LIBRO SEGUNDO

I

Siguió el verano con días despejados, gorjeo de aves y perfume de prados recién segados.

Todas las tardes se formaba en la parte oeste del horizonte una bruma gris violeta que velaba al sol, de modo que éste, mucho antes de ponerse, bajaba por el cielo como una luna rojo-oscura. Y todas las mañanas aparecía el valle de Sandinge envuelto durante dos horas en una capa de niebla tan espesa, que en el pueblo no se veía de una casa a otra. En cambio, se oía el mugido de todas las vacas, el ruido de todos los zuecos de madera en los patios de los caseríos y el lloro de todos los niños.

Durante estas horas se tenía la sensación de estar en un mundo submarino, de caminar a tientas por el fondo de un mar donde surgían de pronto alrededor de uno sombras raras y gigantescas para desaparecer inmediatamente. Hasta las cosas bastante cercanas aparecían enmarcadas en un contorno borroso y ondulante de tamaño y forma fabulosos. Pero por encima de la bruma y de la niebla anunciaban las alondras con su canto que allá arriba había un mundo donde el cielo era azul y el sol brillaba…

En la escuela superior acababa de cantarse el himno matutino por un coro de ciento cincuenta poderosas voces juveniles femeninas acompañadas por un par de voces masculinas profundas. Ahora estaban las alumnas dedicadas a la limpieza de sus pequeñas habitaciones encaladas de blanco, que formaban una doble fila larga encima de la gran sala de conferencias, igual que las celdas de un convento. Pero incluso este trabajo se hacía cantando y en medio de la mayor alegría del espíritu. Cuando terminaban, se sentaban, las alumnas en el borde de la cama y, cogidas de la cintura, se hacía intercambio de pensamientos y confidencias…, o se ponían muy solitas en las pequeñas ventanas, escuchando, pensativas y con las manos en las mejillas, el mugido de las vacas y los otros mil ruidos procedentes del mundo activo que les ocultaba la niebla, y que a ellas, aunque en otro sentido, también les parecía lejano e irreal.

Entretanto, se corría la voz de que había reunión en el cuarto de la esquina. Era Natalia, que, como de costumbre, había puesto a todas en movimiento. Esta joven, alta, de pelo rizado, iba por el pasillo leyendo en voz alta los últimos discursos de Guillermo Pram, impresos en el número del día del periódico de la escuela. Formando coro, se sentaban las demás en la orilla de las camas y la interrumpían con gritos en contra. En la polémica periodística que últimamente habían tenido Guillermo Pram y el director Sejling, todas las demás alumnas de la escuela se habían puesto de parte de su director. Natalia solamente había conseguido ganar para su partido la pequeña Sofía Landerslev; y tanto la había inflamado, que Sofía, según decían, había hecho la solemne promesa de romper con su novio si éste dentro de ocho días no renegaba de la creencia en la Biblia como libro revelado.

Pero entonces la campana de la escuela anunciaba que la conferencia de la mañana iba a empezar. Todas se levantaban, y un momento después ciento cincuenta muchachas tomaban asiento en la gran sala de conferencias. Se cantaba un himno y a continuación subía a la cátedra el profesor. Era éste el joven candidato Schonberg, que continuaba explicando sus lecciones de historia danesa.

II

Otra vez vino un día caluroso, con aire quieto, vacas perezosas y cielo tan resplandeciente, que parecía estar sudando. Quemaba el empedrado de los caseríos, y la sombra se refugiaba debajo del alero, donde los gorriones, posados en fila, meneaban las plumas para darse fresco. El perro guardián, atado a la cadena, estaba echado delante de su caseta con las patas estiradas como si estuviese muerto; los patos se habían ido al estanque, y las gallinas dormían bajo los saúcos. No se oía ni un pío.

Solamente en el jardín de la casa parroquial había sombra suficiente para que los pájaros tuviesen ganas de cantar. Este jardín era uno de los buenos jardines antiguos de casa parroquial. Tenía una extensión de veintitrés mil metros cuadrados, aproximadamente, con espesuras impenetrables y árboles seculares bajo cuyas venerables copas había fresco y resonancia como en una iglesia. La misma casa parroquial era una reliquia de un idílico pasado campestre. Un edificio de cuatro cuerpos, bajo y con techumbres de paja, que parecía una insignificancia al lado de los caseríos modernos, pero cuyos muros cubiertos de hiedra y techo tapizado de musgo encantaban el espíritu con el embrujo de una revelación del país de la fábula.

En ella vivía el anciano pastor Momme con sus ochenta años a cuestas, como un recuerdo venerable de un tiempo que ahora parecía pertenecer a los mitos maravillosos. Este hombre pequeñito, con el negro solideo de terciopelo, la larga melena plateada y aquel sello de cura de pueblo de tiempos pretéritos, semejaba un personaje de un libro de cuentos cuando estaba sentado en su jardín, grande y verde, soñando a solas a la sombra de un árbol. Pronto iba a cumplirse medio siglo desde que el pastor Momme había hecho su entrada en la parroquia de Sandinge. Las personas de edad avanzada todavía podían recordar y relatar el acontecimiento. Poco antes de esta fecha su antecesor, el viejo pastor Jarrild, fue hallado muerto una mañana debajo de la lámpara de su cuarto ennegrecido de humo, donde había quedado sepultado entre sus botellas de vino de Oporto con más años que la vida de un hombre. Los campesinos de Sandinge habían llevado a su pastor al cementerio; y cuando les dijeron que ya estaba en el sitio más adecuado para él, volvieron imperturbables a su quehacer diario. Pero un día, dos meses más tarde, bajó de las colinas del Sur una notable caravana. Delante venían dos carros cargados con muebles y enseres, y detrás seguía un viejo coche de punto, por cuyas ventanas asomaban cabezas pequeñas y grandes. Junto al cochero había otros dos jóvenes que llevaban una bandera desplegada. Al pasar por delante de cada casa lanzaban un hurra. Fuera, en los prados, los prudentes campesinos de Sandinge contemplaban el cortejo con ojos asombrados. Y cuando éste llegó a la entrada del pueblo, se dieron tres hurras seguidos y se cantó el himno Dinamarca, campos bellos sin igual. Terminado el himno, reanudó la marcha y entró en la vacía casa parroquial. Entonces los campesinos se miraron, pensativos, los unos a los otros. Pasó mucho tiempo antes que aceptasen al curita de aspecto vivo, el «cura mamarracho», como le llamaban sin rodeos al principio. La primera vez que los invitó a venir al jardín a cantar «cantos cristianos», nadie acudió; los feligreses no estaban acostumbrados más que al juego y a las francachelas, y les sentaba muy mal que uno de fuera viniera a implantar por sí y ante sí costumbres nuevas en la comarca. Sin embargo, poco a poco el hombrecito fue haciéndose oír… Pronto se corrió la voz de que había comenzado a renunciar al juego de cartas y al alcohol y que celebraba en el jardín parroquial reuniones bíblicas secretas. Y llegó después la época grande, la época de la ruptura, los días de sacudida espiritual de la tierra, en los que los viejos maldecían a sus descendientes, y el rico Ole Vemmelov partió la vara en la espalda de su mujer porque un día encontró el nuevo libro de cantos en el cajón de la cómoda de ella. La oposición de los viejos sólo sirvió par solidarizar a los jóvenes, llenándolos de entusiasmo por su fe. La fama del nuevo mensaje traspasó los límites de la parroquia, pasando al otro lado del fiordo, y desde sitios lejanos acudía la gente a ver y oír. Era como si el mismo aire extendiese por el país el mensaje primaveral del espíritu. Era la época del crecimiento, el tiempo de la floración, los días radiantes de las ricas promesas.

Pero ahora el viejo pastor Momme vivía solitario y retirado junto con una cuñada llamada Katinka Gude. Muy atrás quedaban los tiempos en que el jardín de la casa parroquial de Sandinge desempeñara un papel importante en la vida de la comarca; cuando sus senderos y alfombras de césped, tan cuidados ahora, conocían las fuertes pisadas de las masas populares, mientras bajo la copa de los árboles resonaba el oleaje de los cantos y se estremecía el aire con discursos fogosos. Tan idos eran aquellos tiempos, que ya se estaba a punto de olvidar completamente que aquel recinto defendido por una tapia espinosa fue tierra sagrada para los amigos de la causa popular; que allí dentro, debajo del haya de ramas muy largas, había estado predicando el evangelio de su luz el mismo Grundtvig. Allí había hablado Budstikke-Bojsen, Lindberg, Birkedal, Svejstrup, Frederik Barfod, Dines Pontoppidan y muchos otros que habían seguido las huellas del gran vidente y explicaban al pueblo su lenguaje figurado.

Hasta el pastor Momme corría riesgo de ser relegado por los fieles al libro del olvido. En cierto modo estaban orgullosos de él, y en ocasiones solemnes solían exhibirle y rendirle homenaje como último patriarca vivo de los tiempos de la Edad de Oro popular. Por lo demás, la opinión general era que tenía demasiada edad. También se oía decir a la gente que él jamás había pertenecido a los grandes profetas, considerando casi como un sacrificio ir de vez en cuando a la iglesia a escuchar sus sermones, en los cuales no había ni la más pequeña alusión a la crítica bíblica o a alguna otra de las grandes cuestiones que agitaban a los espíritus.

Sin embargo, no se debía a la falta de aprecio la sombra cada vez más profunda que cubría la cara del anciano, tan sonriente y animada en otro tiempos. Al contrario, les agradecía mucho que no se fijasen en él a fin de vivir en paz sus últimos días. Por otra parte, jamás había sido de los que a todo trance querían descollar en el mundo; tenía una opinión muy modesta de sí mismo y de su actividad para pensar que debían estarle reconocidos. Por esta razón, ya en sus tiempos había considerado como algo muy natural que otras personalidades más importantes —como el viejo director de la escuela superior— asumiesen la jefatura allí; y nadie se alegró más que él del renovado impulso que esta escuela había dado al problema religioso en la parroquia.

Pero el pastor Momme estaba literalmente cansado de vivir. Él sentía más profundamente que nadie que se había sobrevivido a sí mismo, y ahora pasaba por la dura prueba de asistir al juicio de su vida y de su época. De aquí que la preocupación que ensombrecía su vejez se debía a que, a sus ochenta años, había comenzado a perder su fe tranquila en la causa a que había dedicado toda su vida. Durante mucho tiempo no quiso confesárselo a sí mismo; se había censurado sus angustias, se había llamado viejo chocho y había tratado de consolarse con las palabras del canto que decía que «los ojos jóvenes veían mejor». Pero no había podido tranquilizar su afligido corazón. La juventud que él había visto crecer a su alrededor, los pensamientos y sentimientos que ahora dominaban al pueblo…, no eran ni mucho menos la cosecha que había esperado de aquella rica siembra espiritual. Lo que más le dolía era ver cómo el viejo disidente de la Iglesia libre, el pietismo enemigo de la vida y temeroso de la luz, que él había creído vencido para siempre, avanzaba victorioso por todo el país. Cuando leía en los periódicos el entusiasmo con que la gente rodeaba en casi todos los sitios a los predicadores de la fe tenebrosa; cuando oía que hasta la gente de la comarca se levantaba a medianoche y, desafiando el tiempo y el viento, cruzaba el fiordo para ir a Vejlby a oír al predicador infernal, sentía entonces la amargura de que todas las luchas del espíritu humano por la verdad eran un inútil subir y bajar, de que Dios en su invisibilidad se burlaba de todos los esfuerzos y derrumbaba todas las torres de Babel hasta que sonase la hora de la eternidad.

Le quedaba hoy la esperanza de los defraudados: la otra vida. Por eso agradecía que no se fijasen en él. En la paz de su jardín, a unos pasos tan solo del sitio donde le darían sepultura, se sentía ya como perteneciente a medias al mundo de los espíritus. Y allí estaba ahora aquella tarde, sentado bajo el haya y sumido en pensamientos. Tenía las manos juntas sobre el pecho y había cerrado los ojos para dejar su alma a solas con sus sueños ultraterrenos.

A poca distancia de él paseaba su cuñada por el sendero de grava que iba a lo largo de la tapia. Katinka Gude, lo mismo que la difunta mujer del pastor Momme, era hermanastra de Lene Gylling, con la cual, sin embargo, no tenía gran semejanza. Incluso resultaba muy difícil imaginarse contrastes mayores que el de la bella, sonriente y admirada viuda y esta insignificante y un poco encorvada solterona con su cabecita gris de mona, la maligna expresión de su cara y las agujas de hacer punto.

Katinka había sido desde la infancia el paño de lágrimas de la familia; nadie pensaba en ella, excepto en caso de enfermedad o en cualquier otra ocasión en que se necesitaba su ayuda fiel y segura. Especialmente en la casa del pastor Momme en otros tiempos había que recurrir a su ayuda, de tal modo que ella había pasado en realidad casi toda su vida en la casa parroquial de Sandinge. Ajena a todos los movimientos que la rodeaban, excepto cuando éstos a cada momento llenaban de huéspedes la casa, hacía ella tranquilamente los quehaceres del día a su delicada hermana, más ocupada por pensamientos más altos, hasta que, a la muerte de ella y después de casados sus hijos, se quedó al frente de la casa del cuñado, siendo el único sostén del mismo.

Incluso ahora, según iba paseando por el sendero del jardín y haciendo punto, no le quitaba ojos al viejo, cada vez más recostado en el banco que había al pie del haya. Finalmente, se acercó a él y le dijo, hablando a golpes, según su costumbre:

—Momme…, no debías… dormir aquí. ¿Por qué no entras… y te echas un poco?

El viejo, en efecto, se había quedado traspuesto. Miró en torno con sus ojos marchitos, como si primero tuviera que recordar en qué mundo se había despertado.

—Sí, voy a dormir un poco —contestó, poniendo las manos en el banco para levantarse.

—Ven, deja que te ayude —dijo Katinka.

—Gracias, Cecilia… ¿Qué me estabas contando de nuestro Federico?

El anciano no había aclarado aún sus ideas. Creía que estaba hablando con su difunta mujer, y no recobró la lucidez mental hasta que llegó a la habitación.

III

Después de acostar al anciano, volvió Katinka al jardín, donde todas las tardes, después de comer, daba su paseo. Salía muy poco, y cuando esto ocurría, su seca figura era objeto de una atención no halagadora precisamente por parte de la gente del pueblo. Los campesinos no podían por menos de sonreírse cuando la veían con una mantilla verde a fuer de vieja, que le llegaba hasta los pies, con cofia de cintas y con botas lisas, sin nada de tacón, atadas al lado.

Katinka sabía muy bien qué concepto tenía de ella la gente; pero eso le traía sin cuidado. Le preocupaban muy poco sus semejantes para sentirse cohibida por sus juicios. Sobre todo, nunca había sentido respeto por el círculo en que había tenido que vivir ni por las grandes comedias religiosas que se habían representado ante ella. Además, la posición subordinada que ocupaba en casa de su hermana le había proporcionado innumerables ocasiones de moverse entre bastidores sin ser observada, y ser allí testigo de la rutina con que celebrados héroes de la fe se las daban de oradores o se despojaban del apasionamiento y de la habilidad con que la envidia, la codicia y la vanidad personal también entre los creyentes sabían enmascararse de intrepidez, abnegación y celo santo.

Había estado muy lejos de ir por la vida tan ciega como parecía y la gente creía. Pero su naturaleza no le había permitido vivir cruzada de brazos. Aunque su corazón no la impulsaba, el instinto le llevaba a hacer de samaritana con los que la rodeaban, encontrándose siempre en su camino a muchos desvalidos, a muchos pobres náufragos en las agitadas aguas de la época.

De pronto dejó las agujas y levantó la cabeza para escuchar. Le había parecido oír chirriar la puerta del jardín.

En efecto. Por el fondo del sendero avanzaba un campesino. Era el tejedor Hansen.

—Buenas tardes —contestó ella, sin darle la mano, después que el tejedor la había saludado—. ¿Conque… está usted hoy por aquí, Jens Hansen? ¿Qué hay de nuevo?

—Alguna cosilla siempre hay —dijo él arrastrando sus palabras—. Y una vez llegado aquí, me dije que debía visitar a la señorita.

—Muy bien, Jens Hansen. Ya hacía mucho… que no venía usted por aquí. Venga a sentarse.

Tomaron asiento en el cenador: Katinka en el banco, dentro, y el tejedor en una silla del jardín, arrimado a la entrada.

El tejedor Hansen era por aquel entonces un hombre solitario. Otra vez había perdido la jefatura de Vejlby y Skibberup. No le sucedieron las cosas como cuando utilizara a Manuel Hansted para apartar del camino al párroco Tonnesen: las malas artes que deliberadamente había manejado le desbordaron en el momento oportuno. El movimiento que creó con tanta habilidad para llevar adelante sus planes había ido mucho más allá de lo que él calculara y deseara; y antes que se diese cuenta le había desplazado.

Katinka siempre había sentido cierto afecto por este hombre tan duramente juzgado por la mayoría de la gente. Ella no sabía de los planes de él más de lo que podían saber otros, cosa que tampoco le interesaba. Pero le divertía hablar con él de vez en cuando, pues parecía que contemplaba las agitaciones de la vida con la misma mirada que ella. Su desconfianza, su misterioso ser, su premeditación astuta y fría, su predilección por engatusar y manejar la treta y el disimulo en los recodos angostos en lugar de blandir la espada con la frente desnuda, como el danés Holger, no la repelían; es más, eran para ella casi como una prueba de un concepto sabio y nada común acerca de la vida y de los hombres.

—¿Qué… hay alguna novedad… allá en su pueblo? —preguntó después de un rato de silencio.

—¡Oh, no! Nada de particular. Sigue todo igual. Continuamos aguantando las charlas del diablo y el olor a azufre; de tal modo, que a veces parece que sentimos el infierno en los zuecos. Ya sabrá que tenemos allí una religión nueva.

—Sí —murmuró Katinka—. ¿Cómo se llama?

—Es la religión de los Damgaardianos.

—¿Damgaardianos…? ¿Qué es eso? Me parece que nunca he oído hablar de ellos.

—No; es lo más probable. Todavía tienen algún miedo. La fundó un tal Niels Nilen…, o Niels Damgaard, como quiera que se llame. En tiempos estuvo de mozo en casa de Manuel Hansted, no haciendo otra cosa que leer y escribir en los periódicos. Y ahora se ha convertido en orador misionero y sigue estudiando. Y de este modo ha fundado una religión nueva, que, por lo visto, está llamada a hacerse célebre.

—Pero ¿qué novedad trae?

—¡Ah!, eso no lo sé. Pero creo que se refiere a modificar el sentido de las palabras del bautismo.

—El Señor es un hombre paciente —dijo Katinka.

—Cierto, señorita Gude —confirmó el tejedor, que luego se quedó callado un momento.

De pronto volvió a su cara la sonrisa torcida, y dijo:

—Bueno; ¿qué tal les va con su nuevo profeta? Pues, claro está, también allá hemos oído hablar de él. Por cierto que es muy notable lo que se cuenta. Se dice que ha empezado a hacer milagros.

—Eso no lo he oído yo.

—Pues sí. Ha cambiado a Trine, como ustedes la llaman… Yo creo que esto debiera llamarse milagro. Y en la playa apartó a un hombre de la bebida…, y eso que nada más hizo que pasar por delante de él una tarde y decirle una sola palabra.

—Sí, eso se cuenta.

—¡Sí, sí! ¡En qué tiempos vivimos, señorita Gude! Uno anda dándole vueltas a la cabeza y no sabe muchas veces qué pensar de ello.

Se refería a Manuel. Éste llevaba unas semanas en la comarca y se había convertido por entonces en el tema de todas las conversaciones. A pesar del apartamiento en que vivía, estaba a punto de despertar una verdadera agitación en ciertos sectores de la población. Al principio la gente se sonreía de la vida conventual que llevaba, la cual, según se decía, llegaba hasta el ayuno en ciertos días de la semana para combatir las tentaciones. En la escuela ocurrió que Trine, con gran sorpresa de todos, se presentó en la iglesia, e incluso trató de comulgar; y pronto corrió la voz de que Manuel Hansted la había convertido. Desde este momento, su fama se extendió a muchos puntos. Se vio que, especialmente entre la gente humilde, sobre todo entre los pescadores de la playa, que hasta entonces se habían mantenido al margen de todos los movimientos espirituales de la comarca, había muchos que se sentían subyugados por aquel forastero que dedicaba voluntariamente su vida a los pobres y a los despreciados. A veces se ponía a charlar con ellos cuando estaban en la playa arreglando sus redes; y aunque no siempre entendían sus discursos, sólo su figura rara, la suavidad de su mirada y la dulzura de su voz les había dado la sensación de hallarse en contacto con lo sobrenatural. Otras veces visitaba también a los pobres de la comarca, especialmente a los más pobres, aunque no para consolarlos. Cuando se sentaba al pie de sus lechos les hablaba de su enfermedad como de una gracia del Señor, llamándolos a sus dolores «cariños de Dios», que ellos debían agradecer. Sobre todo se había hablado mucho últimamente de una mujer de mediana edad, que sufría cáncer de estómago, y cuyos gritos de dolor se oían antes día y noche en todo el pueblo. Pues bien: después que Manuel la visitó varias veces, no sólo no gritaba, sino que la gente que pasaba ante su ventana podía oírle cantar cantos de agradecimiento, cuyo júbilo aumentaba con los dolores.

—¿Qué, no piensa visitar al señor Hansted? —dijo Katinka—. Usted y él fueron un tiempo buenos conocidos.

Los ojos del tejedor se fijaron en ella, tratando de escudriñarla.

—No creo que reportase ningún bien especial. Por lo demás, ¿qué cree usted que piensa este hombre?

—Yo no sé.

—¿Acaso andará especulando con la reunión que se va a celebrar aquí?

—No lo sé.

—¿Piensa hablar en esa reunión?

—Es posible.

—Entonces, ¿no ha oído usted nada sobre este particular?

Se pusieron a hablar de la reunión, y el tejedor siguió, incansable, sonsacándole lo que ella había oído respecto a los temas y a los oradores: si se había fijado ya el temario, si se concedería el uso de la palabra, etc. Finalmente sacó del bolsillo del pecho un periódico doblado, lo estuvo alisando un momento con la mano y dijo:

—Mire, hay aquí una cosa que quisiera me explicara.

—¿Qué es, Jens Hansen?

—Mire, es una palabrita que no entiendo. Supongo que será latina. Mírela, señorita… La he subrayado con la uña.

Le entregó el periódico.

—«Utopía» —leyó Katinka—. ¿Es ésta la palabra?

—Sí, utopía. ¿Qué significa, por favor?

—Significa… sueños…, algo inalcanzable…, una cosa así.

—Sueños. Ya, eso era lo que yo pensaba… ¡Utopía…! Muchas gracias, señorita —dijo. Y guardó el periódico con mucho cuidado en el bolsillo de antes.

—Pero bueno…; ¿tanto le interesa… esa palabra, Jens Hansen?

—Hombre, quería saber su significado, nada más.

—Bien. Pero ¿tiene usted alguna intención con ella?

—Pues yo pensaba que estaría muy bien saber lo que se leía.

—Pero usted… tiene que haber pensado emplearla…, ya que tanto le…

—Bueno; ya es hora de irme —dijo el tejedor, levantándose, como si no hubiese oído la pregunta de ella—. Adiós, señorita y muchas gracias.

Katinka se rió interiormente. Conocía al tejedor lo suficiente para saber que sería totalmente inútil intentar descubrir sus pensamientos.

—Adiós, Jens Hansen —contestó ella.

Y le dio la mano.

IV

Después de comer salió Manuel de su pequeño jardín con dirección a la playa. Durante un momento estuvo mirando, pensativo, el mar; luego, poco a poco, continuó andando hacia las altas colinas de brezo, al Oeste.

No le perdían de vista los ojos de Sigrid, que, escondida al acecho entre unas matas del jardín, había estado esperando la salida de su padre para dar el paseo vespertino. Así que le dejó de ver, se levantó inmediatamente y se colocó con mucho cuidado, volviendo la cara hacia el sol y tocándose al mismo tiempo el bolsillo del vestido.

—¡Así es! —dijo a media voz.

¡Ahora ya lo sabía! Su padre iba a visitar todas las tardes a la madre y a la abuela.

Toda colorada, se sentó y se puso a pensar. Desde el día que había llegado allí, nunca había dejado aquella criatura viva e inquieta de pensar en su madre. En Copenhague, donde había tantas cosas para distraerla, no pasaban muchos días sin que la tuviese en la mente. En cambio, aquí todo lo que la rodeaba había despertado el recuerdo de la antigua casa, y finalmente se le había metido en la cabeza que su madre tenía que vivir en alguno de aquellos sitios cercanos. Cada vez que veía venir por la carretera a una mujer desconocida dejaba de jugar, en la creencia de que era ella. Desde la mañana hasta la noche estaba esperando su llegada, como su tía le había anunciado. Con todo ingenio había tratado de sonsacar a la criada, y a todos los demás con quienes tenía contacto, el sitio donde estaba su madre y el motivo de su ausencia. Pero no había logrado saber nada.

Pero el día antes se había ganado el ánimo de Elena Kagekone, la cual acabó por decirle que su madre no vivía lejos de allí, que cuidaba a la abuelita, enferma. A las demás preguntas le había contestado diciéndole que la casa de la madre estaba por la parte donde se ponía el sol…; es decir, un poco al lado…, no al lado donde tenía el bolsillo, sino al otro. Y en esta dirección, precisamente, había ido su padre.

No cabía duda, por tanto, de que la vieja Elena le había dicho la verdad.

Siguió sentada y, con la cabeza entre las manos, se puso a meditar.

Y allí maduró un resolución que tenía en el pensamiento desde el día anterior, manteniéndola despierta incluso por la noche. Iría a ver un día a su madre. Ya conocía el camino y no se perdería. Se llevaría consigo a Dagny, aunque gritase. E iría también la muñequita, con todos los demás juguetes, que lavaría para que estuvieran bien bonitos… La madre se alegraría cuando las viese. Pero sobre todo deseaba ver a su abuelita, que estaba enferma, y a Leal, y al gato rojo, y al abuelo, porque no creía que éste había fallecido, como le había contado Elena.

Mientras tanto, Manuel había continuado su paseo a lo largo de la playa. El cielo se había nublado un poco después de mediodía, y el mar estaba un poco agitado, aunque el aire no se movía.

Alrededor de una lancha varada había un grupo de pescadores, que se descubrieron en respetuoso silencio cuando Manuel pasó ante ellos a cierta distancia. Uno, un viejecito, cuya cara colorada indicaba que no siempre había sido un hombre templado, permaneció con el sombrero entre sus manos, temblorosas; y todos le siguieron con la mirada hasta que Manuel se alejó con dirección a los brezales.

Últimamente había vivido más solitario y retirado que nunca. Había días en que, por causa del respeto que se le demostraba, parecía esquivar la vista de las personas. Sabía muy bien que no merecía tanto respeto, que estaba muy lejos de haber alcanzado la perfección que se le atribuía. ¡Ay!, todavía le tenía preso el mundo. Todavía tenía que combatir a diario las angustias del entendimiento. Todavía todas las noches tenía que luchar a brazo partido con los malos sueños de la carne. Y todavía sentía desfallecimientos y preocupaciones temporales; le preocupaba especialmente el futuro de sus hijas, después que su padre le había amenazado en serio, retirándole todo su apoyo.

Por eso se había decidido ahora a romper y marcharse de allí. A pesar de la promesa hecha a Hansine, de no renovar la vida de familia hasta purificar su corazón, iría ahora a reunirse con ella para reconstruir su hogar en fe y esperanza. Hacía varios días que había escrito a Hansine sobre este asunto; y aunque no había recibido contestación suya, no dudaba de que comprendería que él necesitaba su apoyo…, que tenían que librar juntos la batalla decisiva para su liberación.

Ni siquiera asistiría a la reunión de la escuela superior, como había pensado al principio. A pesar de todo lo que Dios, en su bondad, le había concedido hacer aquí, no podía considerarse autorizado para hablar en su nombre. Tenía que reconocerlo humildemente: era demasiado frágil de cuerpo y flaco de espíritu para ser intérprete del poder de Dios, espada flamígera de su ira, voz de su misericordia clamando en el desierto. Pero no se quejaría por ello. Alegre y agradecido, pasaría su vida en un apartamiento silencioso, desconocido de los hombres, sólo conocido de Dios, olvidado del mundo, llevado por el viento como una hoja, como una voz sin resonancia.

Ya había llegado a la cima más alta, desde donde podía ver, al otro lado del fiordo, las tierras amadas. Se detuvo junto a la baliza, contemplando los lugares conocidos y renovando el anhelo de ver a Hansine. Su corazón palpitaba violentamente a la vista de la tierra lejana, que a la dorada luz vespertina del sol se levantaba sobre el fiordo como una etérea visión de ensueño.

Sí, tenía que irse…, abandonar la soledad y los lazos del desaliento…, alejarse también de ella, el espíritu malo de su vida, que una y otra vez se había cruzado en el camino de su vida como el mensajero enmascarado del pecado…; aquella desvergonzada mujer, con su galán eclesiástico, en cuya proximidad parecía que el mismo aire le metiese en la carne concupiscencias diabólicas. Sí, suspiraba por su hogar…; su hogar de paz, tranquilidad y descanso junto a ella, el ángel bueno de su vida, que siempre había guiado su pie por el buen camino que siempre le había sostenido cuando tropezaba, apartando la cara de él cuando él obraba mal. No les faltaría una choza ni un pedazo de tierra junto a la playa para ir tirando con la vida. Él no temería. Era todavía joven y fuerte. Sus brazos sabían manejar todavía la azada y el rastrillo. Aún estaba dura la piel, después de siete años de trabajo rudo. ¡Sí, estaba decidido! Levantaría a gloria de Dios su hogar hundido. Libres como pájaros, se construirían un hogar nuevo; y sus cantos de alabanza subirían al cielo como la alondra en las doradas mañanas estivales. ¡Oh! Al pensarlo había como música de arpas en su corazón. En su pecho resonaba un clarín de alegría, un júbilo de libertad. No temía. ¿Qué significaba pobreza, hambre, padecimiento…?

Padrenuestro, palabra del señor

que da de comer a los cristianos.

El poder de la oración

y el pacto del bautismo

guardan el hogar con una guardia de ángeles.

Los cantos de acción de gracias

y de alegría

hacen grande la casa más pequeña.

El nombre de Jesús abre las puertas del cielo.

V

El páter Rüdesheimer y Rangilda llegaban en aquel momento, en animada conversación, a los brezales. Él, con su sombrero de paja de ala ancha y una rosa grande en el ojal, y ella, con un vestido de flores claro, que levantaba cuidadosamente sobre los zapatos de charol para que no se le enredase en los brezos.

Era la primera vez que se había atrevido a subir por aquellas soledades y no estaba libre de experimentar cierto miedo en aquel páramo silencioso y sombrío, donde susurraba lúgubremente el viento del verano.

—Realmente, ¡esto es repugnante! —exclamaba a cada momento—. Si una fuese supersticiosa, no dudaría de que aquí tienen su morada todos los espíritus malos… Y, naturalmente, esto estará lleno de serpientes, víboras y lagartos y demás asquerosos reptiles. Todo el tiempo tengo la sensación de que algo me está mordiendo en las piernas.

Sin embargo, había sido quien había propuesto aquel paseo. El páter, que conocía su antipatía por todo lo que ella solía llamar naturaleza en traje de Adán, se quedó asombrado cuando Rangilda, al hablar de la excursión del día, había exclamado: «¡Hoy iremos a la última Tule!». La razón de este misterio era que ella, desde su ventana, acababa de ver a Manuel dirigiéndose a las colinas del Martillo; y como había oído contar que él iba allí todos los días y se estaba horas, incluso medio día entero, no había podido resistir al placer de saber lo que se traía en aquella soledad entre los espíritus de las tinieblas y de la superstición.

Durante todo el paseo, la conversación entre ella y el páter había girado alrededor de Manuel. Por cierto que el páter, como de costumbre, había intentado soslayar este tema metiéndose en consideraciones generales. Se había puesto a contar anécdotas y cosas divertidas de la vida social de Copenhague; pero, con su acostumbrada celeridad, volvía Rangilda la conversación al punto de partida.

—¿Es cierto lo que me han contado de usted? —dijo después que el páter le había estado hablando de la visita que había hecho al viejo consejero de Estado Hansted, teniendo la desgracia de encontrarse con el nuevo ministro de Culto, que le había alargado exactamente dos dedos y medio—. ¿Ha sido usted una especie de intermediario en las últimas negociaciones entre el pastor Hansted y su familia?

—¿Cómo…? ¿Negociaciones?

—Sí. La señora Torm me dijo poco ha que usted había sido el hombre de confianza de su padre en esta cuestión.

—¡Hum! ¿Le ha contado eso la señora Torm? Bueno; sí… Antes de partir para Carlsbad me rogó que hablase con su hijo, en un nuevo intento de influir en su desdichada resolución. Esto es todo.

—Entonces podemos decir que no ha tenido usted suerte con él.

—¡No, por desgracia! No se puede. Bueno…; quería contarle que ese joven que ahora ocupa el puesto de ministro de Culto…

—Pero ¿es que ni una vez siquiera han podido hacer nada sus facultades persuasivas? ¡Hay que ver…! Y encima el consejero de Estado le ha negado su apoyo. ¡Anda! De todos modos, hay que conceder al señor Hansted que tiene método en su locura. Estoy convencida de que su exaltado lenguaje de mártir va a dar con su familia en el caserío.

El páter la miró un momento, reprensivo. Luego, con la profunda seriedad que a veces mostraba, dijo:

—¡Señorita Tonnesen…, el asunto me parece demasiado serio para gastar bromas!

—¡Eso lo veo yo también! —replicó, enojada y en tono provocativo—. Todos los días estamos rodeados de una circunspección tan enojosa, que realmente es un alivio encontrar una persona que tenga el valor de seguir su propio gusto sin pedirle permiso a la opinión pública.

—¡Hum! ¿Es ésa su opinión, señorita Tonnesen? La mía es ahora muy distinta. Yo no puedo en absoluto disculpar, ni mucho menos animarme, a una veleidad, porque ésta sea mayor o más peligrosa que lo que solemos ver en nuestros semejantes. Yo sé que en estos tiempos de grandes sensaciones no se cotiza alto el entendimiento. El héroe de nuestro tiempo es el mago de la confusión, que por todas partes da con la frente en la pared, y termina rompiéndose el cuello cayéndose sobre sus propias piernas, cosa que poéticamente se llama su destino trágico. Mirar bien, aguzar el oído, meditar las cosas, antes de obrar…, es, por tanto, indigno de un verdadero hombre. ¿No es cierto?

—¡Oh! «Sigue el dorado camino del medio, que no te equivocarás.» —declamó Rangilda—. ¿No es esto lo que usted quiere decirme?

—¡Exactamente! —contestó el páter con creciente ardor—. Yo considero que hoy es una enseñanza muy beneficiosa predicar que todos nosotros tenemos inclinación a prepararnos excepciones y fenómenos interesantes. A costa de la personalidad corriente cuidamos nuestras pequeñas peculiaridades, mimamos esta o aquella cosita rara, esta o aquella idea fija, sólo por el temor de ser «como todas las demás personas». A la fuerza tenemos que ser algo nosotros mismos: ser independientes, tener personalidad. ¡Se acabó el tiempo de los dogmas! Todo el que no quiera ser tenido por imbécil tiene, por lo menos, que haber penetrado los enigmas del mundo y dar a conocer un concepto personal acerca de Dios, del cielo, de la otra vida, etc.

—¡Cómo se enardece, señor pastor…! Por Dios, no crea usted que yo trato de defender al señor Hansted. Yo solamente me he permitido la humilde observación de que, de todos modos, hay que concederle valor para vivir de acuerdo con sus teorías. Y hay algo simpático en que un hombre acompañe sus palabras con las obras y sacrifique su bienestar por sus convicciones…, indiferente al valor que tengan éstas.

—¡Para mí, no! Para mí, eso no es más que un triste testimonio de que la confusión de ideas y el endiosamiento del yo han llegado al colmo de la manía de grandeza. Lo que se toma como valor y fortaleza de espíritu es en realidad la dolorosa debilidad de una voluntad muerta. Yo lo sé por experiencia. Yo sé por mí mismo lo doloroso que es, cuando se ha soñado ser profeta y santo, acatar el pensamiento de ser un simple pastor Petersen. Yo sé que hace falta mucho valor para inclinarse ante la ley del cristianismo verdadero, ante la ley de la igualdad y de la hermandad: hacerse uno con los que le rodean; ni mayor ni menor, ni peor ni mejor.

Rangilda se encogió de hombros, sin contestar. En su interior pensaba en lo de la zorra y las uvas. Ya había comenzado a sentirse un poco molesta con la compañía del páter y estaba muy contenta porque éste se iba a marchar pronto. Cada vez le daba más la razón a Betty, en que él tenía mucho de cuadrúpedo. Y aunque tenía algo de la fidelidad del perro, no poseía, por desgracia, como él la facultad de entender a la más leve señal cuando su presencia era molesta.

—En resumen —continuó el páter, casi violento—; no tengo respeto por lo que llamamos nuestras convicciones personales para que pueda justificar, sin más, vivir con arreglo a ellas. Yo creo por el contrario…

Se interrumpió al oír un leve grito de Rangilda, que se detuvo, diciendo que algo le había mordido en un pie.

Pero había sido una rama de brezo, que le había rozado el empeine, desatándole el zapato.

—Tranquilícese, señorita. No hay peligro —dijo el páter, calmándola, contento de haber sido detenido en su arrebato y tener ocasión de cambiar de tema—. Permítame ser su médico y hacerle una operación muy necesaria…; atarle el zapato.

—Gracias.

El pastor se arrodilló caballerosamente ante ella, en medio del camino; y fuese por la torpeza de sus dedos, o porque quería gozar el mayor tiempo posible viendo aquel menudo pie de mujer en la fina media, se eternizó con los cordones sin resultado.

De pronto vio Rangilda una figura que se dibujaba allá lejos contra el cielo completamente velado…; un hombre que parecía una sombra, bajando lentamente, con la cabeza inclinada, por la pendiente más lejana, detrás de la baliza.

—¿Le aprieto mucho quizá? —preguntó el páter al sentir en ella una pequeña sacudida.

—No, ¡qué va! —contestó, reponiéndose en seguida.

Pero siguió mirando la figura que iba por allá lejos, donde el cielo y la tierra desaparecían juntos en la penumbra. La figura de Manuel estaba lejos de sorprenderla; pero actuó sobre ella de una manera completamente distinta a como había esperado. Le extrañó lo que le podía atraer a aquellas alturas sin vida, silenciosas y solitarias, lejos de los hombres. Tan extraño allá arriba, tan desmesuradamente grande…

En este momento comprendió lo que un día les había oído decir a los pescadores: que Manuel les recordaba la imagen del altar de la iglesia de Sandinge. Ni siquiera le faltaba el halo. Por una curiosa casualidad estaba el sol detrás de él, casi a la altura de su cabeza, donde brillaba a través de las nubes como un disco de luz débil, del tamaño de la luna.

—Bueno; espero que le haya quedado bien —dijo el páter, levantándose.

Pero aunque la figura de Manuel había desaparecido por debajo de la línea de visión, se quedó Rangilda quieta como una estatua. Con una expresión de asombro creciente, que al final era casi de espanto, seguía con la vista clavada en el sitio donde él desapareció.

—¿Quiere explicármelo, pastor Petersen? —dijo por fin, poniendo su mano, temblorosa, en el brazo de éste—. ¿Me he vuelto loca de repente…, o qué es lo que pasa? ¿Ve usted también tres soles en el cielo en este momento?

—¿Qué dice? ¿Tres soles?

—Sí. Mire: allí…, y allí…, y allí.

—Sí. Cierto. Tiene usted razón. Mucha razón.

La cosa era muy natural. A cada lado del sol, pero a bastante distancia de él, se veía en las nubes una mancha luminosa del tamaño de la luna, que sólo era un poco más débil que el mismo sol, ligeramente irisada por el borde interior.

—¡Pero qué embrujo es éste! —exclamó ella, completamente fuera de sí—. ¿Adónde me ha traído usted? Y ¿qué es aquello…, aquella cruz negra de allí? —continuó con creciente terror al ver la baliza en la altura de donde había venido Manuel—. ¡Esto es un Gólgota…! ¡Fuera! ¡Me oye! ¡No quiero estar aquí!

Rangilda, tan entera en todas las ocasiones difíciles, perdió por un momento el dominio de sí misma. El páter trató de tranquilizarla explicándole la causa natural de aquel fenómeno, y al poco rato se recobró. Pero no recuperó todo el equilibrio hasta salir de aquel «repugnante desierto», cogida del brazo de él. Sí, sus risas no sonaron bien hasta que llegó a casa y contó a Betty su aventura.

VI

El fenómeno natural que tanto miedo le dio a Rangilda no presagiaba en realidad nada bueno. Ninguno de los indicios naturales de tormenta teme tanto el hombre de mar como el que, al ponerse el sol, a poco de desaparecer este astro bajo el horizonte, reaparezca en el cielo ligeramente nublado, casi después de mucho tiempo de mar en calma. Entonces hay que espabilarse antes de que llegue el primer precursor de la tempestad. Éste viene en forma de un golpe súbito, veloz como el rayo, que hace gemir las cuerdas de los palos, dejando tras sí una calma completa, un inquietante silencio de muerte sobre el agua inquieta. Pero pronto comienza el mar a hervir, y la gente tiene que subir a aferrar la última vela y hay que cerrar las escotillas y lumbreras antes que asome por el horizonte el siguiente mensajero de tempestad con su séquito de cimas de espuma.

También en la playa hay actividad…, dentro de las pequeñas y bajas cabañas, desde las cuales se observa también el sol y la luna cuando los pescadores están en el mar. Cuando el gato comienza a maullar, y el viento aúlla en la chimenea como un perro que huele a cadáver, las mujeres están a cada momento en el umbral con la mano sobre la frente. Los ancianos bajan a la arena, miran al horizonte y hablan consigo mismos. Como rebaños de águilas poderosas vienen a través del cielo las primeras nubes oscuras. Pero pronto asoman por el horizonte gruesos nubarrones. Todo el mar es ya una pura espuma… y, envuelta en una capa de humo negro y gris, aparece por fin la tormenta, que se lanza sobre la tierra con una violencia que hace temblar las torres de las iglesias.

Hansine estaba por las noches en casa de su madre, hilando a la luz de una vela de sebo, que en aquellas noches, todavía cortas, tenía que sustituir a la lámpara de invierno. Aquel cuarto de techo bajo seguía intacto a las vicisitudes de aquellos tiempos. Todo seguía en su sitio: los platos de estaño colgados de la pared, los dos paños con fecha de 1798, el sillón y las restantes cosas antiquísimas. Todo se había conservado con un cuidado religioso, que, después del regreso de Hansine, casi había adquirido el carácter de una superstición.

No obstante, algo faltaba allí. El asiento al extremo de la mesa de roble, donde antes se sentara Anders Jorgen, con sus gafas de latón, leyendo «la hoja», estaba ahora vacío. El invierno anterior el anciano había tenido la llamada fiebre de la Candelaria, falleciendo a los pocos días.

Pero ni esta muerte ni la larga enfermedad de Elsa, postrada en el lecho para no levantarse más, habían alterado nada las costumbres y el orden tradicionales de aquella casa. Hansine, ahora al frente de ella, había considerado necesario conservar aquel sello especial que siempre había tenido la casa. Había recobrado en su antiguo hogar la serenidad en sí misma y gobernaba en la cocina y en el cuarto con una autoridad y actividad incansables, que recordaba a su madre en sus buenos tiempos. Y había mucho de que ocuparse. El caserío había quedado bastante abandonado últimamente, a causa de la enfermedad de la madre y de la ceguera del padre, e incluso se habían metido en deudas, pues el arriendo había cesado a la muerte del padre, y hubo que renovarlo, lo cual había ocasionado gastos.

Ole Cristian llevaba la agricultura. Era ahora un mozo de veinticuatro años, un poco pequeño, como Hansine, pero sano y fuerte. En su crecimiento había sido influenciado por el casamiento de su hermana, y casi no había nadie a quien le llegase más al corazón la desgracia de ella. Había crecido como una persona introvertida, como un tipo algo raro, que siempre estaba en casa y evitaba en lo posible el trato con extraños.

Tampoco Hansine frecuentaba el trato con la gente de la aldea; y como muchas veces la vieja Elsa, a pesar de todas sus amargas experiencias, aun en su lecho de enferma, se negaba tercamente a aceptar a sus nuevos amos de la parroquia, había silencio y calma en la antes tan bulliciosa vivienda. Todos los «santos» de la aldea la consideraban casi como un sitio impuro, y jamás pasaban por allí, al ir de dos en dos a rezar al Centro, sin hablar en voz alta de la soberbia y citar las palabras de Sirach sobre el orgullo como la raíz de todos los pecados.

También aquella noche estaba Hansine sola. Ole Cristian acababa de irse a acostar a su habitación de la cuadra. En la mesa, junto a la luz, estaba todavía el libro en el cual le había estado leyendo a su hermana antes de oscurecer. De la alcoba, cerrada por la cortina de franjas azules, llegaba un quejido breve, cortado —el sueño fatigoso de la vieja Elsa—. Aparte de esto, sólo se oía la tormenta, que rugía en la puerta y presionaba alrededor del gablete.

Frecuentemente, cuando, después de un día de trabajo, se hallaba sola, dejaba Hansine vagar su pensamiento…: volvía a recordar el pasado, que debiera estar muerto para ella; pensando en las hijas y en Manuel, cuyo nombre no se pronunciaba jamás en aquellos cuartos, por lo menos cuando la madre podía oírlo. Viejos sueños tentadores llenaban entonces su interior, sumergiendo su espíritu en la inquietud y en la duda. Sobre todo en los últimos tiempos, pasaba las noches despierta pensando en lo cerca que estaban las hijas. No obstante, después de recibir la última carta de Manuel anunciándole su pronta llegada, había tenido que recurrir a todo su dominio para que ni la madre ni Ole notasen la perplejidad en que se encontraba.

También aquella noche la timidez y la inquietud dominaban sus pensamientos. Aquel ruido de la puerta, aquel mugido del viento en la cubierta de la casa, le traía al recuerdo otra noche de tormenta…: aquella noche —más de dos años habían pasado desde entonces— en que Gutten se acostó para no levantarse más. También entonces estaba ella a solas con sus pensamientos y sus preocupaciones. Lo recordaba muy bien. Ella estaba en la sala y tenía abierta la puerta del dormitorio para oír a Gutten, que se quejaba frecuentemente en sueños. Hasta las once no llegó Manuel. Alegre, alto, bello, entró por la puerta con su gran levita goteando de lluvia, con bastón y un farol que el viento había apagado. ¡Qué bien le recordaba…! Muchas veces había pensado que aquella noche fue la última de su vida de casados. Al día siguiente comenzó el desvío. Con la muerte de Gutten perdió Manuel la alegre esperanza, la certeza absoluta de llevar consigo la bendición de Dios, que hasta entonces le habían sostenido a través de todos los desengaños…

Dejó de hilar y levantó la cabeza en actitud de escuchar. ¿Qué era aquello…?

Había oído abrir la puerta del caserío… ¿O sería la tormenta que habría saltado el pestillo…? No… Ahora sonaban en el empedrado pasos de botas.

Se puso pálida. «¡Manuel!», pensó. Se levantó vacilante y se apoyó en el respaldo de la silla… «¿Vendrá aquí de verdad?». Sí, ya subía por las escaleras… Llamaba a la puerta. ¡No, no…, no quería! ¡Él no tenía ningún derecho a…!

En este instante se levantó el picaporte lentamente y, entreabriendo la puerta, apareció el tejedor Hansen.

—Buenas noches, Hansine —saludó en voz baja, sin entrar en el cuarto—. Pasaba por aquí y vi que había luz. Y entonces pensé que debía entrar para saber qué tal estáis. ¿Qué tal sigue tu madre?

Con aparente tranquilidad, contestó Hansine:

—Lo de los ancianos. Acostada casi siempre y dormitando. Mejor es así. Puedes entrar, si quieres.

—Ya es un poco tarde —dijo el tejedor, dudando y mirando a su alrededor.

—Tú verás —contestó Hansine.

Cortó la torcida vela —todavía temblaba su mano— y, sentándose, volvió a coger la rueca.

Por fin, el tejedor cerró la puerta tras sí, se limpió la nariz junto a la chimenea y se sentó en el banco de la cabecera de la mesa. La alcoba seguía en silencio. Una mano trató de descorrer la cortina, pero falló en su intento. E inmediatamente después volvieron a oírse los quejidos breves y cortados.

—Te traigo saludos de Sandinge —dijo el tejedor, que se había sentado con el cuerpo inclinado hacia delante, los brazos sobre las rodillas y se secaba los dedos con un pañuelo—. Fui hoy a dar una vuelta por allí, a ver cómo andaba aquello. Tantas cosas ha oído uno que ocurrieron allá estos últimos tiempos…

Hubo un corto silencio.

—Es realmente difícil cómo él…, cómo… (me refiero a Manuel)…; digo que es difícil cómo ha adquirido fama allí. Ha hecho otro verdadero milagro con un bebedor de la playa.

—¡Ah…! —contestó Hansine.

—Supongo que te habrá escrito contándotelo. Te escribe mucho, ¿no?

—De eso no me ha dicho nada.

—Se habrá figurado que no era necesario, pues no se habla de otra cosa. Porque ¡había que ver cómo estaba la gente…! Y no es extraño.

De nuevo un largo silencio.

—¿Qué, fuiste allí a visitar a Manuel quizá? —preguntó, por fin, Hansine.

El tejedor la miró un momento con un ojo cerrado. Parecía como si pensase cuánto le diría.

—Ni le he visto siquiera —contestó—. No, no le he visto. Pero… a tus hijas, sí.

Hansine se estremeció.

—Sigrid estaba sentada en una piedra junto al agua, y arriba en el jardín, estaba Dagny, llorando, la pobrecilla… Con Manuel, desde luego, tenemos que confesar, Hansine, que los de Skibberup no nos portamos como debiéramos. Muchas veces he pensado esto… El tiempo ha demostrado que él tenía razón en muchas cosas. Pero, aparte de ello, más de una vez he observado que Manuel tenía como un maravilloso don profético de ver el futuro. ¿No lo crees tú también?

Hansine seguía callada.

Él siguió contando. Tenía la intención de hacer la primera tentativa para ganársela para un plan que había preparado hacía algún tiempo, y que él, a pesar de las muchas y amargas experiencias del pasado, había forjado conforme a su principio fundamental: el mal se ha de quitar con el mal. Él pensaba nada menos que volver a poner al pueblo a favor de Manuel. Él intentaba utilizarle como un emplasto milagroso que acabase con el mal espiritual aniquilando las manías. Pero como Hansine seguía callada, vio que de momento no convenía presionarla demasiado. Y, poniéndose en pie y dando las buenas noches, se marchó.

Hansine continuó hilando mucho tiempo todavía después que el tejedor la había dejado sola. Pero ya no tenía el hilo en las manos… Estaba sentada, con el cuerpo inclinado hacia delante, con la mano en la mejilla y la vista fija en el suelo. La luz rojiza de la vela iluminaba un lado de su cara, cuya expresión hacían más dura y seria todavía las sombras proyectadas junto a la boca y encima de sus ojos, hundidos.

Las palabras del tejedor sobre sus hijas habían levantado de nuevo las duras acusaciones de su corazón de madre. Sin embargo, estaba serena. Con toda tranquilidad volvió a reflexionar sobre la larga serie de cuestiones que aquel verano ocupaban su pensamiento día y noche, especialmente desde la última carta de Manuel. Frecuentemente se preguntaba si sus hijas, en caso de que volviesen a su lado, no se cansarían en seguida de la monótona vida campesina y estarían deseando la vida distraída que ahora llevaban. ¡Sí, claro! Sigrid sobre todo. La desgracia va había sucedido, y sería pecar dos veces contra las hijas arrancarlas ahora del suelo donde habían comenzado a echar raíces. El pecado que ella había cometido un día, en un momento de ofuscación, desprendiéndose de sus hijas ya no tenía arreglo. Todo lo que podía hacer ahora era guardarse a sí misma, fortalecer interior y exteriormente su vida para que las hijas pudiesen tener siempre en ella un puerto de refugio, en caso de que naufragasen algún día en el mundo y necesitasen ayuda. ¿Quién lo sabía? Este momento estaba quizá más cerca de lo que nadie pensaba.

¿Y Manuel? Jamás se habían entendido menos; jamás habían estado más distanciados que ahora. Ella había podido observar en sus cartas que pensaba encontrarla como cuando la dejó. Él no tenía la menor idea de lo que ella había visto junto al mar abierto, entre los fuertes y libres pescadores de Skalling. No tenía la menor idea de estos largos años, en que Hansine, en su abandono, se había hallado a sí misma…; no sospechaba la profunda vergüenza con que contemplaba ahora toda su vida pasada, y no menos precisamente los momentos de los que Manuel conservaba quizá los mejores recuerdos.

Estaba firmemente decidido. Tenían que separarse. Ella no quería verle más. No quería embarcarse en nuevas aventuras. La paz que había comprado a tan alto precio no sería arriesgada frívolamente. Había enterrado para siempre los sueños vacíos de la juventud. Había aprendido que la dicha de esta vida consistía en tener raíces en la tierra propia y crecer a la luz del cielo natal…, por bajo y angosto y oscuro que fuese. Jamás —ni siquiera en la soledad de Skalling, separada del marido y de las hijas— había sentido una falta de hogar tan dura como la que había sentido en la casa parroquial de Vejlby.

También para Manuel era mejor que todo concluyese entre ellos. Sí, ella le escribiría de una manera clara y terminante, de modo que ya no fuese posible ninguna duda. Y quizá él recapacitase también y viese claro, y se casaría con Rangilda Tonnesen. Hansine deseaba sinceramente que esto último fuese una realidad. Así volverían sus hijas a tener la casa propia que tanto estaban necesitando. Y ella…, poco a poco iría recobrando la paz. Su felicidad sería pensar en los tres, y su tranquilidad, encomendarlos todos los días a la protección divina.