Se fija en si tiene en torno a sí todas sus cosas, como si pudiese ver claro entre el revoltijo de gente y objetos que abarrotan la cubierta de popa.
Está sentado, se siente culpable por alguna falta o culpa desconocida, incluso cuando el vapor pasa delante del Molino de Bresil. La fuerte luz solar le deslumbra. La bahía es enorme y la montaña azulenca del fondo le atrae con extraña insistencia. Allá ve el Cochecito de la pequeña; es el que está pintado de blanco, con capota azul, no ese otro de más allá; ¡y qué bien lo conoce!, tiene, en el tejido azul, manchitas blancas de leche; y allá está el butacón, y el sofá del saloncito, y la bañera de los tiestos de flores. ¡Qué polvorientos están los pobres después de haberse pasado el invierno entero entre humo de tabaco!; ese pelargonio estaba en el escritorio, iluminado por la lámpara ahora, a comienzos de primavera, cuando los atardeceres aún eran largos, y a la derecha del escritorio estaba la butaca, y él recibía silenciosos, afables, animadores saludos de la butaca cuando levantaba la vista de su trabajo mientras la pluma seguía su carrera en zigzag contra el papel; pero cuando la butaca estaba vacía él dejaba que su mirada cansina vagase por la habitación hasta reposar entre las flores de cretona del sofá ése; ¡pero cuántos ojos se asoman para mirar a la habitación, y cómo llamea la lámpara! ¡Ay, es el sol, que ilumina la cubierta de popa! Mira, un par de ojos conocidos desde el año pasado, ¡qué desmejorados están! ¿Será que él ha estado enfermo? ¡No! ¡No nos hemos visto desde el año pasado! ¡Aquí en la ciudad no se encuentra la gente, con tanto quehacer como hay! ¡Se vuelve del colegio…, y a casa! Ha sido un invierno duro. Los niños tuvieron la escarlatina… ¡Qué frío hace aquí, va a ser mejor bajar al salón!
Otra vez todos esos ojos que se sientan y miran al sofá y a la butaca. Pero parecen muy contentos, anhelantes, esperanzados por algo que indudablemente está a punto de llegar.
Él se levanta y va por la cubierta de proa para sentir la brisa. Pero de la cocina, donde la cocinera se está refrescando, llega humo y olor a guisotes. ¡Y el salón de proa; el mantel, tan blanco como el año pasado, las vinagreras, tan relucientes, las flores de la consola, tan frescas, las lámparas chirrían en sus apliques metálicos justo como el año pasado, y, sin embargo, todo ello es nuevo! ¡Tiene que ser el eterno poder rejuvenecedor de la primavera, de la naturaleza!
Y las orillas pasan ante nosotros por las escotillas abiertas en incesante desfile triunfal, ya agoreramente amenazadoras, ya sonrientemente juguetonas, ¡pero siempre tan nuevas, siempre tan jóvenes!
***
Se sume en obscuros sueños: se ve oprimido entre las casas en angostas callejas negras; cae de pronto al fondo de un pozo, tiene que trepar por una bóveda, pero se le amontonan tejas sobre el pecho cuando le despierta un fuerte golpe contra las contraventanas. Intenta levantarse de un salto, pero en la estancia reina la mayor obscuridad; abre las contraventanas y un mar de luz y verdor se cierra ante sus ojos. ¡Oh, naturaleza!, ¡oh, realidad que excede a cualquier sueño! He aquí, soñador, lo que tu cerebro jamás consiguió soñar, ahora sí que podrás hablar de la fría realidad.
El sol matinal ilumina un paisaje agosteño. Él se mete un panecillo en el bolsillo, se echa al hombro el cuerno de caza, coge un sombrero y un bastón. Y es que quiere ir de caza, pero de caza insangüe.
Van entre robles y avellanos; ven las flores otoñales que esperaban la visita de las hoces antes de osar salir a la luz y gozar de inequívoca posesión de la vida hasta la llegada de la helada. Van entre rastrojo, saltan sobre fosos, trepan por vallas, y ahora, por fin, comienzan la caza a lo largo de la orilla.
Por el prado de hierba corta, entretejido de carrizo y hierbas fangalosas, se entreven hongos como huevos recién puestos en espera del saludo del sol que les permitirá cumplir su misión antes de que la podredumbre se lo impida, lo cual, así y todo, les resulta imposible, pues acaban de recibir su nueva misión que consiste en morir en plena juventud.
Dejan el campo de batalla y se adentran en el bosque de abetos, donde ahora se siente un aroma de trementina: salud y alcoba de enfermo; bálsamo para el pecho herido, como suele decirse; en el bosque, donde reina la serenidad y se oye soplar el viento a veinte alnas de altura sobre nuestras cabezas. Ven volar un urogallo, y a su vuelo crujen las ramas. ¡Ahora sí que habría estado bien tener una escopeta! ¿Y porqué tal ansia de tener una escopeta cuando se ve a un ser inofensivo en pleno bosque? ¡Mejores ocasiones de tener una escopeta nos brinda la vida!
Cruza aquí un camino de sirga; las huellas de la rueda del carro de bueyes han entrado profundamente en la tierra sin que ello consiga impedir que toda una tribu de hongos venenosos surja y crezca en su hondo fondo; quizás necesitasen sentir en la cabeza los clavos de las ruedas y los pisotones de los bueyes en la mollera para resolverse a hacer su entrada en el mundo de lo visible.
Albea bajo los abetos y el camino termina en una taja, donde yacen los restos de los gigantes del bosque que han caído bajo el hacha porque no era posible arrancarlos de cuajo, con raíces y todo, de la madre tierra; pero los mojones siguen en su sitio, cubiertos como están por una hueste de hongos parásitos de todos los colores y tamaños: se han arrojado sobre los mojones como moscas sobre un cadáver, pero se concentran sobre todo contra sus partes podridas, que ellos dominan despóticamente. Así y todo, parecen hinchados, pálidos y exangües, y no son tan bellos como otros hongos, y ni siquiera son venenosos, ¡pero qué útiles son!
Y el bosque vuelve a obscurecerse, y los abetos entrecruzan sus ramas con el musgo que cubre la tierra y abraza las piedras y levanta pequeñas, frescas chocitas en las que yacen níscalos color azafrán bien arropados entre el musgo, disfrutando de su corta vida, bien protegidos del sol ardiente y de los insectos depredadores.
La tierra se humedece: la mirica, muy buscada en otros tiempos por sus cualidades entumecientes, se esponja ahora en paz entre matas de césped, bajo caídas y decaídas piñas barbadas de gris, muertas de opulencia; un pájaro carpintero martillea, dale que dale, allá arriba, escuchando atento a ver si pica en hueco. El sol empieza a quemar; la tierra se vuelve pedregosa, el bosque clarea de nuevo, y ahora se oye un ruido sordo que sale de la tierra, y un fresco viento golpea el rostro; las ramillas de abeto exhalan aroma de ostras intactas. ¡Ánimo, un poco más pendiente arriba!, que allí nos espera… ¡el mar!, ¡el mar! El viento yace sobre la tierra y las olas entran al abordaje contra los arrecifes, pero, derrotadas, caen una y otra vez para recomenzar su juego.
¡Fuera la ropa, a la mar se ha dicho! ¿Qué es lo que vio un segundo allá adentro? Pues vio otro mundo, vio, nada menos, otro mundo en el que los hilos eran rojos como algas y el aire verde esmeraldino como agua de mar; y hétele aquí, de nuevo entre las olas murmurantes
y luchadoras; y él combate con ellas hasta que la fatiga le obliga a reposar tumbado sobre sus espaldas; y las olas le vomitan, como si quisieran arrojarle contra el mismísimo cielo, y le arrastran a fondo, a los profundos desfiladeros acuáticos, como si quisieran succionarle abismo abajo; y él cesa de querer, cesa de desear, renuncia a hacer resistencia alguna; su cuerpo se ha vuelto ingrave, ya no está sometido a la influencia de las leyes de la gravedad, oscila ente agua y aire: es el reposo absoluto, sin sensaciones.
Deja que las olas le arrojen a tierra, le abandonen en la somera y arenosa orilla, donde han formado un cuarto trastero entre las rocas. Aquí se junta todo lo que no les fue posible tragar, lavándolo y puliéndolo: remos rotos, legiones de corchos, cortezas, cañas, flejes, borcellares de barriles. Y aquí se asienta él, aquí contempla una gran tabla saltada del casco de un barco.
***
Volvieron al último escollo,
Cortan cuerdas, quiebran maderas.
Con vigas y velas celebran
Y a la mar se lanzan en pleno.
Patean, golpean estraves
Y él al viento apremia y empuja:
¡Avante!, entre verde oleaje,
En el cielo azul penetrando.
Desde la inquieta estrave otea
La infinita extensión en torno
Donde el ojo reposar busca
Mas lo único que halla es nada.
Cuando cesa su exhausta vista,
Con la cual ya a mirar no alcanza,
Algo capta muy a lo lejos:
Es un claro e inquieto punto.
Sobre olas sibilantes, lejos,
Ábrese serpentina vía,
Tal mosquito lámpara en torno
La luz misma que busca huyendo.
Una encendida mariposa
Es que va por el mar volando,
Buscando libertad perdióse
Y hallará en las olas su tumba.
Sigue adelante, como el hado,
Y en segundos desaparece.
El mar azuleante otea
Pero en el mar no encuentra nada.
***
Hay una pujante cicuta
En áspera, arenosa orilla.
En su raíz reposa un áspid
Al sol ardiente adormecido.
Pero silvestre abeja zumba
De flor en flor sorbiendo el jugo;
Para sus crías miel acopia,
En su aguijón carga veneno.
***
Llevan ocho días encerrados en casa por causa de la lluvia. Él ha estado todo el tiempo sentado junto a la ventana, porque allí tiene un cuadrado de cristal que se ha vuelto amarillo y verde y rojo a fuerza de tiempo y sol, y cuando otea a su través la gris bahía nubosa, se le vuelve de pronto soleada; los escolios coronados de gaviotas se le vuelven rojos, el aire se le vuelve amarillo, y los árboles verde esmeralda; pero cuando mira por este cuadrado de cristal de una manera determinada, lo que ve es un arco-iris en el cielo y entonces piensa que va a hacer bueno de nuevo.
Pero muy a lo lejos, bahía adentro, hay un islote; y parece más intacto que los demás islotes; los abetos están más tupidos y más juntos, los escollos son más verdes, y ante la orilla hay juncos. Es allí donde él pone ahora su anhelo, porque desde allí se ve el mar.
Y acabó volviendo el sol. Él sacó su bote y ¡avante!; el bote hiende, meciéndose, las olas, y la bahía se ensancha ante su proa, pero a lo lejos le atrae como un imán el verde islote, que cada vez se le acerca más y crece hasta que el bote penetra entre los juncos susurrantes, y él, entonces, ¡por fin!, salta a tierra.
Y ve su sueño hecho realidad. Solo, entre árboles y peñascos, con el mar ante sus ojos y un infinito cielo azul: y ni un solo ruido revelador de la incómoda presencia humana, ni una vela en el horizonte, ni una choza en toda la orilla. Una urraca, amante de la soledad, salta de pronto, graznando angustiosamente: ¡socorro!, ¡socorro!; una camada de mergos con su madre a la cabeza saltan al agua para huir de la temida aparición; una víbora gris se desenrolla y escapa entre piedras como un arroyuelo; las gaviotas llegan desde los escollos para ver de cerca al turbador de su paz y chillan como criaturas y escapan a todo volar; y entonces surge de pronto un cuervo de un tupido abeto agitando las andrajosas alas y chillando y amenazando y quejándose, y huye por fin en dirección a lejanos arrecifes; y todos huyen del temido que huyó del hombre.
Él vaga por la arenosa orilla; ve el esqueleto de un pino al que el mar ha roído hasta dejarlo blanco como la cal, y el sol remata esto dejándolo pálido como un cadáver; yace sobre la arena, como la carroña de un dragón, y entre sus costillas florecen purpúreas salicarias y áureas lisimaquias; conchas abandonadas de caracoles marinos se esparcen alrededor de flores de silvestre áster marítimo que viven su vida entre sus tumbas; la valeriana aroma y se esponja en un lecho de apestosas algas.
Él se va de la orilla y vaga por el bosquecillo de abetos. Helos aquí, ¡qué enhiestos son estos árboles!, un poco demasiado enhiestos, quizás, pero al menos se ve el mar entre ellos: ¡soledad!, ¡naturaleza! Aquí la tierra es tan igual como si hubiese sido aplanada por pisadas humanas; allí se ve un mojón: prueba indudable de que un hacha ha hecho acto de presencia; y allá crece y se esponja una ortiga, de modo que también por ahí ha andado el hombre: de esto no cabe la menor duda, pues la ortiga es parásito del hombre y no se atreve a vagar a solas por el bosque, o siquiera por las silvestres praderas; la ortiga es un monstruo que se nutre de deshechos humanos y solo puede vivir donde hay hombres; la ortiga acumula en sus peludas, pegajosas hojas cuanto polvo y porquería puede, y arde en cuanto el hombre la toca. ¡Soberbia progenie del pecado!
Él siguió adelante. Un gorrión —vecino del arroyo y el patio trasero, alado amigo del polvo y nauta de la suciedad—, que hubiera debido ser rata al no querer usar sus alas; chacal del león que es el hombre. ¿De que podría vivir acá lejos, a donde no llega el hombre? ¿Quizás de semillas de ortiga?
Unos pasos más y él encuentra una suela de zapato; había pertenecido a un pie grande, a un pie deformado por el trabajo, a un pie que descargaba sus pesadas pisadas a través de ella. Entre los troncos de los árboles se levanta un hogar de piedra gris, como un altar dedicado al vencedor de la naturaleza, que ofrecería en él sacrificios a la fuerza bruta. El fuego aquí se ha extinguido hace ya largo tiempo, pero sus huellas persisten. La tierra está removida como por animales impuros, los árboles están descortezados, y hasta el escollo mismo está hendido; en el monte se ve un gigantesco pozo con sucia agua obscura; se han vaciado las entrañas de la tierra y arrojado en torno los desechos como habrían hecho niños malos al no salirse con la suya o al no encontrar lo que buscaban. ¡Pero lo cierto es que falta un buen pedazo de montaña! Se lo llevaron consigo los hombres cuando se fueron de aquí en barcos de vela cargados de feldespato para sus fábricas de porcelana, y cuando ya no quedó más que llevarse, dejaron de venir.
Él huyó de tanta devastación y dirigió sus pasos, cuesta abajo, hacia su bote. ¡Huellas humanas en la arena! Maldijo para sus adentros, y quiso huir, y sólo entonces se dio cuenta de que era a sí mismo a quien maldecía, y comprendió por qué habían huido las gaviotas, y la víbora, y los demás, y pisoteó sus propias huellas, porque no le era posible huir de sí mismo.
Cogió su catalejo y lo apuntó de nuevo a la bahía, hacia la ruta por la que había llegado. Y entonces vio un ropaje blanco bajo los robles, y vio la blanca capota. Y se acercó al bote, y se preparó un canapé y una copa y pensó en sí mismo al sentarse al banco, remos en mano, dispuesto a volver al mar: ¡tú, que tienes todo cuanto deseas, lo mejor que ofrece la vida!, ¿por qué te afanas?