UNA NOCHE DE FINALES DE VERANO

En una mansión de una zona en boga en el Upper East Side de Manhattan, refulgen todas y cada una de las lámparas. Se está celebrando una fiesta, la última del verano. Fuera, en la terraza con vistas a las siluetas incandescentes de Manhattan, la orquesta disfruta de un muy merecido descanso. Son las diez y media. La fiesta lleva en marcha desde las ocho, y los invitados ya están aburridos. Las debutantes, vestidas a la moda con sus vestidos de gala de seda, languidecen hundidas en pequeños sillones de cuero, como petits fours glaseados que se derriten bajo el sol de julio. Un engreído estudiante de segundo año en Princeton quiere que sus amigos se acerquen con él al Greenwich Village, a un tugurio del que oyó hablar al amigo de un amigo.

La anfitriona, una jovencita hermosa y mimada, percibe la impaciencia de sus invitados con cierta sensación de alarma. Es su decimoctavo cumpleaños y, si no hace nada para que la fiesta se anime hasta que los muertos se levanten de sus tumbas, la comidilla de los próximos días será que su celebración fue tan aburrida como un festejo de la iglesia.

«Que los muertos se levanten de sus tumbas».

El fin de semana anterior la habían obligado a ir con su madre a comprar antigüedades al norte del estado, una actividad absolutamente odiosa hasta que se toparon con una vieja tabla de güija. Las tablas de güija están a la última; los médiums aseguran que reciben mensajes y advertencias provenientes del otro mundo utilizando la «tabla parlante» del señor Fuld. El vendedor de antigüedades le soltó a su madre una milonga acerca de que la tabla había llegado a sus manos en circunstancias misteriosas.

—Dicen que aún está poseída por espíritus traviesos. Pero tal vez usted y su hermana sean capaces de dominarla —le había dicho lisonjeándola en exceso; naturalmente, su madre había quedado encantada, por lo que terminó pagando demasiado por el objeto. Bueno, ella haría que el error de su madre la compensara en aquel momento.

La anfitriona se dirige a toda prisa hacia el armario del vestíbulo y le hace un gesto a la doncella.

—Sé buena y bájame eso.

La doncella coge la tabla al tiempo que sacude la cabeza.

—No debería juguetear con esta tabla, señorita.

—No seas tonta. Eso es una simpleza.

Con un veloz giro digno de una actriz del cine mudo, la anfitriona irrumpe en el salón de las grandes ocasiones con la tabla de güija entre las manos.

—¿Quién quiere comunicarse con los espíritus?

Suelta una risita para mostrar que no se lo toma en serio. Al fin y al cabo, es una chica absolutamente moderna… una flapper[1] de los pies a la cabeza.

Las chicas languidecientes se levantan de un salto de sus sillones de cuero.

—¿Qué tienes ahí? ¿Es una tabla de espiritismo? —pregunta una de ellas.

—Sí, querida. Me la compró mi madre. Se supone que está encantada —contesta la anfitriona, y se echa a reír—. Bueno, yo no me lo creo, por supuesto. —La anfitriona coloca el puntero con forma de corazón en medio de la tabla—. Invoquemos un poco de diversión, ¿qué os parece?

Todo el mundo se reúne a su alrededor. George se sitúa justo a su lado. Es alumno de Yale, y de tercero. Muchas noches, la joven ha permanecido despierta en su habitación imaginando un futuro con él.

—¿Quién quiere comenzar? —pregunta, y coloca sus dedos cerca de los de George.

—Yo lo haré —anuncia un chico que luce un ridículo fez. La joven no se acuerda de su nombre, pero ha oído que tiene la costumbre de invitar a las chicas al asiento trasero de su coche para darse un buen banquete de arrumacos. El chico cierra los ojos y pone los dedos sobre el puntero—. Una pregunta para la eternidad: ¿está locamente enamorada de mí la dama que tengo a la derecha?

Las chicas sueltan grititos y los chicos ríen mientras el puntero forma con lentitud la palabra «S-Í».

—¡Mentiroso! —reprende la dama en cuestión al puntero en forma de corazón y con un oráculo de cristal transparente.

—No te resistas, querida. Podría ser tuyo a precio de ganga —afirma el chico.

Ahora se han levantado los ánimos, las preguntas se tornan cada vez más osadas. Están ebrios de ginebra, y de buenos ratos, y del estúpido entretenimiento de la adivinación.

—Venga, conjuremos a un espíritu de verdad —desafía George.

A la anfitriona se le forma un nudo de emoción e inquietud en el estómago. El vendedor de antigüedades la había prevenido precisamente contra aquello. Le advirtió que a los espíritus invocados también hay que devolverlos a su descanso rompiendo la conexión, despidiéndose de ellos. Pero el hombre buscaba sacarse un dinero con aquella historia y, además, estamos en 1926… ¿quién cree en hechizos y duendes cuando existen automóviles, y aviones, y el Cotton Club, y hombres como Jake Marlowe, que están llevando a Estados Unidos a lo más alto de la industria?

—No me digas que tienes miedo.

George esboza una sonrisa desdeñosa. Tiene una boca cruel que tan solo consigue hacerlo más deseable.

—¿Miedo de qué?

—¡De que nos quedemos sin ginebra! —exclama en broma el chico del fez, y todo el mundo rompe a reír.

George le susurra al oído con voz grave:

—Yo te mantendré a salvo.

Y le pone una mano sobre la espalda.

«¡Oh, sin duda esta es la noche más gloriosa de mi existencia!».

—¡Ahora invocamos al espíritu de esta güija para que atienda nuestra llamada y nos revele nuestra verdadera fortuna! —dice la anfitriona con una maravillosa entonación interrumpida por sus propias risitas—. ¡Debes obedecer, espíritu!

Se produce una pausa momentánea, y entonces el puntero comienza su lenta andadura para formar una palabra por el negro alfabeto gótico de la tabla rayada.

H-O-L-A.

—Ese es el espíritu —se burla alguien.

—¿Cómo te llamas, oh, gran espíritu? —insiste la anfitriona.

El puntero se mueve a toda prisa.

J-O-H-N-E-L-T-R-A-V-I-E-S-O.

George enarca una ceja con malicia.

—Eh, me gusta cómo suena eso. ¿Qué es lo que te hace tan travieso, viejo amigo?

Y-A-L-O-V-E-R-Á-S.

—¿Qué veré? ¿Qué estás tramando, oh, travieso?

Silencio.

—¡Quiero bailar! Vayamos a la parte alta, al Moonglow —farfulla una de las chicas, borracha y malhumorada—. ¿Cuándo vuelve a tocar la orquesta?

—Dentro de un minuto. No te pongas así —le dice la anfitriona con una sonrisa y una carcajada, pero ambas teñidas de advertencia—. Probemos con otra pregunta. ¿Tienes alguna profecía para nosotros, John el Travieso? ¿Alguna predicción?

Le lanza una mirada ladina a George.

El puntero permanece inmóvil.

—Dinos algo, por favor.

Por fin hay movimiento sobre el tablero.

—Yo… os… enseñaré… lo… que… es… el… miedo —lee la anfitriona en voz alta.

—Parece el director de un internado —se mofa el chico del fez—. ¿Y cómo lo harás, viejo amigo?

E-S-T-O-Y-E-N-L-A-P-U-E-R-T-A-Y-L-L-A-M-O.

S-O-Y-L-A-B-E-S-T-I-A.

L-A-G-U-A-R-I-D-A-D-E-L-D-R-A-G-Ó-N.

—¿Qué quiere decir eso? —murmura la chica borracha mientras se aparta un poco.

—No quiere decir nada, son tonterías. —La anfitriona increpa a su invitada, pero está asustada. Se vuelve hacia el chico con fama de liante—. ¡Eres tú el que está haciendo que diga eso!

—¡No es cierto! ¡Lo juro! —asegura él al tiempo que cruza los dedos corazón e índice.

—¿Por qué estás aquí, viejo amigo? —le pregunta George a la tabla.

El puntero se mueve a tal velocidad que apenas pueden seguirlo.

G-U-A-R-D-O-L-A-S-L-L-A-V-E-S-D-E-L-A-T-I-E-R-R-AD-E-L-A-M-U-E-R-T-E.

H-A-L-L-E-G-A-D-O-L-A-I-R-A-L-A-B-A-T-A-L-L-A-D-E-LF-I-N-D-E-L-M-U-N-D-O-P-U-T-A-D-E-B-A-B-I-L-O-N-I-A.

—¡Para ahora mismo! —grita la anfitriona.

P-U-T-A-P-U-T-A-P-U-T-A, repite la pieza. Las jóvenes resplandecientes apartan los dedos, pero el puntero continúa moviéndose.

—Haced que pare, haced que pare —chilla una chica, y hasta los muchachos pretendidamente duros palidecen y dan un paso atrás.

—¡Detente, espíritu! ¡He dicho que basta! —grita la anfitriona.

El puntero se queda inmóvil. Los invitados a la fiesta intercambian miradas erráticas. En la otra habitación, los miembros de la orquesta regresan a sus instrumentos y atacan una pieza de baile animada.

—¡Ah, aleluya! Vamos, cariño. Te enseñaré a bailar el Black Bottom.

La chica borracha se pone en pie con dificultad y arrastra al joven del fez tras ella.

—¡Esperad! ¡Tenemos que despedirnos de la tabla! ¡Ese es el ritual apropiado! —suplica la anfitriona mientras sus invitados la abandonan.

George le pasa el brazo alrededor de la cintura.

—No me digas que tienes miedo de John el Travieso.

—Bueno, yo…

—Ya sabes que era ese chico —le dice, y su aliento le roza la oreja con dulzura—. Tiene sus trucos. Ya sabes cómo son los de su calaña.

En efecto, ya sabe cómo son los de su calaña. Es probable que no haya sido más que ese chico espantoso, que los ha tomado por tontos. Bueno, pues ella no es ninguna tonta. Ahora ya tiene dieciocho años. Su vida será un torbellino infinito de fiestas y bailes. Sus temores previos han desaparecido. Parece que su celebración va a alargarse hasta la madrugada. Han recogido las alfombras y sus invitados bailan totalmente entregados. Las largas ristras de perlas rebotan contra los vestidos de talle bajo. Los zapatos de charol repiquetean desafiantes sobre los suelos de madera. Los brazos extendidos, abriéndose paso en el aire… Y todo ello como una febril pintura dadaísta que hubiera cobrado vida.

La anfitriona guarda la tabla en el armario, donde pronto quedará olvidada, y se apresura hacia la sala y sus refulgentes luces eléctricas —la maravilla moderna del señor Edison— para unirse a la última fiesta del verano sin una sola preocupación.

Fuera, el viento merodea durante un instante ante las ventanas iluminadas; después, con un estallido de energía racheada, se marcha y desciende hacia las aceras. Serpentea brevemente en torno a los sombreros de campana de dos señoritas elegantes que cotillean sobre la trágica muerte de Rodolfo Valentino mientras pasean a un caniche junto al East River. El viento avanza, entre cañones inundados de neón, sobre el tren elevado que traquetea por encima de la Segunda Avenida sacudiendo las ventanas de las pobres almas que intentan dormir antes de que llegue la mañana… La mañana, con sus bocinas de taxi, los tranvías y los trenes; los limpiabotas que lustran los zapatos de los hombres de negocios en Union Square; los vendedores de periódicos que pregonan los titulares del día en Times Square; las operadoras telefónicas que contemplan con anhelo los nuevos abrigos de solapa ancha que las tientan desde los escaparates de las tiendas; los majestuosos rascacielos que se ciernen sobre todo ello como dioses de acero brillante, ladrillo y cristal.

El viento remolonea un instante ante un club de jazz para escuchar aquella nueva música que interrumpe la noche. Se entusiasma ante el balido de las trompetas, los ritmos percutores del piano —nacidos del blues y el ragtime—, las cadencias sincopadas que imitan la emoción escarpada de la línea del horizonte de la ciudad.

Sobre el Bowery, en el ornamentado esqueleto de un antiguo y grandioso teatro de vodevil, se disputa una maratón de baile. Los concursantes, chicas jóvenes y sus novios, se aferran los unos a los otros decididos a dejar huella, a defender los sueños que se les han vendido en los anuncios del periódico y en la radio. Tienen llagas en los pies pero estrellas en los ojos. Al avanzar hacia la zona alta, el Great White Way, llamado así por la deslumbrante incandescencia de las luces de sus teatros, se vacía de clientes. Varios seguidores incondicionales del teatro aguardan en los callejones con la esperanza de divisar a las glamurosas chicas del coro o de cazar un autógrafo de una de las muchas estrellas de Broadway. Es una época de celebridad, de fama, fortuna y avaricia, y los jóvenes arden de secreta ambición.

El viento lo observa todo con indiferencia. Al fin y al cabo, no es más que el viento. No se convertirá en estrella de la radio o en pionero de la industria. No se presentará a las elecciones, ni se enamorará de un galán del cine, ni cantará las canciones del Tin Pan Alley, canciones de melancolía, arrepentimiento y buenos ratos. Así que sigue viajando, pasa ante los mataderos de la calle Catorce, ante las desgraciadas que se venden en los callejones oscuros. Cerca, la dama de la Libertad levanta su antorcha en el puerto, un faro para todos los que llegan a esta orilla escapando de la opresión, el hambre o la desesperanza. Por eso es la tierra de los sueños.

El viento se abalanza sobre los edificios de la calle Orchard, donde han muerto algunos de esos sueños de ojos llenos de estrellas mientras que, en aquel momento, nacen otros entre la mugre y la pobreza, un ascenso complicado. Le asesta un golpe a la colada tendida en las cuerdas que unen los edificios, sobre unas calles sucias, rotas, en las que, incluso a aquella hora, los niños hambrientos rebuscan en las papeleras en busca de comida. El viento existe desde siempre. Ha visto mucho en este país de sueños y anuncios de jabón, viejos horrores y derramamiento de sangre. Ha sido el testigo mudo de sus brujas quemadas y ha caminado junto a los indios por el Sendero de Lágrimas de su traslado forzoso; ha visto a los barcos de esclavos soltar su carga humana en los puertos, parpadeante y asustada, con un dolor que jamás podrán perder como única posesión. El viento estaba allí cuando el presidente Lincoln cayó bajo la bala de un asesino. Olía a pólvora en la batalla de Antietam. Corrió con el búfalo y acarició con dedos vacilantes los altos sombreros negros de los puritanos. Ha transportado gritos de amor y ha secado lágrimas hasta convertirlas en senderos salados en más rostros de los que puede enumerar.

El viento se escabulle por el Bowery y se zambulle en el West Side, hogar de las bandas irlandesas como los Dummy Boys, que montan a caballo por la Novena Avenida para advertir a los contrabandistas. Avanza junto al inmenso río Hudson, deja atrás la vibrante vida nocturna de Harlem con sus grandes pensadores, escritores y músicos, y finalmente se detiene ante las ruinas de una vieja mansión. Las ventanas rotas están cubiertas con tablas putrefactas. La basura obstruye la alcantarilla de delante. Hace mucho tiempo, la casa albergó un mal innombrable. Ahora es una reliquia de una era pasada, olvidada entre las sombras del desarrollo y la prosperidad de la ciudad.

Los goznes de la puerta crujen. El viento entra con cuidado. Se arrastra por estrechos pasillos que giran y se retuercen de manera tortuosa. Las habitaciones infestadas, podridas por el abandono, surgen a izquierda y derecha. Las puertas desembocan en muros de ladrillo. Una trampilla da paso a un conducto que se vacía en una gran cámara de los horrores subterránea, una habitación aún más terrorífica. Todavía apesta: a sangre, orina, maldad y un miedo tan oscuro que ya forma parte de la casa, tanto como la madera, los clavos y la podredumbre.

Algo se agita entre las sombras espesas, algo terrible, y el viento, que conoce bien el mal, se desvanece de aquel lugar. Huye hacia la seguridad de esos magníficos edificios altos que prometen los cielos azules del futuro, de la industria y la prosperidad; el futuro, que no cree en el mal del pasado. Si el viento fuera un centinela, dispararía la alarma. Lanzaría un grito de advertencia por los horrores que se aproximan. Pero no es más que el viento, y sabe muy bien que nadie escucha sus gritos.

En las profundidades del sótano de la casa desvencijada, una caldera cobra vida con un estertor de muerte, como la última tos amarga de un moribundo que se ríe de su suerte con desdén. Un débil resplandor emana de aquella tumba de arcilla oscura y fétida. Sí, algo vuelve a moverse entre las sombras. El heraldo de un mal mucho mayor que está por llegar. John el Travieso ha vuelto a casa. Y tiene trabajo que hacer.