LIBRO QUINTO

I

La reunión del día siguiente por la mañana en la escuela superior acusaba todavía el desagradable efecto que lo ocurrido con Manuel produjera en todas partes. Más muerto que vivo, le habían encontrado, por fin, al amanecer, los hombres que a medianoche, bajo la dirección del pastor Petersen, se enviaron en su busca. Se sabía que avisaron al juez y a un médico, y que se pensaba llevarle inmediatamente a un hospital.

Pero el tejedor Hansen cambió el color de la sala. Toda la tarde anterior había estado sentado en su rincón, inclinado bajo el peso de la derrota que también en aquella ocasión había sufrido. Si tanto le había urgido que Manuel interviniese en la reunión, era por que había confiado en que causaría, por lo menos, algún asombro y porque sus amigos de Skibberup no habían olvidado en absoluto su patria espiritual, sino que seguían especialmente aquellos días, con singular atención todo lo que ocurría en la escuela superior de Sandinge.

Sin embargo, esta vez no había puesto muchas esperanzas en su astucia bélica. Este luchador, hasta entonces incansable pese a las repetidas derrotas, había comenzado, por fin, a renunciar a la esperan za de sacar adelante la causa que había sido toda su vida. Cuando la última noche yacía en su lecho de paja, desalentado ante la nueva derrota, sus pensamientos se habían concentrado un momento, como de costumbre, alrededor del lúgubre recuerdo de la infancia que había sido la fuente envenenadora de su corazón, el manantial amargo donde durante cuarenta años había renovado sus energías y su sed de venganza…, el recuerdo de aquella tarde cuando, siendo pastorcillo, había presenciado la paliza que el amo le había dado a su padre con un bastón. Por milésima vez reprodujo la escena: las grandes tierras color de barro, el padre encorvado junto al arado, los caballos lanzando vapor, el bastón amarillo del joven amo, el gesto lastimoso del padre, sus brazos levantados, su mirada de perro suplicante… El recuerdo se había grabado a fuego en su alma como la marca de un esclavo. Aquel día crispó su mano infantil e hizo un juramento solemne. Pero, en lugar de la elevación suya propia y de su clase, que tanto había esperado y por cuya causa había luchado todos aquellos años, crecía de día en día la injusticia, la obediencia era mayor y la sumisión más servil.

Y ahora había decidido, por fin, renunciar a la lucha. No había nada que hacer con una gente que bajo todas las circunstancias parecía haber elegido por lema: ¡Cuánto más locos, mejor! No obstante, si ahora había pedido la palabra, era solamente por descargar todavía por última vez su corazón y despedirse dignamente de sus antiguos amigos y correligionarios.

Su aparición en la tribuna no despertó de momento ninguna atención especial. Para la mayoría de los reunidos era un desconocido, y su manera prudente y premiosa de expresarse produjo al principio cierta impaciencia en los oyentes. Pero poco a poco comenzaron a escucharle. ¿Qué era aquello? Aquel hombre hablaba de política, del golpe de Estado, de la supresión del movimiento libertador…

Se inquietó la sala. Miradas angustiadas iban del ministro al presidente. Éste se había levantado con la mano en la campanilla, dispuesto a intervenir.

De pronto el tejedor viró con flexibilidad felina hacia el tema del día: «El concepto de la otra vida y de las penas eternas».

Pero apenas había cesado el susto y el presidente había vuelto a ocupar su asiento, de nuevo puso rumbo el tejedor hacia cuestiones prohibidas. Empezó a hablar de la asistencia a la vejez de los humildes, de la instrucción de los campesinos y del auxilio social anticuado.

El director Sejling agitó violentamente la campanilla.

—Tengo que advertir al orador que debe ceñirse estrictamente al tema que nos ocupa. Sobre todo, está prohibida toda mezcla de política —dijo.

Y ante la sonora aprobación de la sala, añadió severamente:

—Ésta no es ninguna discusión de taberna, sino un debate sobre cosas espirituales.

—Pido perdón —dijo el tejedor con la más suave de las voces—. Yo creí que, en este orden de ideas, convenía tocar un asunto que tan al corazón nos llega a todos…, especialmente hoy que tenemos el grandísimo honor de ver en nuestra asamblea un personaje tan elevado como es un ministro. Porque, con respecto a la otra vida —continuó, elevando la voz al ver que el presidente no hacía señal de emplear la campanilla—, creo que el Señor ya se ocupa de ella. Pero de la vida de la tierra tenemos que ocuparnos nosotros por obligación.

—¡Basta! ¡Basta! —gritaron un par de voces excitadas.

Pero, sin hacer caso de los gritos cada vez más impacientes del auditorio, y cubriendo siempre sus palabras con tal habilidad que evitaba la intervención del presidente, siguió hablando. Censuró a la comunidad por haber abandonado la causa del pueblo, que debía haber llevado a la victoria, vistiéndose, en su lugar, como los de la ciudad y refinándose. Habló de la «arrogancia de la escuela superior», que no era ni un pelo mejor que la altanería de los estudiantes que había querido combatir, y describió con una sonrisa cortante las predicaciones de la sociedad de amigos como una «religión de campesinos de esta comarca» que sólo valía para gentes que tenían medios para sentar el trasero cómodamente en los bancos de la escuela superior.

La agitación de la sala se había convertido en un revuelo, y el director Sejling iba a echar mano de la campanilla, cuando de la primera fila de bancos delante del orador se levantó Guillermo Pram y, vuelto hacia el auditorio, exclamó:

—Me siento llamado a oponerme a las palabras del orador. Aunque soy contrario a muchas de las cosas de la vida de nuestra comunidad, o quizá precisamente por este motivo, me urge declarar que considero completamente inadmisibles, es más, vergonzosas, las expresiones vertidas aquí.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó, unánime, toda la sala, en tanto que el presidente Sejling se ponía muy pálido y su mano iba nerviosamente detrás de la campanilla.

—Los asuntos de la sociedad —continuó Guillermo Pram con creciente ardor— que el orador ha tocado, no se prestan para ser discutidos aquí… ni tampoco es asunto nuestro sacarlos adelante. ¡Todo lo contrario! Hartos esfuerzos y energías hemos quemado en el pasado, dejando a un lado cuestiones más serias, para ayudar a resolver cuestiones… que quizás al fin y a la postre son insolubles. Todos nosotros podemos sentir una profunda y sincera compasión por los hijastros de la sociedad, y cada uno puede hacer lo que esté de su parte para aliviar las necesidades y corregir los vicios de la sociedad. Pero toda obra humana está llena de defectos, y es no sólo inútil, sino casi temerario creer que podemos eliminarlos. La idea de un país de la felicidad aquí en la tierra es una quimera, un fruto de sueños bonitos, pero frívolos.

—¿Sueños? —repitió el tejedor con una astuta sonrisa.

—Sí. Un concepto sin contenido, sin posibilidad de…

—¿U… u… topía? —probó el tejedor.

—Sí; un problema insoluble…, una fantasía que es ocioso tener en cuenta.

—Es extraño —dijo el tejedor—. Pues justamente esta misma palabra la leí el otro día en uno de los más antiguos y más archirreaccionarios periódicos con el que no creía que tuviese lazos ideológicos el señor pastor.

—¡Aquí no se habla de política! —rechazó Guillermo Pram.

—¡Oh, no! Pero es que no me cabe en la cabeza cómo puede calificarse «eso» de fantasía…; por qué justamente ha de ser una locura el querer ayudar a los humildes a ser iguales a otras personas y meter en la sociedad el derecho y la equidad, siendo así que nuestro pan de cada día es enfrentarnos con los grandes asuntos del mundo y dejar a un lado el cielo y el infierno. Yo, gracias a Dios, no soy ni librepensador ni nada parecido, sino que conservo la fe de mi infancia. Pero estoy seguro de que, si nosotros los hombres no nos mezclásemos tanto en los asuntos del Señor, tendríamos tiempo y facultades para efectuar muchas de las tareas que ahora nos apresuramos tantos a calificar de insolubles… Ésta es mi modesta opinión.

—¿Cuánto tiempo va a estar hablando este hombre de cosas que no vienen al caso? —le gritó Guillermo Pram en un tono excitado al presidente.

—¡Sí! ¡Basta…! ¡Qué termine! —gritaron de muchos sitios.

Completamente dueño de sí, al parecer, avanzó al presidente y dijo:

—He de hacer saber a Guillermo Pram que soy «yo» el moderador de la reunión… y que realizaré mi cometido sin su asistencia.

—Pero los oradores tienen que ceñirse al tema propuesto.

—¡Sí! ¡Fuera partidismos! —rugió al fondo una voz juvenil.

Este grito provocó un espectáculo en toda la sala. Ya nadie quería escuchar; todos se hablaban interrumpiéndose…, mientras el tejedor se bajó sonriendo de la tribuna y se escabulló.

II

Por la tarde, hacia la puesta del sol, se hallaban sentados Rangilda y el pastor Petersen en un banco del jardín del hotel. Ambos se mostraban muy fatigados por los acontecimientos de la noche y del día. Rangilda, sobre todo, estaba profundamente afectada. Estaba arrebujada en un chal grande y tenía aspecto como de envejecida.

También ahora llevaba la palabra el páter. Le iba contando algunas manifestaciones que habían hecho los partidarios de Manuel cuando éste, bajo la vigilancia del médico y de otro hombre fue llevado en la vieja calesa del hotel. El estupor en que habían quedado sumidas aquellas personas ante la desgraciada intervención de Manuel en la reunión de la noche anterior, desapareció al extenderse el rumor que en la escuela superior alguien había echado un «veneno» en el vaso de agua que había en la tribuna y del cual, nada más llegar, había bebido. Ya no tenían la menor duda de que sus adversarios habían querido quitárselo de en medio y ahora, en vista de que su plan había fracasado, querían encerrarle para que no hablase. Todo el día se había ido juntando gente frente a la casa. Hombres y mujeres le llamaban a gritos pidiendo que les bendijera. Trine, sobre todo, se mostró más decidida y entusiasta que nadie. En unión de dos pescadores había intentado forzar la entrada a la casa, y cada vez que veía al juez detrás de una de las ventanas, levantaba, amenazadora, su mano, gritando: «¡Ay de ti, Pilatos!». En el curso del día el espectáculo había tomado empuje, siendo, al final, más de cincuenta personas —casi toda la gente pescadora— las que rodeaban la casa. Hasta individuos que hasta entonces habían sentido indiferencia por la obra de Manuel, burlándose incluso, habían sido arrastrados por el movimiento; a duras penas pudieron la policía y el juez contener con sus bastones a la multitud. Cuando la calesa se paró ante la puerta y mientras la multitud gritaba y llamaba, se abrió paso una madre joven con su hijo enfermo para que Manuel le tocase con su mano. El juez no había podido detenerla. «¡Quiero verle!», gritó. E incluso cuando la calesa reanudó la marcha, ella siguió agarrada a la rueda, gritando que Manuel le salvase a su hijo.

—Sí, él ha tenido un poder extraño sobre ciertas personas —dijo Rangilda, pensativa, cuando el páter terminó su relato.

—Claro, el poder que la sencillez, embellecida por la credulidad, ha tenido siempre, por desgracia, sobre las almas vacilantes, y que convierte a personas como Manuel Hansted en seres de lo más peligroso para la sociedad.

—¿Así lo ve usted? Sin embargo, para quien ha sido siempre peor fue para sí mismo.

—Eso puede decirse también. El error está principalmente en que la gente toma estos fenómenos demasiado en serio en lugar de enfocarlos por el lado humorístico. Si bien lo miramos, quizás el peor defecto del hombre de hoy es carecer del sentido del humor. En realidad, todos los esfuerzos de Manuel Hansted eran para reír casi siempre; su vida fue una serie de escenas bufas. El día que se muera podrá grabarse con toda razón en su lápida: «Aquí yace el espectro de Don Quijote, llamado Manuel Hansted, que nació para ser un buen capellán, pero se creyó un profeta y santo; que por esta razón se vistió como un campesino y tomó toda sugerencia por una especial llamada del cielo; que echó a perder todo lo que tuvo en sus manos, abandonando a su mujer y no cuidando de sus hijas; sin embargo, hasta el último momento se consideró como elegido por la Providencia para anunciar la venida del reino milenario y el juicio de Dios sobre el género humano».

—Demasiado rigor emplea usted ahora con él. Olvida que, en último término, es hijo de su madre.

—¡Oh, sí! Y tanto la madre como el hijo tienen la disculpa de ser hijos de una época extravagante, un siglo confuso que engendró más estupideces que ninguno y premió la locura…, un siglo en el cual las ideas más estrafalarias, el lamento histérico y toda clase de fanfarronadas excéntricas son admirados como expresión de la verdadera genialidad concedida por Dios… Sí, Manuel Hansted puede aducir como circunstancia atenuante que él fue un resultado de la vida interior enfermiza de nuestro tiempo, un producto del lírico proceso de corrupción en que está a punto de hundirse actualmente la sociedad del viejo mundo.

—Me extraña oírle hablar así. ¿Cree usted de veras que el siglo del ferrocarril, del telégrafo, de las revoluciones y de los teatros de variedades es eso que dice?

—Sí, Rangilda, de su lado ridículo. De la reacción que su espíritu práctico y activo, su vida movida y febril, ha producido en todos los rincones oscuros y mohosos. El renacimiento del romanticismo y el invento de la máquina de vapor son del mismo año. Y por lo demás…, ¡no nos engañemos! Hasta nosotros, que nos llamamos los hijos inteligentes y prudentes de nuestro tiempo…, hasta nosotros podemos observar a menudo que todavía bullen en nuestra sangre sentimientos medievales. ¡Pongamos la mano en el corazón, Rangilda! ¿Puede usted decirse completamente libre…? Coja al hombre de negocios, al hombre de mundo que menos sentimientos tenga, al parecer, y rasque un poquito en ellos… Encontrará al soñador; aparecerá inmediatamente el hombre impresionable. En las horas solitarias, en el crepúsculo junto a la chimenea, en el mar iluminado por la luna…, ¿quién resiste entonces el juego ardiente de los sueños peligrosos, de las fantasías aéreas, de los terrores oscuros; las reminiscencias de la celda conventual y de los bosques primitivos?

—Sí; tiene usted razón. Pero ¿qué mal hay en ello?

—¡No es que haya mal, naturalmente! Lo mismo que otros padres cariñosos, el Señor ha dado a sus hijos juguetes para pasar el tiempo inocentemente: el placer de los sentidos, las alegrías del arte, el deleite de la fantasía, etcétera. Pero el que basa en ellos el aliento de su vida espiritual es como el niño que se traga la pelota de goma y luego siente dolor de estómago. ¿Y puede realmente nadie decir que está libre por completo de esas inclinaciones infantiles? ¿No seguimos oyendo todavía la doctrina de que los hombres tienen en los sueños su verdadera alegría, su dicha más grande, su casa propia? ¡No! ¡No nos engañemos! Todavía estamos muy metidos en los sueños de la Edad Media… o, mejor, nos hallamos en el estado semidespierto, en la hora peligrosa en que el sueño y la realidad se mezclan extrañamente, en la que la realidad parece sueño y el sueño realidad. Por eso los hombres de ahora somos unos seres dobles con un lado día y un lado noche que no armonizan. Y esto es también el motivo de que tantas veces nos sintamos a la vez atraídos y repelidos, contentos y descontentos de una cosa o de una persona; en una palabra: nos hallamos sujetos a sentimientos encontrados, que es la característica de nuestro tiempo. ¿Qué le dice su experiencia, Rangilda?

Los ojos del páter se clavaron con tal afán de investigación, que ella apartó su mirada sin responder.

Pero en su interior aprobó las palabras de él. Rangilda había comenzado aquel mismo día a descubrir su corazón respecto a Manuel Hansted…, a entender la mezcla de desprecio, compasión, odio y embeleso verdadero que la personalidad del joven le había producido siempre. Cuando pensó en la época que había convivido con él, desde el día que le conoció en la casa parroquial de Vejlby, comprendió, horrorizada, que ella también —¡hasta ella!— había estado bajo el poder de la insensatez, bajo el encanto de la sencillez de que acababa de hablar el pastor.

Continuó el páter:

—Yo sé que en nuestros días se ha abierto una brecha espiritual. He oído hablar de hombres que abrieron brechas en la ciencia, en la literatura y en el arte. Pero aún no he conseguido ver qué es lo que han roto, o qué es lo que se ha roto. Sea lo que fuere, siempre veo la misma glorificación supersticiosa de nuestra vida interior anormalmente desarrollada, el mismo culto histérico de la pasión, la exageración, el desatino. Sí, me parece que la mala salud se ha desarrollado enormemente en los últimos años, que el hongo de la lírica se le entró a la gente hasta la médula. Esto es precisamente lo que la actual exaltación religiosa —lo mismo que antes la política— ha demostrado de una manera tan triste. Esto me hace pensar en que lo que oí hoy en la escuela superior y que terminará en la confusión más completa. Guillermo Pram y su guardia han amenazado con salirse de la comunidad por considerar que ya no responde a los tiempos. Son las ratas que abandonan la torre de Babel que se cuartea… Pero parece usted muy cansada, Rangilda. No conviene que yo siga hablando. Debe ir a acostarse un poco.

—Eso, no… Me admira estar oyendo hablar a un sacerdote…, a un sacerdote cristiano. Tengo que confesar que cada vez comprendo menos cómo puede usted conciliar los puntos de vista que acaba de exponer aquí —y en muchas otras ocasiones también— con el hombre de Iglesia que usted es.

—¡Sin rodeos, Rangilda! Diga claramente lo que está pensando: que soy un hipócrita que en el fondo se ríe de toda la divinidad…, un bellaco que obedientemente está tejiendo el paño basto de la Iglesia y por lo demás deja correr el agua. Lo sé muy bien. Ésa es la opinión general acerca del… páter Rüdesheimer.

—Puede ser. Pero no he dicho ni pensado tal cosa. Yo digo únicamente que no logro comprender cómo usted, con sus ideas puede ser predicador de una doctrina que precisamente encarece la vida interior del hombre y toma, además, a su servicio la lírica y la mística. Por otra parte, es usted más ortodoxo que nadie en su predicación; yo sé que ahoga casi violentamente todo intento de movimientos espirituales más libres en su feligresía.

—Exactamente igual que su difunto padre. ¿Y en esto ve una contradicción? Puede que tenga usted razón. Sinceramente hablando, eso no me preocupa. Ni a mí mismo me permito criticar mi religión…, porque entonces ya no es mi religión. Si existe, por otra parte…, una actitud tan incondicional y confiada en la fe heredada, una actitud que excluye toda necesidad de hacer ninguna mejora…, ¿choca esto de una manera tan absoluta con el sano juicio? Yo he visto a mi padre después de una vida larga, inquieta y casi siempre intachable mirar tranquilamente a la muerte dentro de la misma fe. He visto que esta fe acompañó a mi madre a través de una vida llena de sufrimientos y privaciones…, y no creo que los hombres por una simple vuelta de mano cambien los fundamentos milenarios de la paz y felicidad de su existencia. No hablo aquí de esos espíritus fuertes, de esos titanes solitarios de que nos habla la Historia que, sólo responsables ante Dios, meditan sobre los enigmas del mundo. Sus caminos son inescrutables para mí y no los juzgo. Pero sé, lo sé por cara experiencia, que para nosotros los pobres hombres de cada día no hay más que un mensaje, una salvación: creer sin condiciones, sin dudas, sin querer mover una coma de las palabras de la Escritura. No comprendo cómo uno puede tener fe y sentir al mismo tiempo una frecuente necesidad de quitársela. Por eso comprendo mucho mejor la época en que sin sentimentalismos se llevaba a la hoguera a herejes y creyentes dudosos. El verdadero elegido, el verdadero mártir de la verdad no se asustaba de las llamas de la hoguera, y uno estaba libre de ver a un pobre diablo, como los de hoy, hacer una religión con la misma facilidad que se prepara un pastel de huevos, o de ser testigo de cómo un teólogo mequetrefe trastorna el juicio a los fieles que le han sido encomendados explicándoles la palabra de Dios con arreglo a sus conveniencias. Ya una vez le hablé de que también yo allá en mi juventud me extravié por los caminos por los que tantos van hoy a una desesperación segura. También yo pisé el espinoso sendero de la renuncia del mundo, donde acaba de hundirse Manuel Hansted, seducido por el osado pensamiento de que la dolorosa vía del dolor que había trazado el Unigénito de Dios por culpa de los pecados de los hombres la seguiría, sin más, cualquier sastre. Pero ¡Dios sea alabado!, mi sentada y buena inteligencia de campesino venció poco a poco todas las aberraciones del corazón, y la sana y prudente sangre campesina que corre por mis venas se levantó contra el odioso ascetismo que era una burla para Dios. Al lado de mi joven esposa, —¡Dios la tenga en la gloria!—, aprendí antes de que fuese demasiado tarde, a dar gracias por la vida, a agradecer cada día que se me dejaba vivir, a dar las gracias también por las preocupaciones y las cargas y las pesadas horas de desaliento, todo lo cual hace tan rica, tan profunda e infinita una vida humana. ¡Oh el bello tiempo pasado! Busco frecuentemente mi consuelo y robustezco mi esperanza rememorando los maravillosos días de fiesta de mi infancia, una mañana de domingo clara y tranquila en el campo, cuando las campanas de la iglesia esparcían la alegría del día santo por la campiña y por los corazones; cuando se abrían las puertas de los caseríos y las familias iban a la iglesia con sus ropas mejores, en un coche reluciente tirado por caballos almohazados…, no para oír un sermón interesante de un predicador «espiritual», sino para confirmar sencillamente el viejo pacto, para juntarse como niños confiados en el seno del Padre común, cantar en su honor, recibir su bendición y luego volver tranquilos y robustecidos a las luchas y alegrías de la vida. Esta alegría y tranquilidad de las almas, este alegre equilibrio del espíritu, es el que yo deseo que vuelva a nosotros…, lo necesitamos mucho. Casi estoy por decir que la tarea esencial de un sacerdote —por lo menos, hoy— es enseñar a la gente a disfrutar y amar la vida como es debido, sin porfías ni temores, tal como debemos hacerlo ante Aquel que nos la dio. Por eso nada me es tan antipático como esa clase de individuos que se hacen los interesantes andando por el mundo como seres atormentados, sombras melancólicas, almas sin hogar, etcétera, los cuales o son gente que tiene la osadía de contemplar su vida como una larga crucifixión, o son esos golfos modernos sin sangre que, hastiados de todo, van por el mundo arrastrando su tedio vital, sintiendo a cada momento la necesidad de vaciar sus almas, de derramar su interior, de hacer confesión, sólo que no saben si hacerla en el seno del Señor o de una prostituta. Yo no puedo estar junto a uno de esos personajes sin que me hierva la bilis. Siento casi un deseo incontenible de saltar encima de las mesas, a pesar de mis canas, y gritar con toda la fuerza de mis pulmones un triple ¡viva la vida!

—Pero ¿por qué no lo hace, entonces? —exclamó Rangilda, con las mejillas encendidas, contagiada por el fuego con que el páter poco a poco se había ido expresando—. ¿Por qué no grita, y así resonaría por todo el país…? ¿Por qué me lo dice a mí solamente? ¿Porqué se calló usted ayer en la reunión? ¡Buena oportunidad la de ayer!

—¡Usted sueña, Rangilda! ¡La lírica se adueña de usted! Me ve como un guerrero que abre caminos, como un héroe que obliga a la gente. Pero realmente…, ¿cree realmente usted que yo debía ponerme a competir con Guillermo Pram y demás comediantes populares? Necesariamente tendría que hacer primero un curso de declamación y ponerme este o aquel traje de profeta, porque no se impresiona al público si uno se presenta con la ropa de todos los días.

—Quizá tenga usted razón.

—Ya lo creo. Yo soy sacerdote; no obstante, tengo un temor invencible a la palabra y a su poder seductor. Dios me libre de hablar de llamada, misión o cosa semejante. Y, sin embargo, en mi humildad puedo decir que siento que es tarea mía contribuir en lo pequeño y de una manera tranquila a aclarar la conciencia de la gente. Yo sé que no puedo jactarme de haber tenido un éxito especial en este aspecto. ¡Pero ha de ser! Ya no puedo inhibirme cuando opino que alguno va hacia la desgracia. Creo que en mí hay algo de niñera —y esto tiene que servirme de disculpa ante aquéllos a quienes haya podido molestar con mi diligencia no solicitada, y a veces quizás inoportuna, como la angustia de una gallina con polluelos, que jamás puedo vencer—. Pero otra vez olvido que está usted cansada. Se ha puesto el sol y tengo que partir.

Se levantó del banco.

—¿De veras se va usted? —preguntó ella.

—Sí, ya es hora. Sé que el coche espera, y nada tengo que hacer aquí. ¡Adiós Rangilda! Y perdone usted también (especialmente usted) mi pesada presencia aquí este verano. Habrá deseado muchas veces verme a mil leguas de aquí. ¡Confiéselo! He podido leerlo en su cara, a pesar de ser usted una fina diplomática… Pero ya no está enfadada conmigo, ¿verdad?

Ella le estrechó la mano en silencio.

—¡Adiós, Rangilda! Ya nos veremos en Copenhague. ¿Va a quedarse aquí mucho tiempo?

—Mientras siga aquí Betty; no puedo abandonarla ahora, y aquí hay mucho que ordenar antes de pensar en la marcha.

—Salúdela de mi parte. Siento no haber podido despedirme de ella. Pero también la veré en Copenhague. ¡Adiós!

—¡Adiós! —dijo Rangilda—. Y gracias por todo —añadió, cuando él ya se había alejado algunos pasos.

El hombre se volvió y saludó, llevándose, sonriente, el sombrero al pecho.

—A su disposición, Rangilda… Siempre a su disposición.

III

Un día de otoño lluvioso, dos meses después, un cortejo fúnebre serpenteaba lentamente por el sinuoso camino que sube de Skibberup a la solitaria iglesia del fiordo. Los restos mortales de Manuel iban al cementerio.

Aunque su familia había querido efectuar el entierro en el mayor silencio había acudido mucha gente de Vejlby y Skibberup. Coches y gentes que iban a pie ennegrecían el camino. Los únicos que no estaban presentes eran los más obstinados entre los «santos» de la comarca, por haberse difundido la noticia de que, por deseo de Hansine, no se pronunciarían discursos en el momento de la inhumación.

Allí iban las viejas caras que un día habían rodeado a Manuel; las desgracias de los últimos días les habían hecho olvidar rencillas. Hasta acudió el Vikingo —el carpintero Nielsen—, con su poderosa barba, si bien se mantenía apartado en el último lugar, como si con ello quisiera indicar que, sólo después de haberlo pensado mucho, se había decidido a asistir al entierro. Pertenecía ahora a los adictos del predicador del infierno, gozando de mucha consideración en la secta por su gran santidad. Se veía en toda su actitud que le molestaba la compañía del tejedor Hansen, que se le había juntado en el camino. Repetidas veces había intentado librarse de él cambiando de sitio, charlando con otros…; pero el tejedor seguía pegado a él como si fuese su sombra, disfrutando con el asombro que su compañía despertaba a su alrededor.

Entre los asistentes a la ceremonia figuraba también el veterinario Aggerbolle, pálido, flaco, una sombra de sí mismo, con una levita que daba pena y un sombrero de copa deshilachado, pero sin perder su actitud arrogante y con los lentes plantados delante de sus ojos grandes, clavados en el espacio. Este hombre tan perseguido por el Destino había terminado siendo un indigente, aunque de ninguna manera se confesaba como tal. Por misericordia —y también por cierto respeto invencible a lo que él llamaba su «clase»— se le había dejado seguir viviendo en su casa, dispensándole la caridad pública de la forma más deferente posible. Por esta razón, afirmaba tenazmente —y poco a poco se lo fue creyendo él mismo— que el director de la asistencia pública solamente había tenido la bondad de «suministrarle sus medios», concediendo a lo sumo que a veces admitía regalos que repugnaban a su sentido del honor, pero que se creía en el deber de aceptar por amor a sus queridos hijos.

Entre los que no asistieron a la inhumación, y cuya ausencia fue notada, estaba el comerciante Villing y su mujer. Éstos no se habían atrevido a exponerse al desagrado de su clientela «santa» y se quedaron en casa, a pesar de que a Villing especialmente le había costado mucho trabajo perder una ocasión como aquélla para lucirse, dar tono y pronunciar unas palabras emocionadas sobre la muerte, el Destino, las extrañas vicisitudes de la vida, etc. La activa pareja había vuelto a conocer una época dorada. La inquebrantable fe de Villing en la superioridad profesional y en la victoria final no le había defraudado. Absorbida durante los últimos años por toda clase de problemas espirituales, la secta no había tenido fuerza suficiente ni oportunidad para mantener con cierta energía la cooperativa que un día fundara el tejedor Hansen para reforzar la independencia de sus miembros, y la tiendecita de Villing se había convertido de nuevo en el lugar de reunión, que desde la mañana se veía lleno de compradores, y donde los campesinos de Vejlby pasaban todos los días un rato de ocio y hablando y fumando.

De la familia de Manuel sólo asistieron Betty y Carlos, oficial de la Guardia, que vestía de paisano. El padre no se había atrevido a las molestias del viaje; estaba muy débil y deprimido. No se creía que remontase el invierno.

Fue deseo de Manuel que se le enterrase en el cementerio de Skibberup. Repetidas veces había manifestado su predilección por este lugar desierto y solitario que daba vista al fiordo…, hablando de cuán bello sería dormir un día junto a Gutten, rodeado del profundo y solemne silencio, sólo turbado por el rugido de las olas y los gritos de las gaviotas. Todavía durante su enfermedad había estado fantaseando acerca de la vieja iglesia, a la que le unían tantos recuerdos dichosos, los más felices de su vida. En sus momentos de lucidez le había contado a la enfermera su boda, el largo y bello cortejo nupcial, cómo los había recibido el obispo a la entrada de la iglesia, revestido con todos los ornamentos de su jerarquía; el regreso a su casa por la noche, cuando la colina del Cura se irguió de pronto sobre columnas luminosas. También le había querido contar sus recuerdos de Vejlby; pero, generalmente, la enfermera le cortaba el relato, porque los recuerdos le afectaban demasiado. Frecuentemente se ponía a sollozar o se hundía en una profunda y muda desesperación ante su dicha perdida. En los últimos días no tenía más deseo que el ver a su mujer y a sus hijas. Al acercarse la muerte accedieron a traérselas y fueron a buscarlas; pero ya era demasiado tarde; murió aquella misma noche. Con sus últimas fuerzas rogó a los que le rodeaban que dijesen a Hansine lo que él hubiese querido decirle: que le estaba agradecido y que la bendecía. Con la mano de la enfermera en la suya, y mientras el día dorado rompía victorioso a través de las cortinas echadas, expiró Manuel exhalando un suspiro prolongado y lastimero.

Sobre el cortejo, que subía lentamente, se extendía el grave tañido de la campana, el sonido monótono, que tenía expresión para todas las emociones del alma, desde la alegría bulliciosa de las bodas hasta el dolor de la desesperación. Se abrieron las puertas de la iglesia, y mientras una bandada de gaviotas, asustadas, se puso a gritar sobre la playa, como si quisieran saludar por última vez a su infortunado amigo, se abrió paso al cortejo entre las tumbas barridas por las inclemencias del tiempo.

Cuando la gente se congregó alrededor de la tumba del viejo Anders Jorgen, y mientras el ataúd, adornado de flores, descendía lentamente, todas las miradas buscaron involuntariamente a Hansine. Allí estaba ella con su vestido de viuda, junto a la tumba, cogiendo de la mano a Sigrid. Mientras la niña lloraba ocultando la cara en el vestido de su madre, Hansine se mostraba completamente tranquila. Sin embargo, los últimos tiempos no habían pasado en vano. Había comenzado a envejecer y parecía muy poquita cosa con su vestido negro.

Se cantó un salmo, y una vez terminado, el predicador del infierno, con gesto lóbrego, se acercó a la tumba.

Era un hombre pequeño y rechoncho, de barba negra y áspera, labios gruesos y rojos, ojos fanáticamente desconfiados. Arrojó con mano violenta el primer puñado de tierra; y en sustitución del discurso que no había podido pronunciar por no haber sido autorizado, hizo tan larga la «oración secreta», que varios asistentes al acto se pusieron, impacientes, los sombreros y se fueron.

Así terminó la ceremonia. La gente se dispersó lentamente.

IV

Dos años han pasado desde aquel día. Todavía el pastor Madsen reina a fuego y espada en Vejlby y Skibberup, extendiendo su poder mucho más allá de los límites de la parroquia. Hasta Sandinge llega su autoridad.

Pero tampoco el director Sejling ha estado ocioso. Todo lo que la sociedad de amigos ha perdido los últimos años tanto en extensión como en influencia sobre grandes masas de población, lo ha ganado en fuerza interna y en consideración al conquistar el reconocimiento de las clases sociales altas. Y en este aspecto ha tenido un éxito sorprendente el director de la escuela superior. La sociedad de amigos, antes tan ridiculizada, está a punto de ponerse de moda; su concepto del cristianismo está a punto de ser elevado a religión del Estado, y el director Sejling ha sido condecorado recientemente con la cruz de caballero.

Este éxito insospechado parece ser fatal para la fracción de Guillermo Pram, que está amenazada de rápida disolución. La primera en separarse fue la señora Gylling, que, después de la significativa visita del ministro a la escuela superior de Sandinge, se apresuró a reconocer que ella había obrado precipitadamente prestando su poderoso apoyo al partido reformista. También se disiparon las dudas del amable candidato Boserup. El hijo pródigo de la sociedad de amigos retornó a la casa paterna renacido y purificado, recibiendo humildemente el novillo cebado en forma de una buena prebenda eclesiástica.

Incluso el pequeño Madsen, con gran dolor de su corazón, se ha visto obligado a abandonar su extremado punto de vista. En un nuevo folleto sobre los castigos del infierno, tan ruidoso como el primero, ha confesado públicamente que su criterio anterior se debía a un error, a un error de traducción, ya que las últimas investigaciones lingüísticas demostraban irrefutablemente que el debatido pasaje bíblico debía interpretarse de acuerdo con el criterio de la Iglesia oficial.

Guillermo Pram, en cambio, continúa con inquebrantable pasión su campaña contra las autoridades eclesiásticas y la fe en la autoridad de la Biblia; pero parece que sus mismos amigos empiezan a encontrarle un poco monótono. Evidentemente, no colma las esperanzas que se habían puesto en él. Recientemente, uno de sus propios partidarios le atacó públicamente en un periódico, echándole en cara que hacía demasiado tiempo que «no presentaba nada nuevo».

Mientras tanto, los días transcurren iguales y tranquilos en el pequeño caserío de Skibberup, donde Hansine y su hermano mandan sin cortapisas desde la muerte de la vieja Elsa. Todavía sigue colgado en la puerta el oxidado farol, girando alrededor de su cordón, exactamente igual que en los días juveniles de Hansine y Ole Cristian. Pero ahora, por el jardín corretea la nueva generación: Sigrid y Dagny, llenas de salud y alegría.

Sí, ocurre a veces que, al anochecer, o cuando ha tenido alguna contrariedad, Sigrid se sienta en un rincón suspirando por Copenhague. Pero jamás se le deja seguir en este estado de ánimo. La madre le da inmediatamente un quehacer. Ya es ahora bastante grande y puede empezar a ser útil. Tiene a su cuidado las gallinas, los cerditos y las ovejas y corderos… No; Hansine no le permite holgazanear.

Poco trato tiene la familia con la gente de la aldea. No obstante, de cuando en cuando, alguno de los viejos amigos de la casa viene a charlar sobre las novedades del día. Incluso alguna vez recibe la visita del tejedor Hansen. Este hombre, derrotado, lleva ahora una vida tranquila, vive de su oficio y parece haber renunciado definitivamente a toda agitación. Por cierto que se dice que comienza a frecuentar la amistad de Svend Ol y Per Brendevin y demás gente de las casuchas de la charca. Pero, si se le pregunta por ello, hace como si no hubiese oído y se pone a hablar de otras cosas.

Todos los jueves por la tarde, cuando el tiempo lo permite, Hansine y sus hijas van al cementerio con rastrillo y regadera para cuidar las tumbas de la familia. Para las niñas, estas salidas se convirtieron poco a poco en una especie de diversión, en un preludio de la alegría dominical. Para Hansine, en cambio, ese tiempo de silencio dedicado a visitar las tumbas de su marido, de su hijo y de sus padres, sigue siendo su hora semanal de oración y recogimiento religioso, en la cual, mediante los recuerdos, encuentra la compensación de lo que la vida le negó. Ahora que Manuel no vive en este mundo y puede pensar en él sin inquietud, sin preocupación y sin amargura, es cuando de verdad le parece suyo exclusivamente, que ella puede darle todo su cariño y confianza. Y también Gutten, sí, parece tener otra vida para ella, ahora que las sombras del pasado se apartaron de su imagen.

Pero también otras personas visitan la tumba de Manuel. Con bastante frecuencia se ven una o más lanchas con hombres y mujeres vestidos de negro atravesar el fiordo y atracar junto a la piedra grande de la playa, desde donde ellas llegan a tierra en brazos de ellos. Los desamparados suben en silencio al cementerio y rodean la tumba de Manuel, permaneciendo en oración largo rato, completamente inmóviles.

Son los amigos que Manuel dejó en la playa de Sandinge, los cuales le rinden culto después de su muerte. Han formado una agrupación, una secta, dedicada por completo a mantener vivas su vida y sus obras. Ellos mismos han bautizado la secta con el nombre de El Cordero de Dios y, según cuentan, se han extendido bastante. Todos ellos viven tranquilos y pacíficamente, esforzándose por imitar a Manuel en todas sus perfecciones. Todos los domingos por la tarde se reúnen para hablar sobre él, edificarse con sus palabras y escuchar los relatos acerca de su vida maravillosa. Y por lo menos una vez al año —solos o en peregrinación— hacen una visita a su tumba.

Sobre su nacimiento y vida corren ya muchas leyendas. Así se cuenta que su piadosa madre soñó una noche, estando encinta, que Dios la bendecía al tiempo que una voz en la oscuridad decía: «Darás a luz a un salvador del mundo». Se cuenta, además, que Manuel ya ayunaba de niño y repartía su comida con los pobres. Sin embargo, acerca de estos y otros muchos relatos semejantes ya no hay unanimidad. En cambio, no existe duda alguna de que él murió como víctima de la persecución del mundo, y uno de los dirigentes de la secta, antiguo maestro de escuela, está preparando un libro sobre su martirio, apoyado en testimonios orales, para que la posteridad conozca y honre su vida y su obra.