LIBRO TERCERO

I

Una tarde de mediados de junio volvían Manuel y Hansine del cementerio de Skibberup, adonde habían ido a poner una corona de flores sobre la tumba de Gutten. Caminaban en silencio, cada uno a un lado del camino: Manuel, con su levita gris de amplios faldones, y Hansine, con sombrero de iglesia y con un chal negro que sujetaba por delante con sus manos morenas, un poco huesudas. Era un día de sol. En el cielo, ni una nube, y en el campo, una capa de polvo blanco que se alzaba en remolinos al paso de los caminantes.

Al llegar a lo alto de la colina se detuvo Manuel ante un serbal solitario que arrojaba un poco de sombra sobre el camino. Con sombrero y bastón a la espalda, permaneció quieto largo rato, ensimismado en la contemplación del paisaje estival. Por todas partes veía campos maduros o madurando. Por toda la comarca se extendía un mar de mieses infinito que mecía la luz del sol en sus olas amarillas y verdosas.

—¿No es bello este espectáculo? —dijo finalmente con un tono bajo, casi como si temiese hacer escapar algo con sus palabras—. ¡Parece que puede percibirse la fuerza de la tierra a través del aire! ¡Oye cómo cantan las alondras sobre el centeno de Niels Jensen…! No es extraño que yo esté de buen humor cuando se acerca la recolección. ¡Es tan conmovedor ver madurar a la vez, por decirlo así, ante nuestros ojos el fruto de un largo año de lucha y trabajo! Y más aún es pensar en la maravillosa e irrefrenable fuerza de la Naturaleza que se revela ante nosotros. Haya sido duro o suave el invierno, seco o lluvioso el verano…, año tras año madura el trigo en el mismo tiempo, casi en la misma fecha. Y, sin embargo, cada clase de grano tiene su maduración… ¿Recuerdas, Hansine, cómo nos quejábamos en la primavera del frío nocturno ante el temor de que matase el fruto naciente? ¿Y más tarde, cuando nos quejábamos de la falta de lluvia, y después, de la demasiada lluvia? Y ahí tienes ahora el grano en todo su esplendor, burlándose de nuestra propia presunción y de todas nuestras preocupaciones.

Se calló un momento y luego continuó:

—¡Todo esto encierra para el hombre una profunda enseñanza!

Y tras otro silencio siguió:

—Pienso utilizar este tema para mi predicación del domingo. En este pequeño rasgo de la actitud sumisa de la Naturaleza se revela una verdad eterna que nosotros, especialmente en esta época, podemos aprovechar haciéndola nuestra.

Él había continuado sus pasos, pero se paraba a intervalos casi ante cada campo, lanzando exclamaciones admirativas a la vista de la riqueza que mostraba. Había vuelto a ponerse en la cabeza su ancho sombrero, calándolo mucho para proteger sus ojos, que últimamente no habían podido aguantar la luz del sol.

Al otro lado del camino le seguía Hansine pacientemente, a pesar de las frecuentes paradas, escuchándolo con una expresión atenta, casi interrogativa. Incluso se mantuvo constantemente callada…, hasta que, de pronto, Manuel cambió de tono, cayendo en consideraciones un tanto melancólicas al comparar su cosecha, más bien escasa, con la abundancia que veía por todas partes.

—Tiene razón tu madre, desde luego —dijo él—. Tenemos que esforzarnos.

—¡Oh! No va tan mal la cosa —dijo Hansine con un tono animador que sonaba extrañamente en su boca—. El centeno es casi bueno, creo yo; y en los últimos años has tenido que ocuparte de muchas cosas, Manuel. Yo pienso que ahora tendremos todos más tranquilidad en adelante. Y no tendremos tampoco más desgracias.

Como tantas otras veces, él no escuchó la última parte de lo que ella dijo y continuó su pensamiento:

—Quizá convenga que le dé otro rumbo al trabajo el próximo año.

Pero poco después volvió a guardar silencio y a mirar al suelo.

Luego de pasar unos momentos entre dos murallas de centeno tan alto como un hombre, sobre el cual revoloteaban pájaros amarillos y de varios colores, llegaron al pie de la colina, desde donde partía a Skibberup un sendero a través de una pradera. Hansine se detuvo y dijo:

—Voy a ver un momento a los viejos. ¿Vienes tú? Creo que nos esperan.

—No; ¡ahora no…! Tengo que pensar un asunto… Pero salúdales de mi parte y diles que esta semana iré a verlos. ¡Y oye! —le gritó cuando ya se había adentrado en el camino de Vejlby—. Si te acuerdas, dile a tu madre que no me he olvidado del centeno que me prestó en la primavera. Que se lo devolveré tan pronto como lleve a casa el primer carro.

Hansine encontró solamente a su padre, que dormía en el sillón. Estaba en mangas de camisa, con un casquete de pana muy calado sobre su hirsuta caballera, rodeado por una nube de moscas que se dispersó zumbando por el cuarto cuando ella entró.

—¿Eres tú, Hansine? —dijo él, levantando las blancas cejas sobre sus ojos ciegos—. Qué, ¿vienes sola? ¿Dónde está Manuel?

—Traigo saludos de su parte. Vendrá aquí esta semana —dijo ella.

—Está bien. La madre vendrá en seguida. Ha ido un momento a buscar el periódico a casa de Soren. Traerá un gran discurso de Baerre. ¿No te ha hablado Manuel de esto?

—No. Creo que no ha leído hoy la Prensa.

—Les da una buena paliza Baerre. Pero así tiene que ser. Y todavía no es demasiado para ellos…, los… bandidos; lo digo claramente. Pues qué otra cosa son más que… ¡ladrones y una banda de bellacos…! Pero lo que yo dije aquella vez…, ¿lo recuerdas, Hansine…? ¿Vamos a tener de nuevo el caballo de madera?, dije yo. ¿Vamos los labradores a ser de nuevo el ganado del señor?

Se había levantado dificultosamente del sillón con la ayuda de un bastón. Hansine se había quitado su vestido, sentándose junto a la ventana; y mientras el anciano seguía charlando, ella estaba en silencio contemplando el pequeño huerto sombreado, donde las manchas de sol, en forma de huevo, avanzaban por el césped y los senderos, y donde las gallinas picoteaban bajo los matorrales de grosella…, igual que cuando ella de soltera se sentaba a aquella misma ventana y se construía en momentos solitarios un futuro envuelto en sueños dorados.

Precisamente estaba pensando en aquel tiempo y en el primer año de matrimonio, cuando Manuel y ella vivían solos el uno para el otro y cuando su vida de cada día era una nueva revelación de una dicha desconocida para ella. Pensaba en las tranquilas tardes del primer invierno cuando estaban sentados juntos a la luz de la lámpara y Manuel le leía o le contaba las solitarias luchas espirituales de su juventud. En el tiempo que siguió a la muerte de Gutten había creído ella ver también en Manuel un anhelo por la paz y el bienestar de aquellos días. Pero Hansine notaba ahora con más claridad cada día que los pensamientos de él habían comenzado a buscar sus propios caminos. Ella no sabía adónde iban; era como si en los últimos tiempos hubiese perdido la confianza más íntima del esposo. Pero en el sentimiento de su impotencia ante el abatimiento que cada vez se apoderaba más de Manuel, no podía hallar tranquilidad ante el pensamiento de que él le ocultaba algo, de que reflexionaba sobre la deficiencia que empezaba a dejarse sentir y que no se atrevía quizás a confesarle. Un anhelo, de lento despertar, de la vida y de las personas, que en parte había abandonado por ella.

Se abrió la puerta de la cocina y asomó Elsa.

—¿Eres tú, Hansine? Ya os esperábamos… ¿Dónde está Manuel?

—No tuvo tiempo hoy. Vendrá esta semana. Me mandó que os saludara de su parte.

La cara de Elsa mostró una expresión rígida, y desapareció de la puerta. Momentos después dijo desde la cocina, donde andaba revolviendo con unas ollas de barro.

—Es lamentable que Manuel esté tan atareado de momento. Me parece que nunca tiene tiempo para visitar a estos viejos. Es muy extraño, creo yo.

Hansine no contestó. Sabía que últimamente había surgido cierto desacuerdo entre la madre y Manuel con motivo de que éste, en opinión de aquélla, había descuidado la hacienda de la casa parroquial, dejándola demasiado en manos de los mozos.

—Pero el periódico…, ¡el periódico, tú! —exclamó Anders Jorgen, volviendo a tientas al sillón.

—Ahora voy.

Poco después apareció en la puerta atándose un mandil.

—Ahora vais a oír —exclamó el anciano, radiante, al percibir el ruido del periódico—. Les da una buena paliza. ¡Sí, Baerre es bueno! Él dice como yo, ¿recuerdas? «Vamos a tener de nuevo…».

—Sí, está bien, hombre; pero acomódate —interrumpió Elsa, poniéndose las gafas de latón del marido.

Y comenzó a leer con voz ligeramente gangosa un largo artículo a seis columnas, titulado: «Discurso de nuestro jefe en Vemmelov».

II

Entretanto, Manuel había continuado su camino en dirección a Vejlby. Sin embargo, no había ido directamente a casa, sino que había dado un rodeo para salir a los grandes campos al norte de la aldea, donde, en sus primeros tiempos de capellán solía refugiarse a menudo, y cuya soledad y silencio habían vuelto últimamente a ejercer atracción sobre él. En estos campos trataba de aclarar los muchos pensamientos que en él despertaban los grandes acontecimientos de los últimos días. Largo tiempo había recorrido el mismo trecho, perdiéndose en extrañas reflexiones sobre la tranquilidad especial, casi indiferente, con que sus amigos de aquí —igual que los partidarios de todo el país— miraban las cosas y veían pisotear insolentemente las leyes humanas más santas. Hasta un hombre como el hercúleo carpintero Nielsen, del que más bien temía una explosión incontenida ante la conculcación del derecho y la grandeza, no dejaba de sonreír como si estuviese satisfecho, limitándose a decir que «había que adoptar otra táctica para el futuro». Lo mismo decía también el tejedor Hansen, que recientemente le había visitado a última hora de la tarde y, con muchos rodeos, le había dicho que el alcalde no estaba a la altura de su puesto, añadiendo algunas alusiones veladas concernientes a la vida privada de éste, en la que quizá había ciertas cosas no favorables a un hombre que era el jefe político de un importante grupo de gente cristiana; alusiones que Manuel no comprendió ni se esforzó en comprender. Él estaba total y decididamente resuelto a no mezclarse más en la política, por la que jamás había sentido gran simpatía y sobre cuya trivialidad tenía ahora todos los argumentos deseables. Sin embargo, no podía detenerse el crecimiento del reino de Dios. El santo juicio popular crecería y prosperaría en la tierra, a pesar de todas las legislaciones y de todos los infractores, igual que el grano en la tierra, que el día de la recolección ofrecía a los hombres sus espigas doradas, pese al frío del invierno y a la sequía del verano.

Pero aún no había llegado la hora; los hijos de Dios no estaban maduros aún para recibir la plenitud del amor del Padre. Quizás él no viese siquiera este gran día. Pero eso no debía desanimarlo y él no debía abandonar la tarea. Su felicidad consistía únicamente en saber que estaba preparando el camino para que la verdad y la justicia se paseasen victoriosas por la tierra. Su alegría y su premio eran anunciar la venida del reino de la paz.

En su vida había habido momentos en que creía notar que Dios tenía designios especiales para él. Ya desde niño, cuando, sentado en las rodillas de su madre, oía a ésta contarle historias acerca de los antiguos profetas judíos, cuya boca Dios bendecía, había soñado siempre con ser un profeta como ellos, y no se le quitaba de la cabeza que Dios, con la enfermedad y muerte de Gutten, había querido hacerle la prueba final… ¡Ah, pero él había sido demasiado débil…!

Según iba andando con estos pensamientos se sorprendió al ver un grupo formado por cinco o seis personas de ambos sexos, sentados en torno a un mantel extendido sobre el césped, a cierta distancia del camino.

Una joven vestida de blanco con cinturón azul se había levantado y se disponía a pronunciar un discurso. En una de sus manos, levantada, tenía una copa de vino, y en la otra un sombrero de caballero, que ella se quitaba y ponía ceremoniosamente en la cabeza, mientras los demás —dos damas y dos caballeros— reían y aplaudían. En el césped detrás de las damas, había una sombrilla abierta con el manto hacia arriba; junto a uno de los caballeros había un bastón hincado en tierra con un sombrero de mujer encima. A cierta distancia del grupo, a la sombra de un sauce había un coche de caza con dos pequeños caballos tordos y un cochero con pantalones de terciopelo y polainas grises, apoyado en el coche.

Manuel sentía una timidez especial siempre que se encontraba inopinadamente en aquellos parajes con gente desconocida vestida como la gente de la ciudad. Por eso volvió la cabeza fingiendo no haber visto al grupo. Oyó decir a la joven:

—Permítame, pues, honorable reunión, vaciar… brindar por nuestro amado y digno anfitrión…

La voz se calló de repente. Las risas también.

Manuel, que advirtió que le miraban, se llevó las manos y el bastón a la espalda y pasó ante ellos procurando mantener el ritmo de su paso.

De pronto oyó gritar su nombre.

No volvió la vista. Estaba convencido de haber oído mal. En todo caso, no le importaba aquella gente.

Pero poco después, sin embargo, volvió a oír la voz, y esta vez, muy clara. Incluso le pareció muy conocida.

—¡Señor pastor…! ¡Señor pastor Hansted!

Se volvió súbitamente, medio retador, y vio venir a su encuentro a un hombre que le saludaba vivamente con las manos. Al volverse, recibió en plena cara el sol poniente y por eso sólo pudo distinguir al principio el contorno del que se acercaba: un tipo fuerte, alto, con patillas, paso mediado y continente gallardo. Sólo cuando llegó a él y le tendió la mano con una cortesía un poco forzada, reconoció al doctor Hassing.

—Vengo a usted como un emisario —siguió diciendo el doctor Hassing después de cambiar los primeros saludos, dejando ver en una sonrisa sus grandes dientes blancos—. Estamos aquí en familia, y las damas desean tener el placer de saludarle… ¿Quiere usted dispensarnos el honor de tomar una copa de vino con nosotros, señor pastor? Se encontrará usted con una antigua conocida.

Manuel tenía, más que nada, ganas de contestar con un no seco. En efecto, no le tentaba la perspectiva de encontrar en este grupo a una vieja conocida. Pero como no había motivo razonable para la negativa ni quería desagradar al doctor, que durante la enfermedad y muerte de Gutten les había demostrado a Hansine y a él mucha conmiseración, no encontró más salida que ir a saludar al grupo.

Entretanto, los del grupo habían observado atentamente el encuentro de los dos hombres, y al verlos acercarse, las damas cogieron sus sombrillas y se levantaron. También lo hizo un joven —un tipo que vestía traje de verano de color melón—, que bajó sus puños y adoptó —apoyado en su bastón en forma de espiral— una actitud provocativa detrás de la joven, como si estuviese dispuesto a defenderla en caso necesario.

—Si me haces reír, Alfredo, te doy una paliza —le susurró la joven cuando el doctor y Manuel no estaban más que a diez pasos.

—Bueno, cielito… es todo un uro —dijo él detrás de la mano con que se ensortijaba su pequeño bigote rubio—. Vas a ver… una voz de Dios del seminario.

—¡Que te calles, te digo!

—¡Silencio!

En este momento llegaron al grupo los dos hombres.

Una de las damas —una morenita con vestido de seda castaño, formas suaves y rasgos dulces, muy femeninos y medio infantiles— se adelantó a dar la mano a Manuel.

—Mi mujer —presentó el médico.

—Encantada de conocerle —dijo ella con un tono tan dulce que casi sonó como si hablase con acento—. Hemos sido vecinos varios años, y es extraño que por un motivo o por otro jamás haya hablado con usted. Sin embargo, en el campo no es fácil dejar de verse.

Manuel levantó en silencio su sombrero. El médico siguió haciendo las presentaciones.

—Permítame que le presente también a la señorita Gerda Zoff, prima de mi querida mujer, a la que acaba usted de interrumpirle el brindis. Y aquí, el primo de esta señorita, mi ilusionado sobrino Hassing, que pronto se licenciará en Derecho. Si usted está suscrito a algún periódico deportivo, señor pastor, habrá visto seguramente su nombre mundialmente famoso en sus columnas más de una vez.

«Dios mío —pensó Manuel, compadeciéndose, al ver el traje melón del joven, sus largos zapatos en punta y los gemelos como monedas en sus puños— éste es, sin duda, el héroe del día».

—Y, finalmente, aquí —siguió el médico, volviéndose hacia una dama esbelta, vestida muy a la moderna, que durante las presentaciones se había mantenido detrás de Manuel, como si no quisiera ser vista hasta el final—. Bueno, aquí huelga toda presentación.

Manuel se volvió… y se quedó de piedra.

El médico había tenido razón; era superflua la presentación. Según estaba allí sonriente, bañada por la luz de una sombrilla de color amapola, detrás de la cual estaba el sol a punto de llegar al horizonte, tan dueña de sí misma y tan correcta desde la firme mirada de sus magníficos ojos gris azulado hasta el borde en tablas de su vestido, y al mismo tiempo tan llamativa, tan audaz, en la buscada armonía de su traje con flores grandes, tan igual a la de tiempos pasados, que Manuel al instante reconoció a la señorita Rangilda Tonnesen.

—Naturalmente, usted no puede comprender cómo de pronto he aparecido aquí —dijo ella, sonriente, tendiéndole la mano enguantada—. Casi podría usted muy bien estar a punto de tomarme por una espía… Por eso es muy justo que le explique ahora mismo la coincidencia. En la primavera tuve el placer de renovar las relaciones con el doctor Hassing y su señora, y como ellos tuvieron la amabilidad de invitarme a su casa, no pude resistir la tentación. Sólo llevo aquí dos días y le aseguro que no ha habido la menor indiscreción en mis pensamientos. ¿Está ahora tranquilo?

Su tono burlón y la plena seguridad de producir efecto, como se notaba en toda su actitud, disgustaron en seguida a Manuel, quien se dominó rápidamente y contestó:

—No entiendo qué clase de espionaje podría yo sospechar en usted, señorita Tonnesen. Es muy natural que usted tenga deseos de volver a ver su antigua casa; esto no necesita explicaciones.

Sus frases sonaron más duras y altivas que lo que él había querido y calculado. Al observar el enojoso efecto que habían producido en los presentes, quiso añadir un par de palabras suavizadoras; pero en aquel momento vio, por casualidad, cómo el joven deportista, apoyado el codo en su prima, le susurraba una observación que hizo que la joven se mordiese convulsivamente la punta del pañuelo. La sangre afluyó a sus mejillas. Se calló.

—Bueno, ¿no nos sentamos? —invitó el médico, tomando de nuevo la palabra en su esfuerzo incansable por crear una atmósfera de cordialidad—. ¡Beberá usted una copa con nosotros, señor pastor…! ¡Eh, Juan! —le gritó al cochero, que estaba junto al coche—. Trae otra copa y…

—Gracias; yo no bebo vino —cortó Manuel.

—¡Vaya!

Pasaron unos instantes de silencio incómodo, como si nadie supiese qué hacer con los ojos. El médico, con gesto cerrado y cogiéndose la patilla, dirigió una mirada de cómica perplejidad a la señorita Tonnesen. Parecía decirle: «Hemos hecho una tontería. Pero ¿qué decía yo?».

Manuel miraba hacia delante sin fijarse en la confusión de los otros. Su irritación se volvió en seguida contra sí mismo. «¿Qué había tenido que hacer él allí? —pensaba—. ¿Qué quería entre aquella gente con quién ya no tenía ni un pensamiento ni un sentimiento común, cuyo lenguaje incluso le era extraño, sonándole casi como si se tratase de otra lengua?».

Fue Rangilda la que, con su resolución de siempre, encontró una salida en aquel apuro.

—¡Oigan! —dijo ella, dando un paso hacia delante—. Me parece que las palabras del pastor Hansted fueron muy oportunas… Ya hemos bebido bastante vino. Yo propongo que aprovechemos esta hermosa tarde para pasear un poco. Enviaremos el coche por delante… o que se vaya a Kyndlose, y convenceremos al pastor Hansted para que nos acompañe durante un rato. Lo hará usted, ¿verdad? Si no recuerdo mal, al principio vamos todos en la misma dirección.

Todos asintieron al momento, y el médico dirigió a Rangilda esta vez una mirada de agradecimiento.

También para Manuel fue una liberación la idea de Rangilda. Él se dijo a sí mismo que si seguía al grupo hasta el sitio donde el camino de Kyndlose llegaba a los límites de su parroquia, cumplía plenamente con la cortesía y podía llegar a casa a tiempo todavía para dar el pienso y cenar.

Dieron órdenes al cochero y se pusieron en camino. El joven deportista tomó del brazo a su tía y echóse a andar delante de los demás para dar rienda suelta a su corazón.

—Pero, en nombre del cielo, ¡qué cordero pascual es éste…! ¿Y le habéis llamado un hombre interesante y original? ¡Si parece una leyenda andante!

—Tú, siempre tan violento en tus expresiones, Alfredito —contestó la dulce señora Hassing, riñéndole suavemente—. Quizá no sea muy dotado y puede ser algo extraño… Yo, por lo demás, no sé nada acerca de él. Pero comoquiera que sea, hay que reconocer la abnegación con que se entregó a su vocación. Esto tienes que admitirlo, Alfredo.

—Palabra de honor, tía, que ya has sentido debilidad por él. Algo de amor, ¿eh, tía? Quizá puedas ver la manera de invitarle a cenar.

—No queda más remedio, si nos sigue hasta casa. Pero ni que decir tiene que no aceptará la invitación. Por lo demás, yo no tendría nada que oponer. Me gustaría oír al pastor Hansted expresarse sobre diversas cuestiones.

—¡Vamos! ¡Ya te has caído completamente! ¡Sí, tía, tienes un corazón tierno y condescendiente…! Pero ¿olvidas entonces, sin más, al tío Joaquín?

—¡Al tío Joaquín! —repitió la señora Hassing, reflejando en su cara una expresión algo pensativa—. Tienes razón; realmente no había pensado en él.

III

No pasó mucho tiempo sin que la señorita Rangilda y Manuel caminasen solos, un poco detrás de los demás. El médico, que al principio les había acompañado, entablando conversación con Manuel acerca de las buenas perspectivas de cosecha y del buen tiempo, se separó de ellos ante la llamada de la joven, que todo el tiempo iba andando sola, llamando frecuentemente ora a uno, ora a otro, para que admirasen el gran descubrimiento que hacía a cada paso —ora una «bellísima, bellísima» mariquita, que había venido volando a su mano, ora un «palacio de hormigas»—. Su figurita blanca surgía aquí y allí bajo una sombrilla de seda azul brillante, que formaba sobre ella como un cielo particular.

—¡Qué persona tan curiosa es usted, pastor Hansted! —exclamó Rangilda después que el médico los había dejado y luego de caminar unos momentos en silencio—. Durante siete años he estado pensando con alegría el día en que pudiera darle una sorpresa…, y me recibe usted como si hiciera tres días que nos hubiésemos visto. Quiero decirle que hace un momento me puso usted en un apuro, pues yo, naturalmente, había preparado a los demás para una gran escena con motivo de nuestro encuentro… Sí, concedo que fue una tontería mía —continuó ella en vista de que Manuel seguía callado—. Desde siempre debía tener presente que usted en muchas cosas no es como las demás personas. Y con respecto a la falta de cálculo, no ha cambiado usted en absoluto.

Manuel no observó el esfuerzo que ella tuvo que imponerse para dar a sus palabras el tono semiamistoso que antiguamente había habido entre ellos; además, ¡se sentía tan incómodo de ir sólo con ella y oír, después de tantos años, aquella voz retadora e insinuante a un tiempo, de marcado timbre metálico!

Sin dejarse influir por su lenguaje confidencial, dijo él:

—Parece que nosotros no nos hemos hecho ninguna impresión especial, señorita Tonnesen. Lo mismo cuando la vi que ahora oyéndola, pensé que era usted la misma que hace siete u ocho años.

—Es cierto —contestó ella, encogiéndose de hombros—. ¿Qué podía cambiarme? Soy la señorita Tonnesen, igual que antes, y la novela de mi vida en este intervalo cabría en el dorso de una tarjeta de visita. Así es la vida de las damas solteras… Pero con usted la cosa es distinta. Yo no soy tan extraña a sus vivencias como usted cree quizá. Hace un año tuve el gusto de conocer a su hermana, señora del cónsul general Torm, y a su hermano, caballero de la Corte. Su hermana y yo somos, desde entonces, buenas amigas. Ella es encantadora, ¿verdad…? Como puede imaginar, a veces hemos hablado de usted. Solía quejarse de que no sabía de usted casi nada.

Manuel había escuchado atentamente. «¿No se ocultaría en esta visita algo de espionaje, a pesar de las seguridades de la señorita?», pensó.

—Ya, antes de venir aquí, había oído algo acerca de lo influyente que es usted y de la transformación que ha hecho en toda la comarca desde que mi padre salió, y de la adoración que sienten por usted todos sus feligreses. Sí, le han dado el nombre de apóstol, según lo que me han contado.

Manuel se estremeció ligeramente. Advertía muy bien la burla oculta de sus palabras. Después de un momento de silencio dijo:

—Tiene usted razón. Sólo motivos tengo para estar muy agradecido. Pero ¿cómo? No se han cumplido sus deseos, señorita Tonnesen. Usted se sentía feliz al dejar este lugar que tanto aborrecía e ir a la capital, al centro cultural danés, a la sociedad, las modas y los teatros. Es usted vecina de nuestro mundialmente famoso Tívoli…

—Sí —interrumpió ella con una impaciente inclinación de cabeza—. Como dije, conmigo, es otra cosa. Pero no me he quejado; por eso no entiendo bien adónde van sus palabras. Me encuentro muy a gusto. Confieso que me he vuelto filósofo… estoico, creo yo. Es decir, como mis semejantes, poco a poco me he acostumbrado a ser la piedra de escándalo de nuestra querida edad contemporánea… Sí, casi me siento un poco orgullosa de oír a los que anuncian la próxima caída de la gran Babilonia.

Manuel quiso oponer algo; mas sus pensamientos carecían de rapidez, y antes de hacer la frase volvió a hablar Rangilda.

—Pero no hablemos de mí. Es un tema carente de todo interés, le aseguro. En cambio, puede contarme algo sobre usted mismo. Lleva viviendo aquí ocho largos años sin haber echado nunca de menos los dioses de la civilización tan mal reputados… Un poco de buena música, por ejemplo… ¿Ni una vez siquiera echó de menos mi Canto de la alondra, de Schubert, que usted entonces, recuerda, apreciaba tanto?

Mientras hablaba, le miraba por encima del mango de marfil de su sombrilla, volviendo a desplegar toda su amabilidad en la mirada y en la sonrisa. Manuel, manteniendo siempre su reserva, contestó sin abandonar su seriedad.

—Difícilmente puedo comprender que pudiese echar de menos aquello que poseo completamente. Si quiere tomarse la molestia de afinar los oídos, señorita Tonnesen, podría oír en este momento el canto de las alondras sobre su cabeza, mucho más bello que la mejor canción que pueda ejecutar en cualquier estudio el virtuoso más grande. Me basta con salir de mi cuarto para ver en torno mío una pintura que se ríe de toda la pintura humana, y durante el verano tengo desde la mañana hasta la noche una orquesta completa tocando ante mis ventanas: estorninos, ruiseñores, los pequeños pájaros carboneros…

—Sí, ¡y lo cuervos! ¡No los olvide! ¡Y los gallos! ¡Dios santo, los gallos! —exclamó, tapándose los oídos con cómica desesperación—. Cuando uno está en lo mejor del sueño por la mañana, surge el monstruo ese ante mi ventana cantando y cacareando… ¡Oh! ¡Parece que está uno sobre una parrilla al rojo!

Esta vez Manuel no pudo por menos de sonreír un poco. Se paró un momento y, meneando la cabeza mientras la miraba de lleno por primera vez, dijo:

—¡De veras! Usted no ha cambiado, señorita Tonnesen. Todavía conserva su viejo odio hacia nuestros magníficos mensajeros de la mañana.

—Sí, confieso que en este sentido soy la misma hereje de siempre. Por mí, encantada de que otro se quede con el canto de los pájaros, y los bosques verdes, y la playa fresca, y las praderas llenas de flores de colores, y todo lo que sea, con tal que yo logre vivir entre cuatro paredes donde pueda rodearme de cosas que me gusten y se ajusten a mi temperamento. Carezco de apego hacia lo natural. Para mí, por ejemplo, la vista de una habitación amueblada con gusto y estilo, que refleje las inclinaciones especiales de uno, es centenares de veces más bella, y no digamos más interesante y más sugeridora, que el paisaje más espléndido… Me encuentra usted atroz, ¿verdad?

Manuel quiso contestar, pero ella se anticipó una vez más.

—Podría escandalizarle más aún, si quisiera. ¿Y por qué no voy a hacerlo…? Quiero decirle que, en mi opinión, todo eso de la belleza y demás cosas de la Naturaleza no es más que un cuento que nos han hecho los poetas pobres de espíritu y con el cual hacen el hipócrita la mayoría de los hombres. En cuanto a mí, no puedo salir de las calles de Copenhague y tropezarme con la vista de los celebrados campos, los monótonos caminos y la absurda cantidad de cielos totalmente desiertos, sin pensar en el frío cuarto donde me bañaba de niña. Por mucho que brille el sol y por verdes que estén los campos, me parece todo tan árido, tan desnudo y triste, que me pone carne de gallina. Y cuando pienso en los inviernos eternos, en las tardes y noches oscuras como boca de lobo, en la tormenta, en la lluvia y los caminos impracticables (y sobre este punto tengo una larga experiencia), me parece entonces todo tan inhumano…, ¡y tan envilecedor! Concedo que también las ciudades pueden ser feas, polvorientas y sucias, y ennegrecidas por el humo de carbón y muchas otras cosas. Con todo, no está uno tan expuesto a los brutales poderes de la Naturaleza. Uno no es tan esclavo, dígnese brillar o no el señor Sol o la señora Luna. En la ciudad se sabe mejor lo que significa ser hombre…, ser señor y dueño de nuestra propia persona.

Habían llegado en aquel momento a la cima de una colina desde donde se divisaban los amplios panoramas en que abundaba la comarca. Hacía tiempo que habían rebasado la frontera de la parroquia; desde el lugar donde se encontraban podía verse la llanura de la parroquia de Kyndlose-Vesterby, pero con un paisaje amable y cambiante, por el cual discurría un arroyo formando curvas entre verdes praderas y un par de bosques pequeños. Al Oeste se divisaba Kyndlose con su alta iglesia de mampostería, cuya dorada veleta brillaba contra el cielo como una estrella recién encendida. Lejos, al Norte y Noroeste, brillaba como un banco de nubes azuladas el cinturón boscoso de la parroquia de Vesterby, detrás del cual acababa de hundirse el sol, poniendo en llamas el horizonte.

—¿Y tiene usted valor para decir aquí esas palabras? —dijo Manuel casi melancólico, señalando con un amplio movimiento de manos el ardiente paisaje de la puesta del sol, en que habían empezado a avanzar sobre las praderas las brumas de la noche, extendiéndose como telarañas inmensas sobre la roja arteria del arroyo—. ¿No encuentra realmente ninguna atracción en un espectáculo como éste? ¿Ni siquiera despierta en usted otro pensamiento o sentimiento que el desagradable recuerdo de la habitación de su infancia?

Rangilda miró un momento con ojos parpadeantes sobre la comarca. Luego, con la sonrisita graciosa que ella ponía cuando quería decir algo provocativo, contestó:

—De ningún modo puedo entender por qué ha de ser tan encantadoramente bello que un hombre esté obligado, desde que nace hasta que muere, a extasiarse cada vez que ve esto. Además, a mí no me atrae nada. Bastan las combinaciones de colores para molestarme los ojos. Este cielo azul, este horizonte rojo, todo ese grano dorado y la pradera verde espinaca de ahí abajo…, ¡azul, rojo, verde y amarillo! ¿No son esos precisamente los colores de los pañuelos de los hotentotes…, ya sabe usted, esos abigarrados trapos que los ingleses mandan a los salvajes de África, colmando de verdadera dicha a nuestros semejantes negros? ¿No cree usted, pastor Hansted, que los fenómenos naturales, como una puesta de sol, sólo pueden ser un gran placer para semihombres (blancos o negros) y quizá para los animales? Un cielo lanzando fuego responde seguramente a las ideas de estos seres sobre el esplendor; despierta también sus sentimientos dulces…; los ruiseñores empiezan a cantar; las ranas, a croar…

—¡Tiene usted mucha razón, señorita Tonnesen! —interrumpió Manuel con una ligera inclinación irónica; ya no se tomaba la molestia de hablarle en serio—. Es una lástima que el Señor no tuviese ocasión de aconsejarse de usted cuando creó esta maravilla de mundo que sólo está bien para cabileños y hotentotes. Pero me extraña…, cuando la vi antes, que usted, por cierto, se dignase sentarse en un banco de césped, donde, según pude observar, tanto usted como las demás damas y caballeros estaban muy a gusto. Parece, pues, que la estancia en el escenario de la Naturaleza puede ejercer, sin embargo, un efecto muy vivificante en ustedes.

—Sí, ¿qué va a decir uno? —contestó ella, encogiéndose de hombros mientras seguían andando—. Sigue quedando tanto de animal en nosotros los humanos, que a veces podemos sentir el gusto de tomar el sol en una pradera, de ponernos a saltar en un bosque. Pero ¿qué demuestra esto? Yo sé, por ejemplo, que los enamorados suspiran por la luz de la luna. Para mí, que no estoy enamorada, una noche de luna es algo de lo más abominable; me hace pensar siempre en una autopista. Esta vista de la Naturaleza, probablemente, despierta en los hombres los sentimientos menos bellos…

Se calló de pronto, soltó una pequeña carcajada y dijo:

—¡Realmente es un verdadero disparate! Estamos hablando ahora exactamente igual a como hablábamos hace ocho años… y con el mismo favorable resultado. ¿Recuerda usted cómo también entonces charlábamos los dos acaloradamente…? ¿Qué, no vamos a hacer las paces? Ahora cada uno tiene lo suyo: usted, su tierra; yo, mi ciudad; por tanto, ya no tenemos nada que reprocharnos.

—Así opino yo también —dijo Manuel secamente.

—¡Por fin estamos de acuerdo en una cosa! Pero yo he charlado demasiado… Ya sabe usted: es costumbre de las solteronas. ¡Ahora le toca a usted, señor pastor!

En este momento les interrumpieron el médico y su mujer, que habían estado esperándoles en el camino.

—Ahora no le permitiremos a usted que nos abandone, señor pastor —dijo el médico con su vaga sonrisa—. Estamos a un paso de nuestra casa, y usted no puede llegar a la suya para la hora del té.

—Sí, ahora no puede negarse —corroboró la señora con toda la cordialidad que pudo poner en su voz—. Si cree que su señora puede estar preocupada por su ausencia, podemos mandar un mensajero a caballo.

Manuel estuvo pensativo un momento. Durante siete años se había mantenido solamente dentro del círculo de sus amigos; pero las palabras burlonas de Rangilda le habían excitado. Además, últimamente había meditado consigo mismo si no sería peligroso el mantenerse alejado del mundo. Efectivamente, en los últimos días después que el Gobierno, en sus actos de fuerza, había intentado parar el crecimiento del partido popular se había despertado en él un sentimiento de deber, de emprender la lucha contra los triunfantes enemigos del reino de Dios incluso fuera de su habitual esfera de acción. Su pequeña esperanza secreta de que Dios sometería una vez más su fe y su celo a una prueba de fuerza no había dejado de tener importancia en este aspecto; y ya que ahora le provocaban, tomó este encuentro casual con aquellas personas extrañas como una incitación de lo alto, una orden del Cielo, y aceptó la invitación.

IV

Una hora después estaba sentado a la mesa, finamente servida, en el comedor del doctor Hassing, de estilo pompeyano.

Aún no había vencido el sentimiento de falta de libertad y la profunda repugnancia que se había apoderado de él al pisar esta casa lujosa que tanto le recordaba su casa de la infancia. Después de sentarse en silencio a la mesa, inclinó la cabeza y juntó las manos en su pecho. Sin inmutarse ante la ligera confusión que provocó en los demás, rezó en silencio su plegaria habitual, añadiendo: «¡Oh Padre mío y Libertador celestial! ¡Dame gracia y fuerza para ser tu testimonio en esta casa y encender la luz celestial en las tinieblas de la ignorancia!».

Ocupaban la presidencia de la mesa Rangilda y el médico, que hablaban sobre la música moderna; en la parte opuesta se sentaban los dos jóvenes, casi siempre con las cabezas muy juntas y hablando con mucho misterio, haciendo pensar con sus ardientes miradas que el parentesco se estaba transformando en una relación más confidencial.

Frente a Manuel y a la señora Hassing estaba sentada una dama bajita vestida de negro, y a su lado, un caballero muy entrado en años, de aspecto muy especial. Era un hombre de constitución recia, de cabeza completamente calva, cuya coronilla aparecía tan blanca y lisa, que toda la luz del comedor se reflejaba en ella. Su cara era roja como el vino y mostraba una boca ancha que, a cada momento, dejaba ver una lengua grande y gorda que le impedía hablar bien. Los ojos eran pequeños; en cambio, la nariz era grande y roja como la pinza de una langosta, y del mentón le colgaba sobre el cuello una piel azul y roja como la bolsa de un pelícano. Adornaba, además, la cara con una perilla blanca y un par de patillas en forma de media luna que, según la vieja moda de la Corte, iba desde la parte inferior de la oreja hasta el centro de la mejilla. A esta barba aristocrática respondía una corbata negra de raso, un alfiler de brillantes en forma de óvalo en la pechera de la camisa y un gran pañuelo de seda de varios colores, con el que frecuentemente, sin motivo visible, se secaba la nuca. Aparte de esto, llevaba una levita gris, y ni su ropa blanca ni sus manos revelaban un sentido muy desarrollado de la limpieza.

Este hombre era el «tío Joaquín» de la señora Hassing y su sobrino. Tenía el título de montero mayor y había sido dueño de una casa solariega que se había visto obligado a vender a causa de su debilidad por los caballos de lujo, coches costosos, mucha servidumbre, vinos finos y relaciones amorosas ilegítimas, viviendo ahora principalmente de la bondad de la familia. Junto con su hermana —la señora bajita vestida de negro— vino a hacer al médico Hassing una «visita» que ya estaba durando varios meses.

En buena armonía con el resto de sus inclinaciones se había sentido siempre orgulloso de oír a «los pocos» que todavía rendían homenaje a las ideas más reaccionarias en todos los campos. Se llamaba a sí mismo constantemente, golpeándose al mismo tiempo con calor el pecho, «un representante de las ideas de antes del infausto 48»; y no había suavizado sus sentimientos hacia la democracia triunfante en todas partes el hecho de que fuese un campesino rico el que en la subasta obligatoria se quedó con sus propiedades. Por lo demás, la casa del doctor Hassing, tan silenciosa y, sobre todo, tan cerrada para toda clase de política, se llenaba últimamente desde la mañana hasta la noche de furiosas exclamaciones contra los campesinos, el Parlamento, las escuelas superiores y contra el mismo Gobierno. El montero mayor era amigo del Gobierno y fiel al rey; pero observaba que tenían demasiadas contemplaciones con «los revoltosos»; no comprendía por qué no implantaban inmediatamente el poder absoluto y constantemente tenía en la boca la propuesta según la cual había que mandar a todos los demócratas, en todo caso a todos los demócratas del Parlamento, en buques de guerra a Kristianso para que allí estuviesen labrando y cortando piedra hasta que se corrigiesen. Todo lo que no fuese esto, era, en su opinión, paños calientes y palos al aire que no traerían ningún resultado.

Por esta razón estaba motivado el temor ante el encuentro de este hombre con Manuel. Y la cosa no era para menos, pues tan pronto el montero mayor oyó el nombre de Manuel, su cabeza se puso de color rojo púrpura; y, sin darle la mano ni contestar a su saludo, entró en el comedor, acercándose a la señora Hassing, que estaba mirando la mesa.

—¿Qué es esto? —gritó con su lenguaje ceceante cuya fuerza, debido a la sordera, jamás podía calcular—. ¿No es ése el anarquista loco y pastor de Vejlby? ¿Y tenéis trato con esta gente? ¡Meterme a mí con esta clase de personas! ¿Qué piensas, Ludovica?

—¡Oye, tío! —contestó la señora Hassing con una decisión completamente extraña en ella, por cuyo motivo precisamente produjo un efecto mucho más contundente en él—. Tú sabes que ni Hassing ni yo nos ocupamos de política. Pero el pastor Hansted es un hombre muy educado e interesante, de cuya conversación se puede sacar placer y enseñanza, sin que por eso haya que rendir homenaje a sus ideas. Por tanto, te pido, tío Joaquín, que no ofendas al pastor Hansted, sino que tengas presente que esta tarde es nuestro huésped.

Al principio de la comida todavía se podía observar el efecto de esta advertencia. Estaba sentado como un poste, dejando pasar con gesto ofendido la mayoría de los platos. Pero a medida que fue observando que su silenciosa oposición pasaba inadvertida —y porque, además, a la larga sería para él un gran sacrificio—, cambió súbitamente de táctica: comió con avidez de todo lo que había en la mesa; hacía ruido con cuchillo y tenedor, e interrumpía a cada momento la conversación de los demás pidiendo pan, mantequilla, «un poco más de pastel de hígado, Ludovica», para indicar así que el anarquista ni siquiera existía para él.

Poco a poco se había ido animando la conversación alrededor de la mesa. También la palabra lenta y premiosa de Manuel se oía cada vez más clara entre la fácil conversación de los demás. Él sentía en grado creciente la responsabilidad que se había tomado sentándose entre aquellos extraviados que no mostraban la menor preocupación. Contestaba cortésmente a las distintas preguntas de la señora Hassing sobre la situación reinante entre sus fieles; pero se mantenía muy atento a todo, no cediendo en ningún punto y sin abandonar ni un momento el gesto serio, casi sombrío, que era su oposición momentánea y silenciosa a todo lo que veía a su alrededor.

La conversación entre él y la señora Hassing se fue deslizando poco a poco sobre un tema peligroso, es decir, sobre la cuestión de la enseñanza popular de la época, especialmente entre la clase campesina. Manuel expuso sin rodeos sus puntos de vista y puso de relieve con toda intención la importancia que para él tenían las escuelas superiores en este aspecto.

La señora Hassing no perdía palabra. Era de las mujeres fácilmente conmovibles que al instante toman con calor todo aquello que observan que enardece a los demás. En su bella y no muy inteligente cara de madona había siempre una expresión de profunda meditación cuando alguien hablaba; parecía como si su interlocutor le aclarase con sus palabras aquello que ella en vano trataba de aclarar en su pensamiento. Y allí estaba ahora sentada escuchando, con los codos apoyados en el borde de la mesa y un dedo sobre la mejilla; y cuando, de vez en vez, hacía alguna observación con su tono cantarín, más que para contradecir era en realidad para seguir impulsando a Manuel a que desarrollase sus ideas.

Pero también los otros habían comenzado a poner atención. La inquieta seriedad de Manuel, su figura vestida de ropa basta y su gran barba producían en este ambiente una impresión especial de originalidad y fuerza apostólica. Sí, hasta el modo de hablar de conferenciante, a que se había acostumbrado dirigiendo constantemente la palabra a los campesinos, le hacía en aquel momento más interesante a los ojos de aquellos hombres. Además, la materia de la conversación era tan ajena a todos ellos, y, por tanto, sus expresiones, tan nuevas y sorprendentes, que involuntariamente le ganaban el respeto de esta gente.

Incluso los dos jóvenes interrumpían continuamente sus susurros para escucharle, y el deportista guiñó una vez el ojo a la señora Hassing como queriendo decirle: «¡Tienes razón, tía…! ¡Realmente este hombre tiene estilo!».

En cambio, Rangilda estaba evidentemente de mal humor. Permanecía apoyada en el respaldo de la silla, y sus largos dedos puntiagudos jugaban nerviosamente con algunas migas de pan sobre el mantel.

A la larga no dejó Manuel de sentirse influido por la creciente atención que despertaban sus palabras. En un momento de olvido de sí mismo, y sin pensar en su negativa del campo, se tomó una copa de vino. Cada vez hablaba con más desembarazo; formaba sus frases con una facilidad que le extrañaba a él mismo, y se expresaba, en general, con una autoridad totalmente insólita en él.

De pronto notó en la mesa cierta inquietud. Después de alabar de una forma un tanto provocadora las escuelas superiores y el espíritu que a través de ellas había recibido la población campesina, pasó Manuel a hablar de la aguda lucha entre el Gobierno y el pueblo.

Todos miraron angustiosamente al tío Joaquín, cuya cabeza volvió a ponerse de color rojo púrpura, hinchándose como un globo.

—¡Permítame, reverendo! —estalló por fin, poniéndose, como todos los sordos, una mano detrás de la oreja—. Veo que es usted un ardiente admirador de la llamada libertad del pueblo, señor mío, y de ese… llamado sufragio universal. Quizá me permita usted, reverendo, ponerle un ejemplo que, probablemente, le hará cambiar de opinión. Sólo necesito ponerle un ejemplo nada más para hacerle ver cuán rechazable, cuán pernicioso, es ese…, ese llamado sufragio universal para el futuro y el bienestar de un país.

La señora Hassing dirigió a su marido una mirada para que el tío Joaquín no siguiera adelante. Pero el médico, que, detrás de su exterior correcto y digno, ocultaba mucho de granuja, hizo como si no la hubiese visto. Encontraba muy divertido presenciar un pequeño duelo entre los dos belicosos caballeros.

—Me permito, pues, presentarle en breves palabras el siguiente ejemplo —dijo el montero mayor—. Tuve yo una vez…, de esto hace ya algún tiempo…, un vaquero… ¡Un vaquero, entiéndame usted! Una persona muy honrada y hábil, no digo que no, pero completamente ignorante; no tenía ni los conocimientos más elementales. Si alguno le preguntaba, por ejemplo, cuántas son seis por tres, probablemente contestaría nueve, o doce, o catorce. ¡Escuche usted…! O si alguien le preguntaba, por ejemplo, cuál era la capital de Alemania, sin duda alguna hubiese respondido que Skelskor…, que era la única ciudad que conocía, además de Copenhague y Roskilde. Con respecto a las leyes, sabía de nuestra llamada Constitución, ¡tanto como de la turca o de la china! Y ahora permítame que le pregunte —continuó él con creciente amor propio, al advertir en el silencio general que había empezado a tener éxito—: ¿Cree de veras usted, reverendo, que esa persona tiene que tener tanto influjo en el gobierno de los asuntos internos y externos de un país como un hombre como…, por ejemplo, nuestro honorable anfitrión, el doctor Hassing? ¡Dígame!

Se reclinó en la silla, cruzó los brazos, y en esta postura nimbada de victoria esperó la respuesta de Manuel.

Manuel ni siquiera hubiese contestado al montero mayor, cuya persona no parecía invitarle a un serio intercambio de opiniones. Pero al advertir la expectación con que los demás le miraban para oír su respuesta, dijo:

—Yo opino que el vaquero en cuestión, a pesar de toda la supuesta ignorancia, no sólo debe tener los mismos derechos que el doctor Hassing, sino (si se le hace plena justicia) quizá más bien el doble.

La respuesta vino con tan firme convencimiento y sonó al mismo tiempo tan paradójica que involuntariamente encontró oposición.

—¡Pero es imposible que usted opine así! —dijo nada menos que la señora Hassing, mientras el tío Joaquín se inclinó sobre su hermana y, con una voz que él tomó, sin duda alguna, por un susurro, le gritó—: ¿Qué dice? ¿Qué es lo que dice?

—Sin embargo, me parece que la cosa es muy simple y clara —siguió Manuel, más elocuente aún con la oposición que habían provocado sus manifestaciones—. ¿Por qué el nacimiento de un hombre va a determinar su actitud respecto a la sociedad? El que un hombre haya nacido pobre puede ser una desgracia para él, y más bien constituye un motivo para darle una mano que para mantenerle sometido. Y respecto a su pretendida ignorancia, o más bien falta de conocimientos de libro, esto sólo significa que la sociedad no ha querido ocuparse debidamente de su instrucción…; pero no por eso existe motivo alguno para tenerle siempre como un hijastro. ¡Todo lo contrario!

—Bien; pero usted tiene que conceder… —comenzó el doctor Hassing.

Pero Manuel no tenía oído más que para sus propias palabras y continuó:

—Siempre son los pequeños y los pobres los que más sufren los efectos de las malas épocas; por eso es muy justo que gradualmente se les deje decidir. Si realmente se quiere que haya justicia, no son ni los que saben más ni los que tienen más los que han de ejercer más influjo en el Gobierno de un país…, sino, por el contrario, los más expuestos. Así veo yo la cuestión.

—Pues así es usted…, así es usted un socialista —manifestó la señora Hassing.

—Ciertamente, yo no podré definirlo —contestó Manuel, que, otra vez sin darse cuenta, vació otra copa de vino—. Si las ideas que yo he expresado son socialistas, claro que soy socialista. Yo no me asusto de la denominación.

—¿Qué dice…? ¿Dice socialista? —balbució el montero mayor, inclinándose hacia la hermana, cuya misión parecía estar pendiente de su oído como un estetoscopio.

—Pero tiene usted que conceder, señor pastor —insistió el médico—, que el pueblo, tomado en general, en muchos casos, ni siquiera sabe, o no puede formarse un juicio sobre lo que más le conviene. Para ello son necesarios, en muchos casos, los requisitos previos (conocimientos, experiencia, etcétera), de los que carece, por ejemplo, un campesino. Naturalmente, hay muchas y notables excepciones, que Dios me libre de negar; pero, en general, se puede decir que el campesino, nuestra gran masa rural, por ejemplo, debe considerarse como un niño grande, inexperto…, quizá también un poco ingobernable actualmente, que no haría más que ir de desgracia en desgracia, si se le abandonase a sus propias fuerzas. ¿No le parece que tengo razón?

—Yo no sé por qué se ha llegado a desconfiar del campesino —contestó Manuel—. Nuestra historia no abriga desconfianza alguna a este respecto. Todo lo contrario; nos dice cuán injustificada es esta actitud. No podrá señalarse un solo caso en que, realizando los deseos de las clases más bajas y siguiendo sus consejos, se haya expuesto la sociedad al menor peligro. En cambio, puede citarse ejemplo tras ejemplo de que nuestra patria, pese a las advertencias de los campesinos, se ha precipitado de desgracia en desgracia. ¡Pero no para ahí la cosa! Me atrevo a sostener que toda la habilidad, espíritu de empresa, diligencia y perseverancia que tiene nuestro país, procede en su origen sólo de nuestros campesinos. Puede demostrarse históricamente que, tanto en el pasado como en el presente, apenas se encuentra un gran talento, una sola personalidad, que se haya elevado sobre sus contemporáneos por su espíritu o por su acción, ¡sin encontrar a la distancia de sólo un par de generaciones al campesino en su genealogía…! En cambio, apenas puede hallarse una sola eminencia que a través de muchas generaciones haya tenido su raíz en las llamadas clases superiores. Todos nuestros grandes hombres han heredado la diligencia, la frugalidad y la tenacidad de nuestros campesinos. Así fue en el pasado y así sigue siendo hoy en día. Año tras año, el campo envía a las ciudades fuerza fresca, joven, activa…, y cada año le envían las ciudades un conjunto de seres derrumbados espiritual y físicamente para que se restablezca con su vida y con su aire. Exactamente igual que ocurre con nuestra buena y paciente tierra danesa: da todos los años sus granos… ¡y recibe estiércol!

Había hablado con fuerza y pasión crecientes. Era evidente que poco a poco se había ido dando cuenta de su arrebato; pero hacía buen efecto allí, con sus rizos rubios y la barba clara, enardecido por sus palabras, por el vino y por su serio convencimiento. En su cara había aparecido algo de expresión profética, y la fuerte luz del comedor encendía una estrellita dorada en sus ojos azules.

Sus palabras fueron seguidas de unos momentos de silencio, que rompió el médico, dirigiéndose a Rangilda:

—¿Qué dice usted, señorita Tonnesen? ¿No tiene nada que exponer en esta discusión?

Ella se levantó con dificultad de su postura reclinada y dijo:

—Yo estoy con el pastor Hansted.

—¡Cómo…! ¿También usted? —exclamaron a su alrededor, mientras el tío Joaquín, después de hacerse repetir sus palabras por su hermana, se llevó las manos a la cabeza.

—Sí, lo confieso. Yo también opino que en un país como el nuestro, con sus largos y oscuros inviernos y las demás duras condiciones de vida para sus habitantes…, que en nuestro querido país natal, que quizá, lo mismo que el resto del Norte, jamás habría sido civilizado, sino que seguiría siendo una especie de Groenlandia grande, a la que se podría ir en verano a cazar y a pescar… Pero ¿qué era lo que quería decir?

Miró a su alrededor con una sonrisa fingida.

—¡Ah! Ya lo recuerdo. Era que… en una tierra así es muy natural (como indicaba muy bien el señor Hansted) que lo más importante sean los hombres fuertes y las frentes anchas. Como el señor Hansted hizo notar muy bien, lo que precisamente nos enseña la Historia es que aquí, en Dinamarca, muere, se congela y desaparece en seguida todo lo que no mide cuarenta pulgadas sobre el pecho y veinte entre los ojos. Yo le doy la razón al pastor en que nosotros, los pobres seres, vivimos de la bondad del campesino…; de eso, yo misma he tenido una experiencia.

Se hizo el silencio. No se sabía bien dónde terminaba lo serio y dónde empezaba la ironía. Solamente el médico advirtió tempestad en el aire y creyó lo más oportuno cortar a tiempo.

—Qué, ¿damos esto por terminado?

Todos se levantaron, diciéndose: «¡Qué aproveche!».

Manuel y Rangilda se encontraron y se dieron la mano.

—¡Mi sincera felicitación, señor pastor! —dijo ella, con forzada alegría—. Tengo que admitir… ¡Qué está hecho usted un orador mordaz!

V

En las mesitas y consolas del salón había lámparas con pantallas que prestaban a la estancia una agradable penumbra, muy indicada para el buen descanso en los grandes sillones revestidos de terciopelo. Una puerta de dos hojas, abierta, dejaba ver una galería cubierta de cristal, pequeño invernadero, llena de palmeras y de plantas de tronco alto, a través de la cual se divisaba un jardín situado en un plano algo más bajo. Desde el salón podía verse un cuadro de césped con una taza de piedra, algunos rosales y un par de olmos, envuelto todo en la pálida bruma lunar de la noche estival como en una gasa de plata.

—¿Quiere usted tocar algo para nosotros, señorita Tonnesen? —dijo el médico—. Creo que estamos todos de acuerdo en que los espíritus necesitan ser arrullados un poco.

—¡Con mucho gusto! —contestó Rangilda—. A ver si recuerdo algo —añadió, momentos después, junto al piano.

Manuel se había acomodado en un gran sillón frente a la puerta del invernadero; no le agradaba mucho que se hiciese un poco de música. Estaba dominado aún por la conversación sostenida en la mesa, y de buena gana hubiese querido continuarla ahora que se hallaba en vena.

Pero los demás habían tomado asiento en el salón y se encontraban muy a gusto en los cómodos sillones. Solamente el tío Joaquín se había quedado en el comedor, al lado de una garrafa de vino, desahogando su corazón con la hermana…, hasta que la señora Hassing, cuando Rangilda atacó los primeros acordes, abrió al puerta y le hizo callar con un «¡chis!».

Rangilda comenzó recorriendo rápidamente el teclado de un extremo a otro, como para limpiar el aire del salón. Luego permaneció sentada, inmóvil un momento, con las manos en el pecho, silenciosa, dando la sensación de que ya estaba oyendo una música lejana.

En el rincón más oscuro se había refugiado Gerda.

A lo largo de la tarde se había producido un cambio notable en esta joven, antes tan alegre. Se la veía callada, casi solemne. Durante la comida fue mostrándose cada vez menos abierta a las galanterías del primo, prestando, en cambio, una atención creciente a las palabras de Manuel.

Y ahora, sentada en su rincón, sus ojos, maravillados, no se apartaban de él. La oscura luz rojiza de una lámpara iluminaba su cara y sus manos juntas sobre las cuales descansaba la barbilla; el resto de su figura estaba envuelto en sombra. En cada uno de sus rasgos aparecía claramente el sello de la familia con la señora Hassing; el óvalo de su cara era como el de la tía; las líneas suaves de la boca y de la barbilla revelaban la misma entusiasta necesidad de adhesión; pero la nariz era más fuerte, más firme la redondez de las mejillas, mientras una pasión inicial ardía en sus ojos de terciopelo, sobre los cuales se perfilaban las oscuras cejas como un par de alas dispuestas al vuelo.

Cuando terminó la primera pieza, y en tanto que Rangilda y el médico cambiaban algunas impresiones sobre el compositor, se levantó de su asiento Gerda y se fue hacia su tía, sentada en el extremo opuesto.

—Tía —le susurró al oído—. ¿Es cierto que está casado con una campesina?

—Sí, hija mía.

—¿Con una campesina de verdad?

—Sí, hija mía —repitió la señora Hassing, dándole un golpecito en la mejilla.

Gerda permaneció en pie un momento, con la mano en el respaldo del sillón de la tía. Luego, mientras Rangilda empezó a tocar otra vez, por el mismo camino volvió a su asiento, fijando de nuevo sus ojos en Manuel.

A cierta distancia de ella se sentaba su primo. Éste procuraba llamar su atención por todos los medios. Pero ella hacía como si no viera nada; y cuando una vez intentó alcanzarla con el mango de un plumero que había encontrado cerca de él, le envió una mirada tan furibunda, que él, en su estupor, estuvo a punto de caerse del sillón.

Al principio no mostró Manuel interés especial por la música. La primera pieza había sido una composición moderna, que le sonó a concierto de gatos. Se había reclinado en el sillón, entregándose a sus propios pensamientos. Su mirada se había paseado por la estancia, cuyas paredes y rincones mostraban retratos y pequeñas estatuas blancas… y entretanto se había apoderado de él un pesado sopor. Ya pasaba de la hora en que debía estar acostado, y la oscuridad del salón, las muchas impresiones nuevas del día y la lasitud que siguió a la tensión espiritual y a los efectos del vino, le habían rendido y amodorrado.

Pero poco a poco empezó a escuchar. Notas conocidas llegaban a sus oídos…, armonías solemnes, sonoras, que venían a él desde muy lejos. Él ni siquiera sabía a qué melodía pertenecían; tampoco comprendía bien la emoción que le despertaban. Se sintió cogido como por un hechizo. Su mirada atravesó la puerta del invernadero, y el pálido y solemne paisaje de la noche, con la gran taza de piedra y los negros olmos, que semejaban cipreses, se le antojaron una vivificación de la música de Rangilda. Entonces reconoció la Marcha fúnebre, de Chopin, la pieza favorita de su hermana, a quien tantas veces se la habían oído tocar de joven en su casa en las horas sin luz…; y de pronto le pareció que el ambiente se transformaba. Ya no estaba en el salón del doctor Hassing, sino en su propia casa. Era su hermana Betty la que se sentaba al piano, iluminado por dos velas, levantando y bajando sobre el teclado, en maravillosos movimientos, las manos blancas. Y, medio inconsciente todavía, dejaba descansar sus ojos sobre aquellas blancas y hermosas manos de sombra; y cuando, en un descanso, se retiraban del teclado y se juntaban en el pecho, su mirada recorría involuntariamente los esbeltos brazos de Rangilda y contemplaba su nuca, de donde su pelo, rojo como el de una ardilla, se había retirado para formar un caracol sobre la coronilla. Durante un momento estuvo absorto en la contemplación de este pelo y esta nuca; siguió con el pensamiento las líneas del cuello hacia arriba y se quedó embelesado ante la oreja izquierda de Rangilda, cuyo cartílago fino y transparente tamizaba una luz roja como el coral. Pero de súbito recobró la conciencia… Confundido de vergüenza, se pasó ambas manos por el pelo, y tan pronto como terminó la pieza se levantó. Se sentía mal y quería volver a casa.

Se despidió un poco atropelladamente, y momentos después estaba en el camino.

Pero tampoco aquí desapareció inmediatamente el hechizo, pese a caminar con paso firme y rápido, como si fuera impulsado por el inquieto palpitar de su corazón. Las notas musicales seguían persiguiéndole a lo largo del sinuoso camino…; no se recobró del todo hasta llegar al límite de la parroquia y ver dibujada contra el horizonte la masa oscura de las colinas de la aldea.

Entretanto, en el salón del médico había habido tema para una conversación animada. El tío Joaquín había hecho acto de presencia y recibido autorización para expresarse sin trabas, autorización que apenas aprovechó. La señora Hassing alabó a Manuel, y el mismo médico reconoció que «era un hombre especial que no tenía nada de tonto».

Gerda seguía inmóvil en su sillón, muda y ausente…, perdida en sueños.

También Rangilda se mantuvo bastante callada; ella tampoco tenía ningún motivo para sentirse satisfecha de aquella tarde. Había mucho de verdad en lo que había dicho a Manuel: que en aquellos años, había deseado muchas veces verle; es más: la perspectiva de realizar este deseo había influido como ninguna otra cosa en la aceptación de la invitación de la señora Hassing, y durante su estancia en casa del médico sabía preparar hábilmente excursiones a la playa de Vejlby con la esperanza de encontrarle.

No era simplemente la curiosidad femenina lo que la había llevado allí. Inmediatamente después de su separación advirtió que el interés que había alimentado por el entonces capellán Hansted no se fundaba en un puro sentimiento de amistad, como había creído, sino en el soplo amoroso que la convivencia había lanzado sobre su alma. Muchas veces después se sentía humillada al recordarle. La conciencia de haber sido desdeñada, aún por un hombre que se había casado con una campesina, le dolía a la orgullosa hija del párroco casi como el recuerdo de un tropiezo. Durante siete largos años había guardado un odio profundo a Manuel, odio que no pudo apagar, ni mucho menos, la ignominiosa salida de su padre de la casa parroquial de Vejlby, que había afectado al anciano más de lo que nadie sospechó y había sido la causa de su muerte. Ni tampoco los muchos triunfos que los campesinos habían conseguido en esos años en todos los campos de la vida pública habían podido suavizar su espíritu. Odiaba más que nunca a los campesinos y todo lo que oliese a tierra. Y odiaba la literatura nueva sólo porque describía la Naturaleza y glorificaba al campesino, y jamás asistía a las exposiciones de Charlootengorg, porque le parecía que todos los artistas se habían enamorado de motivos tomados de la cuadra y del estiércol. Incluso ya no hallaba paz en el teatro: allí se sentaban y escupían los hombres del Parlamento.

Sin embargo, nada la había soliviantado tanto como los insistentes rumores sobre un cambio ministerial. Se hablaba muy en serio de la toma del Poder por los campesinos. Se señalaba claramente a un antiguo maestro de aldea como futuro presidente del Consejo. Hasta la gente que ni siquiera podía avenirse a este estado de cosas había dicho, moviendo la cabeza, que «no había nada que hacer». Ella no lo entendía. ¡Cuál no sería su júbilo cuando, por fin, surgió un hombre que tuvo valor y ánimo para imponer las viejas leyes y hacer volver a los campesinos a la gleba de dónde habían salido!

Y con este júbilo en el corazón había esperado ver de nuevo al que había sido capellán de su padre. Ahora que había pasado el tiempo de las locuras, le devoraba la impaciencia por triunfar del que había humillado a su padre y por librarse de la vergüenza que el recuerdo de la convivencia de aquellos años mantenían despierta en ella. Pero, bajo este aspecto, el encuentro con Manuel había estado muy lejos de darle la esperada satisfacción.

En su contrariedad, dio las buenas noches antes que nadie, pretextando dolor de cabeza, y contra su costumbre, no rogó a la señora Hassing que subiese a su habitación para charlar un rato. Largo tiempo estuvo sentada, en peinador blanco, delante del espejo, con las manos juntas en el pecho, olvidada de soltarse el pelo. Reclinada sobre el respaldo del sillón, miraba hacia el suelo con una expresión de rabia. De pronto se puso a temblar. Una angustia sorda se adentró en su espíritu… ¿Qué poder tenía aquel hombre sobre ella?

VI

Cansado y aturdido por los acontecimientos del día, llegó Manuel a la casa parroquial de Vejlby, donde su ausencia no había despertado inquietud alguna. Hansine ni una vez siquiera le preguntó a quién había visitado; ella estaba acostumbrada a estas ausencias de él, que se entretenía con sus amigos, olvidándose por completo del tiempo y del lugar.

Hasta la mañana siguiente no le contó Manuel dónde había estado y a quienes había encontrado…, y ya no sabía más. Se había despertado con una sensación de mala conciencia, y a medida que surgían en su memoria los acontecimientos de la tarde anterior, más disgustado se ponía consigo mismo. Después del himno de la mañana se fue a su habitación, cerró la puerta y se sentó a un escritorio lleno de polvo que había junto a uno de los ángulos de la ventana. Apoyó la cabeza en las manos y, arrepentido, pero con confianza infantil, dijo:

—¡Padre! ¿Estás disgustado conmigo? Yo sé que he realizado mal y con vanidad la labor que me encomendaste. Pero Tú eres paciente. Tú no quieres golpearme. ¡Pruébame…! ¡Una y otra vez pruébame, Padre, te lo ruego, hasta que ya no tropiece!

La visita al doctor Hassing significaba para él de momento el fin del estado de lasitud en que había vivido tanto tiempo; le había dado la fuerza espiritual necesaria para pasar el punto muerto en que se encontraba desde la muerte de Gutten. El domingo predicó de nuevo con fervor, arrebatando con su palabra a sus ahora escasos oyentes, que, terminado el servicio, le felicitaron a la puerta de la iglesia. El texto del día era del evangelista san Marcos y narraba el milagro de los panes y de los peces. Según su costumbre, hizo primero a sus oyentes una descripción viva del hecho, hablándoles poéticamente del solemne silencio del desierto, de su cielo siempre azul y del paisaje escarpado, sobre el cual lanzaba el sol sus rayos ardientes. Luego les expuso y aclaró el texto, les habló de los momentos de duda y debilidad y terminó diciéndoles:

—Sí, queridos hermanos y hermanas. ¡Vigilad la serpiente que se esconde en vuestros corazones! ¡No creáis que está muerta porque haya mudado la piel! Dormita en forma de cobardía detrás de nuestras esperanzas más fuertes; se oculta como autojustificación en nuestra plegaria más humilde: nos lleva a la caída precisamente cuando creemos que nos levantamos. Pero nosotros le quebrantaremos la cabeza con el talón de hierro de la fe. Nosotros juntaremos nuestras manos y diremos con la boca y el corazón: ¡Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea el tu nombre; venga a nos el tu reino…!

Manuel se había sentido lleno del Espíritu Santo mientras hablaba. Al llegar a su casa besó a Hansine en la frente, tomó a la pequeña Dagny en brazos y la llevó por la habitación, en medio de un canto de alabanza. Hacía tiempo que no había estado tan animoso y alegre.

Por la tarde propuso ir a visitar a los abuelos, a quienes no había visitado en toda la semana y estaba deseando verlos ahora. Prepararon el coche grande, y Hansine y los niños se pusieron sus mejores vestidos. Todo ello se hizo a petición de Manuel, «porque hemos de demostrar alguna vez también que tenemos ropa blanca»; y cuando vio a Hansine con delantal negro de seda y con su gorrito de seda recamado de cuentas, le ciñó el talle con ambas manos, exclamando:

—¡Apuesto diez contra uno a que no hay en toda Dinamarca mujer de pastor más bella!

A las cuatro, él mismo fue a la cuadra a atalajar los caballos. Según estaba allí con una cabezada entre las manos, vino Sigrid corriendo hacia él, con los ojos desorbitados y tan llenos de emoción, que casi no pudo hablar.

—¡Papá! —gritó—. Han venido dos… señoritas… Entraron en el salón.

Manuel se puso colorado. En seguida se dio cuenta de que tenían que ser la señorita Tonnesen y la mujer o la sobrina del médico Hassing.

—¿Está mamá en el salón? —preguntó.

—Sí.

—Bueno.

Con toda intención no se dio prisa en preparar los caballos…, mientras su corazón palpitaba intranquilo. Sus pensamientos se fijaban sobre todo en Hansine. ¿Qué pensaría ella de estas visitas? Y ¿cómo recibiría a las forasteras?

En este momento se oyó el ruido de los zuecos de Abelone, que venía lanzada a través del patio y metió medio cuerpo en la puerta de la cuadra.

—¿Estás aquí, Manuel…? Ven inmediatamente; han llegado dos señoritas…

—¡Santo Dios! ¡Cuántas veces me lo van a decir! —exclamó impaciente—. ¡Ya me lo ha dicho Sigrid!

Ella le miró con asombro.

—Pudiera ser que ningún otro lo supiera. Y fue Hansine, además, quien me dijo que viniera corriendo aquí.

Dio media vuelta, ofendida, y volvió a cruzar de prisa el patio.

VII

Entretanto, Rangilda había tomado asiento en una de las sillas de paja y se esforzaba por mantener una conversación con Hansine. Ésta se había sentado en un sillón, junto a la chimenea, y, con su habitual insociabilidad frente a los extraños, no se cuidaba en absoluto de ocultar su asombro ante aquella visita.

En el banco que había debajo de la ventana, detrás de la mesa, estaba sentado Soren, mirando con ojos desorbitados y la boca abierta ora a Rangilda, ora a su acompañante, la joven Gerda.

Rangilda llevaba una esclavina de cuentas negras sobre un vestido de calle, de seda a cuadros grises, y cubría su cabeza con un gran sombrero negro, del que colgaba un velo alto acabado en puntas. Gerda llevaba el mismo vestido blanco y el mismo sombrero azul vivo que había lucido cuando la visita de Manuel al médico.

La joven estaba sentada, con las manos en el pecho, en el mismo borde de su silla, y esta postura y las mejillas encendidas, y la mirada con que miraba la sala y de cuando en cuando a Hansine y sus ropas de campesina, revelaban su asombro intenso, aunque en el fondo se sentía muy a disgusto en la gran sala desnuda de muebles, que le recordaba un almacén vacío, sintiendo, además, un hormigueo general en todo el cuerpo al ver a Soren con su vieja vestimenta. No había dejado en paz a Rangilda hasta que ésta le prometió que la llevaría consigo, y durante todo el camino desde Kyndlose había mostrado una tensión febril llena de expectación.

Pero al abrirse la puerta y entrar Manuel, la cara de Gerda reflejó cierta desilusión. Ella había oído hablar al doctor Hassing del modesto traje que Manuel solía llevar en casa, y ahora le veía luciendo la misma levita de faldón largo y color gris vivo y el mismo chaleco abotonado que le había visto recientemente.

—Bueno; aquí me tiene usted otra vez, señor pastor —saludó Rangilda, levantándose—. Esto es meterse de rondón en la casa; pero su señora tuvo la amabilidad de decirme que esto no constituía ninguna sorpresa. Espero, por tanto, que no vengamos a molestar… Ya recordará usted a mi amiguita, señor pastor —añadió, volviéndose a Gerda.

Manuel las saludó en silencio, y con un movimiento de brazo les indicó que volviesen a sentarse.

—Han andado ustedes un rato —dijo poco después.

—¡Oh!, no tan largo como usted cree —rió Rangilda—. Venir sin parar desde Kyndlose hasta aquí sería, por cierto, algo superior a mis fuerzas; pero no hice esa barbaridad. El doctor Hassing tenía que visitar a un enfermo aquí cerca, y no pude resistir la tentación de aprovechar la ocasión de hacerles una visita a usted y a la casa donde pasé mi juventud. Vinimos en el coche del doctor hasta un sitio llamado la Cima, creo, y allí nos volveremos a reunir con él. Por lo menos, hay media hora de camino desde aquí, y me siento muy orgullosa de haber andado este trayecto bajo los rayos del sol.

Y se puso a hablar un poco febrilmente acerca de la zona y de las cosas nuevas que había visto en el camino. Le pareció que todo había cambiado desde que ella se había marchado de allí; especialmente le había sorprendido el aspecto de la aldea.

—Es mucho más agradable —dijo Rangilda.

Y Manuel, que se había sentado en el banco junto a la cabecera de la mesa, le explicó que ello se debía a que las huertas que se habían quemado en su tiempo habían ido poblándose de nuevo con los años, viéndose ahora árboles grandes.

Hansine no se mezcló en la conversación, y Manuel tampoco se tomó la molestia de atraerla a ella. No acertaba a comprender que era lo que le oprimía en aquella visita, ni por qué le parecía observar que la mirada de Hansine iba, escudriñadora, de él a Rangilda. Sin embargo, él no tenía en absoluto nada que censurarse; y, en todo caso, nada le había ocultado. Aquella mañana, una vez que abrió su corazón a Dios, le contó todo lo que le había ocurrido la tarde anterior.

Mientras tanto, Gerda seguía sentada en el borde de su silla, lanzando ardientes miradas a Manuel, conforme ella, a su vez era observada por la pequeña Sigrid, que estaba con Hansine y llevaba un vestido de algodón de color rojo vivo, con una cinta negra alrededor de su pelo rubio oro. La niña tenía la cabeza y los brazos en el regazo de su madre, y cada vez que descubría que Gerda la miraba, ocultaba su cara. Pero inmediatamente, sus grandes ojos azul oscuro espiaban por encima de su brazo tostado por el sol, y tan pronto se creía inadvertida se erguía sobre la punta de los dedos y susurraba algo a su madre.

Hansine, distraídamente, le hacía signos afirmativos, acariciándole el pelo al mismo tiempo con una delicadeza maternal de que no solía hacer gala ante sus hijos.

La conversación en la mesa amenazaba con pararse a cada momento. Manuel no podía ordenar sus pensamientos. El silencio absoluto de Hansine le ponía cada vez más nervioso. Además, le molestaba un poco la presencia de Soren. Éste no había perdido ninguna de sus malas costumbres, que se le pasaban por alto debido a las muchas cualidades buenas que tenía. Pero entonces le pareció a Manuel que el criado jamás había escupido y gargajeado tanto ni tenido tantos eructos ruidosos como en aquellos momentos precisamente.

—¿No vamos a la huerta? —preguntó, al fin—. Cierto que no podemos enseñarle un parque modelo, como el que nos dejó su padre en su tiempo… Pero siempre podemos tener un poco de fresco allí.

—Me parece magnífico —dijo Rangilda.

Se levantaron todos, Hansine, sin embargo, no lo hizo hasta que Manuel le preguntó si no iba a venir. Solamente Soren se quedó sentado, devorando hasta el último momento con sus ojos voraces a las forasteras.

A la sazón, Abelone dejó ver su cabeza en la puerta de la cocina, detrás de la cual había estado al acecho.

—¿Se han ido?

Soren hizo un gesto afirmativo, y entonces Abelone entró en la sala y se dirigió a toda prisa a la ventana para observar.

—Si yo pudiera comprender lo que Manuel se propone con esa gente —dijo, enojada—. Parecen un par de sinvergüenzas.

VIII

La primera impresión de la huerta parroquial de Vejlby no fue agradable para todos. Manuel tenía razón en decir que estaba muy lejos de ser el maravilloso parque que el párroco Tonnesen le había dejado. Los setos, tan cuidados en otro tiempo, habían echado ramas a todos los lados; las alfombras de césped cubrían los senderos, y la hierba estaba llena de toda clase de maleza. Las anchas avenidas estaban cubiertas de vegetación, y debajo de los grandes árboles yacían ramas y jaulas de estorninos medio podridas.

Rangilda y Manuel se separaron de sus acompañantes al poco rato, metiéndose lentamente en lo más espeso de la huerta. Manuel intentó repetidas veces volver atrás, junto a los demás, o en todo caso, pasar a la ancha y abierta avenida de los castaños, que formaba la linde con las tierras vecinas. Pero Rangilda parecía encontrarse a gusto por los caminos más ocultos y románticos. Caminaba un par de pasos delante de él, recogiéndose con la mano izquierda la cola del vestido; de modo que desde atrás podía verse el borde de una enagua rígida y los tacones de un elegante par de zapatos de charol.

Manuel estaba intranquilo al ir sólo con ella por aquellos senderos oscuros y silenciosos que guardaban tantos recuerdos semiolvidados de sus días de juventud. Se sentía confundido al oír, después de tantos años, el misterioso ruido que al andar producían las ropas de Rangilda y percibir el olor a violeta que también en otro tiempo se sentía siempre al lado de ella. Rangilda, en cambio, se sentía a sus anchas y parecía dispuesta a divertirse por todos los medios. Sin embargo, había tenido que hacer un gran esfuerzo para realizar esta visita a su antigua casa.

Pero no había podido encontrar la paz hasta haber intentado una vez más humillar al antiguo capellán de su padre, sintiendo no poca satisfacción al contemplar el abandono de la huerta y la pequeña escena que había tenido lugar en la sala. Con todo, aún no se había calmado su sed de venganza y procuraba mantener la conversación en el camino que podía conducirla al triunfo.

Mientras tanto, Hansine y Gerda se habían quedado junto a una alfombra de césped iluminada por el sol, al comienzo de la huerta. Gerda había lanzado una mirada prolongada en busca de Rangilda, y su acompañante cuando éstos desaparecieron, y entonces llenó el vacío que le produjo no ver a Manuel haciéndose amiga de la pequeña Sigrid, que ahora se mostraba muy valiente y, atraída por el fino vestido de Gerda, se arrimaba, zalamera, a ella y pasaba la mano por la falda de la joven. Hansine había intentado entablar conversación con Gerda; pero después de cambiar algunas palabras sin poder comprenderse, ésta, en su desesperación, se puso a jugar, mientras Hansine se sentó en un banco a la sombra de un seto.

Algún tiempo después la arrancó de sus pensamientos el ruido de voces que se acercaban. Eran Rangilda y Manuel, que volvían por la cerrada avenida de los avellanos, a espaldas de ella.

—… Solemos vernos cada catorce días —oyó que decía Rangilda—. Y casi siempre tocamos un poco a cuatro manos. Pero, claro, también charlamos…; a veces de usted, como le he contado. Siempre he podido observar que su hermana le tiene mucho cariño. Ella suele hablar de cuánto le echa de menos y cuánto desea verle.

—Conque ¿le ha hablado Betty de mí?

—Sí… Es muy natural. En todos estos años no le ha visto siquiera. Debiera ir usted una vez a la ciudad. La pobre Betty necesita que la animen. Se siente muy sola desde que perdió a su hijo. Fue un golpe tremendo para ella. Es todavía muy joven y necesita que alguien o algo le llene la existencia…; y no puede negarse que el cónsul general tiene en este aspecto sus debilidades; además, es casi un viejo y está bastante decrépito…

Hansine no pudo seguir oyendo. Volvió a mirar a las jóvenes, que ahora estaban en el césped, una frente a la otra.

Poco después, Sigrid, con los ojos radiantes de entusiasmo, vino corriendo hacia ella.

—¡Mamá! —gritó—. ¿Sabes lo que dice? Dice que tiene una muñeca grande que puede dormir lo mismo que una persona, y un cuarto para muñecas, con sillas y mesas y una cocina, todo de veras. ¿Y sabes qué dice? Que tiene también un estanque, con patos y un bote. ¿Crees que es verdad, mamá?

—¿Vienes, Sigrid? —llamó Gerda desde el césped.

Sin esperar respuesta de su madre volvió Sigrid corriendo hacia Gerda, echándosele en los brazos.

En este instante se volvieron a oír las voces por la avenida de los avellanos. Esta vez, Hansine oyó primero las palabras de Manuel, notando que éste se había animado ahora.

—… Y aunque de suyo no haya mucho mal en la manera de vivir, debería admitir que solamente la consideración de los menos acomodados tiene que apartar a la gente de precipitarse en exhibiciones de lujo, como, por ejemplo, ocurre con mi cuñado. La vista de este refinamiento les hace doblemente pesada la carga de la pobreza a los que durante todo el año han de luchar para ganarse el pan. Esto engendra amargura, envidia y malos instintos.

—¡Ni hablar! No creo nada de lo que usted dice. Yo recuerdo una escena que recientemente presencié en un sitio de trabajo, donde había gran número de obreros cargando carros de grava, piedra, etcétera, bajo los rayos del sol. Pasaba yo junto a ellos y vi venir a dos jovencitas preciosamente vestidas, probablemente las hijas del patrono, riendo y charlando junto a ellos… exactamente un par de seres «inútiles» como nuestra Gerda. Y vi que todos aquellos obreros levantaban la cabeza y se las quedaban mirando; y le aseguro a usted que en ninguna de aquellas caras descubrí la menor señal de disgusto. Al contrario, se veía claramente que la vista de aquellos dos hermosos y alegres seres les servía de alivio en medio de su duro trabajo; las siguieron mirando con la mirada casi perdida con que todos contemplamos un par de golondrinas que pasan, alegres, a nuestro lado por el sendero. Estas gentes saben muy bien que son de un linaje distinto del de las jóvenes hijas de su patrono; y no se les ocurre quejarse de ello, como no se le ocurre a ninguna persona un poco inteligente envidiar a las golondrinas porque el Señor les haya dado un par de alas ligeras y a nosotros dos piernas pesadas. ¿No tengo razón?

Manuel le replicó vivamente; pero ya se habían alejado tanto, que Hansine no pudo oír sus palabras.

Poco después aparecieron por el otro lado del césped y, al verla, se acercaron cruzando la hierba. Gerda se puso en pie inmediatamente.

—Qué, ¿está usted sentada, señora? —dijo Rangilda—. Su marido y yo hemos estado discutiendo acaloradamente. El pastor Hansted y yo jamás nos ponemos de acuerdo en nada… Bueno, pero ya ha llegado la hora de partir. ¿Nos vamos, Gerda?

Manuel se ofreció a acompañarlas un rato para enseñarles un sendero que les ahorraba mitad del camino. Hansine se quedó.

—Estoy muy contenta de haberlos visitado —dijo Rangilda cuando ya se habían alejado un poco de la casa parroquial—. Ahora podré contarle a su hermana qué bien y qué feliz vive usted…; en una palabra, que es usted un verdadero hijo de la Fortuna. Porque, ¿no es cierto?, en esto no me he equivocado.

Manuel no tenía la menor intención de entablar conversación con ella sobre esta materia. Pero el afán de discutir se le había despertado y no pudo por menos de decir:

—Por su manera de hablar parece que le ha extrañado a usted.

—Usted lo ha dicho. No puedo negar que esto ha cambiado un poco mis ideas sobre el matrimonio y la felicidad familiar. Evidentemente, eran algo anticuadas.

Sin notar aún la ironía de sus palabras, contestó él:

—En todo caso, han sido muy originales.

—De ninguna manera. Usted sabe que yo en todos los aspectos soy muy conservadora. Yo he creído simplemente que lo que se llama felicidad matrimonial depende, como decían nuestros abuelos, de la «armonía de los corazones», que nosotros decimos hoy simpatía nerviosa.

—¡Simpatía nerviosa! Ésta es, sin duda, una definición muy moderna. Pero ¿qué significa…? ¿No podría darme usted una pequeña explicación?

—¡Oh, sí…! Ya le tengo dicho que me he vuelto filósofa. Caso de que por este motivo me haya explicado con poca claridad, dispénseme usted. Es debido al ingenio… Quería decirle…

Se paró, apoyó la mejilla sobre el mango de su sombrilla y miró un momento al aire en actitud reflexiva.

—¡Sí, eso es! —dijo, continuando el paso—. Quería decirle… Por simpatía nerviosa entre dos personas, entiendo yo que todo lo que estas personas ven, viven, leen, etcétera, produce en ambas una impresión uniforme. La vista de un paisaje, por ejemplo, o el goce de una obra musical puede ponerlas en el mismo estado de ánimo; no puede alegrar a la una y entristecer a la otra. ¿Me expreso con claridad…? Todos los múltiples acontecimientos de la vida, desde los más insignificantes hasta los grandes y decisivos, tristes o alegres, tienen que influir de igual modo en sus sentimientos, poner sus nervios en el mismo estado y grado de emoción. Por tanto, con otras palabras, la condición para que entre dos personas pueda surgir lo que los antiguos llamaban «armonía de corazones», es, según este anticuado modo de ver las cosas, que sus nervios tengan la misma sensibilidad, se sientan igualmente tocados por ciertas impresiones mientras permanecen insensibles a otras. ¿No le extraña mi lógica? Pero la clase y el grado de nuestra sensibilidad nerviosa —continuó al ver que Manuel no contestaba— son el resultado de nuestra educación, de nuestro ambiente, de nuestras ocupaciones, de nuestras lecturas…, y no sólo de las nuestras, sino de las de nuestros padres y antepasados en muchas generaciones, ¿verdad? Ahora lo comprenderá usted…

—¡Magnífico! —cortó Manuel, levantando la cabeza con una ligera sonrisa—. Ahora comprendo que la condición para que una persona sea plenamente feliz con otra es que ésta sea igual a él en todo; es decir, que ha de tener la misma educación y el mismo ambiente, y, además, el mismo padre, la misma madre, los mismos hermanos, los mismos antepasados en muchas generaciones…; en otras palabras: ¡Tiene que ser la misma persona! ¡Sí, en esto tiene usted razón, señorita Tonnesen! Amor propio, egoísmo: he ahí el único amor duradero y auténtico según el concepto moderno y «conservador» de la vida. ¡Eso creo yo también!

Rangilda frunció, disgustada, el entrecejo y calló.

—Pues permítame que me meta a filósofo a mi vez —siguió Manuel, animándose—. Usted tiene que conceder por su parte, desde su punto de vista, que la misión más elevada de una persona, y al mismo tiempo su mayor alegría y felicidad, consiste en el desarrollo propio. ¿No tengo razón?

—¡Ya lo creo!

—Pero ¿de qué amistad y de qué intimidad, para no emplear la anticuada palabra amor, puede uno esperar recoger el mayor beneficio para su desarrollo espiritual? ¿Acaso del que ve, siente, piensa y obra como uno mismo? ¿Acaso más bien de aquél cuya vista puede abrirme perspectivas que yo no había sospechado antes; de aquel que, siendo de una formación esencialmente distinta de la mía, puede enriquecer mi saber con una vida intelectual y afectiva nueva para mí, extender las fronteras hacia todas partes y doblarme el mundo, por decirlo así? Ya lo creo; es más, lo sé. Le hablo a usted por voluntaria experiencia.

—Involucra usted por completo la cuestión —dijo ella en un tono súbitamente indiferente.

Las últimas palabras de Manuel la habían dejado cortada, y se apresuró a cambiar de conversación.

En su camino de regreso a casa había seguido Hansine a Manuel mirando por encima de la cerca de la huerta, mientras él y las señoritas se alejaban por el camino. Ella lo veía al lado de Rangilda en animada conversación.

—¡Mamá! —dijo Sigrid, que iba cogida de su mano—. ¡Mamá! —repitió al ver que Hansine no la había atendido inmediatamente—. ¿Por qué se fue papá? Teníamos que ir a ver a los abuelitos…

—Papá lo ha olvidado, hija mía. Hoy nos quedaremos en casa.