderno y garabateó unas notas.
Evie señaló una serie de símbolos dibujados en la parte inferior del papel.
—¿Qué es eso? —Su voz le sonó rara.
Will le dio vueltas al papel arriba y abajo.
—Todavía no estoy seguro. Algún tipo de signo mágico, supongo. Terrence, me gustaría hacerte unas cuantas preguntas. En privado, si no te importa.
Los hombres se dirigieron hacia un punto ventoso del embarcadero para hablar. Evie volvió a mirar el cadáver de la joven y se concentró en sus zapatos. Estaban desgastados y estropeados por el agua, pero Evie percibía que eran especiales, probablemente el mejor par de la muchacha. Aún conservaban una hebilla de diamantes falsos, que colgaba suelta de la correa. Era una última humillación, y Evie quería corregirla. Intentó volver a abrocharla, pero no se quedaba en su sitio.
—Por favor —susurró a punto de echarse a llorar.
Con renovada determinación, la ajustó con fuerza. El objeto reveló sus secretos con tal rapidez que Evie no tuvo tiempo de reaccionar. Las imágenes se sucedían veloces, como una película acelerada: una tira de papel amarillo que se desprendía de la pared. Una caldera. Un delantal de carnicero. Una cerradura que gira. El hierro candente. Unos ojos azules circundados de rojo. Unos ojos terribles, ventanas del infierno. Silbidos…, una alegre melodía horriblemente fuera de lugar, como una nana en un campo de batalla. Y, a continuación, la cabeza se le llenó de gritos.
Resollando, Evie soltó la hebilla. Se tambaleó hasta el borde del embarcadero y vomitó la tarta que se había comido en el Automat. A su espalda, los policías estallaron en carcajadas.
—No es sitio para una chica —dijo uno de ellos.
Alguien le pasó un pañuelo.
—Gracias —dijo avergonzada.
—De nada —contestó Jericho, y la dejó limpiarse en paz.
En el río, un ferry dividía el agua gris en cumbres ondulantes que se propagaban hasta volver a sumirse en la calma. Evie lo observó continuar su camino resoplando e intentó encontrarle un sentido a lo que acababa de ver. Probablemente aquellas terribles imágenes que había visto en su cabeza fueran pistas. Pero ¿cómo iba a explicarle a alguien cómo las había obtenido? ¿Y si no la creían? ¿Y si la creían y la obligaban a sujetar aquella hebilla para volver a sumergirse en la pesadilla? No podría soportarlo. Nadie debía saber lo que había visto. El tío Will solucionaría aquel caso. No había necesidad de que ella dijera nada.
—Evie. Nos vamos —la llamó el tío Will.
—Voy enseguida. —Trató de imprimirle fuerza a su voz.
Un fuerte viento sopló desde el East River y levantó el borde del pañuelo beis de la chica muerta. Lo elevó como si fuera una mano pidiendo ayuda. Evie se dio la vuelta y escogió el camino más largo para evitar verla.