LIBRO CUARTO

I

Llegó, por fin el gran día, esperado con tanta expectación. Durante el último mes los periódicos de la sociedad de amigos hablaban diariamente en sus columnas de la «Reunión de la Escuela Superior de Sandinge». Pero fuera del propio círculo de la sociedad se esperaba también con interés el resultado de las deliberaciones como un signo de la época cargado de significado, que iba a mostrar de una manera definitiva el rumbo que en los últimos años había tomado la evolución espiritual.

Ya la víspera de la reunión llegaron forasteros en gran número. A cada tren que venía, la carretera de la estación quedaba envuelta en una larga nube de polvo, a través de la cual una caravana interminable avanzaba hacia el pueblo engalanado. Más de quinientas personas de fuera habían anunciado de antemano su asistencia; y como la reunión iba a durar dos días, ni que decir tiene que la escuela superior no podía albergar a todos. La mayoría tenía que alojarse en casas particulares, e incluso en graneros y granjas…

Por la tarde, mientras el sol, rojo como el fuego, bajaba hacía un horizonte que se iba volviendo azul, el terreno que rodeaba a la escuela semejaba un campamento acabado de instalar: tal era la confusión de coches llenos y vacíos, haces de paja, enseres y objetos de viaje, personas que se movían de un lado a otro, buscando informes, procurándose comida o poniendo bajo techo los bultos que habían traído consigo.

Había toda clase de gentes y se oían distintos idiomas. Había jutlandeses del Oeste, tipos altos de andar pesado y ojos azul marino, que empleaban un lenguaje que nadie entendía. Había isleños de Fyn, de carácter vivo, que hablaban interrumpiéndose unos a otros, y se reían y divertían. Se veían también un par de ancianas del distrito de Ribe con vestidos de punto y brillante capa rizada, y pequeñas mujeres de Fanni, que sobresalían de sus faldas gruesas y rígidas como de un tonel. Pero, principalmente, había selandeses de todas clases y edades: gentes de Kallundborg, de Kulsvi, intrépidos habitantes de Stevn, de sonrisa clara; viejos y jóvenes; enfermos que había que bajar de los coches, e inválidos que iban saltando con sus muletas.

Pero, a pesar de aquella variedad, fácilmente se descubría en todos ellos un sello común. Detrás de la actividad, de las charlas y de la confusión se observaba la misma seriedad solemne, la misma excitación grave. En toda aquella escena había algo que recordaba las antiguas peregrinaciones de la noche de san Juan a las fuentes sagradas cuyas aguas tenían fama de milagrosas. En más de una cara preocupada podía leerse un alma febricitante que gemía bajo el peso de las numerosas dudas de la época y deseaba apagar su ardiente sed de verdad.

Sobre una piedra estaban sentados un hombre y una mujer de edad madura, cogidos de la mano. La expresión seria de sus caras y su aspecto dulce y recogido envolvían toda una historia.

Habían venido de lejos, viajando día y medio para llegar a Sandinge; y allí estaban ahora, cansados del viaje y extraños a sí mismos en medio de los forasteros que les rodeaban. Su casa había quedado allá en Jutlandia, en una comarca solitaria cerca de la zona de los brezos, donde la vida es una lucha paciente contra una naturaleza avara y un clima duro. En las largas y oscuras noches de invierno, cuando las furiosas tormentas del Oeste se precipitaban desde los brezales, estaban ellos sentados alrededor de la lámpara en su cuartito, leyendo en alta voz los periódicos y los libros de la sociedad de amigos; y en los días claros de verano recorrían millas de pesados caminos arenosos para acudir a las reuniones populares y a las asambleas eclesiásticas…, felices de poder apagar la sed de ilustración que la escuela superior les había producido en su juventud. Pero en los últimos tiempos se les había entrado la duda en el corazón. Primero fue Guillermo Pram, que les había asustado con su lenguaje apasionado y convincente. La noche que leyeron sus primeros discursos, en los que impugnaba airadamente el concepto de la Biblia como libro revelado por Dios, tardaron mucho tiempo en dormir a causa de las inquietudes que surgieron en sus corazones. Pero el ataque más duro contra su fe en Dios lo había desencadenado después el pastor Magensen con su folleto acerca del infierno y de las penas eternas. Tres noches seguidas estuvieron leyendo el folleto desde el principio hasta el fin antes de convencerse de que habían entendido bien. Se habían dicho a sí mismos que si ya no había demonio ni castigos eternos ni, por consiguiente, premio eterno; si los sacerdotes ya no podían hablar de una vida después de la muerte; si la fe ya no era garantía de lo que no se podía ver… ¿qué era entonces el cristianismo? ¿Qué era en ese caso la fe…? Al final todo se les tambaleaba. Y de nada les sirvió que cerrasen los libros y dejasen de asistir a las reuniones durante algún tiempo. El pensamiento no les dejaba reposar en su soledad; las dudas seguían acosándoles, exigiendo una resolución… Y llegó un momento en que ya no pudieron aguantar la carga de la incertidumbre; y a pesar de las duras condiciones del viaje, dejaron sus hijos y su hacienda en manos ajenas y vinieron a Sandinge con el objeto de saber a qué atenerse, de llegar a reconocer la verdad y volver a encontrar la paz y la dicha perdidas.

II

Entretanto, reinaba también la animación en la «Casa de Sandinge». Mientras la gente se acomodaba, llena de expectación, alrededor del escenario de los importantes acontecimientos que darían comienzo al día siguiente, los actores se movían entre bastidores en casa de la señora Gylling.

Allí se habían reunido las personalidades más importantes de la sociedad de amigos. Había sacerdotes, directores y profesores de las escuelas superiores, diputados, y hasta un conocido profesor de Universidad, que no pertenecía al círculo, pero cuya presencia se consideraba como un testimonio del reconocimiento final de la labor espiritual de la sociedad de amigos por el sector científico. Como de costumbre, despertó gran admiración Guillermo Pram, quien, a pesar de ser relativamente joven como personalidad pública, había alcanzado una perfección completa en el arte de mantener tensa la atención del auditorio y de convertir su persona en el punto central de toda reunión con sus gestos fogosos y sus recursos dramáticos.

Sin embargo, de momento todos estaban pendientes principalmente de una noticia que acababa de llegar, según la cual el ministro de Culto honraría la reunión con su asistencia; posiblemente estaría presente en la solemne sesión inaugural. Con razón se consideraba esta grande y rara distinción como una confirmación final de que había habido un cambio en la actitud del Gobierno hacia la sociedad de amigos y su misión, lo que dio lugar a una reconciliación extraordinaria en el seno de la asamblea. Incluso Guillermo Pram no se mostró completamente indiferente a la supuesta atención por parte de uno de los hombres del golpe de Estado. En un grupo de partidarios suyos oyó decir que el ministro, de todos modos, parecía saber lo que debía a su puesto como superintendente oficial de la Iglesia; y en todas partes estaban de acuerdo en que era muy importante y urgente hacer un examen digno y completamente objetivo de las cuestiones pendientes, y, sobre todo, evitar cualquier choque personal y acaloramientos innecesarios.

A este respecto se ocuparon también de la cuestión Manuel Hansted. Se creía, en efecto, saber que él tenía pensado hacer uso de la palabra en una de las sesiones de discusión, cosa que se prefería impedir para no correr el riesgo del escándalo, pues ahora ya se sabía a ciencia cierta que el pobre hombre era un enfermo mental incurable; se sabía que su padre había dado los pasos para que se le declarase incapaz y se le recluyera en un hospital psiquiátrico. Sin embargo, se consideraba peligroso no dejarle hablar, ya que tal actitud fácilmente contribuiría a irritar más a sus pobres y sencillos partidarios de aquella comarca y a aumentar la fama de santo que esta gente extraviada le había dado. No podía negarse que la efervescencia que produjo había aumentado mucho últimamente. No sólo los pobres pescadores, sino también varios campesinos de Sandinge habían sido arrastrados por el movimiento, viendo en él al esperado Mesías. Por esta razón, acordaron dejarle hablar, como si nada hubiese ocurrido, caso de que quisiese, interviniendo únicamente si con sus palabras o con su actitud provocaba el escándalo.

Mientras ocurría todo esto, el viejo pastor Momme se encontraba en la vacía casa parroquial. Le rogaron que honrase la reunión como invitado de honor, que adornase con su presencia la sesión inaugural. Pero él había evitado el compromiso. Ni siquiera tuvo humor para recibir a algunos de los muchos que durante la tarde habían ido a visitarle. Se decía a sí mismo que no comprendía a la generación joven, aunque se llamase heredera de su época. Y estaba demasiado cansado; quería reposo; sólo deseaba que le dejasen pedir en paz a Dios perdón por su equivocada vida.

Permanecía sentado en un sillón junto a una de las ventanas del cuarto de estar, a través de cuyas cortinas rojas caía la luz vespertina sobre su figurita encogida. Por la ventana abierta llegaba el ruido confuso de coches, caballos y personas, ruido que en otro tiempo sonaba en sus oídos dulcemente… como trino de pájaro anunciando el día. Pero el sordo murmullo de ahora le recordaba el tañido funeral de la campana por una vida extinguida, por una esperanza apagada. Para él era como si estuviese preparando su entierro; como si se llevasen a enterrar su propio tiempo, su propia obra, sus últimos restos.

En el otro ángulo de la ventana del cuarto estaba sentada Katinka con su labor en la mano.

Tampoco ella podía hacerse la sorda al ruido que envolvía al pueblo; pero en sus oídos sonaba a griterío de mercado. La idea que tenía de la gran reunión era sumamente ligera. Ella jamás se había sentido más impresionada por sus semejantes porque se juntasen en multitudes; y por lo que a los sacerdotes representantes se refería —muy especialmente a los de la sociedad de amigos—, jamás habían podido causarle una estimación especial. Si se exceptuaba a su propio cuñado y al viejo director de la escuela superior, por los que había ido sintiendo respeto poco a poco, todos los demás paladines de las nuevas tendencias, desde el mismo Grundtvig hasta los últimos profetas del día, eran para ella una especie de negociantes que «negociaban» con Dios…, tenderos de las indulgencias que traficaban y hacían operaciones con las cosas celestiales, tratando constantemente de competir entre sí con respecto al precio de venta de las alegrías de la gloria.

Tampoco la anciana había pasado por la vida sin haber padecido naufragio en su fe. Con la experiencia de sus setenta años había llegado al resultado de que nada cambiaba tanto en el mundo como precisamente «lo necesario», ni nada era tan pasajero como las «verdades eternas». Ella había visto que, mientras verdades comunes terrenas y, por tanto, despreciadas, como que dos y dos son cuatro, y que el hierro era más pesado que la madera, seguían gozando de la mejor salud, sus colegas celestiales sufrían, una tras otra, una muerte ignominiosa, surgiendo a otra vida como un error lamentable, un fallo de traducción o una simple mentira.

—¡Katinka! —llamó el anciano desde el otro sillón.

—Aquí estoy sentada.

—Cuéntame algo sobre Manuel Hansted. ¿Has oído alguna noticia nueva estos últimos días?

—No…, nada más. Sí, se habla mucho de una joven de diecisiete años que ha empezado a predicar sobre él en un lugar de esta comarca…; le llama Mesías… Dicen que es la sobrina de la mujer del médico de Kyndby, al otro lado.

—¡Oh! ¡Quién pudiera creer en eso…! Figúrate, Katinka, si Dios me concediese ser testigo de su segunda venida a la tierra antes de que se cerraran mis ojos.

La cuñada no contestó. Y siguieron largo rato sentados en silencio.

—¡Katinka! —volvió a llamar él.

—¿Qué?

—¿Quieres leerme un poco? Estoy muy inquieto.

—Es que también… hace mucho calor esta tarde. ¿Abro… algunas ventanas?

—¡Oh, no! No las abras.

—¿Qué quieres… que te lea entonces? ¿Algún trozo de la Biblia?

—¡Oh, la Biblia! No es más que una colección de viejas crónicas, dicen ahora.

—¿Te leo entonces… los viejos cantos de Grundtvig?

—No sé, Katinka. Creo que estoy demasiado desanimado para eso ahora. Es extraño; pero estos últimos años he llegado a preferir a Brorson. Frecuentemente canto algunos de sus salmos. Como éste.

Y se puso a cantar en voz alta, con voz de viejo:

¡Oh! Busca los lugares humildes;

llora de rodillas por el Salvador:

entonces hablaremos con nuestro Jesús,

pues las rosas crecen en el valle.

Cuando terminó, le dijo Katinka, mientras cambiaba una aguja:

—¿No crees que sería mejor… que te acostaras, Momme?

Él se había fatigado con el canto y durante un momento respiró con dificultad.

—Sí, tienes razón. El sueño es a fin de cuentas nuestro mejor consolador.

—Ven, que te ayude.

III

Al día siguiente un cielo sombrío cubrió la tierra. Hacía tiempo que no había llovido; todas las mañanas el sol desgarraba el velo de la bruma nocturna como con espadas de oro; el cielo estaba azul y las carreteras tenían una capa de polvo de una pulgada. Pero en toda esta mañana no se dejó ver el sol, y, sin embargo, desde las primeras horas hacía un calor de bochorno, un calor de horno seco y sofocante que parecía salir del propio centro ardiente de la tierra.

En los campos, el ganado inclinaba pesadamente la cabeza contra el césped; las golondrinas estaban inquietas, y el aire tenía un extraño olor a azufre.

A mediodía, caminando lentamente, llegó Rangilda a la casa donde vivían Betty y Manuel. Iba absorta en sus pensamientos y no se dio cuenta de donde estaba hasta oír una voz a su lado que le dio los buenos días.

Era Betty. Estaba en el camino detrás de la cerca del jardín. Llevaba un vestido negro sencillo y liso y cubría su cabeza con un encaje negro. Su figurita delgada mostraba una esbeltez especial. Tenía los brazos cruzados bajo el pecho.

—¿De veras piensas visitarnos hoy? —le preguntó.

—Sí. ¿Vengo, quizás, a importunaros?

—No he dicho eso.

—Entonces…, ¿por qué me lo preguntas, hija mía? ¿Y por qué me miras de esa manera?

—Hace dos días que no vienes aquí. ¿Por qué no has venido…? ¡Confiésamelo! Dime: ¿eres tú también, quizá, del complot?

—Querida Betty, no comencemos de nuevo hoy —dijo Rangilda con voz cansada, cruzando la puerta del jardín—. El tiempo no incita a estas cosas. Te aseguro que estoy completamente desolada. Y tú pareces demasiado nerviosa… Perdona que me siente.

Se sentó en el banco junto al manzano. Betty, en cambio, permaneció en pie. Tenía la cara ajada y los rasgos relajados. Sólo brillaban los ojos.

—¿Quieres decirme —preguntó— si es cierto que ha vuelto el pastor Petersen?

—Sí, vino ayer. Ha tenido ganas de asistir a la reunión de Sandinge. No estará más que estos días. Esperaba, desde luego, encontrarle aquí. Esta mañana fue a la escuela superior a oír una conferencia y después, según convinimos, nos juntaríamos aquí. Dijo que quería haceros una visita.

—Ya lo veo. ¡Conque va a venir aquí! ¡Qué descaro tiene! ¿Me vas a negar que «él» pertenece al complot…? Estoy convencida de que es él quien mueve toda esta intriga. ¡Es él quien ha indispuesto a papá!

—Creo que te equivocas por completo, Betty. Justamente anoche estuvimos hablando de tu hermano, y saqué la firme impresión de que él hasta ese momento no sabía nada de los últimos pasos de tu familia, que ni siquiera pareció aprobar…

—¡Sí, defiéndele! ¡Es tu amigo, tu caballero! —exclamó Betty, poniéndose a pasear por el sendero, siempre con una actitud erguida nada natural y los brazos cruzados bajo el pecho—. Tú siempre has sido hostil a Manuel. Tú has querido mirarle por encima del hombro y convertirle en una insignificancia, y ahora estás amargada al ver cómo te has equivocado con él.

—¿Sabes, Betty, que casi es cómico oírte hablar así? Poco a poco te estás olvidando completamente de que no hace más que catorce días tú misma eras la primera en condenar la conducta de tu hermano. Si miramos bien las cosas, eres tú casi quien ha hecho que tu padre y tu hermano Carlos, o quienes sean, hayan recurrido a medios tan extremos.

—¿Qué he…? ¿Qué estás diciendo?

—Quiero decir que tu forma de presentar lo que aquí está pasando, muy bien pudo ser lo que decidió a tu familia a proceder de este modo con respecto a tu hermano.

—¡Ni tú misma lo crees, Rangilda! ¡Y es vergonzoso que lo digas! Reconozco honradamente que durante mucho tiempo no comprendía a Manuel, que quizá me cueste todavía mucho trabajo seguirle; pero en eso no tengo culpa. Jamás, ¡te digo que jamás!, he podido imaginarme que pudiese suceder tal cosa. ¡Querer robarle la libertad a un nombre como Manuel; encerrarle y convertirle en un loco! ¡Qué cosa tan horrible, tan espantosa…! ¡Pero eso no se hará nunca! ¡Yo también tengo una palabra que decir mientras Manuel viva en mi casa! ¡Y nosotras dos nos separamos desde ahora para siempre!

Continuó andando, y durante algún tiempo se hizo el silencio entre las dos amigas.

—¿Entonces, va tu hermano también a la reunión? —dijo Rangilda, al fin, y como convenciéndose.

—¿Qué, te interesa? No, no va.

Rangilda levantó a prisa la vista.

—¿No era, pues, hoy cuando quería hablar?

—Sí, pero por la tarde, en la sesión de discusión, si se permite el uso libre de la palabra.

—¡Ah, vamos! ¿Crees que le negarán el uso de la palabra, según he oído hoy?

—¡Oh! ¡No se atreverán! ¿De qué les serviría, además? Con eso no conseguirán que no le oigan en otro sitios. Y, cuando comience a hablar, le escucharán por miles. Estoy segura.

En aquel instante alguien tosió en la carretera y un momento después apareció sobre la puerta del jardín la colorada cara del pastor Petersen.

—¡Buenos días, señora y señorita! ¡Buenos días, señora…! Me permito rogarle que me disculpe por entrar la segunda vez en esta casa este verano. Y con este calor, además.

Betty le recibió con la amabilidad estrictamente indispensable para no ser descortés. Se sentó en el banco, junto a Rangilda, y con un medido movimiento de mano le rogó que tomase asiento en el sillón de respaldo alto, donde se había sentado en otra ocasión, estando reunido con ellas.

—Tengo noticias de que ha ido usted a la escuela superior —dijo Betty.

—Sí. Ahora mismo vengo de allí.

—¿Había mucha gente?

—¡Oh! ¡Se requería subirse a los hombros de los demás para poder oír! Estos torneos ideológicos constituyen las diversiones populares de hoy. Y reinó mucho entusiasmo. En verdad que esta mañana tuvieron que sonarle bien los oídos al Señor…, pues se enfrentaron descaradamente con el Anciano. Especialmente Guillermo Pram y los demás escribas le pusieron, pueden creérmelo, las peras a cuarto. Nada, que le dijeron sin rodeos que corría el riesgo de ser completamente eliminado del juego, si no renunciaba voluntariamente a todos esos viejos secretos que ya no asustan a nadie. Que las cultas gentes de hoy le exigían a la religión una explicación clara y completa de las cosas…, nada de ambigüedades, ¡por favor!

Hablaba con su acostumbrado tono burlón; pero fácilmente se adivinaba que le estaba hirviendo la sangre.

—Sin embargo —continuó—, hay que añadir, en honor a la verdad, que también hubo personas que defendieron al Anciano, o por lo menos trataron de disculparle. Y en este aspecto fue muy de apreciar la magnanimidad del director Sejling, que, en una elocuente conferencia, hizo constar que las palabras del Acusado en la tantas veces citada Biblia seguían teniendo valor para el creyente, por lo menos en los puntos fundamentales. Pero entonces surgió una cabeza ingeniosa que, en medio del calor de la discusión, tuvo la incomparable idea de someter el asunto a votación. ¡Fantástico! Realmente, es un pensamiento sublime convertir al Señor en objeto de votación. ¡Oh! ¡Nuestro tiempo es verdaderamente una época de progreso! ¡Estoy convencido de que muy pronto se adoptarán resoluciones sobre las cosas del cielo haciendo solitarios!

—Y ¿cuál fue el resultado de la votación? —preguntó Rangilda.

—De esto nada puedo decirle, pues no esperé al final. Sinceramente hablando…, preferí abandonar la sala. Probablemente, me habrán tomado por un melindroso.

—Yo no comprendo —dijo Betty en un tono pendenciero cómo usted, señor pastor, puede sentir repugnancia por esta clase de deliberaciones. Usted suele ser un defensor ardiente del llamado juicio recto.

—¡Claro que sí, señora! Precisamente como ardiente admirador que soy de la sana razón, rindo homenaje tanto en lo grande como en lo pequeño a la doctrina del viejo y sabio adagio que dice: «Piedra que no puedes levantar, déjala estar». Yo estuve una vez a punto de sucumbir, y por eso he aprendido a mostrarme agradecido a los que me han quitado la carga. ¡Dios santo! ¿Por qué nosotros los hombres seguimos echando a perder la felicidad de la vida lanzándonos a aventuras por encima de las nubes? ¿A qué viene ese deseo de meterse en la eternidad por caminos extraviados, siendo así que está claramente escrito que no hay entrada para los intrusos? Yo, es cierto, soy sacerdote; pero tengo que confesar que, cuando contemplo una reunión teológica tan infecta como la de hoy, pienso con dolor en los buenos tiempos idos, cuando el hombre cultivaba su tierra y cebaba sus novillos y satisfacía sus necesidades religiosas yendo a la iglesia los domingos y comulgando tres veces al año. Entonces se sabía vivir, se entendía la vida. Se soportaban pacientemente las cargas de la existencia y, por esta razón, también se tomaba parte, sin escrúpulo alguno en las fiestas de la vida. Los viejos jugaban su partida y vaciaban sus vasos, y la juventud bailaba en las eras con hebillas de plata en los zapatos y cintas de seda roja en los sombreros… ¡Qué tiempos aquellos…!

—Sí; pero no todo el mundo ve en esa vida un ideal —observó Betty con mordacidad.

—¡Oh, no! En eso tiene usted toda la razón. Veo con toda claridad, y cada día más aún, que es inútil alabar las alegrías inocentes de la vida en una época exaltada en la que sólo se reconocen los extremos: los excesos de la extravagancia o el aniquilamiento ascético; y en el fondo se les tiene el mismo cariño a estos dos puntos de vista, pues se ve que la gente vacila entre los dos, acercándose ora al uno, ora al otro…, porque lo que admira son los extremos mismos de estas dos cosas. Si algún día la gente buena se pusiese de acuerdo sobre un ideal común, allí estaría yo. Pero en la actualidad hay tantas «maneras de ver la vida» como personas que arden en deseos de hacerse célebres. Y hoy en día no es difícil hallar auditorio para profecías y verdades nuevas, de un valor e importancia incomparables. En este último medio siglo tanto se ha llenado el aire de promesas y predicciones, que ya ni un triste sastre puede levantarse en una reunión a decir unas cuantas simplezas, sin que al instante los oyentes no entren en sí y piensen: «¡Dios sabe si no será ésta la palabra libertadora que estamos esperando!».

Rangilda comenzó a ponerse inquieta. Vio que Betty estaba como sobre ascuas, retorciéndose las manos en el regazo. Se levantó a prisa y se despidió.

El páter hizo lo mismo.

IV

Por la tarde se hallaban sentados Manuel y Betty en el sofá que había en la habitación de él. Las últimas semanas le envejecieron tanto, que casi estaba desconocido. Su alta figura había adelgazado más todavía; tenía hundidos los ojos y mejillas. La melena y la barba le caían en desorden por los hombros y el pecho.

Llevaba veinticuatro horas sin comer y por eso había sufrido un ligero desmayo momentos antes, cuando entraba del jardín con su hermana.

—¿Cómo estás…? ¿Te sientes mejor? —le preguntó ella poniéndole con cuidado la mano sobre el brazo.

—Gracias. Ya ha pasado. Estoy bien.

—Tengo que molestarte, Manuel…, pero ¿no quieres que te prepare algo que te dé fuerzas?

En sus labios apareció una sonrisa débil.

—¿De qué serviría, Betty…? El espíritu de Dios me sostendrá y dará fortaleza.

En este instante apareció la criada en la puerta.

—¡Señorita!

Betty se levantó inmediatamente.

—¿Qué ocurre…? Hable bajo… ¡No moleste!

—¿Ha visto a las niñas?

—No. Están en el jardín.

—Allí no están. Y no las podemos encontrar en ninguna parte.

—Búsquelas y que se estén quietas en su cuarto. No nos moleste tantas veces.

—¿Qué hora es, Betty? —preguntó Manuel después que la criada se había ido.

—Van a ser las cuatro. Todavía quedan tres horas para que comience la reunión. Bueno, Manuel…, quiero que sepas, para que no lo interpretes mal…, que yo no voy a la reunión. No me atrevo. Temo que me afecte mucho. Y también tantas personas…

Manuel le tocó la mano en silencio.

—Pero dime…, ¡tanto lo he deseado…!, ¿no puedes anticiparme algo de lo que vas a hablar, Manuel?

—Lo que Dios me inspire. Nada más.

La respuesta intranquilizó un poco a Betty.

—Escucha, Manuel…, ¿no crees que lo más acertado sería pensar algo en ello de antemano…, escribirlo, quizá? Tú no estás acostumbrado a hablar en una reunión tan grande y ante tanta gente extraña.

Manuel la miró moviendo ligeramente la cabeza en son de censura.

—Te preocupas demasiado, Betty. Sólo se necesita una cosa.

—No te entiendo bien, Manuel…

—No…; todavía no —dijo él pasándole, compasivo, la mano por el pelo y la mejilla—. Pero ya que te angustias por mí, voy a contarte, Betty…, que he tenido una bella y consoladora visión.

—¿Una visión?

—Sí. He visto a mamá. Fue hace muy poco, cuando paseaba por el jardín. Mi alma estaba intranquila y angustiada… De pronto vino ella hacia mí en su figura de luz, cogió mi cabeza y me besó en la frente. «Mi bendición», dijo.

Betty había juntado las manos sobre el pecho y le miraba, despavorida.

—¡Manuel…!

—¡Calma, hermana! ¡Seamos humildes…! ¿Por qué te intranquilizas? ¿Nunca has sentido tú en la soledad que los espíritus nos rodean…? ¿Y no es un pensamiento consolador el de la proximidad del reino celestial? ¿No es bello saber que diariamente estamos rodeados de su gloria invisible, que sólo nos separa un paso cuando la muerte, nuestra libertadora, nos abre las puertas de nuestra cárcel terrena y arroja nuestro sucio traje de prisioneros en la tumba para que se lo coman los gusanos?

Betty no se movía.

—¡Sí, Manuel! —exclamó de pronto en éxtasis, cogiéndole la mano.

V

En el curso del día el calor se había hecho cada vez más asfixiante y a media tarde era ya tan intensa la oscuridad, que apenas podía verse la hora en las habitaciones. Ráfagas de aire repentinas barrieron los campos secos, envolviendo la comarca en una nube de polvo ceniciento. Cantaron los gallos de todos los caseríos y, sobre los caminos, pasando y repasando, volaban las golondrinas como acosadas por una angustia mortal. De cuando en cuando rodaba el mugido subterráneo de un trueno lejano.

Al ponerse el sol, mientras por Occidente subía del mar rojo del horizonte una masa plomiza de nubes como un animal celeste, colosal y deforme, se volvió a llenar totalmente la gran sala de conferencias; y a pesar de la presencia del ministro de Culto, continuó la discusión de la mañana sin ceder en violencia. Pero el espíritu bélico dominaba ahora sobre todo a los «escribas» ante la seria derrota que habían sufrido en la votación de la mañana en la cuestión del origen divino de la Biblia. Guillermo Pram declaró sin rodeos que iba a plantar en la comunidad la bandera de la religión y llamar a sus hombres y mujeres libres a una lucha abierta contra todos los que por miedo a la luz querían convertir la inteligencia en esclava bajo el yugo de la fe en la autoridad. Este desafío provocó también a los adversarios; y no sólo los jefes de los partidos, sino incluso el eco múltiple de las numerosas multitudes, se hicieron oír sucesivamente. La tribuna era un continuo sucederse de hombres y mujeres, de tipos curiosos…, llevados todos de la misma necesidad ardiente de proclamar, predicar, prometer y renovar.

Alrededor de la tribuna estaban sentados los invitados de honor y los oradores especialmente invitados, entre ellos el rechoncho pastor Magensen de los castigos eternos —el Quitadiablos, como se le conocía popularmente en el campo adversario—, y el melancólico candidato Boserup, atormentado por la duda. Naturalmente, la máxima atención se concentraba en el joven ministro, que se había sentado al lado de la señora Gylling, y que con dignidad un poco forzada recibía las informaciones sobre los oradores que subían a la tribuna de boca de algunos hombres de la escuela superior, sentados detrás de él.

Arriba en la tribuna, al lado de los oradores, estaba sentado el director Sejling, presidente de la reunión. Inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba a todos los asistentes con el impenetrable, brusco y autoritario gesto que le hacía tan temido entre amigos y adversarios. La inconstancia que en otro tiempo había sellado su vida pública, haciéndole perder mucha influencia en la comunidad, había dado paso últimamente, a medida que aumentaba la popularidad de Guillermo Pram, a una firmeza extraordinaria. Para todos seguía siendo el jefe del ala conservadora de la sociedad de amigos; y se contaba también entonces que a él se debía más que a nadie el que el ministro estuviese presente allí aquel día…, jugada que había calculado muy bien. No cabía duda de que la presencia del ministro había contribuido a que las acciones del partido de la oposición hubiesen bajado por la mañana, y a que el origen divino de la Biblia hubiese sido aprobado por una inmensa mayoría.

El calor había llegado a hacerse casi insoportable en la sala. Pese a que se habían abierto todas las ventanas y puertas para que entrase aire, muchas mujeres se pusieron malas, y las lámparas de las paredes y del techo daban al final una luz tan apagada, que el fondo de la sala estaba como envuelto en sombras. De cuando en cuando retumbaba a lo lejos un trueno cuyo ruido iba acercándose lentamente.

De pronto se agitó la gente en una de las puertas laterales, apartándose hacia un lado: Manuel entraba silenciosamente.

En aquel momento ocupaba la tribuna un maestro rural que estaba desarrollando sus ideas; pero ya nadie le escuchaba. Todo el mundo se había vuelto hacia la alta y pálida figura que permanecía en pie junto a la puerta, con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho. Incluso los que nunca le habían visto sabían quién era. En el fondo de la sala se pusieron en pie sobre los bancos para poder verle, y de boca en boca corrían preguntas y respuestas en voz baja.

Solamente uno se mantenía quieto… Allí en un rincón estaba sentado el tejedor Hansen, inclinado hacia delante y ocultando su cara de Judas con sus manos rojas.

Cuando, por fin, terminó el maestro rural y otros dos más que le siguieron en el uso de la palabra, anunciaron desde la tribuna que iba a hablar Manuel. En el mismo instante una joven vestida de negro se subió a un banco junto a una de las ventanas, y sucesivamente se levantaron unas cinco o seis figuras harapientas a su alrededor, entre ellos Trine, cuya presencia había despertado inquietud entre los dirigentes, especialmente entre la gente de la escuela superior sentada detrás del ministro. Era Gerda y un grupo de marineros partidarios de Manuel.

Al acercarse Manuel a la tribuna, levantó la joven sus brazos hacia él con una expresión extática, gritando con voz alta y cortante:

—¡Hosanna! ¡Bendito tú, que vienes en nombre del Señor!

—¡Hosanna…! ¡Hosanna! —repetían los demás a coro con sus voces roncas y rudas.

El episodio produjo en toda la reunión una consternación paralizadora. Se miraban unos a otros o al presidente, o —temerosamente— al ministro. El presidente Sejling había cogido al instante la campanilla para imponer el orden; pero en el mismo instante apareció Manuel en la tribuna y todo volvió al silencio.

Durante más de un minuto reinó en la sala un silencio de muerte. Era como si un ángel invisible flotase en el recinto. Manuel mismo más parecía un espíritu que una persona viva, según estaba allí arriba, delgado, pálido como un muerto, intensamente iluminado por la luz de dos lámparas del techo que convertían las cavidades de sus ojos y mejillas en las profundas y negras cavidades de una cara muerta. Las largas y enflaquecidas manos estaban cruzadas sobre el pecho; la mirada estaba levantada hacia lo alto.

Nadie respiraba en la sala. Hasta el ministro olvidó un momento su dignidad y con la boca abierta miraba por encima de sus lentes, como si se los hubiese puesto así para poder ver mejor. El mismo Guillermo Pram estaba cual si no supiera qué decir. Y como entonces levantase Manuel los brazos hacia el cielo, diciendo con voz débil y temblorosa: «¡Habla, Señor…, tu siervo escucha!», y al mismo tiempo retumbase allá lejos el sordo ruido de un trueno, un escalofrío recorrió de pronto toda la sala.

Manuel seguía en pie con las manos extendidas hacia lo alto y los ojos cerrados; pero ni un sonido asomó a sus blancos labios. Podía verse su cuerpo convertido en puro temblor; el sudor le corría por la cara. Y de pronto se derrumbó, cubrió la cara con las manos y, sollozando amargamente, exclamó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío…! ¿Por qué me has desamparado?

En este momento la sala sintió una sensación de alivio. Era como si todos se hubiesen librado de una angustia estranguladora al ver que ante sí tenían, no a un profeta enviado por Dios, sino sencillamente a un loco. El director Sejling se levantó apresuradamente y, con ayuda de un par de hombres que habían acudido en seguida, bajó con cuidado a Manuel de la tribuna, y después, con la participación compasiva de todos los presentes, le sacaron de la sala.

Desde el vestíbulo se podían oír todavía sus tristes sollozos…

En cierto modo había vuelto la normalidad; y aunque a propuesta del presidente, la gente se puso en seguida a entonar un canto para devolver la tranquilidad a los espíritus asustados, pasó algún tiempo antes que desapareciese la impresión de aquella escena desagradable. Para colmo, la tormenta se acercaba a toda prisa. Un par de truenos ya habían retumbado sobre el pueblo, y una lluvia mezclada con granizo comenzó a golpear contra los cristales.

VI

Mientras tanto, en la casa de Betty reinaba también una gran inquietud. Primero, por causa de las niñas. Sigrid, en efecto, se había aprovechado de la confusión que hubo en la casa durante todo el día para poner en práctica su plan, preparado hacía tiempo, de ir a ver a su madre. Acompañada de Dagny, la muñeca y un carrito que llevaba todo su equipaje —dos manzanas de verano, una hucha y una pizarra—, se había puesto en camino después de comer, sin que nadie se diese cuenta. Sin embargo, la pequeña caravana no había llegado muy lejos. El destino le había sido adverso: el sol, su único guía, que aquel día no se dejó ver; la rotunda negativa de Dagny a continuar el camino, y, finalmente, la fatalidad de habérsele soltado una rueda al carrito al tropezar contra una piedra, acabaron con el valor de Sigrid, que se sentó, desalentada, en la cuneta, donde poco después las encontró la criada.

Betty se incomodó seriamente. En su exaltado estado de espíritu tomó por su cuenta a las niñas y les echó una reprimenda de juicio final, hasta el punto que Sigrid había terminado echándose a llorar.

Y ahora, llena de nerviosismo, se paseaba Betty por la habitación, escasamente iluminada, esperando el regreso de Manuel. No se explicaba cómo no había llegado aún. Iban a ser las once y estaba segura de que la lluvia no le había detenido. En su impaciencia, hubo de censurarse a sí misma por no haberle acompañado. Además, se sentía a disgusto en su soledad; el trueno se acercaba por momentos, y la lluvia caía a mares.

—¡Silencio! ¿No viene alguien? ¡Sí, es él, al fin! No… ¿qué es eso…? No son sus pasos. ¡Rangilda! —exclamó cuando se abrió la puerta—. ¡Vienes aquí… con este tiempo! ¡Oh Dios mío! ¿Qué te ocurre?

—Buenas noches —dijo Rangilda jadeando, quitándose aprisa un chal negro con el que se había cubierto la cabeza—. ¡No te asustes! Sólo quería enterarme de paso qué tal estabais.

—Pero ¿de dónde vienes? ¡Estás completamente empapada…! ¡Rangilda…! ¿Has ido a la reunión?

—Claro… ¿Por qué no? —dijo ella en un tono que quería ser indiferente; pero su voz temblaba y la expresión de su cara revelaba temor e inquietud—. Sentí deseos de saber cómo era aquello.

—Pero ¿quién te acompañó…? ¡Tú no has ido sola, Rangilda!

—¿Y qué importancia tiene…? ¿Ha vuelto tu hermano?

Betty estuvo un momento sin contestar.

—¡Rangilda! —gritó de pronto, abrazando a la amiga—. ¡Tú amas a Manuel! ¡Lo veo en ti…! ¡Le amas! ¡Le amas!

Rangilda quiso soltarse, pero le faltaron las fuerzas y se dejó caer en una silla.

—Tranquilízate, Betty —dijo ella, respirando con dificultad y apretando la mano contra su corazón—. Contéstame de una vez… ¿No ha venido tu hermano?

—No. ¿Terminó ya la reunión? Cuéntame.

—¿De veras no ha venido tu hermano?

—No. ¿Por qué sigues preguntándomelo? ¿Y por qué me miras de esa manera…? ¡Ha ocurrido algo! ¡Lo estoy notando en ti…! ¡Rangilda! ¿Qué ha pasado?

—¿Entonces no lo sabes?

—¿Qué?

—Que tu hermano… se puso malo en la reunión.

—¿Enfermo…? ¡Manuel enfermo…! Pero ¿dónde está entonces…?

Un hombre de la escuela superior le había acompañado a casa. Pero en el camino, mientras el acompañante había entrado en una casa para traerle un vaso de agua, Manuel había seguido andando, desapareciendo sin dejar rastro.

En este momento iba por las solitarias colinas del Martillo…, lentamente, con los ojos clavados en el suelo. Su pensamiento estaba tranquilo; su espíritu, paralizado… Ni siquiera se daba cuenta de que iba andando.

De todas las vivencias de la tarde, incluso de toda su vida, sólo conservaba un recuerdo…, el recuerdo de un griterío enorme, un grito espantoso de miles de voces…, y veía como un mar de fuego, una hoguera infinita, sobre cuyas llamas se había aparecido el espíritu de Dios con una resplandeciente corona de rayos, rodeado de querubines con trompetas del Juicio universal largas y doradas, cuyos poderosos sones le habían lanzado a la tierra.

De pronto se detuvo. Un relámpago lejano iluminó el cielo por el Oeste, y durante un momento se perfiló clarísima contra el borde del cielo blanquiazul la baliza de la cumbre.

Se estremeció. Había visto un cuerpo colgado en la negra cruz allá arriba, reconociendo sus propios rasgos en la cara doliente debajo de la corona de espinas. ¡Claro! Le habían crucificado…, empujado por todo el pueblo a golpes de lanza; ¡le habían dado latigazos y crucificado…! ¡Sí! Y ahora caminaba por el reino de los muertos…

El miedo a la oscuridad le despertó poco a poco. Miró a su alrededor…, y en su conciencia comenzó a hacerse la luz.

—Llueve —dijo en voz alta.

De pronto recordó todo lo que había sucedido, y, sentándose sobre el brezo mojado, lloró como un niño.

No quería volver a casa. Después de lo ocurrido, ya no podía vivir en la compañía de los hombres. Le pidió a Dios de todo corazón que le librase de las miserias de la vida y acogiese en su seno a su alma cansada.

—¡Oh Padre mío! ¡No me dejes penar más! ¡Llévame a tu cielo! ¡Yo ya no tengo casa en la tierra! ¡Ten misericordia de mí! ¡Llévame a tu seno!