Dice Ortega y Gasset, en algún lugar, que pocas experiencias hay tan interesantes como analizar la trayectoria vital de un imperio antiguo desde sus comienzos hasta su fin, y pone el ejemplo de Roma, cuyo desarrollo se puede analizar, fase tras fase, con datos, en su mayor parte, completamente fiables.
Más frecuente es, sin embargo, pasar por esa experiencia en el terreno literario, y yo la tuve por primera vez, y muy intensa, por cierto, hacia los diez años, leyendo la poesía completa de Rubén Darío.
Fue inquietante, y hasta un poco aterrador, para un chico aún virgen en literatura como era yo entonces, penetrar en la maraña decimonónico-romántica de la niñez rubeniana hasta llegar a la explosión cromática de Azul y el esplendor casi sonoro de Prosas Profanas, y, finalmente, caer de lleno en los apolíneos traspiés de su última fase; aunque, en este caso, como en el de Strindberg, la decadencia fue más física que literaria, y demasiado súbita para ser natural. La decadencia del escritor es raramente comparable a la de un imperio, porque su mente sigue sana cuando el cuerpo se rinde, mientras en los imperios, ambos, mente y cuerpo, suelen hacer aguas al mismo tiempo.
El hecho es, sin embargo, que ahora he repetido esa misma experiencia con August Strindberg, observando con gran sorpresa que mi reacción ha sido esta vez casi tan virgen como cuando inicié mi vida de lector con la poesía de Rubén Darío, y a pesar de los innumerables escritores cuya obra completa he leído cronológicamente en el largo intermedio.
Lo curioso, y por eso saco aquí a relucir a Rubén Darío, es que me ha parecido detectar un extraño parecido entre éste y August Strindberg:
Los dos quedan como grandes revolucionarios poéticos a partir de anodinas, o casi, apetencias romanticoides iniciales, aunque Strindberg solo fuese poeta, en el sentido puramente técnico de esta palabra, de vez en cuando, y Rubén, en cambio, a jornada completa; recuérdese, sin embargo, que en el sentido etimológico de la palabra poesía, que es «creación», ambos lo fueron día y noche durante su vida entera.
Ambos crearon la poesía moderna de sus respectivos países, cada uno en su contexto, aunque Strindberg lo hizo como un trueno, y mirando a Berlín, y Rubén como una gran sinfonía debussyniana, y mirando a París. Y ambos llegaron a la cumbre casi al mismo tiempo, aunque Rubén llegase rodeado de la admiración y la envidia generales, y Strindberg tuviera que luchar hasta el final contra el más hondo y acre recelo, un recelo que le costó el premio Nobel y muchas otras cosas. Ambos eran tremendamente rijosos, aunque Rubén era bebedor y Strindberg no; Strindberg fue gran nacionalista estrechamente sueco, y Rubén nacionalista hispánico de amplios horizontes en todo cuanto no fuese estética, porque en este terreno su nacionalismo se volvía implacablemente parisino.
Ambos, evidentemente, estaban locos: la locura de Rubén era de quita y pon, mientras la de Strindberg fue como una lapa inseparablemente pegada a su inteligencia, a través de la cual transpiraba veinticuatro horas al día. Pero ciñámonos a August Strindberg, que es quien aquí y ahora nos interesa.
August Strindberg fue una paradoja viva: provincianamente sueco y gran escritor europeo, Strindberg es, por consenso general, demasiado grande para un país como Suecia. A su llegada al mundillo de las letras suecas se encontró con un idioma sin hacer y, ni corto ni perezoso, lo rehizo de pe a pa, hasta el punto de que el idioma sueco puede dividirse en dos fases: pre y post Strindberg, diferencia que se capta casi a la primera ojeada. Y lo realmente curioso es que Strindberg, cuando elevó el idioma sueco de enaltecido patuá campesino a plena lengua europea moderna, estaba, realmente, refinando y puliendo su propio invento: el sueco moderno, que no era, estrictamente, la lengua de sus antepasados.
Fue, además, escritor enciclopédico, pues en su voluminosa y populosísima obra hay poesía, novela, cuentos, ensayos literarios, alquímicos y lingüísticos, periodismo de toda laya, teatro —sobre todo teatro, de ínfimo a inalcanzable—, y política, y sátira, y esoterismo; en una palabra, de todo, pues fue interesantísimo pintor, notable escultor, profético fotógrafo, y sus cuadros, esculturas y fotografías están en los museos sin ninguna traza de irse de ellos. Y en el género epistolar su prolificencia alcanza a llenar veinte gruesos y grandes tomos con ocho mil ciento diez comunicaciones epistolares.
Fue el autor de la primera novela larga del idioma sueco, y de la primera, o una de las primerísimas, obras de teatro moderno que ha visto Europa.
Y todo ello de calidad: buena, alta, muy alta, óptima. Exceptuando, naturalmente, los libros y ensayos de química-alquimia y lingüística, en los que le falla de ordinario la puntería científica, aunque le sobren ingenio, originalidad, serendipia, incluso algún que otro hallazgo. De Strindberg puede decirse sin miedo a quedar mal que, excepto en su vida privada, en la que derrochó torpeza y miopía y recibió a cambio mala suerte en abundancia, hasta cuando se equivocaba cometía aciertos.
August Strindberg nació en Estocolmo el 22 de enero de 1849, hijo de un modesto naviero, y comenzó siendo actor y periodista, en particular crítico literario; con ayuda de sus amigos entró de amanuense en la Biblioteca Nacional para salvarse del hambre y dedicaba sus ocios a estudiar el chino, idioma al que en un ensayo encontraría más tarde concomitancias con el sueco. Fue precisamente en la Biblioteca Nacional de Estocolmo donde me mostraron en una ocasión el manuscrito de una de sus obras más maestras: La señorita Julia, sin una sola corrección, sin un solo arrepentimento. Allí estaba, ante mis ojos, la garra del león, en perfecta letra redondilla de ratón de oficina.
En 1870 Strindberg escribió su primer drama y su primera comedia, y esto fijó su destino: sería fundamentalmente autor teatral.
August Strindberg, como Ibsen y otros grandes escritores dramáticos, tiene obras teatrales parcial o totalmente en verso, alguna sin terminar, o incluso solamente esbozada. Él, sin embargo, no consideraba que esto fuese poesía propiamente dicha, ya que en esos casos la forma poética era un simple puntal, no la esencia misma de la obra. O, mejor dicho, consideraba que poesía es cualquier obra de creación, de la índole que sea.
Pienso, y bien puede ser que no tenga razón, que Strindberg se consideraba básicamente evangelista, en el sentido de portador de una buena nueva: esta buena nueva era su mensaje al mundo, inhalado en buena medida de Nietzsche, aunque añadiéndole su inimitable matiz; y lo encapsulaba en forma dramática, y vivía pendiente de él, no dejando a los demás géneros otra cosa que las escurriduras, o, más probablemente, viendo en ellos obras dramáticas deformadas.
En 1879 terminó su gran novela El Cuarto Rojo, y, a partir de entonces, el chorro de la fuente no puede ser más prolífico: Strindberg cultivó todos los géneros imaginables, y hasta inventó alguno nuevo.
En 1886 publicó su gran libro de relatos: Casados, que es como una proclama de misoginia filogínica, por llamarlo de alguna forma, contradictorio sentimiento en que podría resumirse su vida: el misógino que no podía vivir sin mujeres. Tres tuvo oficiales a lo largo de sus sesenta y tres años, y todas ellas, menos la primera, Siri von Essen, de quien, al parecer, siguió odiantemente enamorado todo su vida, le duraron muy poco. Oficiosas tuvo muchas más, pero siempre igual de efímeras.
Después de años de prolífica y arriesgada y altibajeramente próspera bohemia por Alemania y, sobre todo, Francia, Strindberg volvió a Estocolmo, donde, entre muchas otras cosas, escribió una serie de dramas históricos sobre reyes suecos, entre los que me parece especialmente impresionante el dedicado al grande y contradictorio rey Carlos Doce, de quien alguien dijo que era una mezcla de Napoleón y August Strindberg; y cierto es que Strindberg, en su obra teatral y narrativa, cultivó profusamente el arte de autorretratarse retocadamente en sus personajes.
También se ocupó de alquimia, y es fama que a punto estuvo de dar con la piedra filosofal, y de lingüística —vulgo babelología—, y corren rumores de que en un tris estuvo de dar con el candente punto en el que coinciden todos los idiomas humanos de todos los tiempos.
August Strindberg, Stupor Europae, como merecía haber sido llamado, murió el catorce de mayo de 1912, dejando el teatro moderno perfectamente apuntalado por obras como La señorita Julia, La Danza Macabra, Acreedores y muchas más, y muy bien puede decirse que, sin él, ese teatro que aún llamamos moderno hubiera sido trípode inestablemente bípedo.
Entre sus últimas palabras: él, que nunca fue religioso, constan éstas, escritas en una tarjeta postal: Ave Crux Spes Unica.
En el caso de August Strindberg, incapaz de ver la vida excepto en función exclusivamente de creación artística o literaria, y que desdeñaba hondamente la sociedad aristocrática, elegante, o pseudointelectual, cualquier mención de posición social habría de ser en un sentido exclusivamente cultural.
Él aceptaba, y le gustaban, los actos conmemorativos de hazañas o personajes históricos, y los actos oficiales de índole cultural o incluso política, pero siempre de cierta enjundia, pues su sentido de la historia era tan hondo y amplio como somero y exiguo su interés por la política, pero de ahí no pasaba. Para él el hombre era únicamente sapiens o creator, o, mejor, ambas cosas al tiempo, y relegaba cualquier otra clase de homo a subespecies inferiores.
Y esa vida, digamos, socio-intelectual, solamente pudo ser suya cuando, a su vuelta de sus largas peregrinaciones por Francia, Suiza y Alemania, se instaló de manera duradera en su amada Estocolmo, en la llamada Blá Tornet («La Torre Azul»), un elegante bloque de pisos estocolmeño situado en un buen barrio burgués del centro, donde tenía un amplio piso, que yo mismo he visitado, y que actualmente sigue, más o menos, como él lo dejó; ahora es museo y centro de actividades culturales centradas en la personalidad y la obra de Strindberg.
Todas las evocaciones de Strindberg y su mundo que se conservan, o, al menos, todas las que yo he leído, le muestran rodeado de jóvenes escritores, cuya compañía buscaba, desdeñando al tiempo la de sus contemporáneos. Éstos le pagaban en parecida moneda, haciendo caso omiso de él en la medida en que tal cosa fuese posible, dado lo grande y hondo de su reputación, y desacreditándole cuanto podían. El rey mismo le tenía ojeriza, por diversos feos, o por tales los tomaba él, que Strindberg le había hecho, de palabra o de hecho, por escrito o por omisión.
Este ambiente, que Strindberg mismo se creó sin apenas notarlo, y que nunca se preocupó de corregir, desde lo alto de su superioridad, una superioridad que él exhalaba instintivamente, le costó, entre otras muchas cosas, el premio Nobel. Y en la prensa del tiempo, que le menciona constantemente, los pinchazos contra Strindberg son innumerables. Aunque yo no recuerdo haber visto en sus escritos de esos años, los últimos de su vida, ninguna alusión, amarga o satírica, contra tal estado de cosas. Daba la impresión de que a él todo eso le daba igual; Strindberg era soberbio, no vanidoso.
«Hasta en la manera de mover el dedo meñique muestra Strindberg su superioridad», dice Hjalmar Söderberg, gran escritor sueco que era algo más joven que él. «El idioma, en su pluma y en su genio, es mero juguete de su voluntad. No me extraña que esté rodeado de tanto odio», comenta otro de sus contemporáneos, «en torno a él sólo hay mediocridad, y su misma presencia pone esto de insultante relieve».
Por otra parte llegó a hacerse muy popular. Toda la juventud le leía y le admiraba, comentando sus rarezas, que eran muchas y llegaron a ser comidilla diaria de todo el mundo. Sus enemigos no podían quitarle esto, ni tampoco el creciente número de lectores que estaban al tanto de cuanto publicaba.
La juventud intelectual sueca, y aun de los otros países escandinavos, le admiraba hondamente y veía en él un verdadero faro de belleza y grandeza; todos buscaban su compañía, su conversación y su consejo. Hjalmar Söderberg narra los incidentes de una velada en casa de Strindberg, y le muestra como hombre sencillo y cordial, y servicial, muy agudo y siempre al tanto de todo, pero también picajoso y susceptible en extremo, y con tremenda capacidad para la arrogancia y el desprecio. En general puede decirse que Strindberg nunca se propuso ser gurú de intelectuales jóvenes, aunque con frecuencia no le quedara otro remedio que desempeñar este papel por la índole misma del lugar que ocupaba en Suecia como gran escritor avanzado y lleno de originalidad, frente a una generación periclitante en el tiempo y en el arte, pues a la vejez unían un notable adocenamiento literario y considerable falta de sentido del humor.
Sus influencias más fuertes, paralelamente a su fortísima nordicidad, fueron Francia y el naturalismo: Emilio Zola fue gran amigo suyo y corrigió sus traducciones al francés de algunas de sus obras, notablemente la titulada Drömspel, que significa literalmente Comedia de Sueños. Hacia el final de su vida, empero, acabó por invadirle una especie de realismo mágico escandinavo, tan difícil de definir como de imitar. Sus obsesiones sobrenaturales: estaba obsesionado por los poderes de la noche, dieron lugar a una obra maestra de esoterismo: las trescientas dos páginas del gran infolio titulado Ockulta Dagböcker (Diario Oculto), que, para mí, es uno de los más importantes libros de misterio ultraterrenal del siglo diez y nueve europeo, publicado postumamente en el siglo veinte.
August Strindberg fue un escritor del que Suecia —que no le dio el premio Nobel, al parecer porque le urgía más a Selma Lagerlöf— hubiera podido prescindir, pero Europa no. Y eso que Strindberg había inventado una dinamita mucho más potente que la del fundador del premio Nobel: su propio genio, que todavía sigue sonando como un big bang planetario.
Siendo muy joven aprendí el sueco única y exclusivamente para leer a Strindberg en el original. Un amigo sueco me dejó un ejemplar en inglés de La señorita Julia, y en tal medida me prendó su lectura que fue casi una revelación sobrenatural.
En seis meses aprendí este idioma, comprándome la gramática más elemental que encontré, y el diccionario sueco-inglés más complicado y completo que encontré. Luego emprendí la lectura de Strindberg, dificilísima para un principiante, sudando la gota gorda al principio a fuerza de diccionario e imaginación, y atascándome sin remedio en rémoras que luego resultaron ser de risa; y así, al cabo de un año de lento avance vocabulario arriba, acabé llegando a leerlo de corrido, incluso el sueco antiguo.
Luego he leído cientos de libros escandinavos y he traducido más de un centenar de esos tres idiomas, pero la base de mi conocimiento de todo lo escandinavo sigue siendo August Strindberg, padre y maestro mágico también de todo cuanto sé de sueco y de Suecia.
Con los años he ido coleccionando las obras completas de Strindberg a base de libros nuevos y viejos, en mis visitas a Estocolmo y también a través de libreros estocolmeños que me conocían y me mandaban las cosas curiosas que iban encontrando; así he llegado a poseer una colección realmente notable, incluso de sus obras menos conocidas. Y también muchos libros raros, y no tan raros, sobre Strindberg, que abarcan y escrutan casi todas sus facetas vitales y todas sus rarezas y aventuras vitales e intelectuales.
De esta forma Strindberg ha llegado a convertírseme en una especie de alucinación pacífica que me defiende de mi propia soberbia y de las opiniones de los demás cuandoquiera que esto me sea preciso: Strindberg es, como si dijéramos, mi talismán, mi diamante mágico: al que, además, se parece por lo variado y tornasolante de sus múltiples facetas.
Poco a poco, Strindberg fue entrando en mi sistema intelectual en términos de total igualdad con mi otro, más antiguo amor, que es Dante. Los dos juntos acabaron copando toda mi capacidad de admiración, dejando apenas un poco para Cervantes y Shakespeare.
En un viaje a Estocolmo hice la ansiada visita a Bla Tomet («La Torre Azul»), la casa de Strindberg; en la puerta del piso hay una tarjeta de visita corriente con el nombre y apellido del ocupante: «August Strindberg», que se ha mudado de allí para ocupar Europa entera, donde incluso apenas cabe ya. El interior, bastante bien conservado, mantiene, entre muchas cosas dispares, tres pistas importantes del talante del ex inquilino: una aguilesa disecada, relegada por él a un cuarto obscuro, porque las hembras, de la especie que fuese, le producían temores inferno-celestiales, es decir: religiosos; esos ojos de cristal han visto al gran hombre en su ambiente, pero no saben explicarlo. Y en el comedor, un nicho con una imagen de yeso polícromo de tamaño natural, o tal la recuerdo: un caballero del siglo XVI con la ropa ceñida de entonces: la abultada portañuela que le cubría el triángulo bajiventral estaba cuidadosamente vaciada con un instrumento metálico cortante, dejando un manchón de yeso blanco que denuncia las angustias de su dueño: evidentemente, aquel bulto, paquete lo llamaríamos ahora, le turbaba.
Y la tercera pista, en su despacho, que, si mal no recuerdo, está en un piso superior que también sería suyo: una estantería con cosa de veinte o más gramáticas de lenguas insólitas, entre ellas el camboyano, me parece; fuente ésta de la que sacó sus curiosos, originales, ingeniosos, erróneos textos lingüísticos.
Y así es como llegamos al grano: acabo de terminar la traducción de la poesía completa de August Strindberg, de modo que es de esto de lo que tenemos que hablar ahora.
Lo primero que quiero decir es que Strindberg, a pesar de mi gran familiaridad con su escritura, y de las ilusiones que me hago de ser amigo íntimo suyo, sigue infundiéndome una extraña sensación que con Dante nunca tuve: cualquier lectura de Strindberg, ya sea traduciendo o para mi recreo personal, me deja siempre el mal sabor de pensar que le he entendido sin comprenderle del todo.
El «Caso Strindberg» me parece un ejemplo claro de mentalidades recíprocamente infranqueables: Roma jamás se entendió con los bárbaros del norte, y yo soy romano.
Y el hecho de que eso no me ocurra con el inglés, lengua hondamente escandinava y bárbara del norte a pesar de su refinada proyección cosmopolita, me desconcierta profundamente: en parte lo atribuyo a mis veinte años de coexistencia con ella, pero tiene que haber algo más, y he acabado por llegar a la conclusión de que el inglés sigue pareciendo escandinavo pero ya no lo es, quizás por su breve inmersión en el imperio romano y por su propia y vasta experiencia imperial, cuya grandeza, profundidad y boato ningún otro país germánico, ni el alemán siquiera, ha tenido. Todos ellos, con el alemán a la cabeza, siguen siendo provincianos sin remedio.
¡Strindberg, el provinciano más genial que ha visto Europa!: ¡glorioso pelo de la dehesa el suyo, que tanta gran literatura, dura como el diamante, nos ha dado!
¿Será acaso que Strindberg, puro genio, se pasó la vida, pluma en ristre, tratando, quizás sin él mismo darse cuenta de ello, de romper el cascarón norbárbaro que le acoquinaba?, ¿será quizás que Strindberg, el gran Strindberg, había nacido naturaliter romanus?
Creo que la poesía de August Strindberg tiene varias cualidades esenciales, y una de ellas es la de constituir una especie de crónica intelectual de la vida sueca de su tiempo.
Leyendo estos poemas cronológicamente se va, Suecia adelante, de la decimononia más evidente, siempre elevada por el genio del poeta, que trasciende los límites precisos de cualesquiera género que cultive, hasta llegar, en sus últimos poemas, a los albores mismos del más brillante modernismo. Ya dije que la sensación es semejante a la que me produjo leer la poesía completa de Rubén Darío. Es también un maravilloso exponente de la evolución de la sensibilidad nacional sueca a lo largo de ese momento crucial que es el paso del siglo XIX al XX. Y es, finalmente, pieza clave para conocer al Strindberg dramaturgo y narrador.
Todo ello envuelto en pura poesía: arrogante y dogmática, como él mismo era; tierna y añorante, hondamente sentimental y dura al tiempo. Una miniatura, en cierto modo, de su autor: sello éste del verdadero poeta, incapaz de prescindir de sí mismo en ningún momento. Y auténtica bendición de Dios para un idioma como el sueco, escaso aun de voces de tal y tan poético timbre.
Strindberg no sólo es un gran poeta sueco, sino también un gran poeta escandinavo. En Dinamarca y Noruega apenas hay poetas que puedan comparársele. La crítica escandinava, en general, le considera como una esencia o resumen de la sensibilidad poética escandinava, y no olvidemos que muchos poetas de esos dos países se dejaron influir por él. Escritores como Ibsen o Bjornsterne Bjornsson han elogiado y estudiado la poesía de Strindberg, que aún hoy sigue gozando de muy alto prestigio. Esto se debe, en buena parte, a su europeidad en un ambiente esencialmente provincial como es el escandinavo, pues Strindberg, en sus largas estancias en Francia, había conocido, a través de su gran amigo Emilio Zola, a casi toda la gente importante de las letras francesas de su tiempo, y también estaba muy imbuido de la cultura alemana.
El resultado de todo lo cual es una especie de panorama de un mundo nórdico ya lejano, y lejano también de la globalización cultural que hoy en día finge avecinársenos con la tecnológica y que, a diferencia de ésta, nos brinda solamente sucedáneos. A través de la poesía de Strindberg, como a través de su dramaturgia, que es pieza clave, imprescindible, de la cultura europea moderna, Strindberg nos habla, tanto en prosa como en verso, con una voz nueva: la voz del genio, que siempre es nueva.
La poesía de August Strindberg es muy poco conocida ahora del público lector sueco, excepto los poemas que se incluyen en antologías. También su prosa, incluso su teatro y su narrativa, están ahora relativamente olvidados en Suecia entre el mismo tipo de público que en España encuentra difícil precisar con mínimo detalle quién fue, por ejemplo, Quevedo (¿Un autor de chistes verdes?), y no tiene la menor idea de Garcilaso. Las obras completas de Strindberg, actualmente a punto de terminación en más de cuarenta tomos, están teniendo, sin embargo, tremendo éxito a escala mundial: todas las bibliotecas públicas importantes y casi todas las universidades del mundo se interesan por ella.
En este libro hemos traducido íntegros los dos libros que constituyen esencialmente la obra poética de August Strindberg.
Él juntó en ambos varios libros menores, siempre añadiendo y omitiendo, y, sobre todo, corrigiendo. El segundo, concretamente, es repetición ampliada de uno anterior cuyo título definitivo es: Retruécanos y arte menor; la segunda versión, que es la que publicamos, contiene todos los poemas de la primera, aunque en otro orden y muy modificados en partes. Habría sido inútil traducir ambas versiones y presentarlas juntas al lector español, la segunda como corrección aumentada de la primera, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las modificaciones son lingüísticas y se perderían en la traducción.
Cualquier persona curiosa que lea este libro conocerá la poesía de Strindberg todo a lo a fondo que permite el trasvase de un idioma a otro tan distinto como es el castellano con respecto al sueco, y podrá calar además en un aspecto de la obra de Strindberg que apenas ha sido traducida a otros idiomas.
En esta traducción yo he cuidado sobre todo la literalidad y el tono poético, razón por la cual he evitado la rima, que es una trampa en la que cae siempre el sentido de los versos, sobre todo si es en consonante. También he cuidado de medir los versos más o menos como en el original, con dos excepciones: los hexámetros, en cuyo lugar he puesto un metro largo, variadamente acentuado, que no se ajusta exactamente al cánon latino; y ciertos poemas cuya compleja y heteróclita medida me indujo a buscarles un metro más ajustado a nuestra tradición versificatoria. He sido implacable con las asonancias de fin de verso, eliminando todas las que he podido captar, porque entiendo que la poesía libre ha de ser exactamente eso: libre; si he pasado por alto alguna asonancia, mala suerte. Los detalles los doy en las notas.
He tratado también de usar un tono decimonónico, que es el del autor, cuya muerte, en 1912, no le dio tiempo a aquilatar a fondo el temple poético del siglo XX: ni siquiera pienso que le atrajese tal idea, porque su revolución poética, tan importante como la de Rubén Darío, fue contradictoriamente conservadora, más vikinga que modernista. Strindberg fue un genio retrógradamente progresivo: un futurista entre medieval y naturalista, ansioso siempre de hurgar futuro abajo, para no perder demasiado de vista el pasado en ningún momento hurgando futuro arriba.
Mi modelo, en cuanto al lenguaje, ha sido, lejanamente, Espronceda, con quien le encuentro afinidades literarias y cosmovisionarias. Me he servido de composiciones verbales insólitas en nuestro idioma actual: «cogióme», por ejemplo, o «hablósele», sin otra razón que la muy oportuna de que así se refleja mejor el tono del original. He usado algunos neologismos que me ayudan a condensar el sentido del verso sueco en el mismo número de sílabas castellanas: «Tintoso», por ejemplo, o «altisonar». Esto es importante si se quiere ser fiel al sentido, dado que la capacidad de condensación semántica del sueco es muy superior a la del castellano. Pero en cuanto al ritmo y la medida el modelo no puede ser otro que Strindberg mismo, pasado por los efectos románicos del castellano.
He conservado las ingenuidades, cuando las hay, y los ataques de prosaísmo, que no son infrecuentes, del original. Strindberg fue escritor muy egocéntrico, arbitrario y atrabiliario, y su talante anárquico asoma por todas partes donde mete la pluma.
Esta traducción tiene, si no otro, el mérito de alertar al lector curioso sobre la importancia de leer a August Strindberg, verso o prosa, en el original; y mi mensaje es bien escueto: no queda más remedio que aprender el sueco. No es posible ser un europeo culto sin haber leído a Strindberg, de modo que, de perdidos, al río: aprendamos el sueco.
Jesús Pardo,
en Madrid a 29 de febrero de 2004