I
La recolección del centeno había comenzado con lluvia y parecía que terminaría con lluvia. Todas las mañanas aparecía un cielo sin nubes, radiante de sol; pero apenas los campesinos habían cargado el primer carro, subían por los horizontes nubes negrísimas y durante todo el día no cesaban los chubascos, ni el granizo, grande como guisantes, ni los truenos, que retumbaban por todo el espacio.
Una tarde estaba acostado en su cama el criado Niels, con una mano debajo de la cabeza. Llevaba un par de horas en esta postura. Como de costumbre, la habitación estaba llena de una densa nube de humo de tabaco. Aunque ya pasaba de la hora de la siesta, no tenía la menor intención de abandonar la cama. Estaba sumido en su pensamiento favorito: fantaseando sobre el futuro. Y veía ante sí una gran habitación cuyas cuatro paredes estaban cubiertas hasta el techo de estantes llenos de magníficos libros, tal como había visto en el gabinete de estudio del doctor pastor de Kyndlose, adonde había ido una vez a buscar su partida de nacimiento. En medio de la habitación tenía una gran mesa cuadrada cubierta con un tapete verde y toda llena de gruesos infolios. Las cortinas de las ventanas estaban bajadas; ardía una lámpara sobre la mesa y al extremo de ésta estaba el «párroco Damgaard» en persona, en un gran sillón, en bata y zapatillas de hermoso bordado. Con una mano en la mejilla leía un viejo libro griego. En uno de los estantes se alineaban sus propias obras, lujosamente encuadernadas: libros de edificación y colecciones de sermones, con cantos dorados; escritos doctos y magníficas comedias y dramas de carácter social, llenos de ideas proféticas y pensamientos audaces.
Fue arrancado de estos sueños de gloria por el ruido de unos zuecos en el patio. Era Abelone, que iba a coger agua del pozo.
Él sonrió en silencio. Descansaba tranquilo ante el feliz sentimiento de haberse librado al fin de la tentación que en cierto tiempo le había producido la madura belleza de Abelone. No le había sido nada fácil librarse de ella, a pesar de que era una doncella carente en absoluto de medios económicos. Pero él había visto claramente que, si no renunciaba a su debilidad, probablemente jamás dejaría de ser el criado Niels. Tenía que liberarse y ser independiente, o bien casarse con otra, si quería alcanzar la gran meta que se había propuesto: hacer famoso en todo el país el apellido Damgaard. Y tenía que vencer muchos obstáculos. Sí, por ejemplo, no se hubiese llamado Niels, sino Fritjof o Arne o Bjarnstjerne, su nombre se grabaría fácilmente en la memoria de la gente. Niels, en cambio…
Se levantó precipitadamente. Había oído ruido en el patio; pero esta vez eran pasos fuertes…, de Manuel.
Se puso a acechar detrás de las blancas cortinas de su ventana y vio venir a su amo al pequeño cobertizo que había junto a una de las alas. Tenía las orejas coloradas; en medio del patio estaban los aperos indicando que él no se había ido aún al campo. Y Manuel últimamente se había vuelto poco razonable, tenía muchos caprichos y se encolerizaba cuando estaba de mal humor.
Niels sonrió, aliviado; sin mirar ni a derecha ni a izquierda, había desaparecido Manuel escaleras del vestíbulo arriba. ¡Ah…! Con un bostezo que duró un minuto estiró una vez más su perezoso cuerpo, echó pesadamente las piernas sobre el borde de la cama y permaneció un momento sentado, con la cabeza en las manos, extraordinariamente satisfecho de sí mismo. Creía conocer el motivo del secreto del cambio de Manuel para con él. ¡Manuel estaba celoso! Niels había observado lo mal que le habían sentado sus últimos artículos en La Hoja Popular y la sensación que habían causado. ¡Pero pronto oiría cosas nuevas!
II
Cuando, poco después, volvió Manuel al cuarto, estaba Hansine sentada en un sillón junto a la chimenea, con un puchero en las rodillas, desgranando guisantes.
—¿Vas a salir? —preguntó ella, dirigiendo una mirada un tanto sospechosa a la vestimenta del marido.
Éste había cambiado sus ropas de trabajo por su levita gris y estaba atándose el alzacuello negro que llevaba siempre fuera de casa en vez de cuello.
—Sí; tengo que ir a las chozas. Ha vuelto allí la intranquilidad; la gente no quiere trabajar. Y precisamente ahora en tiempo de recolección es muy importante.
Iba a salir cuando Hansine le dijo:
—¡Ah!, es verdad… El joven Rasmus Jorgen estuvo aquí esta mañana, mientras tú estabas en el campo. Tenía que decirte de parte de él que a ver si le devuelves el carro de paja que te prestó este invierno pasado. Dice que no puede esperar más.
Manuel se quedó con la mano en el pestillo, en tanto que su cara iba encendiéndose cada vez más.
—¿Un carro de paja, dices?
—Sí. Se lo habías prometido en la primavera —continuó Hansine—. Pero ahora lo necesita y quiere que se lo des; de lo contrario tendrá que comprarla.
—Pero ¿de dónde voy a sacar yo paja en este tiempo? ¿No se lo has dicho?
—Le dije que ya le darías la razón.
—Mira, Hansine —dijo Manuel después de unos momentos de silencio—: Rasmus Jorgen, igual que nuestro criado Niels, debe de ser un asiduo concurrente a las reuniones de Maren Smeds, y creo observar que tácticamente han establecido un frente común contra mi. Yo no sé por qué. Pero el espíritu de la discordia se ha metido entre nosotros poco a poco. También he oído que el tejedor acude también a estas reuniones; últimamente se ha apartado completamente de nosotros. Eso no me gusta. Me parece que nos esperan tiempos malos en la feligresía. ¡Que Dios nos tenga a todos en su mano!
Después de la marcha de Manuel hubo en la habitación un largo silencio.
Junto a Hansine dormía la pequeña Dagny en su cunita de madera pintada de flores, y Sigrid estaba sentada en un banquito al lado de la ventana, cosiendo un trapo. Propiamente hablando, estaba sentada en el rincón de la vergüenza, pues otra vez había vuelto de jugar en la charca con los vestidos sucios; y como Hansine la reprendiese, la niña soltó una palabra fea, que dijo haber aprendido de los niños del rodero. Y fue Manuel quien mandó que en castigo se quedase en casa durante toda la tarde; y advirtió a Hansine que en adelante lo mejor era vigilar quiénes eran sus compañeras de juego.
La niña dejó de pronto su labor sobre las rodillas, echó la cabeza a un lado y se puso a mirar al techo con aire muy pensativo. Al cabo de algún tiempo se levantó y fue junto a la madre.
—¡Mamá! —le dijo en voz baja—. ¿Recuerdas a aquella señorita que estuvo aquí el día… aquella que jugó conmigo en la huerta?
—Sí, hija mía. Me has hablado muchas veces de ella.
—¿Y recuerdas, mamá, que me dijo que tenía que ir a Copenhague para darme esa muñeca grande? Me gustaría estar siempre con ella… Me dijo que me daría también el cuarto de la muñeca.
—Eso sí que no lo dijo. Me estás contando cosas que no son verdad —atajó Hansine, mirándole reprensiva.
La niña se puso encarnada y bajó la vista.
—Por lo demás…, quizá debieras salir un poco alguna vez —siguió Hansine poco después—. Si no aprendieras cosas tan feas, tendrías los vestidos más limpios.
Ante estas palabras de la madre, que le recordaron en seguida su castigo, Sigrid se puso aún más colorada y se fue avergonzada a su banco.
Y volvió a reinar un silencio largo en el cuarto. Sólo se oía el zumbido de las moscas subiendo y bajando por los cristales, y el ruido que al fregar hacía Abelone en la cocina.
—¡Mamá! —tornó a decir Sigrid con voz muy queda—. Si no vuelvo a manchar mis vestidos ni a pronunciar palabras feas, ¿puedo ir a Copenhague?
Hansine no pudo por menos de sonreír ligeramente.
—¿Entonces, quieres ir a casa de esa señorita de Copenhague, Sigrid?
—Sí, quiero. ¡Qué linda era esa señorita! ¿Verdad que sí, mamá?
—Sí, ya lo creo…
—Mamá…, si no vuelvo a manchar mis vestidos, ¿podré ser también una señorita cuando sea mayor? ¿Eh, mamá?
Hansine no contestó inmediatamente.
—¡Oh, sí puedes serlo! —dijo, y se quedó pensativa.
III
En el ansia de soledad, que en los últimos tiempos era cada vez más fuerte en Manuel, había éste abandonado el camino de la parroquia, tomando un sendero para llegar a las chozas. Aquel lugar apartado, donde vivía la gente pobre de la comarca, era una fuente de inquietud y preocupación constantes para él. A pesar de lo que, en parte personalmente, en parte por la ayuda de la parroquia, había hecho para remediar sus males espirituales y naturales, no se había conseguido nada. Después de siete años de esfuerzos y sacrificios todavía ninguno de aquellos desgraciados habitantes de aquellas chozas de barro había dado la menor señal de sentir el peso de su dignidad humana. Más que nunca se quejaba la gente de los robos nocturnos de patatas, y ni las buenas palabras ni el jornal elevado podían conseguir hacerlos trabajar.
Manuel caminaba lentamente, y tan absorto iba en sus pensamientos, que casi se estremeció al ver surgir en el sendero a un hombre, un poco delante de él. Y no fue menor su inquietud cuando en aquella figura de piernas extraordinariamente largas reconoció en seguida al tejedor Hansen.
Siempre había alimentado Manuel cierta desconfianza hacia el tejedor, cuyo espíritu especial, desconfiado y hermético, era tan diferente de su naturaleza abierta y cordial. Tenía la sensación de que este hombre lo quería conquistar, pero no podía adivinar qué oculto designio abrigaba.
Se saludaron en silencio dándose la mano, parándose cada uno sin acercarse.
—Qué, ¿hay algo de nuevo? —preguntó Manuel, por decir algo.
—¡Oh, siempre hay! —contestó el tejedor; tenía sus grandes manos rojas metidas entre las mangas y los puños, y contemplaba el panorama—. Pero, por desgracia, no siempre son buenas noticias.
En el tono de su voz pudo Manuel observar que traía alguna noticia funesta.
—Puedo acompañarte un rato, si quieres —siguió diciendo el tejedor—. No tengo prisa hoy.
Caminaron un rato en silencio.
—No esperaba encontrarte tan lejos de casa, Manuel. Acabo de ver el coche del médico de Kyndlose camino de Vejlby… y no sé que haya allí ningún enfermo.
Manuel no contestó. Era la primera vez que tenía que oír sarcasmos de sus amigos por causa de su visita al doctor Hassing.
—En cierto modo, es un hombre bueno ese Hassing; así se le considera —siguió el tejedor con la voz más inocente del mundo.
—¡Oh, sí! —contestó Manuel distraídamente.
—Por este motivo no entiende uno bien que sea tan extremadamente terrible en sus ideas políticas. Es, desde luego, muy extraño.
—Yo no creo que el doctor Hassing se ocupe de política.
—Eso era lo que pensaba yo también. La gente dice que sólo vive para gozar de la felicidad de este mundo. He oído contar que en su casa no se vive más que una vida de lujo y de placer. Y, naturalmente, el lenguaje de aquella casa no será más que un lenguaje de sucia frivolidad…
Manuel ya no le prestaba atención; según iba andando con el tejedor, su pensamiento había vuelto a enfocarse en la irremediable miseria de las chozas. Él pensaba que a su lado iba una persona que se había levantado del lodazal de la degradación. El tejedor había nacido en las chozas; su padre había sido porquero en la finca Tryggerlose, de la parroquia de Vesterby, y él, de niño, había cuidado las ovejas de la finca. El tejedor se mostraba muy parco en palabras siempre que se hablaba de su juventud; pero se sabía que había sido testigo, siendo niño, de que una vez había pegado a su padre el amo con el bastón, y que este hecho de su infancia dejó huella profunda en su espíritu, quedándole grabado para toda la vida.
Manuel sintió de pronto que la pena le mordía el corazón al pensar que había sido la violencia y no el cariño lo que había dado fuerzas a este hijo de la pobreza para elevarse espiritualmente.
Pero le cortó el pensamiento el tejedor, que se paró y le dijo:
—¿Sabes, Manuel, que por fin ha confesado?
—¿Qué? ¿Quién ha confesado? —preguntó Manuel, perplejo.
—¡El alcalde, hombre…! ¿En quién pensabas tú, Manuel? —preguntó el tejedor aguzando el oído.
—¿Qué ha confesado el alcalde…? No entiendo nada.
—Ha terminado por admitir que ha vivido deshonestamente. Hacía tiempo que veníamos desconfiando unos cuantos; pero nos parecía casi imposible que un hombre que era el jefe político de una comunidad cristiana pudiese olvidar así como así las palabras de la Escritura sobre los lujuriosos y los impuros. Y esta mañana fuimos dos a su casa a hacerle saber que tenía que desmentir los malos rumores acerca de él, y al fin nos confesó que desde la muerte de su mujer había vivido en concubinato con Sidne, su criada.
—¡No es posible lo que estás diciendo! —exclamó Manuel, pálido como un muerto y apoyándose en el bastón.
Parecía que la tierra comenzaba a vacilar bajo sus pies.
—Puedes estar completamente seguro. Es un caso que nos da que pensar a todos. Yo creo que ahora lo mejor seria convocar lo más pronto posible al consejo del pueblo para discutir este asunto. Precisamente esta noche pensaba ir a tu casa a hablar contigo sobre el particular. No es conveniente tardar en lavar la mancha que se ha echado sobre nuestro pueblo.
Manuel, que creía descubrir en el tono del tejedor una oculta alegría perversa pensando en la inminente caída del alcalde, no pudo por menos de decirle:
—Es extraño oírte hablar con tanto calor sobre este asunto, Jens Hansen, pues entonces fuiste el que hizo casi todo para que Hans Jensen dirigiese al pueblo. Ya sabes que en aquellos días éramos muchos los que poníamos nuestros reparos ante el hecho de que… su pasado estaba muy lejos de ser intachable: pero tú sostuviste en todo momento que eso no debía preocuparnos; era el hombre indicado, decías, y que estuviéramos tranquilos. Si ha habido una falta, tú eres el culpable.
—Sí; yo no niego haber apoyado a Hans Jensen —contestó el tejedor con una sonrisa abierta—. Y sigo pensando todavía que para la política de entonces era él la persona indicada. Para andar por la cuneta, todos los cocheros son buenos… Pero ahora me parece que debemos intentar salir de ella.
—Bueno, bueno…; obra como creas justo y conveniente —dijo Manuel, parándose y dándole la mano en señal de despedida.
Quería verse libre del tejedor. Necesitaba estar sólo para hacer luz sobre la terrible impresión que le había producido esta revelación. Entonces se le confirmó la sospecha de que se acercaba una tormenta. ¡Los días malos estaban en puerta…! Ahora se vería si la obra que él había levantado en honor y alabanza de Dios en la parroquia resistía la prueba o se derrumbaba.
¡No, no! ¡Él no dudaría! Si el Señor permitía la tormenta, no era para arrasar, sino para purificar.
Él ama al que castiga.
IV
La noticia del tejedor había levantado tal agitación en el espíritu de Manuel, haciéndole pensar en tantas cosas nuevas, que aquel día tuvo que dejar la visita a las chozas, aplazándola para el día siguiente.
Pero también ese día caminaba por los campos con el espíritu intranquilo y el corazón agobiado. El rumor de la confesión del alcalde se había extendido rápidamente por toda la parroquia, despertando una conmoción extraordinaria. Los que de antemano habían estado enterados se pusieron casi furiosos, especialmente los de Skibberup. El tejedor había preparado bien la carga antes de hacerla saltar. Este desgraciado acontecimiento renovó con más intensidad la vieja enemistad entre los de Vejlby y los de Skibberup, unidos durante tiempo a causa de la lucha política. Fueron los belicosos habitantes de Skibberup los que habían comenzado la disputa diciendo que los de Vejlby habían adquirido una influencia demasiado grande en la comunidad, y por eso fueron ellos principalmente los que ahora querían aprovechar la ocasión para deponer al alcalde. El consejo del pueblo debía reunirse en asamblea al día siguiente, y el tejedor ya había prometido para este día «nuevas revelaciones».
Cuando Manuel llegó a las colinas de la Zorra, desde las cuales bajaba la tierra hasta la última zona de musgo, se paró, se llevó las manos y el bastón a la espalda y se puso a pensar. Tendió su vista hacia los verdes llanos de la parroquia de Kyndby, por los que serpenteaba un riachuelo y se diseminaban casitas. Su espíritu descansó un momento contemplando el amable paisaje, que incluso bajo el cielo oscuro y lluvioso de la tarde le parecía una bella imagen de paz y de plácida dicha. Podía ver hasta la parroquia de Kyndlose y el sinuoso camino por el que había ido con Rangilda la tarde de su visita. Le palpitó el corazón al divisar también la villa del doctor Hassing, bellamente encuadrada en su gran jardín.
Le extrañaba que ni siquiera una vez se hubiese tropezado con la señorita Tonnesen, ya que era indudable que todavía seguía allí. Sabía que la gente la había visto acompañando al médico cuando éste iba a visitar a algún enfermo, y, por su parte, nunca había hecho nada para evitar el encuentro. Aunque no estaba completamente seguro, tanto este día como el anterior había sido un motivo más para su viaje a las chozas el que el camino de Kyndlose describiese un arco alrededor de las colinas de la Zorra.
Allá lejos, sobre la oscura corona de bosques, el cielo se había puesto claro y azul. Blancas montañas de nubes iluminadas por el sol se levantaban aquí y allí sobre el horizonte y se volvían a hundir lentamente. En su ansia de librarse de todo lo que le acongojaba, se dejó llevar por este espectáculo y durante un buen rato se sumió en sueños. Le parecía ver un reino de belleza aéreo surgiendo radiante de un abismo de oscuridad y desapareciendo de nuevo. Era como si estuviese viendo figuras en ebullición brillar y desaparecer… o, como en sueños, oír voces lejanas que le llamaban y mordían dulcemente. ¿Por qué preocuparse? —parecían decirle—. ¿Por qué cansarse arrastrando la carga de los demás? Tira tu pesado bastón de peregrino y ven aquí donde la alegría flota sobre las nubes y la tristeza se oculta en los valles oscuros. Ven aquí donde la vida es un descanso de fiesta alrededor de los manantiales y se baila en las verdes praderas…
Se despertó con un estremecimiento. Y con la vuelta a la realidad desaparecieron del recuerdo sus sueños fugaces, dejándole tan sólo la sensación de una pesadez mayor en el pecho. Lentamente bajó a las chozas.
Éstas estaban a ambos lados de un riachuelo medio seco. Eran una fila de chozas de barro miserables, apoyadas en su ruina unas en otras como si meditasen juntas sobre su destino. Delante de ellas había un montón de paja vieja y cachivaches rotos. Apenas quedaba una casa que tuviese cristales enteros o que no presentase grandes agujeros en el hundido techo de paja.
Manuel se dirigió a una de las casas más próximas: una casucha con dos ventanucos que miraban por debajo de las colgantes barbas del techo como un par de ojos malignos. Ante la puerta había un hombre viejo, alto y encorvado, cortando ramas con un hacha.
Al acercarse le salió al encuentro un perro rechoncho hecho una furia y enseñándole los dientes. Manuel, que no quería pegar a ningún animal, no podía seguir adelante a causa de él.
Aunque el viejo le había visto y se había dado cuenta también de la actitud del perro, no lo llamó, siguiendo imperturbable en su trabajo.
—¿Es tu perro, Ole Soren? —gritó al fin Manuel en un tono irritado.
—No —murmuró el viejo sin inmutarse ni levantar la vista.
En este instante apareció en la puerta de la choza una mujer en un estado de gestación muy avanzado. Pero en cuanto vio a Manuel se metió dentro inmediatamente. Y de pronto todo fue trajinar en la choza. Se oyeron voces apagadas y ruido de vajilla. Al mismo tiempo en las demás puertas acechaban figuras amedrentadas.
Manuel tuvo que librarse del furioso perro con el bastón y entró en la casa.
Ya en el pequeño vestíbulo, donde hubo de entrar agachado para no tropezar con el techo lleno de colgaduras de telaraña, notó un fuerte olor a alcohol mezclado con hedor a lecho y a emanaciones humanas. Llamó a la puerta y entró en un cuarto semioscuro con una mesa de pared, un arca que hacía de banco y un par de sillas pintadas con una capa de minio.
Era la casa de Svend Ol y Peter Brendevin.
Aunque el primero estaba casado y tenía varios hijos y el segundo estaba soltero, los dos inseparables amigos llevaban viviendo muchos años en la misma casa y comiendo en la misma mesa…; incluso, según opinión muy extendida, la amistad entre ellos fue mucho más allá y había dejado su rastro clarísimo en dos de los hijos del matrimonio.
Svend Ol se levantó pesadamente del banco cuando entró Manuel. Con la cabeza caída hacia un lado y apretando contra el pecho el brazo derecho se acercó a darle la bienvenida. Al mismo tiempo la mujer se escabulló por detrás de Manuel llevándose una cafetera debajo del delantal.
—¡Qué feliz sorpresa! —dijo aquél, dándole la mano izquierda—. No esperaba yo que el señor pastor…, que Manuel, quiero decir…, nos visitase hoy. Pero viene usted muy bien; necesitamos una buena palabra de consuelo en estos tiempos en que nuestro Señor nos ha castigado con toda clase de debilidades…
Le interrumpió Manuel, que, vencido por el hedor del cuarto, se había sentado en una de las sillas.
—¡Hablemos en serio, Svend…! ¿Qué noticias vuelvo a oír sobre ti y Per? Me dicen que no queréis trabajar.
Svend Ol volvió a sentarse en el banco y puso una cara de miseria.
—Yo, pobre pecador, le juro… que nadie más que yo está deseando trabajar —refunfuñó, mientras su mano izquierda frotaba con cuidado el brazo derecho, que seguía apretado contra el cuerpo como si llevara una venda invisible—. Pero qué va a hacer un pobre inválido como yo sino estar tumbado y gritar y lamentarse toda la noche, peor cada vez. Usted…, bueno, tú… puedes creerme que es un dolor para un hombre que tiene mujer e hijos que mantener…
—¡Oh!, tan mal no puedes estar, Svend —le interrumpió Manuel, mirándole fijamente—. Hace poco tuviste una riña en una taberna de Vejlby…, me lo han contado. Y Per estaba allí también. ¿Dónde está ahora?
Svend dirigió su mirada a la cama que había junto a la única pared. Allí yacía Per Brendevin, durmiendo sobre la paja. No se veía más que una pelambrera en desorden y una cara pálida.
—¿Qué significa esto? —preguntó Manuel, cada vez más a disgusto en medio de la suciedad y oscuridad del cuarto—. ¿Está enfermo acaso Per?
—Sí, tiene mucho dolor de cabeza… y un resfriado. Lo pilló sin darse cuenta. Según estaba sentado, empezaron a castañetearle los dientes y poco después todo su cuerpo era un puro temblor… No sé qué da verle.
Pero Manuel ya no se dejó burlar. Últimamente se había vuelto muy desconfiado, y vio en seguida que no había un enfermo de fiebre, sino un borracho que intentaba en vano vencer el sueño y levantar los párpados.
Manuel se levantó. Su espíritu estaba agitado. Con voz temblando de indignación previno:
—Mirad, ¡debo deciros a los dos una cosa…! ¡Andad con mucho cuidado! También nuestra paciencia tiene un límite, y si vosotros seguís abusando de nuestra indulgencia, como lo habéis hecho últimamente, se acabará todo entre nosotros. Os retiraremos la asistencia pública. ¿Has entendido, Svend?
De la cara de Svend desapareció repentinamente la expresión de desgraciado; la gran hinchazón de su frente se acercó más al ojo y sus gruesos labios se abrieron en una maligna sonrisa.
—¡Oh, la cosa no está tan mal tampoco! —dijo con altivez mientras seguía aún frotándose el brazo—. Ustedes saben muy bien para qué pueden utilizarnos a los pobres, ¡ah!
—¿Qué quieres decir? ¿Qué significa eso? —preguntó Manuel.
—¿Qué quiero decir…? ¡Oh! Que no soy tan tonto para no saber cómo anda la gente que se acuerda de la caja de los pobres. No puede pasar sin el voto de ellos, he oído decir… y ésa es la verdad.
—Pero… ¿qué insinúas con todo eso?
—Simplemente que vosotros tenéis que echar mano de nuestros votos…, que si no, no os iría muy bien, creo yo. ¡Sabéis que el día de las elecciones el voto de un pobre vale tanto como el de un señor feudal! ¡Y, en suma, ya lo creo, habéis echado muy bien las cuentas!
Manuel se quedó sin habla.
¡Conque tal era el concepto que esta gente tenía de la obra benéfica del pueblo! ¡Con esa gente había hecho sus caridades! ¡Por estas criaturas deshumanizadas había sacrificado él su bienestar hasta el punto de estar próximo a sufrir privaciones!
Se había puesto pálido como un muerto. «¡Fuera…! ¡Fuera!», gritaba en su interior… Era como si sus ojos se le hundiesen de pronto en la cabeza. Sin poder seguir dominándose, cogió el sombrero y se fue.
Sin embargo, no se había alejado mucho de la casa cuando se llevó la mano a la frente, todavía ardiente y palpitante.
«No juzguéis y no seréis juzgados —murmuró—. No hay que olvidar estas palabras del Señor», dijo, disgustado consigo mismo. Tampoco ahora se había portado como discípulo de Jesús. ¡Oh, cómo andaba él en este tiempo…!
Se estremeció. Por el camino venía un coche tirado por un caballo ruano y conducido por un cochero de librea. Era el coche del doctor Hassing. Se le subió la sangre a las mejillas. Le pareció ver la brillante cabeza de Rangilda mirando detrás del cochero.
Al acercarse más al coche, descubrió que se había equivocado. En el ancho asiento de la calesa no había más persona que el médico, envuelto en un impermeable y fumando un puro.
—¡Buenos días, señor pastor! —dijo Hassing después de haber parado el coche, sacando del impermeable su mano enguantada—. ¿Cómo está? Supongo que andará metido a fondo en la recolección del heno. Espero que sepa nadar…, pues verdaderamente no cesa de llover.
—Sí, es un otoño difícil —contestó Manuel distraídamente—. ¿Viene usted de visitar a un enfermo?
—Sí. Uno que se rompió una pierna. Pero no ofrece peligro. ¡Ah, no se me olvide! Muchos recuerdos, señor pastor, de la señorita Tonnesen. Hace una semana que se marchó.
—¿Conque se marchó la señorita Tonnesen? —dijo Manuel, avivando el tono extraordinariamente.
—Sí. Nos había prometido quedarse más tiempo. Pero creo que estaba suspirando por el aire de la ciudad. De todos modos, le entraron las ganas de repente. Usted sabe que no le gusta el campo… Bueno, sepa que tiene usted un prosélito entre nosotros…, la sobrinita de mi mujer. Ya la recordará. La visita que poco ha le hizo en su casa la cambió por completo… Quizá la haya visto usted en sus iglesias los últimos domingos.
—Sí que es… extraño —dijo Manuel sin haber oído sus palabras y sin poner la menor intención en lo que decía.
—Bueno, adiós, señor pastor. Mucha suerte y que vea usted el centeno en casa en debidas condiciones.
El médico hizo una seña al cochero y el coche arrancó.
Cuando Hassing llegó a su casa contó a su mujer que se había encontrado con Manuel y que la noticia de la marcha de Rangilda pareció haberle causado cierta impresión.
—Sí. Espero que no hayamos cometido una imprudencia volviendo a juntar a estas dos personas —dijo la señora Hassing—. Ya lo estuve pensando. Rangilda estaba tan nerviosa estos últimos días…, y esta marcha súbita…
Quería haber dicho algo más; pero en aquel instante atravesó Gerda el cuarto para salir al jardín. La joven vestía de negro, llevaba una gran cruz de cartón de piedra y un libro encuadernado en negro.
—Espero que no tengamos que echarnos nada en cara por «ella» —dijo el médico con aire reflexivo después que la joven salió del cuarto—. ¡Heredó la inclinación a lo excéntrico…! ¿Sabes que le encargó al recadero Soren que le procurase una fotografía del pastor Hansted?
—Sí; no me extraña —dijo la señora Hassing—. En esta edad un día se quiere ser monja, al día siguiente artista ecuestre… Esto lo sé por experiencia.
—¡Y tú, Luisa, eres su tía!
V
Manuel se había dirigido lentamente a su casa. Sobre su cabeza se habían juntado las nubes y, sin que se diese cuenta, comenzó a caer una lluvia fina.
Al oír desde el vestíbulo las voces de Hansine y de los niños en el dormitorio se quedó un momento indeciso ante la puerta. Luego dio media vuelta y entró en su cuarto, al otro lado del pasillo.
Allí estuvo largo rato mirando por la ventana.
Ya no podía ocultarse su situación. La sensación de vacío que le produjo la noticia de la marcha de Rangilda le indicaba bien a las claras cuán lleno estaba del pensamiento de tenerla cerca. Sin embargo, no quería reconocer que ella ejercía personalmente cierto poder sobre él; en este aspecto no tenía la menor preocupación. Era el aire que ella se había llevado consigo, la atmósfera perfumada a que le había arrastrado, los que le habían trastornado. ¡Qué débil se había vuelto!
No sabía cuánto tiempo había estado allí mirado, cuando Hansine abrió la puerta desde el pasillo.
—¿Estás ahí? —dijo después de haberlo contemplado un instante en silencio.
Él se estremeció. No la había oído llegar.
—¿Quién…? ¿Qué…? ¿Eres tú? —dijo atropelladamente.
—Me dijo Soren que habías venido. Te hemos buscado por todas partes… ¿Por qué no vienes a cenar?
—Voy en seguida —refunfuñó Manuel—. He tenido que pensar en un asunto.
Hansine se quedó un ratito todavía con la mano en el pestillo de la puerta como si esperase que él le dijese algo más. Luego se marchó lentamente.
Pero cuando ya había transpuesto la mitad de la puerta dijo, sin volverse hacia él:
—¿Has hablado con el médico? Esta tarde estuvo aquí en la aldea otra vez.
—¿El médico? Sí, he… ¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie; me lo figuré, simplemente —dijo ella, y cerró suavemente la puerta.
Manuel se quedó junto a la ventana, mirando hacia la puerta cerrada. Luego hizo un signo afirmativo…, y sus labios comenzaron a temblar. ¡Pobre Hansine! Últimamente creyó ver en su esposa un cambio. Hansine de pronto había tratado de ganarse su confianza eludiendo sus acercamientos. ¡Ahora él comprendía todo!
Y el corazón de Manuel sangró al pensar cuánto había sufrido ella en silencio aquellos días. ¡Pobre mujer! En silencio y pacientemente había seguido la lucha que él había sostenido las últimas semanas consigo mismo. La última, la batalla decisiva contra el desdichado patrimonio de su sangre; la prueba definitiva de su liberación.
¡Oh! ¡Pero vencería!