LIBRO PRIMERO

I

En medio de una lluvia torrencial subía una calesa vieja por la carretera de la estación de Sandinge. Era un día de principios de julio, pero el cielo estaba negro y bajo como en noviembre. Caía el agua a cántaros; un verdadero aguacero. Sobre la arqueada cubierta de cuero de la calesa se había formado todo un mar que se movía hacia delante y hacia atrás, al vaivén de los movimientos irregulares del vehículo. Por todas partes de la envejecida carroza, desde dos baúles atados atrás hasta un paraguas grande, bajo el que iba encogida una mujer sentada en el pescante, al lado del cochero, corría el agua en chorros violentos. Era un espectáculo lastimoso.

¡Si por lo menos hubiese sido un viaje corto! Pero con aquella parsimonia con que avanzaba, tirada por dos caballejos flacos y con la lentitud consciente con que sus ruedas pisaban el barrizal de la carretera, daban la impresión de haber recibido el encargo de hacer ver a cada transeúnte cuán detestable era el tiempo y cuán desolada se extendía la tierra hasta el horizonte con sus lindes monótonas y sus cerros desnudos. Sin querer pensaba uno que bajo la cubierta de la calesa iba sentado algún hipocondríaco de tez amarillenta y ojos hundidos, mirando embobado la lluvia, sin energía para meter prisa al cochero, pero sin mostrar tampoco ninguna impaciencia para llegar a su destino, donde no le esperaba alegría alguna.

De pronto asomó una carita infantil sonriente…, y poco después, otra…, y al mismo tiempo, una manecita gordezuela que, con los dedos extendidos, trataba de coger las gotas que caían. Era como si de pronto surgiesen de un ataúd cabezas de ángeles. Brillaban los ojos azul celeste; y al pasar por delante de una casa, o de un par de ovejas que pastaban a la orilla de la carretera, las dos criaturas lanzaban un grito de entusiasmo. Y acto seguido se volvía la mayor y gritaba ardorosamente:

—¡Papá! ¡Tía…! ¡Mirad!

La carretera había formado un recodo, bajando al mismo tiempo y dando así vista a una extensa zona de prados, llana como la superficie de un lago, que se extendía entre pendientes doradas. Allá abajo, en medio de la verde llanura, se veía a través de la cortina de lluvia el pueblo de Sandinge, con sus caseríos grandes, encalados de amarillo, y una vieja iglesia de piedra. No lejos de allí se erguían los muros rojos de la famosa escuela superior de la localidad. El amplio conjunto de edificios producía una sensación imponente y hacía pensar en un importante establecimiento estatal o gubernamental, y en realidad en eso se había convertido, en cierto modo, la escuela.

Era mediodía. De todas las chimeneas del pueblo salía un humo pardusco que formaba una nube espesa sobre los techos de paja; los gallos cantaban por todas partes llamando a las gallinas para que se acercasen a la puerta de las cocinas. Cuando la calesa pasó por la calle no se veía un alma; todo el pueblo estaba como muerto. Sólo de la escuela libre llegaba el canto de los alumnos dirigidos por la voz de bajo del maestro.

Al pasar el vehículo por delante de la escuela se asomo a la puerta el maestro Povelsen, con su voluminosa figura. Con el libro de salmos abierto en la mano y sin interrumpir la dirección del canto, estuvo mirando fijamente al coche hasta que desapareció tras la cortina de lluvia.

—¿Quién era, Jorge Hansen? —preguntó a un campesino pequeño y fornido que en aquel momento había aparecido a la puerta de un granero, al otro lado de la calle.

Jorge Hansen limpió con calma la cazoleta de su pipa antes de contestar. Luego, muy meditabundo y con una ternura que daba a sus palabras un tono confidencial, contestó:

No lo sé, Povelsen…, no lo sé. Pero las bestias eran de Ole Olsen.

—Sí, eso me pareció a mí también Y era el coche nuevo del hostelero. Pero ¿quién iba dentro?

—Eso yo no lo sé. Povelsen…; no tengo ni idea. Quizás algún bañista que esperan allá.

—Muy probable. Ya hay algunos. Bueno… Tus profundas heridas, Jesús.

El maestro reanudó el canto y volvió al aula.

Mientras tanto, la vieja carroza seguía hacia el Norte por la carretera, completamente llana, que en línea sinuosa bordeaba la orilla de un riachuelo que cruzaba los prados. Por todas partes, grupos de vacas en completa inmovilidad, con la cabeza inclinada y los ojos medio cerrados y encogido el lomo contra la lluvia. Pero poco a poco llegó el vehículo a terrenos más flojos, donde, entre abundantes y abigarradas flores, pastaba ganado joven de pelo hirsuto. Gaviotas chillonas daban vueltas en el aire anunciando la proximidad del mar; pronto surgió también en la lejanía la blancura de la playa con una fila de cabañas de pescadores, un par de caseríos y una hostería con cubierta de teja: la Hostería de Sandinge.

Este lugar había adquirido los últimos años cierto renombre…, por lo menos, en los periódicos. Desde que el ferrocarril dotara a esta comarca un tanto apartada de una comunicación fácil con el resto del país y especialmente con la capital, al hostelero se le había metido en la cabeza hacer famosa la hostería como sitio de baños. Todas las primaveras, anuncios llamativos en la Prensa llamaban la atención de los bañistas sobre aquella «playa de primera categoría» y sus «románticos alrededores naturales», consiguiendo los últimos años atraer a una decena de soñadores de la capital, que se paseaban por la playa, contemplando todas las tardes la puesta de sol en el mar.

Pero no fue hacia la hostería —«Hotel Kattegat», como se llamaba ahora— adonde se dirigió la vieja calesa. A la entrada de ella torció al Oeste, rumbo a un caserío grande y muy bien arreglado, situado un poco a las afueras del pueblo. Una bandera acabada de izar indicaba que estaban esperando a los huéspedes.

II

Aquel mismo mediodía había una reunión importante en la Casa de Sandinge, pintoresca villa de madera construida al estilo noruego, situada al pie de la pendiente, no lejos de la escuela superior. En aquel entonces residía allí la acaudalada señora Lene Gylling, que en verano trasladaba allí su corte de Copenhague para estar más cerca de quienes podían alegrarse más que nadie de su protección.

En la espaciosa sala del jardín se había reunido medio centenar de personas, parte de las cuales eran gente de fuera, de esa que constantemente se veía como huésped de la escuela superior: curas animosos, con sus mujeres, vestidas al estilo del país; maestros rurales de aspecto serio y barba larga, y estudiantes campesinos de espalda redonda, cara pálida y ojos encarnados. La otra parte estaba compuesta por un par de maestros de la escuela superior y por campesinos acomodados de la comarca y sus mujeres. Como de costumbre, por la mañana había habido una conferencia en la escuela, y a mediodía, siguiendo una norma sólidamente establecida, y que era muy del agrado de la señora Gylling, se habían reunido en la Casa de Sandinge en charla amistosa, acompañada de una pipa de tabaco.

Sin embargo, estas charlas amistosas solían degenerar en debates acalorados sobre las cuestiones sociales, políticas y religiosas del día. Poco a poco para aquellos hombres fue una necesidad discutir, desarrollar sus puntos de vista sobre la vida y perderse en profecías sobre el futuro. En particular, habían vuelto al orden del día los temas religiosos, después de haber sido suplantados durante varios años por la absorbente política. En todas partes, los amigos cristianos de la causa del pueblo, defraudados en su esperanza de ver pronto en la tierra el reino de la verdad y de la justicia, habían vuelto con renovado ardor su pensamiento y su espíritu hacia las cosas de ultratumba.

El asunto que este día agitaba los espíritus trataba exclusivamente acerca de las fuertes rupturas religiosas de la época, ocupándose especialmente del plan de una gran reunión que se proponía celebrar en la escuela superior, una vez recogida la cosecha, y a la cual debían asistir miembros de la Iglesia nacional de todo el país para mutua edificación y fortalecimiento de la fe.

Entre los forasteros había un hombre sin barba, de cuarenta y tantos años, alrededor del cual se había ido reuniendo la mayoría de los presentes. Era el pastor Guillermo Pram, que se había hecho célebre aquellos últimos años, y a quien los jóvenes habían comenzado a considerar como un jefe y un renovador. La celebridad de este hombre venía de haber declarado en un Concilio eclesiástico al que asistían obispos y otras dignidades que, ante los últimos e irrefutables estudios críticos de la Biblia, ya no podía sostenerse una revolución divina directa, sino que se refería exclusivamente a buscar en el testimonio de la Iglesia viviente el conocimiento de Cristo y del cristianismo; que, por consiguiente, nadie podía siquiera tener su pensamiento y su razón sometidos a la autoridad de la sagrada Escritura, sino que debía considerar la Biblia como cualquier otro libro de edificación, cuyas ideas se podían rechazar o admitir, según satisficiesen a las necesidades personales de uno. En los primeros momentos, estas manifestaciones habían asustado incluso a los que clamaban ardorosamente por un desarrollo de las ideas eclesiásticas de la sociedad de amigos en consonancia con los tiempos. Pero la cuestión tomó otro giro cuando las autoridades eclesiásticas castigaron a Guillermo Pram, destituyéndole de su cargo en la Iglesia nacional. Con este hecho alcanzó la aureola del martirio, que hizo populares a él y a su doctrina. Un grupo de campesinos de Lolland instruidos le eligieron para director espiritual, y él mismo siguió adquiriendo notoriedad en escritos y discursos ardorosos, elevando sus ideas a la categoría de doctrina que acabaría definitivamente con el yugo férreo de la creencia servil y detendría al mismo tiempo la creciente defección de la eterna verdad del cristianismo por parte de las clases instruidas.

Este acontecimiento —y no menos el éxito que le dio— había contribuido a que también otros hombres avanzados del partido se atreviesen a romper con el dogma. Durante un tiempo se rivalizó por exponer nuevas verdades vitales. Tal fue el caso de un cura llamado Magensen, presente también allí este día, que recientemente había publicado un folleto asombroso: «¡El infierno no existe!», en el cual, con sólida erudición y apelando al corazón, había demostrado que la fe en un demonio personal y en una condenación eterna estaba en pugna tanto con nuestro concepto de la bondad infinita de Dios como con los últimos resultados lingüísticos de los traductores de la Biblia.

Todas estas cuestiones candentes se discutían ahora ya en la sala del jardín de la señora Gylling, mientras la lluvia seguía cayendo a torrentes, como el lloro desconsolado del cielo. Los oradores se sucedían frecuentemente. Guillermo Pram causó una impresión extraordinaria en los asistentes, quienes, por otra parte, se habían convertido en adeptos suyos. Incluso la señora Gylling, después de algunas vacilaciones, se había afiliado recientemente a este partido ávido de reforma, hecho que había consolidado muchísimo la posición de aquél dentro de la sociedad de amigos. Esta señora, todavía bella, con sus finos ricitos sobre la frente, estaba cómodamente sentada en un sillón de mimbre, mirando en silencio a los reunidos con esa mirada perdida en dulces sueños que le había conquistado la fama de ser la mujer más espiritual de Dinamarca.

Reinaba allí la armonía más perfecta. Se decía abiertamente que ahora debía hacerse propaganda respecto al Norte, que era la parte última y definitiva de la purificación de la Iglesia, que había comenzado con Lutero y continuado con Grundtvig. Después del siglo diecinueve quedaría el cristianismo liberado definitivamente de todos los errores medievales, volviendo a su luminosa pureza, sólo en la cual tenía poder para conquistar el mundo y las gentes, como estaba prometido.

III

Sin embargo, uno de los presentes, por lo menos, no estaba de acuerdo con la opinión general. Allí junto a una ventana y mirando el jardín permanecía sentado un hombre de edad mediana y barba cerrada. Durante todo el debate había pasado inadvertido, cogiéndose nerviosamente el bigote. De cuando en cuando, su mirada iba del jardín a Guillermo Pram, que, rodeado de sus respetuosos oyentes, con la levita echada hacia atrás, las puntas de los dedos de la mano izquierda en el bolsillo del chaleco y con el brazo derecho extendido dramáticamente, iba desarrollando con abundancia de palabras la cuestión de la fe en los milagros, que, según él, debía ser el tema fundamental de la próxima asamblea, y que él había formulado en la frase: «¿Qué debe exigir a la religión el hombre de hoy?».

El solitario era el director Sejling, que regía la escuela superior de Sandinge desde el fallecimiento del antiguo director. Era una persona muy estimada en la sociedad de amigos, como lo había demostrado el hecho de haberle sido confiada la dirección de la escuela superior más querida y más grande de todo el país. Se admiraban sus extraordinarias dotes de conferenciante, se tenía en gran aprecio su bello lenguaje transido de espíritu, y sobre todo la seriedad de costumbres que irradiaba toda su personalidad. Pero al lado de estas cualidades había en él algo oculto, casi caprichoso. Se vivía en una especie de temor con él, porque jamás se conocía su actitud y porque no había manera de hacerle fijar su posición sobre las cuestiones que se discutían…; una debilidad de su carácter viril, que uno trataba de explicarse considerándole como una persona muy emotiva; un espíritu melancólico en fermentación.

Cuando Guillermo Pram terminó de hablar, se levantó él de su silla con una decisión que parecía madurada en aquel momento, se abotonó la levita y, lentamente, con las manos a la espalda y dominado el gesto, se dirigió al grupo.

—Deseo hacer una observación —dijo en voz alta y cortando sin más la discusión que habían provocado las palabras de Guillermo Pram.

Al oírse su voz se produjo en los asistentes cierta inquietud angustiosa. Comenzó diciendo que él, como siempre, había escuchado con gran atención las palabras de su amigo Guillermo Pram, que daban fe de la obsesión evidente y ardorosa que sobre el hombre ejercían las grandes cuestiones vitales. Ahora bien: si, a pesar de todo, se consideraba autorizado a poner un par de objeciones, era porque creía…, es más, porque, tras madura reflexión, estaba completamente convencido de que en algunos de los intentos logrados de hacerse entender acechaba un peligro que no todos observaban debidamente. A saber: que debía quedar sentado que el cristianismo sólo tenía una clase de enemigos entre los hombres: los no cristianos… Que, para él, la gran tarea religiosa de la época no consistía en ensanchar los abismos entre los cristianos, sino, por el contrario, en tender un puente sobre ellos, en realizar la posibilidad de una vuelta feliz a la unión, que era la única que podía devolver al testimonio de la Iglesia el poder de persuasión que hacía ver a los ciegos y oír a los sordos.

Estas palabras, pronunciadas con la seriedad inquietante de un convencimiento profundo, no dejaron de producir cierta impresión en la masa de los asistentes. Unicamente Guillermo Pram, quien ya estaba tan metido en su papel de reformador, que inmediatamente tomaba toda contradicción como una ofensa personal, rechazó ardorosamente las objeciones presentadas.

Intervino entonces el pastor Magensen y dijo que él se adhería totalmente a las palabras de Guillermo Pram. Añadió, no obstante, que debía hacerse una salvedad en el sentido de que ningún cristiano verdadero podía vivir en hermandad espiritual con gentes que creían en un diablo personal o en un infierno eterno. «Había que declarar una guerra abierta contra doctrina tan inhumana…, una guerra de exterminio», siguió gritando con el arrebato histérico con que oportuna e inoportunamente predicaba su doctrina de excomunión. De él podría decirse lo que del ingenioso pontífice de los pietistas: «El demonio le había cogido por la piel y por el pelo».

Fue interrumpido por el director de la escuela superior, quien, con una mirada despectiva a su insignificante persona, opuso la equívoca observación de que «también él hacía tiempo que había recibido castigos infernales más que suficientes».

Aumentó la agitación entre los asistentes. El temor a las diferencias de opinión que los últimos tiempos habían revelado dentro de la sociedad de amigos, temor que se había tratado de ocultar lo mejor posible frente a los adversarios, se apoderó súbitamente a todos ante esta escena que se sentía como un augurio siniestro de lo que traería la asamblea grande. Pero precisamente en el momento en que la polémica entre Guillermo Pram y el director de la escuela amenazaba con degenerar en una riña desagradable avanzó un individuo alto y pálido y con voz débil pidió permiso para «expresarse».

Este individuo era el candidato Boserup, persona muy querida y al mismo tiempo muy compadecida por todos, teólogo y exdirector de la escuela superior, que, llevado de su gran afán por los escritos filosóficos y críticos, había tenido la desgracia de perder la fe en la verdad del cristianismo. De lo dura que había sido para él esta pérdida eran testimonio elocuente no sólo toda su persona, que había despertado la compasión de todos, especialmente de las mujeres, sino también su propia confesión comparando a su alma con un cadáver; y a pesar de su apartamiento, siempre se hallaba presente en los lugares donde se hablaba la palabra de la fe. Por esta razón, nunca se había renunciado a la esperanza de verle de nuevo dentro del redil cristiano, viéndose en la circunstancia de sentirse atraído por la sociedad de amigos una prueba más de que, a la luz espiritual que irradiaba esta agrupación, no sólo él, sino todas las almas vacilantes que en aquella época buscaban la verdad, volverían a encontrar el camino del cielo.

De ahí el silencio sepulcral que siguió a su petición de la palabra. Todas las miradas estaban pendientes de sus labios, mientras él, pálido como un Cristo, mostraba una sonrisa dolorosa y revolvía el pañuelo entre sus manos delgadas.

Con voz apenas perceptible dijo que, después de haberlo pensado, se había permitido llamar la atención de aquel grupo, en el cual, en cierto modo, ni siquiera tenía derecho a hablar; pero que había sentido una necesidad irresistible de expresar su alegría por lo que acababa de oír, es decir, por haber sido testigo de cómo en aquellos tiempos se había despejado el viejo camino de la Iglesia, tan querido un día para él, librándole de más de una de las piedras en las que tantos tropezaban en aquellos días. Quería señalar de un modo especial la fe en los milagros como uno de los obstáculos que para él habían sido fatales; y por eso podría comprenderse el agradecimiento con que había escuchado las declaraciones de Guillermo Pram sobre este punto. Y pidió que le dejasen decir que, con gran esperanza por su parte, contemplaba aquella labor de desbrozo que acababa de comenzar, y que para muchos sería la bendición y la paz.

Estas palabras volvían a darle el triunfo a Guillermo Pram. El orador se vio rodeado por todas partes de personas que le estrechaban la mano. Pero no por eso abandonó la palestra el director Sejling, sino que pidió la palabra. Y en una discusión continuada ahora con más acaloramiento se vio que él no tenía tan pocos partidarios allí, especialmente entre los maestros rurales, que hasta entonces se habían mantenido bastante callados, pero que entonces, ante la actitud descomedida de los contrarios, especialmente de los estudiantes campesinos, se calentaron y comenzaron a pedir la palabra. Hubo un momento en que pareció que el modesto alegato del candidato Boserup iba a ser la señal de una pelea seria…, cuando todos los pensamientos cambiaron de objetivo.

La señora Gylling, que siempre se sentía un poco inquieta cuando se levantaba demasiado la voz a su alrededor, y que ahora buscaba una ocasión para desviar la tormenta, había visto, al mirar casualmente a la ventana, la calesa, que con el toldo echado seguía su camino en medio de la lluvia torrencial.

—¡Eh! ¡Mirad un momento! —exclamó. Y al oír su voz callaron todos—. A ver si me dice alguien quién es el que va en la calesa.

Todos miraron por la ventana siguiendo la dirección de los dedos de la señora Gylling. Pero nadie se lo dijo.

—Es Manuel Hansted.

—¡Manuel Hansted…! —exclamaron todos a coro.

—Oí esta mañana que había pedido alojamiento en casa de Ole Olsen para la temporada de verano. Quiere pasar una temporada con su familia…, es decir, con sus dos hijas y su hermana.

La noticia venía pintada para causar asombro, y de hecho hizo olvidar durante unos momentos sus divergencias a los contendientes. Manuel Hansted se había convertido en el hijo de dolor de la sociedad de amigos. Él, que en su tiempo parecía haber realizado el ideal evangélico, había causado en todos los grupos populares una desilusión profunda al saberse, hacía año y medio aproximadamente, que había abandonado bruscamente su actividad, dejando a los fieles en la mayor confusión, actitud que trajo como consecuencia que éstos se echasen más tarde en brazos de los pietistas. Y tal desilusión se mezcló con cierta amargura al contarse reservadamente que este abandono brusco estaba relacionado con cierta dama, hija de su superior en la parroquia, el reaccionario párroco Tonnesen. De lo que no cabía duda era de que su mujer no le había acompañado cuando él se había ido con sus hijas a casa de su padre, a Copenhague. Se decía que la mujer había estado viviendo una temporada en casa de una amiga de la juventud, pero que después había regresado a la casa paterna para cuidar a su madre enferma. Respecto a los esposos, la señora Gylling no sabía nada concreto; y en un misterio semejante estaban envueltos los demás planes y circunstancias de Manuel. A ciencia cierta se sabía solamente que en aquel año y medio había vivido completamente retirado en casa de su padre. Tan pronto como volvió a la casa paterna se extendió el rumor de que en las altas esferas eclesiásticas le habían tendido el lazo y que estaban inclinados a darle un nuevo y lucrativo cargo sacerdotal; pero estos rumores pronto se desvanecieron. Lo último que acerca de él se había oído era que, a pesar de los insistentes ruegos de la familia y de los amigos, se había negado rotundamente a volver al servicio de la Iglesia nacional. Presentaban como móvil —si bien medio en broma— una revelación mística que, según decían, había tenido una noche; y por todas partes se había extendido la voz de que pensaba nada menos que reformar totalmente toda la sociedad cristiana.

Nada de extraño tenía, por consiguiente, que su llegada a esta comarca provocase una serie de preguntas entre los que se hallaban en la Casa de Sandinge, especialmente después que la señora Gylling había dicho que también la citada señorita Tonnesen ya había llegado al «Hotel Kattegat» hacía un par de días. Durante largo rato se perdieron en toda clase de cábalas, hasta que Guillermo Pram, al que no le gustaba que se ocupasen demasiado de los demás, puso fin a todo esto diciendo que todo el secreto con el bueno de Manuel Hansted era que él ya no sabía lo que quería.

Y volvieron con brío renovado a la cuestión de la fe en los milagros y en la actitud cristiana frente a los resultados irrebatibles de la crítica bíblica.

IV

Al día siguiente brilló el sol. El caprichoso cielo de julio se mostró azul desde el amanecer, como si tuviese prisa por borrar su mal comportamiento de los días anteriores. Era un auténtico día de verano.

En un bello jardincito contiguo al caserío donde el día anterior había entrado la vieja calesa estaba sentada en un banco de barrotes, a la sombra de un manzano de ramas largas, la joven señora Torm. Llevaba luto de viuda riguroso. Por segunda vez en el curso de los dos últimos años había llamado la muerte a su puerta exigiendo entrada. Aún no se había repuesto de la pérdida de su hijo, cuando una noche, después de un gran banquete, su marido sufrió un ataque de apoplejía, falleciendo pocos días más tarde.

Sin embargo, no eran estos tristes recuerdos los que la habían hecho sentarse allí con su labor de punto en el regazo y mirar con vida ausente la manchas de sol en el césped. Era la preocupación y la inquietud por su hermano Manuel, que este día, como tantos otros, le hizo olvidar sus propias penas.

Las relaciones entre los dos hermanos, tantos años separados, últimamente se habían hecho, en cierto modo, muy entrañables. En las fuertes sacudidas espirituales que los repetidos contactos con la muerte habían producido en Betty había hallado ésta en Manuel el apoyo y el consuelo religioso que ni el padre ni su hermano más joven le podían dar. Él se había convertido poco a poco en su director espiritual, y ella se había acogido a él con toda sinceridad y confianza. Y, sin embargo, seguían entendiéndose a medias solamente. Ella se sentía disgustada aún, incluso ofendida, por la obstinada negativa de él a reconciliarse con la vida y la sociedad a las que pertenecía por su nacimiento y por su educación, y no podía, pese a toda su buena voluntad de hermana, seguirle por sus extraños caminos.

En la cerca del jardín se hallaba sentada la hija mayor de Manuel, que ahora tenía seis años. Su cabeza rizada aparecía cubierta con un gran sombrero holandés; su delantal estaba lleno de flores del campo. Esta criatura, siempre tan incansable y bulliciosa, permanecía ahora muy quietecita, sin moverse del sol, mirando de cuando en cuando de reojo a su tía con ojos maliciosos.

Esta seriedad se había apoderado de la niña desde el mediodía anterior, cuando atravesaba en la calesa el pueblo de Sandinge. Durante el largo crepúsculo de la tarde última se había mostrado muy callada mirando la lluvia desde la ventana de la habitación, sin querer probar bocado ni jugar con Dagny. Pero cuando la criada le preguntó si no estaba viva dejó todo inmediatamente y se puso a bailar por toda la habitación con su hermana, como si le hubiese dado un ataque de alegría.

Pero ahora estaba sentada y hacía que jugaba, mientras dirigía a su tía frecuentes miradas furtivas. De pronto se levantó, se quitó suavemente las flores del delantal y con, las manos a la espalda, cruzó el césped… hasta llegar al banco de barrotes. Se arrodilló delante de la tía y le puso los brazos en las rodillas.

—Tía —le dijo en voz baja, poniéndose a deshilachar el ovillo.

—Dime, nena —le contestó Betty, medio absorta todavía en sus pensamientos.

—Tía, ¿dónde está mi mamá?

Betty sintió un verdadero sobresalto. Hacía mucho tiempo que no había oído esta pregunta, que en otro tiempo le ponía en el más penoso de los apuros.

—¿Cómo se te ocurre ahora, sin más ni más, preguntarme eso, nena? —le preguntó.

—¡Clarooo! —contestó Sigrid, mirándola con ojos ingenuos—. Esta noche soñé mucho con mamá. ¡Yo veía claramente a mamá, tía! Y también la arruguita de la mejilla, ¿sabes? Y también soñé con la abuela. Me dio una rosquilla. Tía, ¿crees que mamá vendrá pronto del viaje?

Betty se puso intranquila. Miró aquellos ojos infantiles que preguntaban ingenuamente, y no supo qué contestar.

—Dime, Sigrid —dijo por fin, quitándole de las rubicundas mejillas los revoltosos rizos dorados—: ¿sueñas muchas veces con tu mamá?

Sigrid se puso a jugar de nuevo con el ovillo.

—No sé —contestó en un tono que parecía indiferente, pero fácilmente se echaba de ver que no decía la verdad.

Betty estuvo luchando unos momentos con una gran resolución. Le dio a la niña un golpecito en la mejilla y le dijo:

—Si Sigrid tiene un poco de paciencia, vendrá su mamá pronto.

—¿Pronto? —preguntó la niña, abriendo los ojos de par en par.

—Ya lo creo… Pero vete a buscar a Dagny. Me parece que la oigo en el patio.

—¿Está Dagny allí? —exclamó la niña con su acostumbrada y enérgica viveza, como si en aquel momento se le hubiese borrado todo recuerdo de su madre—. ¡Pronto lo vamos a saber!

Y salió del jardín como un torbellino.

Betty la miró, asombrada. Luego movió la cabeza…; no entendía a la niña. Y ahora estaba a punto de arrepentirse de lo que había dicho, pues realmente no tenía derecho a ello. Pero… alguna vez había que preparar a las niñas para este encuentro, del cual ya no le cabía la menor duda. Manuel no había sido explícito; pero ella, viendo las cosas, se dio perfecta cuenta de que él estaba firmemente decidido a reanudar la vida con su mujer y a volver en serio a la amistad de sus antiguos amigos. Entre otras cosas, le había hablado largamente de una gran reunión que se celebraría aquel verano en la comarca, y ella supuso que él abrigaba la intención de explicar allí por vez primera su nueva misión sobre el cristianismo.

Del patio del caserío le llegaron las voces de mando de Sigrid, y un momento después regresó la niña con Dagny, que este día cumplía tres años. La pequeñuela tenía los brazos llenos de juguetes y tiraba de un caballito de madera con ruedas. Pero a pesar de todos aquellos valiosos regalos, parecía muy malhumorada e insatisfecha, y cuando llegó junto a la tía se puso a tirarle de la manga, pidiéndole enérgicamente que fueran «a papá».

Betty trató de ponerla contenta.

—Ya sabes que papá no quiere que le molesten por la mañana. Está leyendo, Dagny. Siéntate al sol, nena, que pronto vendrá.

Sigrid se llevó de nuevo a la recalcitrante Dagny. Se sentaron en el césped y se pusieron a jugar.

Pero Dagny no cesaba de gruñir impacientemente, con su voz ronca, que quería ir «a papá».

Betty comenzó a extrañarse de la ausencia de Manuel. Sabía que llevaba mucho tiempo levantado; ya por la mañana temprano le había oído pasear por la habitación, cosa que solía hacer cuando estaba absorto en algo. Pero de pronto oyó pasos de hombre en la sala del jardín, y un momento después salió Manuel por la puerta con un ancho sombrero de fieltro en la cabeza y una vara de roble en la mano.

Casi era el mismo de tiempos pasados; vestía con sencillez, casi pobremente; pero estaba tan delgado, que las mejillas formaban grandes hoyos encima de la barba. Los ojos azul celeste brillaban, aumentando su brillo las profundas sombras que los rodeaban. El cuello estaba cubierto de pelo que casi le llegaba a la levita, y su gran barba rojiza le caía en ondas sobre su traje oscuro.

—¡Hombre! —exclamó, mirando a su alrededor como sorprendido—. Parece que tenemos un gran día.

—Pero, hijo, ¿ahora te das cuenta? —le dijo la hermana, dirigiéndole una mirada preocupada—. Otra vez has estado con un libro o lo que fuere, sin fijarte en otra cosa. Recuerda que el médico dijo que no hicieras una vida tan sedentaria.

Él sonrió, acercándose lentamente a través del césped.

—¡Buenos días, pequeñas! —dijo a las hijas, que al instante habían venido corriendo hacia él, poniéndoles la mano en la cabeza en señal de bendición—. ¿Qué, habéis dormido bien en esta casa? ¡Claro que sí…! Quería decirte, Betty… He tomado un vaso de leche y un trozo de pan que me sirvió Angélica; por tanto, no te preocupes de ningún desayuno para mí. Voy a dar una vuelta por ahí. Me ha entusiasmado un libro. Un librito. Fue una verdadera casualidad…

—Pero te olvidas del cumpleaños de tu hija —le interrumpió su hermana, mirando a la niña, que estaba en pie en el césped, abatida, con el dedo en la boca y las lágrimas en los ojos azul marino.

—¡Oh Dagny querida! —exclamó, cogiendo a la hija y besándola con emoción en la frente—. ¡Que Dios te bendiga, hija mía! No, no me he olvidado de tu cumpleaños. ¡Claro que no…! Esta mañana te habrás encontrado en tu cama con un regalito… ¡Ah!, ya lo veo. Y, probablemente, la tía tampoco te habrá olvidado. ¡Da gracias a Dios por todo, hija mía…! Bueno; ahí viene Angélica, que se encargará de vosotras.

Dejó la niña en el suelo, y las dos criaturas corrieron hacia la criada, que había venido a la puerta del jardín a llamarlas para tomar la sopa.

Manuel se sentó al lado de la hermana y, después de unos momentos de silencio, reanudó su relato:

—Te hablaba del libro, Betty. ¡Figúrate, un viejo libro de mamá…! No comprendo cómo ha llegado a mis manos, pues jamás lo había visto antes ni lo conocía. ¡Es curioso…! Parece que yo «tenía» que leer ese libro, ¿verdad?

—Muy sencillo: pudo haber venido inadvertidamente entre los demás que has traído de casa. Había varios de mamá entre ellos.

—Sí, es posible, naturalmente. Pero figúrate mi emoción al encontrar la letra y las iniciales de mamá en la primera hoja. Dentro del libro había una señal…, probablemente el sitio donde iba leyendo. Y allí me puse a leer yo también. ¡Qué maravilloso es lo de mamá! Muchas veces en mi vida, cuando me parecía que a mi alrededor todo se ponía mal y se me cerraban los caminos, o cuando necesitaba robustecer mi fe y mi esperanza… De un modo o de otro mamá me hacía una señal o me tendía desde el otro lado de la tumba una mano auxiliadora, consoladora o indicadora del camino. Y esta noche, estando yo despierto, sin poder dormir…

—¿Pero otra vez no has podido dormir, Manuel? —le preguntó la hermana, volviendo a mirarle con una preocupada sonrisa escudriñadora.

—¡Bah!, eso no tiene importancia. El viaje, supongo…, y el ambiente nuevo, quizá. Pero te estaba diciendo… Según estaba tumbado, oyendo la lluvia y el viento y el canto de los gallos…, todos esos sonidos y ruidos queridos que yo no había oído desde que dejé la casa parroquial de Vejlby y a Hansine, revivieron en mi interior viejos sentimientos y muchos recuerdos amados que hicieron vibrar mi espíritu y mis pensamientos. Era como si yo viviese toda mi vida…, no a trozos e imperfectamente…, sino como un todo grande y luminoso. Como desde el pináculo de una torre muy alta veía el camino que había andado; entendía con una claridad que jamás había tenido antes por qué me había tocado la mano de Dios ordenándome que estuviese quieto y mirase atrás…, ¡a mí mismo! ¡Sí, Dios ha sido bueno conmigo! Y por allí anduve tan confiado, tan tranquilo en el convencimiento de que seguía las huellas de Jesús…, y no advertía que las seguía en dirección equivocada, hacia las cosas de este mundo con todas sus codicias y preocupaciones y aspiraciones nunca satisfechas, en lugar de ir hacia dentro, hacia la puertecita del corazón, baja y estrecha, que Cristo nos ha abierto con estas palabras: «¡Mi reino no es de este mundo!».

Se levantó y miró por encima de la cerca del jardín hacia la llana zona de prados, al Sur, donde brillaban en la lejanía los rojos muros de la escuela superior de Sandinge, mientras Betty estaba inclinada sobre su labor. Contra su voluntad, las palabras del hermano se habían apoderado de ella. Jamás entendía a su hermano cuando le tenía presente; pero una vez que se había ido, sus palabras se le volvían clarísimas, y entonces se asustaba de él.

—Pero te has olvidado de lo que ibas a contarme acerca del libro de mamá —le dijo al ver que Manuel no seguía.

—¿Qué…? ¡Ah!, el libro de mamá —dijo él, distraído, y poniéndose a pasear delante de ella con las manos y la vara a la espalda—. Mira, es una pequeña colección de cuentos religiosos breves, nada más. El cuento que mamá tenía señalado trataba de un hombre piadoso de Judea que siempre había sido despreciado por sus amigos y vecinos por su entrega cordial al Señor. A pesar de su actitud filial para con Dios, nunca le iban bien sus negocios temporales. Perdió a los hijos y a la mujer; se le enfermó el ganado; él cayó con lepra. Finalmente, un temporal le arrasó la viña y un rayo le destruyó la casa. Y termina el relato diciendo que el hombre fue al templo, se puso de rodillas y alabó al Señor, con gran escándalo de los hijos del mundo. ¡Sí! «Con gran escándalo de los hijos del mundo». Mamá había subrayado estas palabras. Y, ¿no es cierto?, vale la pena aprenderlas. Cuando las malignas palabras del mundo nos hacen dudar, cuando comenzamos a temer por nuestra propia fe y a decirnos que quizá tengan razón los otros…, entonces puede ser muy conveniente recordar la historia de este piadoso judío que tan maravillosamente conocía el amor de Dios… Pero ¿quiénes vienen ahí? —se interrumpió al ver a dos personas que vestían del mismo color, y un hombre de traje negro y sombrero de paja de ala ancha.

—¿Por dónde? —preguntó Betty, levantando la vista—. ¡Ah, es Rangilda Tonnesen!

—Sí, ahora lo veo —dijo Manuel, cuya cara recorrió en aquel momento una sombra de inquietud—. Pero ¿quién es el que la acompaña?

—No sé… Sí, es él, me parece… ¿No es el pastor Petersen?

—¿El pastor Petersen? ¿Vive él también ahí?

—Bien puede hacerlo. Y es muy probable que sí. Él y Rangilda han andado muy juntos últimamente, como he podido observar.

—Ya, ya —dijo Manuel con voz poco firme—. Sí, el pastor Petersen sabe hacerse simpático a las mujeres… ¿Crees que vienen aquí?

—Estoy segura.

Manuel permaneció indeciso un momento. Con mucho gusto hubiese encargado a su hermana recibir la visita; pero ya los otros le habían conocido: Rangilda saludó con la sombrilla y el pastor Petersen agitó el sombrero.

V

Betty se levantó del banco para recibir a los visitantes a la puerta del jardín. Ya esperaba la visita de Rangilda; pero le sorprendió, asustándola casi, verla acompañada en aquellos parajes.

El pastor Petersen era un hombre fuerte, de cincuenta años; tenía una cara llena, afeitada y versátil; una cara de comediante. Si no fuese por la levita negra de faldones y la corbata blanca, podía tomársele muy bien por un cómico veterano de una compañía, especialmente porque toda su persona, y en primer lugar el intenso color de su cara, le señalaba como un fiel amigo de las alegrías de la mesa. Se le llamaba también el Pater Rüdesheimer, nombre con que se le conocía en todas partes. Confidencialmente solía contar con la mayor sencillez, casi con un poco de orgullo, que el dueño de uno de los mejores restaurantes de Copenhague le había llamado en cierta ocasión su segundo cliente. No ejercía de cura en Copenhague, sino en las inmediaciones, donde tenía una parroquia muy lucrativa. Viudo y sin hijos, se le veía todos los días en la capital, donde estaba considerado como una de las notabilidades de la vida de sociedad. Los últimos años solía comer con frecuencia en casa del cónsul general Torm, por cuya circunstancia figuró también entre los invitados del consejero de Estado Hansted, quienes no siempre le miraban bien, pese a que sabían que en el aspecto religioso era un fiel creyente, incluso muy ortodoxo, y que en su parroquia se luchaba despiadadamente contra todos los disidentes.

Las mujeres se sentaron en el banco de barrotes, bajo el manzano, mientras que el pastor Petersen lo hacía en una silla de jardín de respaldo alto, frente a ellas.

Manuel, en cambio, siguió en pie, atrincherado detrás del impenetrable silencio que solía mantener en presencia de personas extrañas.

El padre Rüdesheimer hizo como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de la frialdad con que se le había recibido. Con su calma imperturbable se quitó el sombrero y se secó la frente con el pañuelo.

Después de cambiarse los primeros saludos, de contestar a las primeras preguntas sobre el viaje y el estado de salud, etcétera, Betty se dirigió a él:

—¡Qué sorpresa verle por aquí, señor pastor! ¿Lleva mucho tiempo ya?

—Mucho o muy poco…, como usted guste, señora. A la una llevaré tres días justos aquí.

—¿Tres días…? ¿Entonces vino usted con la señorita Tonnesen?

—Sí, el mismo día que la señorita Tonnesen. Dígame, señora…, ¿qué otra cosa podía hacer? En confianza, le declararé que pensé mucho este asunto. Pero ¿no era mi deber, mi ineludible deber?

—¿Cómo? ¿Su deber, señor pastor?

—¡Eh! ¿Qué está diciendo? ¿Puedo yo también pedir una explicación? —terció Rangilda.

—Estoy seguro de que usted, señora, compartirá mi opinión —continuó el padre; estaba ligeramente reclinado contra el respaldo de la silla, con el sombrero sobre las rodillas y las manos juntas sobre el pecho—. Realmente yo no podía permitir que una señorita de cualidades tan atrayentes como Rangilda Tonnesen viniese sin protección alguna a esta «playa de primera categoría», que no sin razón reclama el nombre de Ostende del Norte. Considérese, además, la arrolladora impresión de estos «alrededores naturales extraordinariamente románticos», que todos nosotros tenemos ante la vista, y se comprenderá que me sintiese obligado a prestar a la inocencia la protección que mi condición de sacerdote —y señaló a su corbata blanca— y mis canas pueden ofrecerle en esta Sodoma moderna.

—¡No; esa explicación no vale, señor pastor! —siguió Betty—. Permítame que le pida otra.

—¡Qué ganas tienes de oír disparates! —intervino Rangilda con un tono de voz ligeramente irritado y poniendo la mano en el brazo de su amiga—. Esta mañana el pastor tomó té frío y por este motivo está de un humor insoportable.

El padre hizo como si no hubiese oído la observación.

Aparte de esto, tenía razón. Rangilda, en efecto, estaba muy llamativa con su vestido de verano claro, de mangas muy huecas, y su gran sombrero de pastor, cuyo fieltro blanco hacía un contraste maravilloso con su rizado pelo rubio. Fuerza era admitir que llamaba la atención. Su figura conservaba la esbeltez de siempre; sus preciosos ojos azules no habían perdido su brillo; incluso había engordado un poquito con los años, tenía las mejillas coloradas y se había vuelto algo coqueta… Se hallaba, en una palabra, en la segunda floración que se concede a algunas mujeres al final de la tercera década cuando en este tiempo les ocurre algo decisivo.

—Bueno, si esta explicación no le satisface —continuó el padre, dirigiéndose a Betty—, entonces voy a buscarle otra. Tanto yo como la señorita Tonnesen hemos conseguido que un famoso médico de Copenhague nos extendiese un certificado diciendo que nuestros nervios necesitan un largo período de reposo y cuidados. ¿Y dónde mejor iba a encontrar esto que en el «Hotel Kattegat», que en su amable sencillez me parece un verdadero modelo de sanatorio para los nervios? Y, dicho sea de paso, a usted le debemos el descubrimiento de este auténtico sitio de paz.

—A mí no. Fue mi hermano quien tuvo esta idea.

—Honor al que lo merece —dijo Rangilda inclinándose hacia Manuel—. Puede usted creerme, señor pastor Hansted, que ya le he bendecido algunas veces…, especialmente la primera noche, al encontrar un ratón en mi cama. Le habrán zumbado los oídos con ruido de tempestad.

Manuel se estremeció ligeramente ante sus palabras; sus ojos iban vigilantes desde el padre a Rangilda, mientras ésta libraba su pequeña escaramuza. Pero pronto se dominó y enfrentó a la mirada arrogante de ella unos ojos firmes.

—Me parece que olvida usted, señorita Tonnesen —dijo, completamente dueño de sí mismo—, que cuando yo elegí este lugar para nuestra temporada de verano no tuve en cuenta, ni mucho menos, sus costumbres e inclinaciones. Ni siquiera sabía…, ni lo sospechaba, que usted pensase en serio hacerle compañía a mi hermana aquí. Recordará también que cuando me dijo que se le había ocurrido «esta idea volante», así se expresó usted, yo la disuadí de…

—¡Es lo que hace usted siempre: disuadir! —cortó ella con una impaciencia apenas velada y volviéndose a los demás—. ¿No es verdad, pastor Petersen? Si el señor Hansted tuviese autorización para gobernar el mundo, todos estaríamos con los dientes de leche. ¿No le parece?

El padre la amenazó con el dedo.

—¡Qué mala es usted, señorita! —le dijo meneando la cabeza y recobrando inmediatamente su posición primitiva, con las manos juntas sobre el pecho como lo santos varones de las pinturas al fresco.

Pero sobre su negro traje sacerdotal danzaba alegremente una multitud de doradas manchas de sol, mientras la sombra de las ramas del manzano ceñía su gruesa cabeza como con una corona de hojas de vid, que acentuaban su parecido con un sátiro travieso, encanecido en el servicio de Baco.

—Tengo que prevenirle a usted contra la señorita Tonnesen —le dijo a Manuel—. Esta señorita le desacredita con toda su fuerza. Bien, señor Hansted; me alegro mucho de que esté usted aquí, entre otras cosas, porque de vez en cuando podremos echar una partida de bolos… Los bolos es la única distracción que he visto hasta ahora. Pero, al venir aquí hoy, la señorita Tonnesen trataba de hacerme creer que usted no juega a los bolos, que incluso no siente inclinación a este noble deporte.

—Realmente, esta vez ha tenido razón la señorita Tonnesen —contestó Manuel—. He de rogarle que no cuente conmigo.

—¡Santo Dios! ¡Conque es verdad…! ¡No juega usted a las cartas, no bebe vino, no fuma y no quiere tampoco jugar a los bolos…! Un santo completo, entonces.

—¿Y se entera usted ahora? —se burló Rangilda.

Manuel se puso pálido y se mordió los labios. Pero no contestó.

—¡Ay! Sólo puedo jugar ya con mis compañeros de hotel, el fabricante de cepillos Mikkelsen —suspiró el padre—. ¡Cómo juega…! Tiene una izquierda maravillosa.

—Pero hay muchas distracciones aquí, señor pastor —dijo Betty, nerviosa ante la actitud de Manuel, deseando desviar la conversación—. Tiene unos alrededores preciosos. Y usted, por cierto, es un gran admirador de la Naturaleza. Un gran cazador, según me han contado.

—Le agradezco muchísimo, señora, esa favorable opinión acerca de mi persona. Pero ¡ah…!, yo soy un ser completamente prosaico. No niego que sienta cierto entusiasmo por solear mi cuerpo perezoso en un campo de tréboles. También encuentro agradabilísimo dormir la siesta en verano a la sombra de un haya, a orillas de un riachuelo cantarín…, especialmente cuando no está demasiado lejos de un sitio donde se puede sacar agua mecánicamente. Pero para los llamados altos espectáculos de la Naturaleza carezco, desgraciadamente, de sensibilidad. Me da vergüenza confesarlo; pero ¿cree usted que ayer, por ejemplo, el espectáculo, seguramente muy poético, de la lluvia no me produjo el menor entusiasmo? Yo solamente veía que llovía a cántaros cuando me levanté, que llovía a todo llover cuando estábamos desayunando, y que a mediodía caía tanta agua por la chimenea, que tuvo que llenarse la olla…, a juzgar por el gusto de la sopa.

—¡Exactamente igual que yo! —exclamó Rangilda con forzada animación—. El pastor Petersen y yo estamos plenamente de acuerdo. Si estuviese sentada más cerca de usted, señor pastor, le tendería mi mano.

En la cara del padre se extendió una sonrisa divertida. Se levantó y fue a besar la punta de la mano enguantada de Rangilda.

—¡Qué fino! —dijo ella, poniéndose un poco colorada.

De nuevo comenzaron los ojos de Manuel a ir del uno a la otra; Betty, en cambio, estaba un poco confusa y se puso de pronto a hacer punto.

—Como le decía, señora —continuó el padre después de haber vuelto a su sitio—, yo soy una persona muy prosaica que necesita la indulgencia de nuestro tiempo tan lleno de lirismo. Mi pobre espíritu es demasiado pesado para mecerse, en las altas regiones donde esta honorable época en que vivo crea cosas tan maravillosas en acrobacias aéreas de la más alta calidad y jamás vistas antes. Yo, en mi humildad, tengo que contentarme con ser un espectador y admirador ferviente… Esto me trae a la memoria la noticia de la Prensa de hoy acerca de una gran asamblea que próximamente se celebrará en la famosa escuela superior. ¿Qué opina usted, señor pastor Hansted, acerca de sus antiguos correligionarios? Como quiera que sea, es una idea luminosa celebrar cada pocos años un pequeño juicio final particular del cielo y del infierno y del Señor mismo. ¿No es cierto?

Manuel se había propuesto de una vez para siempre no hablar de cosas serias con este hombre, y le contestó con una evasiva.

—Pero que tengan éxito y juzguen bien…, ahí están mis temores —continuó el padre, imperturbable—. Porque, ¡ya lo creo!, en nuestros días tenemos experiencia de lo que puede venir del descuido más pequeño. Usted habrá leído también el célebre libro del pastor Magensen sobre el infierno y las penas eternas, ¿verdad? Figúrese que nosotros los cristianos hemos cargado durante diecinueve siglos con el temor del repudio eterno. La idea del terror de la condenación ha estado como una pesadilla opresora sobre el espíritu de los hombres…, hasta que hoy nos viene el estimado pastor Magensen, o un profesor alemán, o quien sea, y nos demuestra con toda claridad que dos y dos son cuatro; que todo esto se debe a un error, a la interpretación en sentido contrario de una palabra del texto original, a un lamentable error del traductor, que ahora acaba de recibir su nota bene. Es un pensamiento horroroso, ¡casi indignante! Allí estaban unos piadosos ermitaños traduciendo a fuerza de sudores, midiendo y pesando cada sílaba… hasta llegar a la palabra fatal. Aquí le salió a uno mal el trabajo. Quizá tuvo la culpa una mosca que vino a posársele en la punta de la nariz, o un amigo que le preguntó cómo se encontraba… y, ¡zas!, se le escapó al papiro la palabra fatal. Y el Señor, que poco antes había mandado al mundo a su Unigénito, dejándole sufrir y crucificar para encender la luz de la verdad a los hombres…, el Señor, tranquilo en su cielo, era testigo de que, a consecuencia de un error de traducción, estuviésemos nosotros sumidos en una ignorancia de dos milenios. Bien dice el refrán que una piedrecilla puede hacer volcar un carro… Pero ¡vamos! Le veo a usted con el bastón en la mano —se interrumpió a sí mismo al ver que Manuel nada le contestaba—. Le estoy entreteniendo. ¿Iba usted a salir?

—No lo niego —contestó Manuel—. Había pensado en pasear…

—¡Muy bien! Permítame entonces que le acompañe un rato. Tengo necesidad de hacer un poco de ejercicio antes del baño. ¿Me necesita ahora, señorita Tonnesen?

—No; me quedo haciendo compañía a la señora Torm. Por lo demás…, una palabra antes de marchar, señor Hansted. Quisiera rogarle que me haga un ramillete de paso que va de paseo…, es decir, si no le molesta en sus meditaciones sobre un nuevo y mejor orden del mundo. Igual que la inoportuna mosca de que habló el pastor Petersen, quisiera ser yo la causa de que se echase a perder la felicidad del hombre en los dos próximos milenios. Si dije alguna cosa terrible, haga usted como si nada hubiese dicho.

De nuevo volvió la sangre a las mejillas y a los labios de Manuel; las sombras de debajo de sus ojos se volvieron inquietantemente negras. Pero otra vez recordó las palabras de su Señor Maestro: «Si alguien te hiriera en la mejilla derecha…», y se calló. Con una fuerza de espíritu sobrehumana se mantuvo imperturbable mirándola con unos ojos de compasión y dolor al mismo tiempo.

Pero este silencio y esta mirada excitaron aún las burlas de Rangilda; parecía que sentía un impulso irresistible de herirle. La situación empezaba a ser enojosa, cuando intervino el padre y con una súbita y sorprendente seriedad, no exenta de autoridad, dijo:

—¡No se excite, señorita Tonnesen! Y no sea molesta tampoco. Olvida que el señor Hansted acaba de llegar aquí y tiene mucho de que ocuparse. ¿Por qué no me encarga a mí ese ramillete? Usted sabe que yo se lo hago con mucho gusto.

—Sí, eso es lo mejor. Con usted siempre resulta muy fácil. Es usted deliciosamente terreno. Se lo agradeceré, señor pastor. Y hasta luego.

VI

Después de marcharse los dos hombres, todavía siguieron las dos amigas sentadas un rato bajo el manzano. Al principio ninguna de las dos hablaba. Rangilda, que se había acalorado con la discusión, se daba aire con la sombrilla plegada, mientras que Betty estaba enfrascada en su labor, seriamente disgustada.

—¡Siempre estáis discutiendo los dos! —habló al fin con calma, sin levantar la vista.

—¿Quiénes…? ¡Ah!, ¿tu hermano y yo? Es una vieja costumbre nuestra. No te preocupes por eso, Betty. Es nuestra manera de conversar. Estamos tan en desacuerdo como pueden estarlo dos personas.

—Sí; ya lo veo.

—¿Parece como si te extrañase, Betty?

—Sí, un poco.

—Pues no lo entiendo… Frecuentemente te has quejado de lo difícil, es más, de lo imposible que fue para ti y para tu familia aceptar la manera de ver la vida que tiene tu hermano Manuel.

—Es una cosa completamente distinta, Rangilda. Papá jamás ha podido entender a Manuel, y yo misma he tenido que hacer grandes esfuerzos muchas veces para estar de acuerdo con sus puntos de vista y su manera de vivir. De mi hermano Carlos, ¿para qué hablar? Pero, aunque no se acepten las ideas de uno, hay que respetarlas.

—Me parece que estás empezando a acusar la influencia de tu hermano, Betty. Lo vengo observando de un tiempo a esta parte.

—¡Qué tonterías dices, Rangilda!

—Bueno, bueno; no hablemos más de esto. Pero… ¿no ha tenido siempre tu hermano cierto gusto por ser distinto de los demás? Si no estoy equivocada, tú misma has dicho alguna vez algo de esto.

—Manuel es hijo de mamá, y mamá tampoco era como los demás.

Betty dijo estas palabras un poco ruborizada. Era la primera vez que entre ellas se nombraba a su madre. Pero había sentido la necesidad de defender a Manuel, y hacerlo para siempre, de las frecuentes burlas de Rangilda.

—Respecto a papá —continuó—, nunca aceptó que Manuel se hiciese teólogo. Papá, desgraciadamente, no es tan religioso como sería de desear. Él quería que Manuel estudiase Derecho; pero Manuel había prometido a mamá ser sacerdote, y de aquí viene la dificultad de entenderse entre ellos. Tú ya conoces la gran firmeza de principios de papá. Y Manuel no cede tampoco tan pronto se toca a su fe.

—Así es. En esto te doy toda la razón. Y ya que tú misma lo has dicho te contaré que el pastor Petersen y yo veníamos hablando de tu hermano ahora. El pastor Petersen cree que tu hermano, seguramente, se propone algo al venir aquí.

—¿Que se propone algo…? ¿Qué quieres decir? —preguntó Betty levantando los ojos.

—Quiero decir que tu hermano se propone renovar el acercamiento de sus antiguos amigos de aquí… y quizá también del otro lado del fiordo. No tuvo en Copenhague el recibimiento que esperaba.

—¿A qué recibimiento te refieres?

—No te pongas tan seria, mujer. Sé por experiencia lo defraudados que nos quedamos cuando venimos a un sitio donde en todas partes éramos el número uno. Nos sentimos tan preteridos, tan relegados…

La voz de Betty temblaba ligeramente cuanto contestó:

—Si mi hermano estuvo en Copenhague este año y medio fue tan sólo porque encontró lo necesario para su desenvolvimiento. Se puede pensar lo que se quiera, pero no hay derecho a suponerle ninguna intención egoísta.

—Querida Betty, yo no se la supongo. Pero a ti no puede extrañarte que la actitud de tu hermano para con su prójimo más allegado a él, por ejemplo, cause cierto asombro.

—¿Qué quieres decir?

—Perdóname…, pero tengo que ser indiscreta. Tú me pones la pregunta en la punta de la lengua: ¿Qué ha dicho su mujer de esta separación tan larga?

—Que le ha parecido bien, naturalmente… Ella misma fue quien la deseó en pro de Manuel.

Betty se volvió a ruborizar. Era también la primera vez que entre las dos se nombraba a la mujer de su hermano. Como otras muchas personas, en su día había esperado un enlace entre la amiga y Manuel, y pensaba que la culpa de que este enlace no se hubiera realizado se debía a Rangilda.

—¿Conque de todo esto habéis hablado tú y el pastor Petersen? —dijo después de unos momentos de silencio—. Me sorprende ver al pastor aquí. Tuvo que decidir el viaje así de pronto.

—Sí.

—¿Qué es lo que le ha traído aquí? ¿No estará enamorado de ti, Rangilda?

—No sé. No le he preguntado.

—Pero te gusta su compañía. Es simpático.

—Sí. Me divierte. Tiene tipo de payaso. ¡Dios mío! No todos podemos ir por ahí y andar preocupados con el mejoramiento del mundo.

—Debieras vigilarte un poco, Rangilda. El pastor Petersen es algo peligroso, a pesar de sus años. Tiene fama también de ser muy mujeriego.

Rangilda soltó una carcajada.

—¡Vaya descubrimiento, Betty! Eso puede decirse de la mayoría de los hombres. ¿Qué te ha enseñado tu propia experiencia?

Betty no contestó. De nuevo le chocaron el tono de su amiga y su manera desenvuelta de expresarse. Por vez primera sentía respecto a ella algo de aquella vergüenza que Rangilda, en los primeros tiempos de amistad, le hacía pasar en vista de su gusto un tanto provinciano por los vestidos llamativos. Y en su interior pensó que quizá fuese un acierto que Manuel no se hubiese casado con ella.

VII

Entretanto, por la carretera caminaban Manuel y el pastor Petersen. Subían lentamente la sinuosa pendiente que pasaba por el nudo de colinas llamado «el Martillo», que formaba el final de la tierra por el Oeste. Una zona de brezos solitaria y silenciosa sobre cuya más alta y lejana cima se perfilaba contra el cielo luminoso una baliza en forma de cruz.

El único que hablaba era el pastor Petersen. El espíritu de Manuel no había recobrado aún el equilibrio después del choque con Rangilda. Su cara estaba pálida todavía y él caminaba semidistraído, mirando con espíritu ausente e intranquilo la bahía azul resplandeciente.

De nuevo el siempre jovial páter había abordado el tema de la «sociedad de amigos» y sus esfuerzos reformadores.

—Tengo que decirle —manifestó— que también «yo» me avergüenzo de conocer tantos folletos y hojas volantes y demás propaganda con que estimados colegas levantan tempestad contra el cielo. ¿No le parece a usted, señor pastor, que Guillermo Pram y el pastor Magensen y otros más podían ser algo menos violentos? Me parece que la gente da una sensación demasiado clara de un rebaño de esclavos en erupción, convertidos en caníbales por la libertad. Ya no le basta haber despojado de la divinidad a Cristo, convertir al Redentor en el simple y testarudo hijo de un carpintero, en un socialista de alucinaciones y otras debilidades humanas. Hace poco vi que uno de los adeptos de Pram había preparado un asesinato en masa de todas las ideas sobrenaturales del cristianismo. Hasta los inocentes angelitos de Dios fueron derribados sin piedad y arrojados entre cantos de victoria a la fosa común de las extravagancias. «Sí, todo es ciencia», dijo el diablo, ¡y apagó las luces del altar con el trasero! Yo no sé qué placer pueden tener estos señores con sus sangrientas ofrendas a los dioses del nuevo trimestre. Que los negadores declarados, los librepensadores verdaderos se regocijen viendo el cristianismo reducido a un seco esqueleto histórico, a una especie de fantasma religioso que todavía se sostiene en nuestros ilustrados tiempos…, lo comprendo, lo encuentro lógico. Pero cuando se quiere participar en el juego y hacer una apuesta en la gran lotería del cielo, entonces no entiendo cómo puede uno tener tantos deseos de comprobar tantos billetes no premiados. En cuanto a mí, confieso honradamente que prefiero la colección que me pone en perspectiva la ganancia más atrayente. Y como todo buen jugador, no dudo un momento que tengo la suerte en mis manos.

Manuel poco a poco le fue prestando atención. El páter con sus palabras había tocado la cuestión que tan profunda e íntimamente le afectaba a él. Y a pesar de su resolución de no hablar en serio con este hombre, no pudo por menor de decir:

—Gracias a Dios, yo he visto muy bien el error que hay en aplicar una escala terrena a cosas que sólo tienen realidad a los ojos abiertos del espíritu. Ni comprendo siquiera tanta discusión acerca de la credibilidad de los relatos bíblicos. Incluso en el relato sobre la pasión y muerte de Jesús no es la realidad del hecho lo que tiene importancia decisiva para nosotros. Pero, no lo niego, también me parece falso querer concebir la relación con nuestro Padre celestial como una especie de negocio dudoso, un arriesgado juego de azar, cuando lo cierto es que la fe, la entrega…, la puesta, como usted la llamó…, llevan la recompensa en sí mismas. El temor del castigo eterno, lo mismo que la esperanza de una vida celestial, no deciden las relaciones de los cristianos verdaderos con el Padre celeste, sino únicamente la conciencia de cumplir humildemente su voluntad. ¿Por qué hablar siempre como si la otra vida comenzase sólo con la muerte? El sentimiento vivo de andar en la presencia del Señor constituye la bienaventuranza, lo que ya en la tierra se da a los hijos de Dios; y esto no hay crítica bíblica ni descubrimiento científico que lo bambolee ni nos lo arrebate.

—Sí —concedió su acompañante.

—Pero, por otra parte, es inútil continuar esta conversación —termino Manuel que en seguida se había arrepentido de sus confidencias—. Nosotros tenemos puntos de vista tan distintos, que es muy difícil una inteligencia…

—¡Nada! ¡Hablemos con claridad! —exclamó el páter—. Todavía andamos los dos por la tierra, hablamos el lenguaje de los hombres y estamos sujetos a las mismas circunstancias humanas… Esto me trae a la memoria que tengo un recado para usted, señor pastor Hansted…, o una pregunta, como quiera. Hace unos días me encontré con mi primo, el deán, a quien conoce usted personalmente de casa de su padre. Entre otras cosas, hablamos de usted y de su decisión de no pretender ningún nuevo cargo en la Iglesia nacional, cosa que lamentó mucho el deán. Porque sigue usted firme en su punto de vista, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ni siquiera piensa en la posibilidad de dejarse convencer para intentar de pronto un buen puesto?

—No.

—¿Y por qué no?

—Porque no podría hacerlo sin faltar a la verdad que debo a Dios o a los hombres.

—¿Por qué considera herética la enseñanza de la Iglesia existente?

—Porque he encontrado en ella más exterioridad pagana que intimidad cristiana…

—Escúcheme, señor pastor Hansted —dijo entonces el páter, parándose delante de él con las manos en los costados—. Tengo veinte años más que usted, y, por tanto, puedo hablarle claramente. Por primera vez voy a contarle que también yo en mi juventud estudié con ardor al maestro Eckhard, a Johan Tavler, a Soren Kierkegaard y a todos los acróbatas de salto mortale canonizados, que en épocas pasadas y modernas han traído de cabeza a la gente. Por consiguiente, hablo por experiencia si le digo que ¡mire de no romperse el cuello! Esto mismo dijo su padre recientemente hablando yo con él antes de irse a Carlsbad. No puedo creer que usted no sienta la necesidad de afincarse de nuevo en la vida, de ser independiente y libre…; sí, perdone que se lo diga…, pero tiene que notar con más claridad que nadie que su padre no ha visto con satisfacción su última evolución. Usted podría darle una gran alegría al viejo siguiendo mi consejo de amigo. Su padre no vivirá ya mucho tiempo. Ya sabe lo débil y agotado que está; por tanto, de usted depende el que sus últimos días sean lo más tranquilos y felices posibles.

Manuel miraba al suelo y no dijo nada. En seguida se había dado cuenta de que su familia estaba detrás de este intento de apartar su pensamiento de Dios, y su corazón se llenó de tristeza.

Entretanto el páter interpretó mal su silencio y continuó celosamente su obra de persuasión. Moviendo ampliamente las manos, señaló el bello paisaje de los prados, que veían perfectamente al otro lado de Sandinge, y dijo:

—Recapacite, señor Hansted. No se deje cegar por los numerosos difamadores de la vida terrena. Mire las vacas allá lejos. ¡Con qué placer menean el rabo! ¡Mire qué alegres están en la espesura los pájaros con sus huevos y sus crías! ¡Vea cómo la gorda y atolondrada abeja mete su peluda cabeza en el farolillo azul, como un alemán sediento en una jarra de cerveza! ¿Y vamos nosotros los hombres a carecer de la facultad de vivir en este mundo como seres humanos…? ¡Quítese de la cabeza esas fantasías, querido amigo! Día llegará en que se arrepienta, si no acepta ahora la amable invitación de la vida. Quiero decirle que mi primo el deán me habló expresamente de un puesto importante muy propio para usted. Un bello lugar con bosque y mar; una casa parroquial al idílico estilo antiguo, igual que la de Sandinge, con un hermoso jardín para que jueguen sus hijas, a unos dos kilómetros del anejo, con una gente muy pacífica. Ni más ni menos. ¡Vaya ganga…! ¿Qué dice usted? ¿De veras no le tienta esto?

Manuel seguía callado, mirando al suelo. Las palabras del páter y sus gestos, el lugar solitario y desértico en que se hallaban, el profundo silencio que los rodeaba y el dilatado panorama de la llanura fértil, le trajeron a la memoria aquel momento de la vida terrena de su Señor y Maestro en que el tentador se le acercó diciéndole: «Te daré toda la gloria del mundo si, postrándote a mis pies, me adoras». Todo lo vio claro en seguida. Comprendió que Dios había querido probar de nuevo, mediante aquel hombre, la fuerza de su fidelidad, su valor de seguirle por el duro sendero de la fe… «con escándalo de los hijos del mundo».

Levantó la cabeza. Su cara parecía bañada en luminosa claridad mientras decía:

—Usted, señor pastor, tiene buenas intenciones conmigo. Pero…, ya se lo dije antes…, difícilmente nos entenderíamos. Nuestros caminos no son los mismos, y cada día se alejan más. Le ruego que les diga esto a los que le han mandado aquí. Dígales que siento mucho tener que darles esta pena. Sin embargo, estoy lleno de consuelo. Dígales que cada día rezo para que todos nos encontremos en la gloria del Señor. Quede con Dios, señor pastor.

VIII

Llevado y fortalecido por este encuentro, continuó Manuel su paseo por el brezal. Pero no pasó mucho tiempo sin que sus pensamientos volviesen lentamente a la tierra. Dio en pensar cuál sería el motivo del interés que el pastor Petersen le venía demostrando últimamente. Parecía como si a este hombre le urgiese alejarle y tenerle contento. «¿Se estaría gestando algo entre él y Rangilda?», se preguntaba a sí mismo. Y con esta pregunta se metía de nuevo en el oscuro laberinto de reflexiones que le atormentaban día y noche.

¡Rangilda…! También había pensado en ella la última noche al recorrer con el pensamiento el tortuoso camino por el que Dios le había conducido hasta Él. Su pensamiento se había detenido recordando aquellos días de ignominia que siguieron inmediatamente a su llegada a Copenhague, cuando, perplejo consigo mismo, desconfiando de todo, seducido por las palabras de los que le rodeaban, había tratado de olvidar en el tumulto de la vida el fracaso de sus esperanzas, estando a punto de vender su alma a los ídolos. Como una visión, había revivido aquella noche de invierno en que, caldeado por la comida y el vino del banquete celebrado con motivo del cumpleaños de su difunto cuñado; aturdido por la luz y la brillantez de la fiesta, sorbido el seso por los blancos hombros de Rangilda, había seguido a ésta por las calles a oscuras y ante su puerta le había cogido las manos con una declaración en los labios. Ella le había rechazado y él se había ido con la sangre caliente y el espíritu apagado. Pero cuando llegó a su habitación y rascó una cerilla para encender la lámpara, se posaron de pronto sus ojos en la gran cabeza de Cristo coronado de espinas que colgaba de la pared sobre la mesa escritorio y se estremeció. Al oscilante resplandor de la luz le pareció que la imagen cobraba vida. Los pesados párpados se levantaban, los profundos ojos le miraban entristecidos, pareciendo decirle: «¿Por qué me miras?».

Aquella noche comenzó la aniquiladora lucha espiritual que, desde entonces, no dejaba en paz su corazón. Como Jacob en el relato bíblico, había luchado con Dios, gritándole en su apuro: «No te soltaré hasta que me bendigas». A veces creía que la lucha no había terminado, que la victoria estaba conseguida, que el yugo del pecado estaba roto. Una y otra vez había pensado escribirle a Hansine, que el futuro feliz había llegado ya y que podían volver a vivir juntos con un amor acrisolado y renovar para siempre su pacto de fidelidad. Y estando así sin dormir, escuchando la incesante caída de la lluvia, se había sentido como elevado, sobre todas las penas y dolores de la vida terrena, a la feliz unión con Dios. Su corazón latía sosegado y tranquilo; ningún anhelo, ninguna preocupación oscurecían su espíritu. Sentía su alma como un gran lago terso cual un espejo, bañado en la luz celestial.

Pero ahora el encuentro con Rangilda había despertado de nuevo los demonios de la carne… Le palpitó violentamente el corazón al verla con un hombre al lado. ¡Oh!, él no se quejaría, no dudaría; ante todo, no le pediría descaradamente cuentas a Dios. Él comprendía muy bien que, dado lo profundo de su caída, sólo volvería al buen camino pasando por pruebas muy duras. Sin embargo, había pensado muchas veces: ¿por qué permitía Dios que por causa de una mujer frívola siguiese sujeto todavía en los lazos de la muerte él que jamás había tenido antes un pensamiento deshonesto, que jamás había pecado contra el sexto mandamiento?

Según iba andando, se fijó en una choza de brezo que surgió ante él en la carretera. A la puerta había una mujer harapienta cortando ramas, y a un lado, bañado por el sol, estaba sentado sobre un haz de paja un inválido.

Manuel se paró involuntariamente. Hacía mucho tiempo que no se había enfrentado con la miseria humana al desnudo, hasta tal punto, que se sorprendió al verla. Se acordó de las chozas de barro de su antigua parroquia y se puso pensativo. ¡Oh, cómo había entendido entonces lo que servía mejor para el bien del hombre!

Cuando, al fin, la mujer le miró, él se acercó y la saludó diciéndole: «A la paz de Dios».

Pero en vez de contestar, la mujer murmuró un juramento, dándole claramente a entender que no deseaba entablar conversación con él.

—¿Por qué contestas a mi saludo con un juramento? —le preguntó Manuel con calma—. Nada malo te traigo y nada malo quiero llevarme, como dice el refrán. Yo soy amigo tuyo. Y por eso te vuelvo a decir a la paz de Dios.

Por fin, la mujer le miró, pero con unos ojos que casi le asustaron; tan maligna y odiosa era.

Fue entonces cuando Manuel la vio bien. Parecía disgustada con sus harapos, alta y fuerte como era, abotargada por la mala salud y bebida.

Dentro de la choza resonaron pasos arrastrados. Una anciana encorvada, con una cabeza enorme apareció en la puerta y allí se quedó parada, con una mano arrugada agarrando un bastón y la otra apoyada en la jamba. Movía la boca con gesto de hambre, como si comiese su propia lengua.

De repente se dio cuenta Manuel. Recordó que en su tiempo había oído hablar en la escuela superior de Sandinge de una mujer llamada Trine, que era el terror de la comarca y cuyo odio y torcido corazón no lograban suavizar ni acercamientos amistosos ni buenos regalos. Él sabía que su marido se había quedado inválido a causa de un desprendimiento de tierras cuando trabajaba en la nueva vía ferroviaria.

—¿Por qué no te muestras alegre…? Yo estaba pensando precisamente cuán feliz y agradecida tienes que estar tú…, que perteneces al rebaño escogido al cual Dios, en su amor, ha agraciado con la señal del bautismo. Porque, lo estoy viendo, tú eres pobre, ¿verdad? Tú tienes la paja para reclinar tu cabeza. Tú estás desechada del mundo, arrojada de la sociedad humana…, eres una extraña en la tierra, donde no encuentras paz. ¿Por qué, entonces, no estás alegre?

La mujer dejó el hacha y le miró, sorprendida. Nadie le solía hablar así en su miseria.

—¿No me entiendes? —continuó Manuel—. ¿No es cierto que vosotros los pobres habéis recibido de antemano como un don de Dios lo que otros tenemos que conseguir a fuerza de suspiros…; nosotros, que todavía nos arrastramos bajo el penoso yugo del mundo…; nosotros, que todavía en el momento angustioso de la muerte nos agarramos al polvo como el ladrón a su tesoro robado? Vosotros sois felices… vosotros, que no conocéis otro anhelo que el de vivir…, que sólo estáis atados a este mundo miserable por el delgado hilo del instinto de conservación, que la muerte os corta sin dolor. ¡Y aun así no estás contenta, Trine!

La mujer abrió desmesuradamente los ojos y se le quedó mirando boquiabierta. Más que las palabras de Manuel —que no comprendía casi—, le había impresionado la circunstancia de oír su nombre en boca de un desconocido. ¡Conque este hombre la conocía!

Se limpió con la mano su frente de sudor y murmuró:

—Permítame, ¿quién es usted?

—Una persona que te envidia…, uno de los esclavos del mundo que en vano lucha para romper las cadenas de la esclavitud. Yo soy un pobre descarriado que hago penitencia ante ti porque una vez escuché las palabras perversas de los hombres y creí hacer el bien a tus semejantes quitándoles lo único que poseían: la pobreza, la libertad del alma, el reflejo de la eternidad aquí en la tierra, como está escrito. Si ahora me comprendes, sentirás compasión por mí. Por tanto, te digo por tercera vez. ¡A la paz de Dios! Entra en tu casa, Cristina, y alaba al Señor. ¡Pero no te olvides de pedir por los que no gozan de la dicha de tener sitio en el reino celestial…! ¡Reza por mí!

Le tendió la mano.

En los labios de la mujer se dibujó una sonrisa maligna.

«Está loco», pensó.

Sin embargo, algo había en la suave mirada de Manuel, en aquella mano que se le tendía, pues terminó por ceder.

—¿No me quieres dar tu mano? —dijo él.

Lentamente, un poco a regañadientes, por fin le dio ella su tosca mano.

IX

El camino que siguió Manuel lentamente se fue reduciendo a un par de rodadas, a dos rayas blanquiamarillas en la arena que serpenteaban a través del oscuro brezal. Finalmente, desaparecieron éstas también, quedando solamente un estrecho sendero que atravesaba la callada soledad, sobre la cual gorjeaba una alondra solitaria como si tratase de ahuyentar con el canto el terror que le infundía aquel paraje desértico.

Por fin llegó a la meta de su paseo: la gran baliza que se alzaba allí arriba, en el punto más elevado. De allí bajaba al mar y a la roca entrada del fiordo una pendiente abrupta y cortada a pico.

Siempre es muy grande el alcance de la vista sobre el mar. Pero también más allá de la ancha boca del fiordo se divisaba una gran extensión de tierra…, una tierra de labor desnuda y ondulada, atravesada por largos diques rectos que se extendían por las lomas como costillas de refuerzo. Allá en el punto más alto de la comarca se veía Vejlby con los grandes árboles de la casa parroquial. Más al sur se presentaba a la vista la punta de Skibberup como una isla en el fiordo, y la iglesia solitaria.

Manuel se detuvo al pie de la baliza. Con labios temblorosos y ojos inundados de lágrimas contempló la tierra…, la mancha de tierra en torno a la cual giraba su pensamiento como un pájaro alrededor de su nido. Sus ojos pronto se acostumbraron a la tierra amada. Reconoció cada casa, cada matorral, cada altura…, y su corazón se desbordó. Allá iba, a lo largo de los altos abetos de sauce, el sendero por el que tantas veces habían andado él y Hansine los primeros años de su matrimonio, cuando daban su paseo vespertino hasta la playa. Y allí, —¡Oh Dios!—, estaba la iglesia donde Gutten dormía el sueño largo bajo el césped. ¡Su intrépido y bello Gutten! ¡La mejor alegría de su vida…! ¿Y qué hacía allí? Sí, detrás de las tres lomas oscuras se escondía Skibberup; allí vivía Hansine…, que quizás en aquel momento estaba pensando en él; o sentada quizás al pie del lecho de enferma de la vieja y querida Elsa, pensando en él. Con qué claridad veía el pequeño caserío encalado de amarillo, con la entrada baja y las juntas alquitranadas; el viejo cuarto con piso de barro y ventanas de muchos cristales por los que entraba el sol. ¡Cuántas veces se había imaginado que llegaba al caserío ya entrada la noche y llamaba a su puerta…! Un caminante cansado de andar, un peregrino fatigado que ha terminado su largo viaje de penitencia descalzo y con los pies sangrando. Lentamente se levanta Hansine de la silla junto al lecho de la madre, entreabre la puerta y pregunta quién es. Y al reconocerle, sale sin alboroto y le tiende la mano diciéndole: «¡Bienvenido! Te he estado esperando». Él, lleno de júbilo, la estrecha contra su pecho. Y para no despertar a la enferma, se van a la huerta y se sientan en el dique, en el mismo sitio donde solían sentarse de novios en las plácidas noches de verano, charlando sobre el futuro. Y allí están sentados ahora, cogidos de la mano, hablando del porvenir a la luz de las estrellas… hablando también del pasado, de los duros años de separación, que les enseñaron a conocerse y encontrarse. Y Hansine le dice: «No te enfades por mi silencio y mis cartas breves. No creas jamás que dudé que algún día vendrías. Aquí he estado esperándote todos los días; y todas las noches de insomnio he estado escuchando a ver si oía tus pasos. Porque sabía que vendrías una vez terminada tu lucha».

Cuando, un par de horas más tarde, llegó Manuel a casa, se fue derecho a su habitación —un cuarto campesino de techo bajo y paredes encaladas— y se sentó a la mesa para escribir a Hansine. Estos años le había escrito casi diariamente, contándole en largas cartas íntimas todo lo que les pasaba a él y a las hijas y haciéndola confidente de todas sus angustias.

Pero apenas había mojado la pluma cuando llegó a sus oídos una alegre carcajada procedente del jardín.

«¡Rangilda!», le dijo su pensamiento.

Miró por la ventana. Allí estaba ella junto a la puerta del jardín con Betty y el pastor Petersen, el cual con gran regocijo de las dos mujeres, iba espantando las moscas con una toalla de baño. Inmediatamente se retiró para que no le vieran. Y desde la penumbra, siguió viendo cómo el páter ofrecía, galante, su brazo a Rangilda, marchándose con ella poco después.

No les quitó ojo de encima hasta que desaparecieron. Y de pronto se puso de rodillas, retorció angustiosamente las manos sobre la cabeza y gimió:

—¡Señor, Señor! Ya no te suelto… ¡Ya no te suelto hasta que me bendigas!