LIBRO TERCERO

I

Betty se paseaba intranquila por el jardín. Pese al avanzado de la mañana, todavía estaba en bata, con un manojo de llaves en la cintura y un encaje negro en la cabeza. Con frecuencia se inclinaba sobre la puerta del jardín, mirando a un lado y a otro; y un par de veces traspuso la puerta y subió a una pequeña altura próxima, y desde allí, con cara preocupada por la ansiedad, tendió la vista hacia las colinas lejanas del otro lado del pueblo.

Al volver de una de estas salidas sorprendió a las niñas en un rincón detrás del granero. Las dos llevaban allí toda la mañana: Sigrid, ocupada en secar la muñeca, que tenía colgada en un cordel, y Dagny, acompañándola a regañadientes en la tarea. La pequeña tenía el dedo metido en la boca y protestaba por aquella sujeción, mientras la hermana se le acercaba a cada momento para encarecerle con un par de ligeras bofetadas o con un sacudimiento en toda regla que ni a la tía ni a nadie tenía que contar nada de lo que estaban haciendo.

Sin embargo, la pequeña no mostró la menor conciencia de culpa al ver de pronto a su tía ante ellas. En cambio, Sigrid se puso toda colorada.

—Estamos jugando —le dijo a la tía con una de esas alegres exclamaciones con que los niños creen poder ocultar una conciencia culpable.

Pero Betty estaba demasiado ocupada con sus propios pensamientos para darse cuenta de nada. Al pasar ante ellas les dijo que tuviesen cuidado con los vestidos, y se volvió al jardín.

Allí vino Angélica a su encuentro, diciéndole:

—Señorita, ahí hay un hombre que quiere hablar con el señor.

—Dile que no está en casa. ¿Quién es?

—No le conozco; pero estoy segura de que es el del otro día, cuando tampoco el señor estaba en casa.

—Dale una disculpa y dile que vuelva dentro de una hora, si le viene bien. Que en este momento no está el sacerdote en casa.

Betty se había sentado en el banco que había al pie del manzano, su sitio favorito durante el verano. Cogió una labor de punto que casualmente allí había y se puso a trabajar para combatir su nerviosismo Tenía la cara palidísima y los ojos rojos y desvelados. La tensión en que se encontraba desde hacía muy cerca de veinticuatro horas la había demolido por completo. El nerviosismo había electrizado sus miembros.

No había visto a Manuel desde la tarde del día anterior. Había ido entonces a su habitación a llevarle una carta que acababa de llegar, y en cuyo sobre había creído reconocer la mano inexperta de su mujer. Ya hacía tiempo que había podido observar en Manuel que éste esperaba noticias de su antiguo hogar, y entonces supuso que aquella carta era la respuesta esperada con tanta impaciencia, la cual iba a decidir su destino Cosa extraña, se había sobresaltado un poco al verla, pareciéndole que contenía malas noticias. Jamás le había pasado antes ni un segundo por el pensamiento la idea de que su cuñada se negase a volver a vivir con su marido. Pero entonces empezó a temer, y lo que sucedió después no hizo más que dar fuerza a la sospecha que inmediatamente se había apoderado de ella.

Manuel no se había dejado ver en toda la noche. Se había encerrado en su habitación y no había querido recibir a nadie, ni a la criada cuando le llevaba la cena, ni a las hijas cuando llamaron a la puerta para darle las buenas noches. Incluso ella había renunciado a hablar con él; pero toda la noche le había oído pasear por la habitación…, y aquel incesante ir y venir le trajo a la memoria un recuerdo espantoso. Algo parecido recordaba muy bien acerca de su difunta madre. También ésta se paseaba así durante noches enteras por la habitación, sin pararse nunca. Todavía la noche antes de su muerte la había oído pasearse incansable…, y por eso le había causado tanta angustia el ruido sordo y espectral de los pasos de Manuel, que pasó toda la noche en un puro temblor. Solamente al amanecer cesaron los pasos, y entonces pudo por fin quedarse dormida.

Pero, por la mañana, la criada le había contado que Manuel ya se había ido al salir el sol; que ella se había despertado al oírle abrir la puerta de la habitación, y que había mirado por detrás de las cortinas y le había visto cruzar el pueblo con dirección a las colinas del Oeste. Y ahora eran las once… Nada, que iba a hacer veinticuatro horas que no había probado bocado.

Betty ni siquiera se atrevía a pensar qué sería de él si se le cerraban ahora las puertas de su antiguo hogar. Poco a poco se había vuelto inútil como un niño. Últimamente había tenido que tratarle como a un menor, fijarle las horas de las comidas, atenderle y cuidarle la ropa, pues estaba convencida de que incluso se olvidaría de cambiar su ropa interior, si ella oportunamente no se lo recordase.

Se estremeció. Había oído pasos en el camino. Abrióse lentamente la puerta del jardín. Absorto en sus pensamientos, venía Manuel por el sendero.

Al ver a su hermana se detuvo.

—¿Estás ahí? —le dijo con voz apagada—. ¿Dónde están las niñas? —añadió, poco después.

—Están jugando detrás del granero. ¿Te las traigo?

—No. Déjalas jugar… Yo también estoy un poco cansado.

Se sentó pesadamente al lado de su hermana.

Betty estaba tan abatida, que durante un buen rato no supo qué decirle. Por fin le informó:

—Ha estado aquí un hombre que quería hablar contigo, Manuel. Era el mismo del otro día, cuando tú tampoco estabas en casa.

—¿Quién era, Betty?

—No sé. Desde luego, un forastero. Angélica tampoco le conoció.

Como si despertase, volvió Manuel la cara hacia ella.

—¿Que no le conoció dices…? Sí que es raro.

—¡Oh! ¿Por qué, Manuel? A menudo viene aquí gente desconocida que quiere hablar contigo.

—Sí, es verdad…; naturalmente.

Betty intentó buscar la certeza en la cara del hermano. Pero la expresión de ésta no le confirmó sus sospechas sobre el fatídico contenido de la carta. Manuel estaba muy pálido y, sin duda, profundamente conmovido; pero a ella le pareció que estaba más emocionado que abatido.

Ligeramente esperanzada, pensó si no se habría equivocado.

—Te has levantado hoy muy temprano, Manuel. La criada dijo que estabas fuera al salir el sol. ¿No has dormido bien esta noche?

Manuel inclinó ligeramente la cabeza, mecánicamente, sin haber oído lo que ella le dijo. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, una mano en la mejilla y la otra apoyada en el puño del bastón.

—Dime, Betty —preguntó, por fin, con una voz como si estuviese hablando a sí mismo—: ¿te acuerdas de las horas de la noche en nuestra casa, cuando éramos niños?

—¿Las horas de la noche?

—Sí. Recuerda… Mamá estaba sentada en el sillón de la habitación verde, que recibía la luz del farol de la calle… y nosotros estábamos sentados en banquitos a su alrededor o en sus rodillas. Ella nos relataba cuentos de guerreros e hijos de reyes que iban por el mundo para plantar la bandera de Cristo entre los paganos.

—Yo era muy pequeña entonces, Manuel. Me acuerdo muy poco de cuando mamá estaba completamente bien.

—¡Ah, sí! Es cierto. Te llevo algunos años. Yo recuerdo que entonces había comenzado a leer cuentos mitológicos y libros de crónicas. Quería ser soldado y guerrero, y no comprendía por qué mamá siempre decía que yo debía ser sacerdote. Y así, una noche que le pregunté por qué decía eso, pasándome una mano por el pelo, dijo: «Porque creo que eso es lo que quiere Dios de ti, hijo mío». Todavía recuerdo con toda claridad la extraña impresión que me hicieron sus palabras. Aquella noche leí la Biblia por vez primera.

—Sí, ya sé que mamá tenía mucha influencia sobre ti.

—Y otra vez… Mamá había recibido la visita del pastor Hagensen, que era un buen amigo de ella. Y supongo que estaban sentados hablando de encauzar a los hijos en la vida, o cosa así…, ahora no recuerdo. Pero al fin, mamá, señalándome con el dedo, dijo: «Y ¿qué le parece que debería ser mi hijo?». Yo tuve que acercarme al anciano; él me tomó de la barbilla y después de mirarme un momento (lo recuerdo perfectamente, como si fuese ayer), puso su mano en mi cabeza y dijo: «Estoy seguro que serás un sacerdote». Yo no tenía entonces más que trece años.

—Pero ¿por qué se te ocurre pensar en estas cosas hoy precisamente, Manuel?

—¿Qué dices?

Él levantó la cabeza y la miró, sorprendido. Poco a poco se había ido olvidando completamente de que estaba hablando con ella.

—¡Ah, sí! —dijo, poniendo otra vez la cabeza en la mano—. Te diré, Betty…, hace ya muchos años que me he ordenado. Mi camino ha estado desde la infancia como señalado por el Destino. Y, sin embargo, hasta esta mañana he tenido dudas acerca de mi vocación.

—¿Vocación? —dijo ella—. No te entiendo… ¿Qué quieres decir, Manuel?

—La verdadera vocación, quiero decir. La llamada de Dios.

Betty movió la cabeza.

—No te entiendo.

—Sabes muy bien que jamás he sido de los que creen que el hábito hace el monje, o que un examen puede significar que uno está autorizado por Dios para hablar en su nombre. Y, sin embargo, hasta muy tarde no he entendido cómo Dios mismo elige a sus servidores…, cómo, mediante pruebas duras, los convierte en fieles ejecutores de su voluntad. ¿Recuerdas, Betty, la leyenda que te conté hace poco? Aquella leyenda de un hombre de Judea que a lo largo de su vida había buscado humildemente a Dios y seguido sus caminos… con escándalo de los hijos del mundo. Y, sin embargo, el Señor le infligió herida tras herida, hasta que se quedó sin hogar, como las aves del mar. Y entonces comprendió lo que Dios quería de él. Y fue al templo, donde el Señor, en una visión, le mandó predicar el juicio a la gente que no obedecía sus mandatos. Desde aquel día he pensado muchas veces en esta leyenda. Me parece el reflejo de mi propia vida. Ahora me doy cuenta… de que también a mí me ha llamado Dios hace tiempo. También a mí, con su mano corregidora, me ha arrancado todo…, todo, hasta mi último refugio, antes que yo tuviese el valor de comprenderlo del todo.

—¿Qué dices? ¿Te ha abandonado…?

—Sí, Betty. Tampoco yo tengo ahora hogar en el mundo. Ya no tengo mujer, ni casa. Estoy sólo con mis hijas.

La labor se había caído en las rodillas de Betty. Juntó las manos sobre el pecho y miró fijamente a su hermano con ojos de espanto.

—Y a eso… ¿le llamas vocación?

Manuel afirmó con la cabeza.

—Sí, la siento. Dios me ha exigido ahora… completo y total…, y yo pongo mi vida en sus manos.

Hubo un momento de silencio. Betty inclinó la cabeza y dejó caer las manos en el regazo. Ahora que ya lo sabía se quedó sin fuerzas. Pero tampoco Manuel pudo seguir dominándose. Sus grandes ojos, de mirada inmóvil, estaban llenos de lágrimas, y sus palabras sonaban como un llanto difícilmente contenido cuando continuó:

—Es tan maravilloso para mí. Porque…, sí, ahora puedo decirlo…: yo siempre he sentido que Dios tenía un designio sobre mí y sobre mi vida. No era orgullo. Yo jamás me he creído ni más grande ni mejor que los demás. ¡Lejos de mí eso! Pero el mismo Cristo lo ha dicho: «Mi fuerza es grande en los débiles». ¡Claro que sí! Ahora, cuando ya ha sucedido, no comprendo que Dios me haya encontrado digno. Esta mañana…, esta mañana cuando me llamó a solas consigo, y yo me levanté de mi cama…, y cuando estaba allá en las queridas alturas cara a cara con mi Padre…, era como si la fuerza de su espíritu me oprimiese contra la tierra, y yo no tenía valor para levantar mi mirada hacia Él. Pero Él vio mi temor y me entró en su corazón…

Se interrumpió. La emoción estaba a punto de dominarle. El recuerdo de la angustia mortal que había sufrido entonces hacía temblar su voz cortada. Tenía un temblor como de frío, y las lágrimas habían humedecido sus mejillas.

Siguió otro momento de silencio.

—¿Qué piensas hacer ahora, Manuel? —preguntó, por fin, Betty.

—Cumplir la obra que Dios me ha encargado. Otra cosa no sé. Mi voluntad está en sus manos.

—Pero ¿qué quieres, entonces? ¿Piensas volver a ser sacerdote? ¿O qué es lo que quieres?

—No lo sé.

—¿Quieres quizá viajar? ¿Ir como predicador lego…? ¿Y las hijas?

—Yo no sé. Pero le he pedido a Dios una señal de que estoy dispuesto.

Betty ya no pudo dominarse. Presa de un terror salvaje, se echó al cuello de su hermano, gritando:

—¡Manuel! ¡Manuel! ¡Recapacita! ¡Escúchame! ¡Tú no sabes lo que dices…! ¡No, no! ¡Tú no tienes derecho a hablar! ¡Tienes que oírme, que soy tu hermana! ¡Es espantoso! ¡Manuel…! ¡Tienes que recapacitar! ¿Me oyes? ¡Tienes que pensar en el futuro, en las hijas, en todos nosotros! Date cuenta. No sabes qué día estarás en la calle sin cobijo, sin un pedazo de pan para tus hijas… Papá no quiere ayudarte más… y tampoco puede. Yo, a duras penas voy llevando la vida. Ya sabes que Torm me dejó muy poco. ¿Qué quieres hacer entonces? ¡Precipitarnos a todos en la desgracia, Manuel…! No, tú no puedes hablar. ¡Alguna vez tienes que oír la verdad! ¿No nos has dado ya bastantes preocupaciones? ¿No es tuya la culpa de que papá esté enfermo y desesperado? ¡Todos nosotros estamos desesperados por tu culpa, Manuel! ¿Sabes que he visto llorar a papá por causa tuya? ¡En esto debieras pensar! Llevamos más de diez años viviendo angustiados por culpa tuya. ¡Ya está bien! Entonces, ¿jamás podremos pensar en ti sin avergonzarnos…? ¡Ay, Manuel, si tú supieras…!

No pudo seguir hablando. Llorando desesperadamente, se derrumbó en el pecho del hermano.

Manuel le pasó varias veces con suavidad la mano por el pelo.

—¡Calma, hermana, calma! ¡Tú no eres buena contigo misma…! Y ¿por qué te escandalizas de mí? Dime: ¿no nos ha enseñado Cristo el camino de la alegría eterna…? ¿Él, que no quiso tener dónde apoyar la cabeza?

—¡Oh, cómo hablas! —le interrumpió su hermana con vehemencia e incorporándose de nuevo—. ¡Esto es una osadía! ¿Crees que Dios te ha dado casa y hogar y familia para que tú los aniquiles? Te ha dado mujer e hijos para…

No terminó. Manuel puso su mano en el brazo de ella, mirándola preocupado.

—Betty…, ¿no sería mejor que arreglases tu conciencia antes de acusar a los demás? También a ti te ha visitado el Señor. ¿No crees que tenía un recado para ti cuando llamó a tu puerta con la fría mano de la muerte? ¿No crees que vino a preguntarte si tenías un rincón para Él…, para Él solo? Abre tu corazón de una vez. Mira, Dios te ha llevado a tu hijo y a tu marido y, además, la riqueza, los honores, la consideración y la admiración del mundo… ¿No le das las gracias por ello? ¿No has observado que de este modo te ha quitado carga tras carga, preparándote amorosamente el camino a su corazón paternal? Si no, es hora de que te asustes de ti misma. ¡Es urgente, Betty! ¿No lo ves? ¡El día del Juicio está cerca! ¿No ves cómo todo se tambalea, que el mundo se derrumba? Dios ha retirado su bendición a la Humanidad, y los demonios mandan en ella como los gusanos en la carroña. ¿No van ya sueltos los vicios por las calles? ¿No han envenenado la soberbia y el ansia de venganza el corazón de todos? Mira, se ha levantado una clase social contra otra, un pueblo contra otro pueblo…; el odio ha incendiado los países, y la sed de sangre ruge en la boca de los canónigos. Incluso en la casa de Dios, en la Iglesia de Cristo, bautizada con su sangre, anda fugitivo el espíritu del Señor. El fariseísmo y la inteligencia luchan por los mejores puestos de la Iglesia. Créeme, te digo que el día del Señor está cerca. ¡Ay de aquél a quien repudie!

Se había puesto en pie, levantando hacia el cielo la mano en actitud amenazadora. Pero de repente le faltó la voz, bajó el brazo y dijo, suavemente y medio conciliador:

—¡Hermana! Ahora tú no quieres oírme…; pero también llegará tu hora, estoy seguro. Entonces también comprenderás, horrorizada, que «el que ama su vida, la perderá». Yo conozco tu alma, Betty. ¡Sígueme…! Dame tu mano.

Ella hizo lo que él le pidió. Pero cuando Manuel se fue, Betty se retiró adonde nadie pudiera verla, y se retorcía las manos con desesperación.

II

Sigrid y Dagny estaban jugando en la playa cuando las llamaron para que fueran junto al padre. Era muy cerca de mediodía. Manuel, con gran extrañeza para las niñas, las cogió en sus brazos, besándolas una y otra vez en las mejillas y en los ojos. Las niñas se quedaron doblemente sorprendidas cuando el padre, después de comer, les dijo que cogieran sus juguetes y que fuesen a pasear con él. Nunca tal les había ocurrido, que ellas recordasen. Incluso cuando ya se habían puesto los sombreros de Heligoland, les costaba trabajo creer que habían entendido bien. Pero Manuel las cogió de la mano, y los tres se fueron campo adelante, a los grandes y verdes prados, donde se pusieron a coger flores a lo largo de la orilla del arroyo, contemplando en el profundo espejo del agua las imágenes de las nubes y de las aves.

Había sentido Manuel la necesidad de respirar una vez más el aire de la vida antes que sonase su hora. Él se había dicho a sí mismo que el plazo que todavía le concediera el Señor lo emplearía en disfrutar de las alegrías de la paz con sus hijitas, hasta que llegasen los días de la tribulación. ¡Pronto llegarían! Y en cuanto el mundo oyese a través de su boca la palabra de Dios, él combatiría sin descanso, hasta dejar la vida.

Con su levita de faldón largo y su sombrero liso iba Manuel tarareando y recogiendo flores, o escuchando a las alondras que subían y bajaban gorjeando bajo la bóveda del cielo. Finalmente se sentó con las niñas a la orilla del arroyo y les hizo coronas de flores, contándoles al mismo tiempo cómo los silfos libaban miel en el cáliz de éstas; y aunque Dagny se quedó dormida en medio del relato, y tampoco Sigrid parecía divertirse escuchándole, Manuel no se daba cuenta de nada: tan absorto estaba en aquel entretenimiento infantil.

Llevando pacientemente en sus brazos a la niña dormida y con la incansable Sigrid agarrada al faldón, regresó a casa al cabo de dos horas.

Poco después bajó a la playa y se puso a mirar al cielo y al mar. Con temblorosa melancolía, provocada por el pensamiento de la hora de la partida, contemplaba a sus viejas amigas las gaviotas y seguía con la mirada el recortado perfil de la costa y las altas pendientes, bañadas de sol, que había a ambos lados. Y le subyugó tanto la belleza que mostraba la playa aquella tarde, tanto le impresionaron las finas tonalidades en que yacían envueltas todas las cosas, que le saltaron las lágrimas a los ojos. Jamás le había emocionado tanto la vista de la Naturaleza como en aquellos momentos. Jamás su belleza le había reflejado tan claramente la gloria celestial. Y él sabía muy bien por qué. Su alma se había elevado, por fin, sobre las vanidades. Por primera vez en su vida contempló el mundo como un vencedor. Por primera vez vio lo terreno transido de resplandor de eternidad. «¡Oh! —suspiró—. Si los hombres abriesen los sentidos del alma, verían el reino celestial por dondequiera que fuesen. Oirían los cantos de los ángeles a través del aire, y cada sonido sería un eco de las inefables armonías de la eternidad…».

—¡Buenas tardes! —dijo a sus espaldas una voz.

Él se volvió.

Arriba, en la ribera, estaba Rangilda con su sombrero grande y con un abanico colgado de la cintura.

—Buenas tardes —repitió ella, no muy resueltamente, por cierto, cuando vio que Manuel ni saludó ni contestó—. Siento molestarle. Pero quisiera que me contara qué le ocurre a su hermana. Acabo de venir de allí, y la criada me dijo que Betty se había acostado y no podía recibir a nadie. ¿Está enferma? Tenía muy mala cara estos últimos días. Estoy preocupada.

Todavía siguió Manuel callado un momento. Al verla se quedó profundamente admirado; le pareció que había pasado mucho tiempo, un tiempo infinito, desde la última vez que la albergara en su pensamiento… La tentación en que logró apresarle la figura de ella era para él una pesadilla lejana. Sí, ¡ahora estaba liberado! Se había apagado el fuego carnal que le devoraba… No, no se había apagado; se había transformado, glorificado, convertido en el grande y solícito amor al prójimo, que ahora llenaba por completo su alma.

—No tema —le dijo, acercándose lentamente a ella—. Yo creo, al contrario, que Betty va ahora por el camino de la salvación.

Su cara estaba sombría. Solamente en los ojos había aún como un reflejo de la luz celestial que acababa de contemplar.

—Pero ¿qué tal se encuentra usted, señorita Tonnesen? —preguntó a continuación.

—¿Yo? ¡Oh! Gracias; muy bien —contestó ella con animación forzada; y como él se acercase tanto que Rangilda pudo sentir su aliento, comenzó a abanicarse—. Como bien, duermo bien, marcho bien… ¿Qué más puedo pedir?

—Ciertamente… Está usted satisfecha, señorita Tonnesen. Pero no le pregunto por su bienestar corporal.

—Bueno… ¿Quiere usted tener la amabilidad de saludar a Betty de mi parte? Necesito irme. Adiós, señor pastor.

—Señorita Tonnesen —dijo Manuel cuando ya ella se había alejado unos pasos—, ¿me permite unas palabras…? ¿Me deja que la acompañe?

Ella se paró. Su pecho estaba agitado.

—No hay inconveniente… Pero sólo hasta la puerta del jardín. Guardó rigurosamente la etiqueta, ¿sabe usted?

—Lo que yo tengo que decirle hoy se dice en seguida.

Ya llevaban un rato caminando en silencio, cuando Manuel le dijo:

—Oiga, señorita Tonnesen…: ¿no cree que ambos tenemos que arreglar una cuenta entre nosotros?

—¿Una cuenta…? No puedo figurarme qué cuenta puede ser.

—Usted se acordará seguramente de una noche de invierno estrellada, hace año y medio, que la acompañé a su casa, de regreso de una recepción, de un banquete opulento, cuya frivolidad (estoy seguro) hizo llorar a los ángeles del cielo.

—Pero ¡santo Dios! ¿Qué recepción?

—¿De veras no se acuerda usted?

—¿Se refiere a la última celebración del cumpleaños de su difunto cuñado? Yo recuerdo que usted, en aquella ocasión quería acompañarme a casa, a pesar de que yo constantemente le rogaba que no se molestase.

—Justamente. A esa noche me refiero.

Rangilda descargó su intranquilidad en una pequeña carcajada nerviosa.

—Es usted el de siempre, señor Hansted. ¿Cómo se le ocurre pintar con colores tan tétricos aquella inocente recepción? Fue casi exclusivamente una fiesta de familia. Estaba reciente todavía la muerte de Kai. Recuerdo que todas las señoras y señoritas iban de negro. Yo también.

—Sí…, usted también. Y por encima de la seda negra brillaban los hombros blancos…

—Señor Hansted, se olvida usted de sí mismo —dijo ella en tono reprensivo—: Y, además, ¿cómo se le ocurre pensar en cosas pasadas e indiferentes?

—Claro, señorita Tonnesen; yo saldo hoy mi cuenta.

—Pero no me culpe a mí en nada —le interrumpió ella inmediatamente—. Ni siquiera una aclaración.

—Es precisamente lo que estoy haciendo. La culpo a usted más de lo que sospecha. Ahora puedo decírselo; es mi deber decírselo. Aquella noche Dios decidió mi destino. Y usted, señorita Tonnesen, rue el instrumento de que se sirvió.

Se paró y la contempló con una mirada ardiente que brillaba de celo santo.

—¿Quiere usted decirme —continuó— si en aquella ocasión sintió usted lo mismo?

—No entiendo lo que quiere decir —contestó ella con inquietud creciente, y aceleró el paso.

—Sí, entiende perfectamente. Y voy a hablarle claramente, señorita Rangilda. He pensado que ha llegado el tiempo de devolverle el favor. También ahora se ha quedado usted sola. El que hasta hoy ha sido su acompañante se ha ido. Quizá haya también para mí un poco de oído… Sí, ahora está usted muy impaciente. Ya lo sé…, le desagrado. Pero eso no importa. Se trata de su alma. Y ésa terminará por ser mía. Si no es ahora, si no es hoy o mañana, será cuando llegue mi hora.

—No creo que sirva de nada hablar de estos temas, señor Hansted. Usted sabe que nosotros pensamos de muy distinta manera…

—¡Oh, sí! Claro que sirve…, ya lo creo. Y tendré paciencia.

—Bueno, dispense; ya llegamos a la puerta del jardín. Y aquí hemos de separarnos. Adiós.

—¡Señorita Tonnesen! ¡Sólo una palabra…! Una palabrita nada más.

—¿Qué es?

Ella le miraba con ojos medio asustados, medio rabiosos.

—¿Está usted irritada conmigo?

—¿Por qué me lo pregunta?

—¿Por qué no me da la mano en señal de despedida…? ¿No quiere usted dármela…? ¿No quiere…? Se lo ruego.

En una breve lucha consigo misma Rangilda se había puesto muy pálida. Parecía que de la mano de Manuel, humildemente tendida, salía una fuerza que ella no pudo resistir.

—¡Es usted un niño! —dijo ella tendiéndole la mano e inclinando la cabeza—. ¿Está bien?

Pero Manuel retuvo entre las suyas aquella mano temblorosa, y, con voz apagada, trémula de apasionada emoción, dijo:

—¡Rangilda! ¡Ahora es mía! ¡No la suelto…! ¿Me oye? No la suelto hasta que se haya vuelto usted una hija de Dios… ¡Oh, no! ¡No me mire así! ¡Le ruego, le suplico que me regale su alma, para que los dos podamos estar juntos en la bienaventuranza celestial alrededor del trono de mi Padre celestial! ¡Rangilda…, hermana mía…!

Con un ronco e imperativo: «¡Váyase!», desasió ella su mano y entró en el jardín.

III

Cuando Manuel, poco después, llegó a casa, le dijo la criada que el hombre que ya había venido dos veces a verle, le estaba esperando en su habitación. Al entrar en ella, se levantó del sofá una figura solitaria; pero en su estado de ánimo, tan excesivamente tenso, tuvo Manuel que fijarse un rato para reconocer al tejedor Hansen. Los disgustos de los últimos tiempos habían dejado su huella en aquel hombre tan probado. Según estaba allí con al cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviese preocupado y no supiese si darle la mano o no, se parecía muy poco a la imagen que de su antiguo e irreconciliable adversario había conservado Manuel. Si alguna vez tuvo Manuel odio a alguien, fue a este hombre. Le hervía la sangre cuando pensaba en la oculta enemistad con que el tejedor había atizado el fuego de la duda, por pequeño que fuese, que había surgido en su antigua feligresía…; en la crueldad con que le había perseguido personalmente cuando, a instigación suya, estalló la lucha abierta. Por eso, al volverle a ver, sintió la necesidad de hacer penitencia, pues durante mucho tiempo había abrigado sentimientos de odio para uno que era su prójimo, su hermano, un hijo de Dios como él mismo.

—Bienvenido —exclamó Manuel, dándole la mano en son de paz—. Vienes como si te hubiese llamado.

—¿Llamado? —preguntó el tejedor aguzando el oído.

—¡Oh! Tú no lo entiendes todavía. No sabes, querido amigo, que entre yo y el pasado ha caído como un velo. Ahora sólo miro hacia el futuro. Ven, siéntate; tenemos que hablar.

El tejedor se sentó y se puso a alisar el sombrero con las mangas de la levita como si le oprimiese el pretexto de la visita y le costase trabajo encontrar una introducción. Estuvieron hablando un rato acerca de la situación de Vejlby y Skibberup, y después de tocar el tema de la próxima reunión en la escuela superior de Sandinge, dijo, por fin:

—Con toda claridad voy a exponer que hace tiempo que voy observando y… no me gusta nada como marchan las cosas aquí estos últimos tiempos. Estoy completamente convencido de que muchos cristianos se sienten entristecidos interiormente ante esta confusión que estamos presenciando en nuestra Iglesia. Todos disputan por la causa de nuestra salvación. Es la discordia la que desde hace tiempo me viene oprimiendo el corazón, hasta tal punto, que muchas veces me parece que no puedo comprender cómo terminará esto.

Manuel aprobó con la cabeza.

—Dices la verdad, Jens Hansen.

—Por eso, últimamente, con motivo de esta reunión he pensado mucho si no surgirá pronto el hombre que con verdadera autoridad espiritual pueda juntar en nuestro país la porción desunida de la Iglesia del Señor. Y por eso he venido a ti para decirte una cosa de la que estoy seguro: ¡ese hombre eres tú, Manuel!

Una sonrisa secreta, medio dolorosa, rodeó la boca de Manuel.

—¿Por qué esa seguridad, Jens Hansen? —preguntó.

—¡Ah! Yo también he oído lo que ha habido por aquí estos últimos tiempos. Ahora sé cómo me engañé en otros tiempos, porque no te comprendía bien… Pero, aparte de esto, también yo tuve el otro día una extraña manifestación, o lo que se quiera llamarle. Era como si una voz en mi interior me estuviese diciendo que debía venir aquí a hablar contigo.

—¿Una voz, dices?

—Sí…, una voz interior que desde entonces no me dejaba en paz. Siempre estaba presente en mi memoria; y mi espíritu no se calmó hasta que vine aquí a charlar contigo. Parecía que en ella había todo un significado. Cada vez que, lleno de preocupación, pensaba en esta reunión, parecía que alguien me decía: «¡Manuel! ¡Ése es el hombre! ¡Él tiene autoridad…!».

«¡La señal!», pensó Manuel, mientras un santo temblor recorría su cuerpo.