LIBRO QUINTO

I

Al día siguiente por la mañana uno de Skibberup trajo de Sandinge la triste noticia de que el anciano director de la escuela superior, que llevaba mucho tiempo achacoso, había caído enfermo de muerte. Pocas horas después llegó un mensaje urgente anunciando su fallecimiento.

Con este hombre desaparecía uno de los más viejos campeones de la libertad espiritual del campesino danés. Era el verdadero fundador del movimiento popular en toda esta parte del país. Durante más de treinta años la «despierta» población de la comarca le había considerado como un padre; y aunque en los últimos tiempos difícilmente se avenía a que la generación joven se dedicase tanto a la política en vez de pensar que la única meta de esta vida era la «ilustración y glorificación del espíritu», jamás se había producido la menor fisura en las buenas relaciones que existían entre él y los amigos. Cuanto más viejo se hacía, cuanto más blancas se volvían su barba y sus melenas, más inviolable era, más respeto se le tenía. Como si estuviesen escuchando una saga, oían los jóvenes el relato de los días difíciles cuando aquel hombre era tenido por un corruptor de la juventud, que debía ir a la hoguera. Les parecía estar oyendo la historia de un martirio cuando él, medio en broma, les hablaba de la época en que, como los Apóstoles, recorría las aldeas a pie, dando sus conferencias en cobertizos y cuartos de criados, perseguido como un ladrón por curas y maestros, escarnecido y molestado por los mismos campesinos, que muchas veces le azuzaban los perros para echarlo de la aldea.

Por eso la noticia de su muerte no provocó precisamente ese sentimiento general por la pérdida de un amigo; provocó el dolor profundo y solemne que se apoderaba de un pueblo ante una desgracia común. Incluso se apagó durante unos días la irritación de los de Skibberup con motivo de lo del alcalde, dejando para después del entierro la reunión concertada. Todos tenían la sensación de haber perdido a su jefe; por todas partes no se hablaba más que del viejo director; cogían su fotografía, que estaba colgada en la pared, sobre la cómoda, y contemplaban los amados rasgos de su cara llena y las dos manchitas negras encima de las mejillas; sus ojos castaños, brillantes, llenos de juventud. Se repetían las historias que él había contado; se leían sus viejas cartas —trocitos de papel escritos de prisa, llenos de exclamaciones y frases emotivas y cálidas afirmaciones de amistad—, y por la tarde se sentaron en las escaleras de la puerta de entrada y cantaron las canciones que más había amado.

También en la casa parroquial de Vejlby causó honda impresión la noticia de su muerte, y Manuel no daba con la palabra tranquilizadora que quería decir a Hansine, sobre todo cuando en aquellos mismos días, aunque por motivo diferente, había inquietud en su casa. Una mañana, yendo Manuel a la cuadra una hora más tarde que de costumbre, encontró en cama a Niels. Manuel ya no pudo seguir aguantando y le amonestó en serio. Discutieron entonces los dos, y Manuel, en un momento de excitación, le ordenó que recogiera sus cosas y abandonase la casa. Niels lo hizo inmediatamente. Al día siguiente ya pudo observar Manuel, al buscar un nuevo criado, que el incidente le había indispuesto con la gente. Algunas historias maliciosas que Niels había extendido sobre su despido habían sido creídas inmediatamente. Como se decían los de Skibberup, se habían figurado que Manuel no podía ser tan «perfecto» como hubiese querido parecer. En vano se dirigió a varios trabajadores para que le ayudasen siquiera en la recolección: unos le dijeron que no, sin miramiento alguno; otros hicieron alusiones veladas a su conocida poca seriedad como pagador; incluso le dijeron que «a ver cuándo les iba a pagar». Sus vecinos y algunas personas más de la localidad se le ofrecieron a echarle una mano alguna vez; pero para la recolección casi siempre le dieron una disculpa en vez de la ayuda esperada.

Dolido por todo eso, Manuel cometió la imprudencia de ir un día a casa del alcalde, quien inmediatamente, con su acostumbrada liberalidad, puso todos sus hombres a disposición de Manuel, llevándole ese mismo día todo el centeno a casa.

Pero eso fue la guerra.

II

Con un gentío nunca visto —más de dos mil personas, entre ellas medio centenar de curas con las vestiduras sagradas— se celebró el entierro del viejo director en el bonito cementerio de Sandinge. En todas las aldeas del contorno ondeaban las banderas a media asta, y desde las primeras horas de la mañana todo en el fiordo era un ir y venir de lanchas a vela y a remo, llenas de personas vestidas de negro que llevaban coronas de flores.

El día se había puesto a tono con la tristeza general. A pesar del gran número de discursos que se pronunciaron, primero en la sala de conferencias de la escuela, donde se había instalado la capilla ardiente, luego en la iglesia y finalmente en el cementerio, la tristeza seguía dominándolo todo. Todavía se cantaban a toda voz los viejos cantos animosos, pero no era difícil descubrir en el tono el efecto de la contrariedad que toda la sociedad de amigos había tenido.

Después del entierro se celebró la comida, y como el edificio de la escuela no podía albergar a tanta gente, tuvieron que dispersarse, a pesar de una lluvia fina y persistente, por el jardín y los campos contiguos, buscando abrigo bajo los árboles y los paraguas. Entre los reunidos había toda clase de amigos, desde un par de prohombres del liberalismo, de Copenhague —un abogado con gafas de oro y un mayorista de azúcar con lentes— hasta pobres labradores que habían andado muchas millas, sacrificando el jornal del día por acompañar a la última morada a su fidelísimo defensor y amigo. Había maestros, seminaristas y directores de escuelas superiores. Allí se veía un sacerdote joven con su prometida del brazo, bajo el mismo paraguas y mirándose cariñosamente a los ojos. Aquí, bajo un árbol, había un grupo de campesinos diputados hablando en voz baja igual que si estuviesen en los rincones de las ventanas del Parlamento. De todo el país habían venido delegados que traían coronas y saludos de los amigos lejanos. Incluso había venido un célebre poeta popular noruego, gran agitador, que en esta época se encontraba en Dinamarca dando conferencias, despertando su persona y sus palabras un asombro grandísimo. En todas partes se veía rodeado de un respetuoso grupo de oyentes, siendo seguido de un lado para otro por Niels y unos cuantos jóvenes más, que rivalizaban por lograr que el poeta, al hablar, les pusiese la mano en el hombro.

Manuel había llegado tarde allí. Precisamente cuando por la mañana estaban Hansine y él a punto de cruzar el fiordo, vino un recado urgente de Aggerbolle rogándole que acudiese a preparar a su mujer que estaba muriéndose. Hansine había tenido que irse sola; y ya se había efectuado el entierro cuando llegó Manuel.

No llevaba mucho tiempo entre el grupo de personas que habían buscado refugio contra la lluvia bajo el ancho alero de la escuela, cuando le abordó un estudiante, que se presentó diciendo que se llamaba Soren Sorensen. Arrastrando la erre al hablar, dijo:

—No me equivoco…; usted es Manuel Hansted, ¿verdad? ¡Magnífico! Le hemos estado buscando por todas partes. Sabíamos que debía estar aquí… Tiene usted que acompañarme junto a Lene Gylling. Todo el tiempo ha estado preguntando por usted; quiere conocerle.

Medio en contra de su voluntad subió Manuel las escaleras. No tenía humor para hablar con personas extrañas, y mucho menos con gente de Copenhague; pero el estudiante no hizo caso de sus objeciones y le llevó con aire de triunfo a la sala de conferencias, que olía a pinabete y zumbaba de voces humanas.

La señora Gylling era una viuda rica que sostenía en la capital una especie de corte popular. Frecuentemente Manuel había oído hablar de ella como uno de los mejores protectores de la sociedad de amigos, y ahora tenía ante sí a una señora mayor bonita, sentada en un sillón de mimbre y charlando con un cura mientras otros escuchaban respetuosamente a su alrededor.

Al ver a Manuel se levantó sonriente y le saludó con una mezcla de timidez y calor maternal. Sin soltarle la mano, dijo casi cariñosamente:

—¡Por fin le veo! ¡Qué ganas tenía de conocerle! Como puede figurarse, he oído hablar mucho de usted. Todos hemos seguido con la mayor alegría su magnífica labor… Pero ¿por qué no nos da la alegría de verle? No hay manera de encontrarle en Copenhague, donde también tenemos necesidad de apóstoles jóvenes, puede creerme. Hace un rato tuve el placer de saludar a su esposa, y medio me prometió que procuraría que, en la primera ocasión, viniese usted a hablar a nuestra sociedad. Y espero que con el poder que ella tiene venga usted… ¡Qué encanto de mujer y qué gusto hablar con ella!

La noticia de la llegada de Manuel se esparció rápidamente por la sala. De todas partes acudía la gente para ver a aquel hombre notable sobre cuya vida ideal se había creado un mito en las sociedades de amigos. Tan pronto como el cura que estaba hablando con la señora Gylling oyó su nombre, se levantó sobre la punta de los pies y le besó en las dos mejillas.

—Es Manuel Hansted —se oía por todas partes.

Al cabo de varios minutos se había llenado de su nombre el aire que le rodeaba.

Él quería salir de allí. Le habían puesto furioso las alabanzas de la señora Gylling; y todo aquel entusiasmo por su persona, todas aquellas lisonjas de la gente, que todavía no conocía la verdadera situación de su parroquia, le torturaban y humillaban. De pronto apareció el poeta noruego, que venía de dar una vuelta por el jardín, e inmediatamente llamó la atención con una de sus sonoras exclamaciones; y Manuel aprovechó la oportunidad para salir e ir en busca de Hansine.

III

Por fin la halló detrás del jardín, donde estaba sentada bajo un grupo de saúcos en compañía de una campesina forastera de elevada estatura, la cual ya a distancia le causó extrañeza por tener en su seno una mano de Hansine. Al acercarse, vio que las dos trataban de ocultar una emoción fuerte y que la desconocida tenía todavía los ojos rojos como si estuviese llorando. De pronto reconoció a la amiga de Hansine, la pelirroja Ana, que seis años antes se había casado con un marinero de Skalling.

Los «skallings» eran un pueblo pescador que vivían en una lengua de tierra en pleno mar abierto. Igual que en otro tiempo los de Skibberup, pescaban los «skallings» por fiordos y costas. Desde muy antiguo eran conocidos por su vida salvaje y reacia, y más tarde se mostraron también completamente herméticos al despertar espiritual del pueblo, por cuyo motivo eran evitados y despreciados por todos los demás habitantes de la costa. Poco después de la boda de Hansine había encontrado Ana en la ciudad a un «skalling» joven, bello, de pelo negro, enamorándose de él con un susto grandísimo por su parte. Durante mucho tiempo había estado luchando contra su inclinación, que, de vergüenza, ni siquiera se la había confiado a Hansine; pero al fin no pudo resistir los audaces asaltos del joven pescador y un buen día vino él en su barca en medio de una furiosa tormenta del Este y aquella misma tarde se la llevó a su cabaña. El acontecimiento había causado una penosa impresión entre la gente de la comarca; nadie hubiera creído que Ana se dejase llevar de aquel modo por la pasión, lamentando interiormente la vida que tendría que llevar junto a aquellos seres hoscos. Entre ella y Hansine se cambiaron cartas durante los primeros tiempos que siguieron al casamiento, cartas que por parte de Ana eran cada vez más cortas, hasta cesar por completo. Hansine había comprendido que era porque a Ana le daba vergüenza seguir diciendo que se estimaba feliz. Muchas veces, en los últimos años, cuando su propio corazón estaba deprimido y el futuro se le mostraba oscurísimo, había pensado en la amiga de la infancia, en la cual podía encontrar comprensión y refugio a la hora de la necesidad.

Manuel se sintió un poco contrariado al ver surgir al cabo de tantos años a la pelirroja Ana al lado de Hansine, sobre todo al advertir en la emoción de ambas que habían vuelto a la antigua intimidad, confiándose los corazones. En un tono marcado con cierta amabilidad compasiva le preguntó a Ana qué tal le había ido y cómo vivía en la tierra de los «skallings». Con una franqueza que le extrañó un poco en ella le contestó que se encontraba bien, que tenía cinco hijos muy despiertos y tres ovejas, que su Matías y ella se habían hecho aquel verano una casa, y que el mismo Matías le había preguntado si quería que la llevara al entierro del director, de paso que iba a ver algunas arenqueras que tenía allí cerca.

Mientras hablaba se había vuelto a sentar al lado de Hansine, cogiéndole la mano al tiempo que le decía algunas de las antiguas frases protectoras. Aunque no lo declaraba, se podía observar fácilmente en ella que le había desilusionado el encuentro con su antiguo círculo de amigos y que estaba deseando volver a su playa, a sus ovejas, a sus hijos y a su Matías.

Manuel sentía un malestar creciente ante su manera de expresarse y su actitud para con Hansine. Le había irritado tanto ver que ésta demostraba a la otra una intimidad, por pequeña que fuera, que la vista de su mano en el seno de la amiga casi le producía el efecto de una acusación. Ella estaba sentada sin moverse, mirando distraídamente a la tierra; parecía casi que esquivaba su mirada. En este instante se dio cuenta de la distancia que les había separado últimamente y se prometió que a partir de aquel día ya no habría entre ellos ningún secreto. Ahora, cuando parecían rompérsele todos los demás lazos, ahora cuando seguramente iban a quedarse muy solos, volvería a haber un entendimiento pleno entre ellos, compensando con una vida de intimidad lo que hasta entonces habían perdido.

Hansine se había emocionado mucho durante el entierro. Aunque ya hacía tiempo que había tenido la sospecha de que pagaría caro el haber conocido la escuela superior de Sandinge, jamás había abrigado sentimientos amargos contra el viejo director. Ahora que él estaba muerto, le recordaba agradecida por tanto bueno como le había enseñado; y aquellos días sus pensamientos se habían aferrado al aviso de vivir en verdad y sacrificio, que él tantas veces repetía a la juventud. Bajo la impresión de su muerte, y al tiempo que el silencio diario de Manuel le testimoniaba de un modo elocuente adónde le arrastraban irresistiblemente sus anhelos, creció en ella un plan que hoy, ante la tumba de su viejo maestro y en su reencuentro con la amiga de la infancia se había convertido en resolución. Se dijo a sí misma que era inútil seguir luchando contra lo inevitable y que, por tanto, por su propio bien y por el de Manuel, y sobre todo por los hijos, lo mejor era que hubiese un cambio decisivo en sus relaciones mutuas y en toda su vida. Estaba decidida a hablar claramente a Manuel un día cualquiera sobre esta resolución, diciéndole con tranquilidad y prudencia aquello que ella consideraba como la única salida para una vida nueva y más feliz para todos ellos.

IV

Mientras tanto, había aclarado el día, que quedó sin nubes. Manuel vio salir entonces pequeños grupos de hombres y mujeres que se dirigían a una mambla que había a poca distancia de la escuela, desde la cual solía hablar el fallecido director de las grandes solemnidades nacionales. Manuel les propuso ir allí…, y poco después se levantaron ellas y le siguieron.

La masa humana que poco a poco se reunió en torno de la mambla era casi toda de Vejlby y de Skibberup. Los que habían venido de Copenhague y el poeta noruego se habían ido a la estación a tomar el tren, mientras los que vivían lejos de Sandinge ya se habían marchado en sus carros.

Cuando Manuel, Hansine y Ana llegaron allí, ya estaba hablando un hombre. Era un viejo de barba blanca, que, siguiendo la costumbre de los oradores populares, se había descubierto su calva cabeza y se expresaba en tono solemne. Parecía incluso que estaba muy emocionado; pero tan débil era su voz, que hasta los más próximos no pudieron oír lo que decía. Por eso los asistentes se sintieron aliviados cuando al cabo de media hora dio por terminado su discurso, bajando de la tribuna intensamente emocionado. Sin embargo, volvió a subir un instante después, estuvo un momento con gesto de perplejidad y se palpó por delante y por detrás, hasta que al fin exclamó con una voz que todos pudieron oír:

—Si alguno de vosotros encontró un pañuelo de bolsillo rojo, le ruego que lo deje en la escuela.

Y se bajó en medio de una pequeña carcajada de los reunidos.

El orador siguiente fue el pequeño Antón Antonsen, maestro de Vejlby. Se presentó con sombrero de felpa en la cabeza y una pipa en la boca, pero tampoco fue muy afortunado. Su figura pequeña y atildada, a pesar de la corbata blanca y de su aspecto clerical, no iba bien con el carácter del día. Tampoco los últimos tiempos revueltos habían sido favorables para su popularidad. En especial los de Skibberup ya no prestaban oído a sus divertidas charlas moralizadoras; se sentían belicosos y querían oír la trompa de guerra; deseaban gritos de combate y profecías de victorias.

Mientras tanto, algunos de los presentes habían advertido la llegada de Manuel; y cuando Antón terminó, muchas caras se volvieron a él en espera de que hablase. De pronto sintió él necesidad de hablar, de dar cuenta a todo el mundo de las preocupaciones que le habían embargado en los últimos tiempos. Pensaba interiormente que un día como aquél era propicio para hacer una dolorosa confesión de los pecados, confesión que tarde o temprano se vería obligado a hacer ante sus amigos, viniera lo que viniese.

Y subió a la tribuna en medio de un ligero murmullo de la muchedumbre.

Comenzó dedicando un recuerdo agradecido al amigo cuyo entierro los había reunido y al que con toda verdad podía aplicarse la frase: «El Señor le bendijo y quedó bendito». «Pero —preguntó después— ¿acaso el querido muerto no se sintió defraudado en sus esperanzas alguna vez, especialmente en los últimos tiempos? Aunque él nunca habló de esto, no existía ninguna razón para creer que no. Porque de nada valía negar… que los amigos del Reino de Dios pasaban entonces por tiempos de prueba. Tenían tras sí una gran esperanza rota; y como toda derrota, también ésta había visto la desconfianza y la duda entre los vencidos. Pero tampoco hay que intentar ocultar la verdad ni lanzarse acusaciones unos contra otros cargando la culpa de las desgracias a los demás, si no tratar de hallar en uno mismo la clave del mal. En lugar de gruñir contra Dios —exclamó con fuerza creciente— por no haber realizado esta vez nuestra esperanza, deberíamos examinar nuestro interior y preguntarnos si en realidad estábamos maduros para recibir de sus manos el Reino».

Entre el auditorio se produjo en seguida cierta agitación. Después de estas palabras comenzaron a salir de uno de los lados gritos bastante molestos.

Él no se intimidó, sin embargo, y continuó:

—No creáis que estoy aquí como un fariseo que sólo quiere acusar. No. Lo reconozco profundamente, y siento la necesidad de decíroslo hoy a todos: yo mismo soy débil y no he merecido la confianza de Dios. Vosotros tenéis derecho a saberlo: conozco momentos de duda y de tentación y tengo que luchar diariamente conmigo mismo para que el mundo y sus vanidades no se apoderen de mi espíritu…

—¡Doctor Hassing! —rió estrepitosamente una voz en el mismo sitio de antes, donde al mismo tiempo asomó la cabeza de Niels detrás de algunos jóvenes de Skibberup, que se echaron a reír ruidosamente.

Manuel lanzó allí una mirada rápida. Se había puesto pálido, pero tras una pausa momentánea continuó su discurso:

—¡Hay que decir la verdad por mucho que duela! ¡Nosotros que osadamente nos hemos llamado amigos de la verdad y de la justicia, hemos merecido el duro destino que ahora nos ha sobrevenido! Hay que confesarlo en alta voz: ¡no estamos maduros! Constantemente vemos la paja en el ojo de nuestro hermano y no vemos la viga en el nuestro. Decidme: ¿es la mala conciencia la que habla ahora en vosotros? —gritó a través del ruido que, procedente de muchos sitios, trataba de ahogar sus palabras y obligarlo al silencio—. ¿No sabíais una cosa? Pues bien: os la voy a decir. ¡El orgullo y la abominación, la lujuria y la calumnia, la mentira y la simulación andan sueltos entre nosotros exactamente igual que en la sociedad que nosotros queremos destruir con la ayuda del Cielo…! ¡Esta es la verdad! ¡Pero de Dios nadie se burla! Él nos hizo morder el polvo para que aprendamos a conocernos y decir: «¡En qué abismo nos hemos metido!».

Finalmente apenas pudo hacerse entender a causa de los gritos. Del mar de caras levantadas, como olas encrespadas a su alrededor, subía hacia él un rugido de exorcismo. Algunos estaban sufriendo con el espectáculo, pero ni una sola voz se levantó para ponerle fin.

En vista de la imposibilidad de hacerse oír, terminó expresando el deseo de que los amigos de la verdad y de la justicia aprendiesen de la derrota sufrida que el camino futuro para el resurgimiento y la victoria estaba, no en el fariseísmo, sino en el examen de la propia conciencia; no en el orgullo, sino en el humilde conocimiento de sí mismo.

Apenas había abandonado la tribuna en medio de un silencio general, cuando la asistencia estalló en cálidos gritos de aprobación. El tejedor Hansen había subido a hablar.

La vista del veterano caudillo que desde hacía muchos años no había hablado en ninguna reunión produjo en todos un entusiasmo frenético. Con una mano en la barbilla y otra en la espalda, recorrió con la mirada a la multitud, apretujada en actitud tensa a su alrededor. Cuando al fin se hizo el silencio, dijo sonriendo, con su voz suave:

—Le hemos oído a Manuel un discurso muy notable. Yo estaba ahí abajo y aguzaba el oído pensando que no oía bien. Finalmente me dije: «Estás dormido Jens, y sueñas que estás oyendo a nuestro antiguo párroco Tonnesen».

—¡Bravo! ¡Es cierto! —exclamaron los de Skibberup.

—Pero es el caso que ahora no puedo por menos de pensar en otro discurso que hace años le oímos…, la primera vez que nos habló en nuestro viejo centro de Skibberup. Entonces la flauta sonó de otra manera que la de hoy… Entonces Manuel nos dijo que los campesinos éramos lo mejor…, casi demasiado buenos. Sí, muchos de los que estáis aquí podéis recordar aún el discurso, pues causó un asombro enorme y a muchos les pareció un discurso bellísimo. Yo ahora no voy a negar que no me asombró tanto, ni mucho menos; por eso no me sorprenden las palabras que Manuel acaba de pronunciar. Porque eso les ocurre a los que llenan demasiado la boca: tienen que escupir algo después. Por lo demás, ahora nos dijo Manuel que nosotros los campesinos nos habíamos infatuado demasiado y que por eso nos había ido tan mal en estos últimos tiempos. Él opinaba, pienso yo, que debíamos aprender de las distinguidas personas de las ciudades y que entonces el Señor nos daría lo que le pidiéramos… ¡No; no creo eso, ni mucho menos! Opino, por el contrario, que hemos sido demasiado dóciles para dejarnos manejar por la gente de Copenhague que últimamente ha surgido, llamándose a sí mismas amigos de la causa del pueblo y convirtiéndose sin más en nuestros jefes… Y precisamente por eso creo que nos ha ido tan mal. Entre la gente de la ciudad que ha puesto de moda el ser populares, y los campesinos nos sentíamos halagados viendo que tanta gente fina y culta quería mezclarse con nosotros; estuvimos a punto de perder el juicio sólo por complacerlos. Claro, nos sentíamos tan orgullosos cuando un abogado con gafas de oro o una señora distinguida nos daba unas palmaditas en el hombro llamándonos «amiguitos»… Y encima venían aquí a vivir entre nosotros como si fuesen gente del campo y hasta se casaban con nuestras jóvenes campesinas… ¡Oh, nos sentíamos tan honrados, que no sabíamos qué hacer…! Pero creo que todo eso no fue más que una especie de enfermedad; y siempre he pensado que, dándole tiempo al tiempo, se nos pasaría. Y he aquí que en estos últimos tiempos me parece haber podido observar que estamos a punto de acabar con la farsa a la que tan insensatamente nos dejamos arrastrar…, quizá también aquí entre nuestro propio grupo. ¿Qué pensáis de esto, amigos?

—¡Muy bien, muy bien! ¡Bravo! —rugieron los de Skibberup.

Manuel estaba en la última fila de asistentes. Pese a la heroica lucha que sostenía consigo mismo, pese a la humildad con que se sometía al severo mandato de su Señor: «Si alguien te hiere en la mejilla derecha…», su sangre hervía, su orgullo gemía. Hasta que llegó un momento en que perdió el dominio de sí mismo. Iba a lanzarse hacia la tribuna; pero en el mismo instante le cogió Hansine del brazo, diciéndole:

—Vámonos de aquí.

—¡Sí, fuera…, fuera de aquí!

Se alejó apresuradamente con la cabeza baja, seguido por los escarnios del tejedor y por los gritos de aprobación de los amigos, que sonaban en sus oídos como latigazos.

En el camino de la playa le acometió una llorera tan violenta, que tuvo que sentarse en el borde de la cuneta, mientras Hansine le sacaba el sudor frío de la frente. Ana los había seguido y se quedó a cierta distancia de ellos, sin saber qué hacer. Cuando se le pasó el ataque, se acercó Hansine a ella y, dándole la mano le dijo:

—Entonces, de acuerdo. Yo te avisaré.

—Pero ¿hablas en serio, Hansine? De verdad que no podía creerlo.

—Pues sí; está decidido…, si quieres tenerme.

—¿Que si quiero tenerte, mi vida? Bien segura puedes estar… Pero ¿qué crees tú que dirá Manuel?

—No sé. Pero yo te escribiré. Adiós.

En el borde de la cuneta, Manuel había levantado la cabeza. A través de las lágrimas veía allá arriba la masa humana y la figura cabeceante del tejedor Hansen perfilándose contra el claro horizonte. Y entonces se acordó del tiempo en que había venido allí, bajo el cielo libre de Dios, creyendo encontrar el corazón humano en su pureza y sencillez original… ¡Y allí arriba estaba ahora un hábil maestro de la intriga y de la calumnia triunfando sobre él! Y pensó en el impulso incontenible que le había traído a predicar el Evangelio de la paz y del amor entre los hijos de la gleba… ¡Y cerca de él estaba ahora el apóstol del odio, el verdugo de la misericordia, extendiendo sus manos rojas contra el cielo!

V

A la mañana siguiente, ya más tranquilo Manuel, Hansine se decidió a hablarle.

—¿Qué piensas hacer ahora? —le preguntó ella cuando, hecha la oración de la mañana, se quedaron solos en la sala.

—No lo sé. Pero tenemos que irnos de aquí…, no hay otra solución. No me negarán un nombramiento en cualquier parte del brezal jutlandés, o en las dunas. Y yo necesito soledad para tener claridad conmigo mismo.

—No debías pensar en eso, Manuel.

—¿Qué quieres decir?

—Tu dices que necesitas tener claridad contigo mismo. Entonces, ¿cómo piensas en guiar a otros? Aunque consiguieses otro nombramiento, en seguida te pasaría igual que aquí. Te disgustarías contigo mismo y, por tanto, también con los demás, y otra vez desearías salir.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Mira, Manuel…: de nada vale que nos lo sigamos ocultando; hay que hablar con claridad… Es necesario que durante algún tiempo vuelvas a tu familia y a otro ambiente. Sólo así puedes recobrar la paz y la claridad en todos los aspectos. Por eso me parece que no debías seguir luchando contigo mismo Manuel; no te servirá de nada. He pensado que muy bien podrías colocarte en una escuela de Copenhague, o de otro sitio, donde de nuevo puedas entrar en contacto con tu antiguo ambiente. Eso es lo que tú necesitas.

Manuel la miró sorprendido.

—Pero ¿quieres tú eso, Hansine?

—¿Yo? —dijo ella, inclinándose un poco sobre sus rodillas—. Yo quiero lo que considero que es mejor para los dos.

Al día siguiente se dirigió al obispado para rogarle al obispo que le retirara del cargo. El obispo le habló severamente al principio, pero poco a poco se fue suavizando ante el profundo abatimiento de Manuel. Le dijo que Manuel «se encontraba evidentemente en un período de fermentación» y que quizá sólo por este motivo le conviniese retirarse de la actividad pública por algún tiempo. Con palabras prudentes, pero urgiéndole, le rogó que combatiese la melancolía, la inclinación a la contemplación enfermiza de sí mismo, que había heredado de su madre, prometiéndole al final que se ocuparía de su asunto y deseándole al despedirse la ayuda de la Providencia para salir robustecido y purificado de su crisis espiritual.

Toda la tarde, en espera de su llegada, estuvo Hansine paseando por una de las largas avenidas del jardín. En su cara, cuyas líneas se habían acentuado con los acontecimientos de las últimas semanas, se leía una sombría decisión. Llevaba los brazos metidos en un pequeño chal de lana, como si helase, y a cada momento subía a la altura desde donde podía ver el campo hacia el Este.

Por fin llegó, un poco antes de la puesta del sol, y minutos después se hallaban los dos en la larga avenida de los castaños, al final del jardín, para poder hablar sin ser molestados. Hansine se sentó en el «banco natural», que desde muy antiguo había junto al tronco de un árbol mientras Manuel iba y venía, inquieto, ante ella, contándole la entrevista.

—Así, ya tenemos nuestra libertad —dijo, terminando su relato y parándose delante de ella—. Ahora podemos irnos, Hansine, tan pronto como haya recibido el permiso.

Ella estaba sentada, inclinada hacia delante, con los brazos sobre las rodillas y mirando a la punta de su zapato, con el cual escarbaba en la tierra húmeda.

—Mira, Manuel…; quería decirte… —comenzó y parecía que le costaba trabajo sacar las palabras— que yo no puedo ir contigo a Copenhague.

—¿Qué significa eso…? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir… de momento —se corrigió al notar que Manuel no tenía la menor idea sobre las intenciones de ella—. Yo soy completamente extraña a todo allí y no te crearía más que dificultades. Hasta que arreglases las cosas y te buscases una colocación y pusieses casa… Yo ni siquiera te podría ayudar en nada. Por otra parte, también necesito estar un poco tranquila conmigo misma. Demasiado revuelto anduvo todo estos últimos tiempos.

—Sí, es posible —dijo Manuel, volviendo a pasear delante del banco—; pero he de decirte que la vida aquí se te va a hacer poco menos que insoportable. Hoy mismo lo he observado al pasar por Skibberup. Ya no vivimos entre amigos, sino entre enemigos encarnizados.

—¡Oh, sí!; ya lo he pensado. Y por eso, precisamente, he pensado también que podía ir a casa de Ana y vivir allí algún tiempo. Hace poco estuvimos hablando de ello, y Ana me dijo que tenía un par de habitaciones en su nueva casa a mi disposición.

—¿En casa de Ana? ¿En la tierra de los pescadores? ¿En qué estás pensando, Hansine? ¡Entre gentes disolutas!

—¡Bah!, no es tanto como se dice… Me lo dijo Ana también.

—Pero eso no puede ser, aun así… ¡Piensa en los hijos, Hansine! Lo mismo tú que yo queremos apartarlos del ambiente en que han vivido hasta ahora. Sobre todo hay que pensar en Sigrid. Es una niña muy amable y buena; pero he observado que es un poco inclinada a imitar lo que ve.

—Hace tiempo que te lo dije, Manuel. Y por eso he pensado también que… debías llevarte las niñas a Copenhague. Tú vas a necesitar tener allí una especie de hogar… Y creo también que, por amor a las hijas, debo separarme de ellas algún tiempo. Porque yo no puedo ayudarlas allí en nada; más bien les sería un obstáculo para que se pudiesen adaptar a sus nuevas amigas y, en general, para que recibiesen la instrucción más adecuada a ellas. He pensado que tu hermana… podría ayudarte un poco en la educación de las niñas. Acaba de quedarse sin su único Hijo, y me he figurado que podría ser una buena madre para ellas.

Hablaba tranquila y dueña de sí misma; pero se había ido poniendo pálida, muy pálida, mirando distraídamente al suelo.

—¡Echa esos pensamientos de la cabeza, Hansine! —exclamó, casi horrorizado, Manuel. Y al ver la agitación de su mujer se acercó a ella y le puso cariñosamente las manos en la cabeza—. Dejemos esas preocupaciones. Estaremos ahora más juntos que nunca y lucharemos a brazo partido por nuestro hogar y nuestra dicha. Quizá de hoy en adelante no nos vayan muy bien las cosas; pero si nos mantenemos juntos, todo irá bien, con la ayuda de Dios.

Ella ya no tenía fuerzas para replicarle; ni siquiera pudo impedir que él, dichas las últimas palabras, se inclinase sobre ella y la besase.

Mientras los dos comenzaron a preparar en silencio la marcha, los días siguientes no tocaron para nada el asunto. Sin embargo, no podían apartarlo de sí. Manuel veía muy bien que a Hansine podía resultarle difícil gobernar un hogar en circunstancias completamente extrañas para ella, y que no podía prestar a las hijas el apoyo que tanto necesitaban al principio. Se daba cuenta también de que ella, con su carácter especial, incomprensible para los extraños y frecuentemente antipático, se acarrearía muchas dificultades; y finalmente se asustaba, cada vez más, ante la idea de procurarse los medios para vivir. Aunque vendiesen todo lo que poseían, poco más podrían hacer con el producto que pagar las deudas. Como Hansine un día volviese a hablar de esta cuestión, ya no la interrumpió, sino que —casi por vez primera— escuchó hasta el fin sus palabras. Ella le dijo que lo más acertado era no poner casa hasta que tuviese una colocación, yéndose a vivir, mientras tanto, él y las niñas, a casa de su anciano padre, que vivía completamente sólo en su espaciosa casa. Le consoló diciéndole que la separación no iba a ser larga; y tanto insistió, que aquel mismo día Manuel le prometió que iba a escribir a su padre y a sus hermanos.

—Pero escríbeles de modo que vean claramente que yo no te acompaño —terminó ella.

Durante varios días estuvieron esperando con impaciencia la respuesta.

También en la casa parroquial de Vejlby se les había ido haciendo insostenible la situación. Sin decirle nada a Manuel se celebró la reunión del consejo local, y en general se veía que la gente no quería nada con él. Aquel domingo, la iglesia de Skibberup no tenía un alma, como en tiempos del párroco Tonnesen; en cambio, se había abarrotado el centro, donde Maren Smeds y Niels, debidamente autorizados, iban a celebrar unos actos piadosos. Niels había dado el primer paso hacia la gran meta de sus sueños: se había hecho predicador ambulante, dejándose crecer la barba. Cuando estaba fuera de su pueblo natal llevaba la cabeza inclinada a un lado y se ponía gafas.

Reservadamente recibió también Manuel demostraciones de agradecimiento y de indignación ante el mal comportamiento de la gente; incluso, al saberse que había solicitado dejar el cargo, algunos fieles de buen corazón, exactamente igual que cuando se marchó el párroco Tonnesen, hicieron una colecta para comprarle una cafetera de plata y un sillón que le entregarían en el momento de partir.

En la casa parroquial todo era despejar y liquidar. Manuel, que poco a poco había perdido el rumbo de su hacienda y sólo deseaba verse libre de los cuidados de las tierras y establos, había vendido el resto de cosecha a un vecino, quien por una parte de la suma de compra cuidaría la tierra hasta que fuese nombrado su sucesor. Habían convertido también en dinero las vacas, caballos y aperos, pagando con él las no pequeñas deudas que en los últimos años había contraído imprudentemente con sus antiguos amigos, quienes contribuyeron más de lo que él sospechaba a desacreditarle en la parroquia.

Loca de contento porque iba a ir a Copenhague, corría por la casa Sigrid, agitando sus rizos dorados y contagiando con su júbilo a la pequeña Dagny, que aquel verano había dado un estirón y ya empezaba a andar solita por la habitación. Mientras tanto, Hansine, sentada en un sillón, cosía la ropa del domingo de las niñas y les hacía medias. Manuel no comprendía que ella siguiese tan pálida, a pesar de que ahora había esperanza de un futuro más radiante para todos. Incluso la había sorprendido dos veces llorando, y como le preguntase el motivo, ella no le había querido contestar. También le extrañaba la esquivez casi involuntaria que demostraba siempre que se acercaba a ella: tan pronto se sentaba a su lado se levantaba ella inmediatamente, pretextando un quehacer en la cocina. Él lo achacaba a que quería ocultarle el dolor de la partida y de la inminente y larga separación, y trataba por todos medios de consolarla y animarla. Pero su compasión parecía herirla más, y al final vio que lo mejor era dejarla en paz.

Por fin llegó de Copenhague la ansiada respuesta. Era una de aquellas cartas largas que su padre solía escribir en un gran pliego de papel. Con ella venía una breve carta de Betty. El padre le decía que no estaba lejos de la tumba y que no podía haberle preparado mayor alegría que la perspectiva de volver a ver a su primogénito, a quien tanto echaba de menos. Sin el menor intento de humillarle ni de hacerle la menor acusación por su presunción, le deseaba una cordial bienvenida a la casa paterna. «Las dos habitaciones que ocupabas en otro tiempo pronto estarán dispuestas para recibirte —escribía—, y no necesito añadir que también tus hijas serán huéspedes queridas para mí, y haremos todo cuanto esté en nuestra parte para que estén a gusto entre nosotros. Es posible que sepas que alquilé el trozo de jardín que pertenece a la finca, que en su día ocupó el consejero Tagemann. Por tanto, tus hijas tendrán donde jugar; yo me encargaré de que le digan a Jorgersen que ponga un columpio y todo lo que haga falta para entretener a las niñas. Tampoco les faltarán amiguitas para jugar; Lobner y el jefe del negociado Winther tienen hijos muy vivos y educados; por tanto, espero que no echen de menos la vida del campo. Comprendo perfectamente la decisión de tu mujer de quedarse ahí hasta más tarde; ella no se sentiría a gusto en una ciudad grande y agitada, tan ajena a su ambiente. Te ruego que la saludes afectuosamente de mi parte. Basta por hoy. Tu hermano Carlos me dice que te salude muy cordialmente. Quiere que sepas que no todos los gentiles hombres son tan “malos” como tú crees y que se alegra de poder invitarte un día a la sala de guardia de Amalienborg, para que te convenzas de ello. Recibe, querido hijo, cariñosos saludos de tu padre».

—¿Qué dices, Hansine? —preguntó Manuel, profundamente conmovido, al terminar la lectura.

Hansine, inclinada sobre su labor, hizo un signo afirmativo con la cabeza. Su pecho era un mar agitado. Había cerrado los ojos como una persona que libra el último combate consigo misma.

Manuel se quedó pensativo unos momentos con la carta en la mano y la vista fija y perdida. Veía ante sí sus dos acogedoras habitaciones alfombradas, desde cuyas ventanas se veía el canal, la Bolsa y el palacio de Kristianborg. Parecía que volvía a sentirse rodeado de la profunda paz que en sus años de estudiante y de candidato le acompañaba en el silencio de la noche, bajo la lámpara o paseando por la habitación con la cabeza llena de lo que había leído. Y volvería a sentarse junto a los viejos libros, a andar por la misma habitación y a plantearse de nuevo las mismas preguntas para hallar otra solución más verdadera a los grandes enigmas de la vida…

El principio de la carta de Betty acusaba el profundo destemple espiritual que le había producido la muerte de su único hijo. Escribía:

Tú no sabes lo vacías y tristes que están nuestras habitaciones desde que el Señor me llevó al pequeño Kai. ¡Cuánto deseo que vengan tus hijas para volver a oír voces y risas infantiles a mi alrededor! Di a tu mujer que no se angustie por ellas —yo conozco las angustias de una madre—. Las cuidaremos lo mejor que podamos mientras se halle separada de ellas. Pero sobre todo estoy suspirando por ti, querido hermano, a quien llevo tantos años sin ver. ¡Qué alegría hablar contigo! Y tú serás bueno conmigo, Manuel. Necesito mucho tu consuelo. Ansío inclinar mi cabeza sobre tu hombro y hablarte confidencialmente. Sí, Manuel…; el Señor nos castiga. ¡Que tengamos fuerzas para llevar la carga!

No creo que debas preocuparte por tu futuro; lo mismo piensan papá y mi marido. Ayer, precisamente, cuando ya habíamos leído tu carta, que papá nos mandó antes del mediodía, estuvimos comiendo en casa de Munck. A mi lado estaba el deán, que viene a casa con bastante frecuencia, y era tal mi alegría por tu carta, que no pude por menos de contarle que ibas a venir a Copenhague. Me dio a entender que ya estaba enterado y parecía contento de ello. Le pregunté sin rodeos si creía que podrías obtener un pequeño puesto en una de las iglesias de aquí, y no le pareció nada imposible. «Su hermano es un elemento muy bueno —dijo—, y nosotros también necesitamos aquí fuerzas jóvenes y probadas». Él recalcó la palabra «probadas». Habló muy bien de ti; por tanto, no creo que te perjudiquen las ideas que acabas de abandonar.

Este final no fue del agrado de Manuel. Le produjo una inquietud indefinida.

—¿Cómo se le ocurre este pensamiento? —exclamó—. Por lo visto, ni siquiera me entendió.

—¿Estás seguro? —le dijo Hansine.

Manuel no le contestó. Se había quedado pensativo otra vez.

VI

Por fin, un día de principios de setiembre sonó la hora de la partida.

Fue un día muy movido y cargado de emoción por la mañana temprano. Manuel fue al cementerio de Skibberup a despedirse de Gutten, y de allí se dirigió a casa de sus suegros. La despedida de Elsa fue un tanto fría; estaba muy influenciada por la gente de Skibberup; y aunque por deseo de Hansine ni siquiera se dijo delante de ella ni de nadie que la estancia de aquélla en las tierras de los pescadores se prolongaría más de un par de días, los ojos de Elsa brillaban de desconfianza cada vez que se nombraba la visita de su hija a Ana.

Antes del mediodía llegó a la casa parroquial una comisión portadora de una cafetera plateada y una mesa escritorio, y por la tarde vino un coche, que Manuel —para no verse obligado a pedirlo a sus vecinos— había encargado a la ciudad. Era un landó con herrajes de plata flamantes, conducido por un cochero de librea.

Manuel no paraba entre baúles y cajas. Se había arreglado el pelo y la barba y vestía una levita negra nueva. Sigrid le iba pisando los talones, como si temiese que se fuese sin ella. La niña, con la emoción del viaje, no había cerrado los ojos en toda la noche, preguntando cada media hora a su madre qué hora era. Desde las primeras horas de la mañana llevaba consigo sus chucherías particulares —un cubo de hojalata, una cabeza de muñeca rota y dos cajitas de cerillas—, que no abandonó ni un momento.

Abelone, a quien Hansine había convencido para que se fuese con las niñas y estuviese con ellas algún tiempo, lloraba de dolor; y en la cuadra, ahora vacía, sentado en el borde de un pesebre, meditaba Soren en los destinos de la vida.

Hansine se mantuvo tranquila todo el día y ayudaba en todo. Nadie leería en su cara cuán convencida estaba de que aquel día era el último que veía a su marido y a sus hijas. Sabía muy bien que sus hijas pronto la olvidarían entre tantas personas extrañas y tantas novedades, que ocuparían sus espíritus y sus pensamientos; y cuando se hiciesen mayores dentro de su nuevo ambiente sentirían como un obstáculo y una vergüenza tener una madre que vestía y hablaba como una campesina. Pero ella se había prometido que las hijas no sufrirían por las culpas de otros. Tendrían en la vida la parte feliz que ella había soñado un día alcanzar para sí misma.

¿Y para Manuel? También para él, pronto sería una pesada cadena, que querría sacudir. Últimamente, había visto en mil detalles que él ya vivía una vida muy ajena a ella, en la cual sabía que nunca podría participar con él. Sabía que él ya no frecuentaría su antiguo círculo de amigos antes que advirtiese el abismo profundo que los separaba a los dos; y sentiría como una liberación el día que ella le escribiese que ya no se volvería atrás, que él era libre y que sería inútil que pretendiese que ella cambiase su propósito.

No le censuraba nada. Sólo se acusaba a sí misma por haber podido creer que tenía su sitio en la mesa distinguida de la vida. En realidad, nunca le había sorprendido lo que había ocurrido últimamente. Más bien, le extrañaba que no hubiese sucedido antes. Frecuentemente le habían parecido irreales los acontecimientos de los siete últimos años. A veces sentía la sensación de que todavía era la joven doncella que vivía con sus padres…; que todo su matrimonio, toda su vida en la casa parroquial de Vejlby, no había sido nada más que una larga pesadilla, de la que se libraría al cantar este o aquel gallo.

Cuando llegó el momento de partir besó a las hijas y dijo adiós a Manuel de una manera tan tranquila como si también ella creyese que la separación iba a ser corta. Los acompañó hasta el coche, acomodó bien a las hijas y rogó a Abelone que no se olvidara de ponerles los delantales limpios antes de llegar a Copenhague.

Como Manuel, en el momento de la despedida, sintiese una emoción grande y no cesase de besarla, le dijo para animarle que no debía preocuparse por ella, que todo se arreglaría.

—Cuida de las hijas, Manuel —fueron sus últimas palabras.

Pero como si con ellas agotase toda la fuerza de su espíritu, se volvió inmediatamente y subió las escaleras antes que el coche se hubiese puesto en marcha.

—¡Sube al montículo del jardín…, para que te podamos hacer señas! —le gritó Manuel.

El cochero hizo silbar el látigo, y los caballos echaron a andar. Cuando el coche atravesó el portalón lanzó Sigrid un hurra.

Al atravesar Vejlby, algunos amigos le gritaron un sincero «¡buen viaje!», e incluso dos de sus enemigos, presa de respeto a la vista del landó y del cochero de librea, se descubrieron al pasar por delante de ellos.

Al llegar el coche a la carretera dijo Manuel:

—Sacad los pañuelos, hijas.

Y cuando vieron a Hansine en el montículo empezaron todos a agitarlos. «¿Por qué no nos contesta?», pensó Manuel.

—¡Agitad, hijas…, agitad! —les dijo él, con los ojos llenos de lágrimas.

Pero la figura del montículo no se movía…; no recibieron su respuesta: «Hasta la vista».

Inmóvil, como si fuese una estatua de piedra, les estuvo mirando Hansine hasta que el coche desapareció en la lejanía. Entonces bajó tranquilamente. Pero de pronto se sintió presa de vértigo y se sentó pesadamente en uno de los escaloncitos del montículo.

En esta posición permaneció una hora entera, sin moverse, con la cabeza entre las manos, mientras el susurro del viento otoñal cruzaba en un lamento las copas de los árboles.

Al ponerse el sol se levantó y se fue a casa. Pasaría la noche en la de sus padres, en su antiguo cuarto, donde había soñado de soltera. Al día siguiente vendría el marido de Ana con su barca para llevarla a su casa futura.

Cogió un pequeño paquete de ropas en el vacío dormitorio, fue después a la cuadra a decir adiós a Soren, único amo ahora, y abandonó la casa parroquial.