PRIMER CANTO
Entrada la víspera de San Juan una sola estrella palideciente
Huye cielo adentro y el Oriente se tiñe de oro viejo;
Silente aún la naturaleza; el sacro verano señorea
Plantas y bestias; en el seno de las chozas tras cortinas bien corridas
Descansa el hombre, listo empero para saltar de la cama al salir el sol.
A lo lejos el lago quieto y reluciente como un espejo,
Y las gaviotas enronquecen de hambre a fuerza de graznar;
Lejos de tierra, lejos de las fecundas orillas con sus piedras blanquísimas,
Óyense las vitales estrofas de las agachadizas silbadas ahora y gorjeadas;
El tordo toca castañuelas desde la áspera orilla del río donde abedules rascan nubes;
Y allá abajo saúcos gotean como arroyos de primavera sobre lavados pedruscos
Y las currucas cantan fastuosas, pero sin mostrarse a la luz.
Expirante noche; al oriente atisba ya un fleco del sol:
Desde la orilla dispara el pescador su barca de fangosos remos;
Y el molinero medio desnudo palanca en mano la compuerta alza.
Óyese entonces un ruido; y la enorme rueda del molino chasquea ronca;
El arroyo renueva su ímpetu contra la bóveda de arbóreas raíces y los pedregales;
El herrero en su fragua hace fuego y a su fuelle vuelan las cenizas del hogar;
Luego retumba el martillo y el metal cede bajo sus golpes.
*
Pero en la huerta del sacristán, junto al río y a lo largo del camino,
Frente a la iglesia, que, nueva y blanca como la cal, reluce tras la tapia,
El sacristán despierta y se levanta y aparece en la ventana abierta;
Jabonándose mentón y mejillas y afilando la navaja,
Se asoma, curioso, augurándose si hará buen tiempo, cosa importante
Para quienes tienen que viajar. Arriba, en el ventanuco del desván,
Está él, en la casa de maderos; y abajo, al abrigo de la pared,
Al sur, se ve el banco de las abejas, con su media docena de colmenas
Cuyos pequeños enjambres comienzan ya a dispersarse.
Primero visitan siempre los parterres que flanquean su morada:
Fritilarias y peonías, y adonis y aquileias;
Y luego se lanzan en tropa al saqueo de prados y huertos…
Pero allá abajo se ha entreabierto una ventana;
La sacristana sirve el café en la mesa del saloncillo;
Arregla las flores en el jarrón, adorna el mantel con guirnalditas
De lindamente trenzadas hojas. Todo indica que es día de fiesta.
Luego dispone panecillos, los mejor surcados, y pastas de azafrán
Y rosquillas y barquillos, pone la cacerola de cobre al fuego,
Se sitúa a un lado, aspirando el aroma del café de Java…
Mientras espera a su marido, se afana, se apresta, se pierde en lentas minucias;
Da vueltas a la salita, pisando las baldosas bien fregadas,
Corrige un pliegue del visillo de tafetán de algodón floreado,
Arranca una hoja ajada a la balsamina de la ventana,
Y pasa un trapo lentamente al viejo piano
Precariamente contrachapado como aspirante a caoba,
Y quita el polvo al teclado, con gran esmero, y muy suavemente
también a las laminitas de marfil de las teclas;
Sonoros martillitos que golpean cordones de cobre
Y fortísimo suenan, y no se rompen, a diferencia de la guitarra española.
El tiempo se ha deslizado de largo y el peso del día ha acallado
La música de la primaveral juventud, porque ya están los dos al borde de los cuarenta.
Ábrese la puerta de la salita, aparece el cabeza de familia en ropa de salir;
Chaqueta negra, abigarrada chalina preanudada
Dan rejuveneciente aspecto al reluciente rostro recién afeitado;
El señor Aberg saluda con un movimiento de cabeza a su refitoleante esposa:
«Sí, querida, aquí mismo, hace ya veinte años,
Fue nuestra boda en la aldea, y me alegro de que lo recuerdes,
Me alegro también de que quieras celebrarlo con solemnidad.
Dura ha sido nuestra vida, en el campo, en la escuela, en la iglesia;
Muchas bocas hubimos de nutrir cuando no te daban nada por el trigo.
Y siempre con cantos y buena vecindad, con estupendo humor, nos defendíamos,
El carro siempre a mitad del camino, menos mal que ahora ya estamos casi al fondo de la cuesta.
Por eso, mujer, aún debemos mirar con lupa los centimines;
Los hijos ya viven su vida, y cada vez piden más.
Sí, no me recato, la verdad, de decir lo que pienso:
La avaricia es una virtud en quien está lleno de hijos,
Y ahora también yo soy avariento; y hago mis cuentas día a día
Y no me gusta ver en mi mesa comida de señorones u otras cosas…
Comida de pobres es el centeno, pues el trigo es para los ricos…
Es bueno el café sin mezcla, pero para condes y elegantes barones,
El párroco lo toma mitad y mitad javanés y brasileño,
Pero los pobretones, como el sacristán de Arby, han de conformarse con cebada,
La cebada sólo se tuesta un poco, y con algo de achicoria es el no va más.
De modo, mujer, ya sabes cómo hay que llevar esta casa.
No diré una palabra más sobre tan enfadoso asunto.
Y espero que no te me enfades por tan poquita cosa».
La mujer quedó silenciosa, entristecida, abatida, sin saber qué contestar;
Nunca hasta entonces había oído tales palabras y dichas en tal tono.
Ni sospechado siquiera que fuese éste el nivel de su casa.
Al contrario, pensaba que en el banco habría dinero sobrante.
Éste era, pues, su premio por tanto esfuerzo y tanto mirar el dinero:
¡Empezar escatimando y recortando justo al borde de la vejez!
El marido parecía contento, alegre, de que sus palabras hubiesen tenido tal efecto;
Mas con una furtiva sonrisa inclinóse sobre la taza,
Dijo palabras amables, bromeó un poco, como solía.
Dio las gracias por la comida, acarició en la mejilla a su esposa;
Se levantó de la mesa, dio unos pasos por la salita y, como por azar,
O por irritarla, por hacer el payaso, tocó unas notas al piano:
«Qué bien suena todavía», dijo el bienhumorado sacristán,
«Suena bien de veras, y ni una cuerda le falla;
nos enterrará a los dos, y a los hijos también, de eso puedes estar segura».
Dicho lo cual, cogió el sombrero, porque el vapor sonaba ya a lo lejos,
Dijo adiós con un movimiento de cabeza, salió apresuradamente.
SEGUNDO CANTO
El reloj de la iglesia da las tres, y el de la iglesia alemana responde Inmediatamente;
El puerto junto al Puente de los Monjes cobra vida, el barco del lago Mälare sale ahora;
Humea y jadea, se encabrita; la pasarela hierve de gente;
El segundo almacena su mercancía y responde a preguntas sin respuesta;
Los pasajeros arrastran sus bagajes; el capitán está listo junto al timón
Bajo un techo de hojas de abedul, pero del asta de proa cuelgan peonías
En honor del día, empero, pues corre la víspera de San Juan.
El vapor se encabrita, titubea, se desvincula de la muchedumbre,
Los tenderetes del mercado se ven entre el juego cromático de los postes de mayo,
Cuando el alegre concierto de violines, flautas y trompetas
Se ve ensordecido y acallado por los silbidos y los pitidos del vapor.
Pero en un puente de proa a bordo del gracioso vapor del lago Mälare
Se ve al sacristán de Arby entre cajones y ebrios campesinos.
Allí está él, bien alta la cabeza, guardando un gran cajón de artesanías,
Largo como un día sin pan y ancho como una cama doble;
Todo en tomo a él hay un mar de cestos, jaulas y cajones,
Como un ejército los ebrios campesinos se apretujan de pronto
Buscando asiento entre el bagaje defendido por el belicoso sacristán.
Ya arroja un escabel contra espaldas bien mullidas a fuerza de tela y cuero,
Ya con el pie asesta una coz contra un jarrete curvante;
Y cuando la hostil muchedumbre usurpa sus tesoros a modo de sofá
No puede menos, con empellones y golpes, que defender violentamente
Su propiedad contra gente que sólo la fuerza bruta capta.
«Vencer (se dice él en silencio) es defender lo que sea contra quién sea;
La vida no da nada gratis, y todo ha de ser tomado y robado,
¡El mismísimo cielo ha de ser robado por la fuerza!, ¡menos mal que a mí no me faltan puños!».
Tan fuerte calienta el sol que el sacristán suda y sufre;
Los efluvios del rústico fortín y de las cocinas y la grasa de la exhausta máquina
Incitan a acalorada pelea que truécase de pronto en verbal lucha.
Hambriento siéntese, y la escotilla del restaurante
Exhala apetitoso aroma de humeane bistéc con soja.
Pero, sin moverse de su puesto, él sigue alerta, y se enorgullece
De sufrir por sí mismo y lo suyo. Ahora comienza el azuleante fiordo;
El vapor vira a barlovento y el viento le acomete de un costado;
He ahí la orilla del Mälare en toda la belleza del solsticio de estío;
Cielo y tierra intercambian piel, apenas cabe distinguir uno de otro:
Azul el cielo, pero más azul el agua, y la linde del bosque resuena
A lo lejos como nube de burgo fuerte, la cual parece a su vez linde de bosque;
Verdecientes islas y copudos árboles delicadamente vestidos y brotante su hoja
Entre agua y aire, sin que sépase si de una son o de otro;
El aire es tibio, no cálido; fresco, no frío; y el hombre se mueve
Como en caldeada estancia cuyas ventanas estás abiertas al sol.
Ve ahora, el mejor cuadro del mundo se despliega, cambiante:
Y vemos una ribera con pujantes tilos en cuesta,
O un arenal visitado por familiares botes semidescubiertos;
Ya el verdeciente campo de centeno y la amarillodorada mostaza;
El prado, pobre y húmedo y pantanoso cuyos juncos hincan sus raíces en agua;
Y he aquí que de pronto surge un promontorio, la chabola gris arcilla de una tejería;
La tierra se escinde; y aparece un súbito molino ante tus ojos
Y su rueda de cangilones te cubre súbitamente de cantarín arroyo.
El fiordo se angosta y deviene estrecho, y he aquí una casona noble
Blanca como cal recién apagada, sobre su tejado una torre de reloj con su asta;
La tejavana con sus baños de un rosa vivo y el contiguo embarcadero;
Y el jardín ribereño, paraíso erizado de árboles frutales,
No frutos prohibidos, ni serpientes al acecho entre la hierba;
Tupidos, apretujados arbustos de grosella y bosquecillos de frambuesa, en fila.
Y ahora surgen la pompa y el fasto: humeros guardan la ribera pedregosa:
Piedras y humeros, humeros y piedras: un saltarín aguzanieves
Gorjeando adioses en el promontorio; ¡y ahora lánzase recto fiordo afuera!».
Los somormujos le siguen; y una gaviota y una chillona corneja;
Aparte de esto, todo muerto durante un rato sobre la vastedad del agua,
Lueñe vapor proclama cultivados paisajes;
Quizás allá véanse ciudades, casonas campesinas o moradas de placer;
El lago Mälare es rico en riquezas, no solo en históricos recuerdos
Caros al sueco de tal comarca. Por ejemplo, Sture u Oxenstierna,
Vasa, Brahe, Banér[212], huelga mencionar a los otros.
La isla de Tynnel, el promontorio de Rave, la isla de Grip, la de Tid, el lago de Svart, Kungsör,
Cuadros que nos brinda, atisbante, la arrogante historia de los suecos.
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Y ahora, en el aire azulblanco, con el viento azotando de lado al vapor
Parece ensancharse la opulenta pareja de cisnes que van derechos hacia
La dulce ensenada de Ekoln, augurando la costa hogareña al fatigado vagabundo que acecha en la cubierta de proa.
TERCER CANTO
La calma del pleno estío está en el aire y en las hojas, en el agua y en los campos;
La paz dominical ilumina la tierra, sobre la que reina el silencio,
Cuando el tabernáculo del campanario llama a la paz sabatina.
El molino se detiene y el arroyuelo frena su carrera y queda exangüe;
Las bestias de tiro reposan en sus establos y cuadras, libres de arneses y yugos.
Los niños se hablan maravillados de las abejas, recogidas en sus colmenas,
Las aves, posadas en sus ramas, se atusan en espera del servicio divino;
Los peces buscan sus profundidades y dejan de ensayar sus juegos,
El saltamontes guarda silencioso en sus estancias subterráneas.
Jamás se vieron culebras en mañana de domingo, jamás
Cuervos o halcones; y el arrejaco mismo se refugia en meciente fronda
Todo tremante mientras resuenan cercanas poderosas campanas.
El día del Señor es sacro y su casa está abierta;
Magna es su casa en el pueblo, la más bella incluso del distrito…
Blanca como ala de paloma y de alta bóveda como campana celeste,
Alta de techo, cual construida para colosos, para dioses.
El columnario bosque soporta la aérea bóveda, bajo la cual
Patean dragones y trasgos como patea las raíces del árbol universal
La primigenia serpiente, la omnirroedora, la escindiente Nidhögg.
Y, en torno a la santa casa: la luciente blancura, el floreciente
jardín de los muertos con pequeños lechos verdecientes e iguales,
Marcado con ramitas y cruces que repiten los nombres semiolvidados
Plantel de árboles cadaverinos en idénticos cuadrados e hileras bien medidas…
La huerta celeste aquí; aquí se duerme, se transforma, crece.
Vuelven a oírse pitidos, segunda vez, y suave,
Comienza la amplia casa a llenarse de endomingada gente.
El sacristán, en silencio y de puntillas, va numerando los salmos;
Interviene el ayudante del órgano, asciende la crujiente escalera,
Quita el polvo al teclado, arráncale bien torneadas notas,
Espléndido acorde en sutiles semitonos, es el bajo el que siempre alza el murmullo,
Presto el pistón si los fuelles se hinchan en exceso.
El sacristán lleva largo tiempo atendiendo al pastor en la sacristía,
Abandonando su puesto de director de la hoja parroquial, entre cartas y actas,
Bautizos y decretos, impuestos y avisos.
Hele aquí ahora que va a su sitio, entre las hileras de bancos,
Asiente huidizo a la dama sentada junto a la viuda del juez local,
Llega, por fin, a su asiento, en lo alto; y ante el abierto libro de música
Se enfrenta con las teclas, comienza a sonar el preludio
De nuestro Sebastián Bach, el que más altamente tocó órgano;
Tamiz de dolores y penas que ansian tantas gargantas
Es el órgano, gran proveedor, y los pulmones de los grandes fuelles…
¿No fuiste tú acaso quien vio al ayudante de organista
patear con torpones pies el pecho del titán caído?
El primer salmo suena y comienza el fuerte aliento del servicio matinal.
Todo va por su cauce; y finalmente se llega al sermón.
Y entonces, de pronto, el diestro sacristán parece deslizarse de puntillas
Escalera abajo. Los escalones crujen y gruñen cual si hablar quisieran.
Llega al vestíbulo, entre cubos y bombas;
Ante el atrio encuentra a los cuatro diligentes campaneros.
Parece encuentro concertado, y en secreto acuerdo susurran ahora,
Apresúranse luego con sigilo, corriendo al huerto del sacristán.
¿Y, bueno, que pasó después? Niños acechantes cuentan
Que sacaron de la casa, envuelta en lona recién lavada,
Algo semejante a un animal con las cuatro patas arriba
Y sin más se lo llevaron a toda prisa al granero.
Y luego, sigue el cuento, sacaron del granero
Algo aún mayor, un verdadero escándalo, y el bulto, ante el atrio,
Gruñía y chillaba como un perro de juguete de esos que en el mercado cómpranse.
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Amén, se oye, y el sermón termina al mismo tiempo que el servicio divino;
El sacristán ha vuelto a su asiento, y elige la música final,
Elegida la cual, él la exprime del teclado del órgano:
La marcha nupcial de Mendelssohn toca, de su «Sueño de una Noche de Verano»,
Solemne, pomposamente, y no exento de algún deliberado error;
Y al verse en el espejo, capta una mirada de su esposa,
Inquisitiva, responsiva, y ella, al tiempo mismo, desaparece entre la gente.
Todo ha terminado y cuando se cierra la puerta del templo rodeado de fronda,
El sacristán corre a su casa; y ahora sí que es momento de adelantarse a todo el mundo;
Bien sabe él que su esposa tenía algo que hacer en el presbiterio;
Todo estaba en orden, previsto, nada podía fallar.
Así, el feliz sacristán entra en su ornada salita,
Tira el sombrero y abre el piano de reluciente nogal,
Toca un acorde y prueba un trino, una gorjeante escala;
Ataca un tema, sus manos se llenan de notas;
Y del «harpa yacente» surge una artística tocata[213]
De nuestro Sebastián Bach, su gran maestro;
La cual narra su vida en ritmos atormentadamente tempestuosos:
Juveniles sueños de arte, la grande, maravillosa vocación
Que hubo de sacrificar en aras de su hogar, de su casa, de su pan cotidiano;
Los recuerdos se apretujan; vése jovencito de nuevo,
Blancas aún las manos, no doradas por el sol de los campos,
Y un día, en la capital, en la Academia[214] prometióse
Una luciente vida: dedicado enteramente a la música,
Y en un concierto de iglesia tocóle tocar el órgano;
La misma tocata que hace un momento despertósele en la memoria.
Y en los marfiles del piano vio sus manos reflejadas:
Encallecidas y grandes, peludas, las junturas hinchadas de frío,
Vergüenza dábale golpear tan fuerte las marfileñas teclas:
Finas, suaves, como manos de mujer acariciantes…
Despierta finalmente; siente que la vida le ha engañado,
Santa ira invádele, cólera e irracional dolor;
Toca un acorde en modo menor, sigue adelante, se sume
En la más alta sonata de Beethoven, la titánica Appassionata…
Tal un león cuyas ensangrentadas garras atacasen su cárcel,
Rabioso contra el teclado, golpéalo todo en torno a sí…
Potentes puños híncanse ahora en el harpa de acerinas cuerdas,
Con los pies al pedal asidos semeja un crucificado.
Cuanto hay de amargo en su vida, la cínicamente traidora vida,
Burladora de nuestras ansias, zahiriente de los más altos sentimientos,
Insolente ante deberes y sacrificios, despreciadora de consumados sacrificios;
La vida, flagelo y vínculo de los pobres hados humanos,
Forzándonos a golpear, desgarrar, ulcerar cuanto más caro nos es.
Y así prosigue la sonata su prodigioso canto sin palabras,
Y él ruge y llora de impotente ira contra el dolor de la existencia.
«¿Qué ha sido de la santa promesa de paz en el mundo?,
Buena es la voluntad humana que reclama paz;
Forzado va el hombre a la guerra o a la violencia, al engaño, a las palabras sin fe.
Escucha las palabras malditas de cuantos su fe en el bien perdieron;
La vida es fea, es un mal, aunque el hombre aborrezca lo malo.
¿No sufre acaso quien siete veces hiere al herido?
¡Cuánto bien quería el hombre mientras la vida el mal quiere!
Escucha, escucha los gritos de los cautivos de la gran prisión terráquea;
Sobre ellos se extiende el azul, y enseguida piensan que es el cielo;
Y si una mano se les acerca tómanla por mano de ángel;
Su fe en el bien es inmediata; ¿porqué, pues, llamar malo al hombre?
¡Maldita tierra donde todo va mal y todo se deforma!
Si en amor siembras, en odio cosechas; de la fe misma abrigas duda;
Plantas esperanza y lo que deshojas es miseria,
Ragnarök, el fin de las potencias, gran incendio universal, acércase[215].
Y luego un diluvio, catarsis de fuego y agua;
Y después, empezar de nuevo; en ceniza y fructífero fango
Cultivarás y sembrarás. Y entonces llegará la edad de oro de los sueños».
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Las notas callan, pero las cuerdas aún resuenan
Como eco de otros tiempos, respuesta de concordantes sentidos.
También anonadado queda él, maravíllale su poder mágico,
En tanto la apocada salita tiembla aun en plena tormenta,
Los truenos inconscientemente evocados por el exorcista.
Y entonces, de la ventana abierta lléganle súbitos, tonantes «¡bravo!»,
Seguidos de aplausos de muchas manos; él siéntelos
Amantes y suaves y tan cálidos como si las mejillas acariciáranle.
Raudo levantóse y vio por la abierta ventana
La noble familia del conde en su fastuoso vehículo inmóvil…
Y junto a ellos el párroco con sus hijos y yernos y nueras.
Un «¡bravo!» más, muy alto, y el sacristán, reverenciante, acercóse.
Y en un instante sintió disolverse en el aire su fuerte amargura;
La vida sonrióle; por un momento gozó a fondo la victoria del arte;
Encendido había sentidos y corazón y forzado a los grandes a escucharle.
Y ahora volvióse, una mano cayó sobre su hombro;
Allí estaba su esposa, hondamente afectada por la gloria que haló a su marido,
No sabía qué cara ponerle, de que gestos ungirle;
Cogió de su esposo la mano, suavemente, con fuerza apretóla,
Feliz de encontrar nuevamente al mismo que perdido creía…
Ambos contentos cual niños, admirando el piano nuevo,
Fruto de años de sacrificios, una fuerza que ha entrado en la casa.
Y al tiempo irradiante ímpetu, exhalante luz sobre el hogar,
Iluminando los muebles precarios y elevando los nimios.
A un ademán entran raudos los niños y enseguida cundió la alegría
Más alta que nunca, hasta el techo, en la pobre casa del sacristán.