LIBRO SEGUNDO

I

Después de unos días de tiempo inseguro, con lluvias y días bonancibles, un domingo, a la puesta del sol, se levantó una terrible tormenta del Norte. Hansine estaba sola en casa, con los niños, que se habían acostado temprano. Manuel y los criados, así como los habituales huéspedes de la casa habrían ido, como toda la gente de la comarca a la reunión de protesta que se había celebrado en el «centro» de Skibberup. Desde por la mañana habían pasado por la aldea carros llenos de gente, y muchos de ellos se habían parado ante la casa parroquial, con el fin de saludar a Manuel y asistir a los oficios divinos en la iglesia de Vejlby. También habían venido a visitarle los dos oradores del Parlamento, y por la tarde había estado un grupo de alumnas de la escuela superior de Sandinge, que traían saludos y recuerdos del anciano director, enfermo a la sazón. Todas estas personas tomaban café o comían algo; de modo que todo el día había habido trajín, como en una fonda un día de mercado.

Hansine estaba contenta con la tranquilidad que, al anochecer, siguió a las horas de trabajo. No le gustaban aquellos movimientos, y ni siquiera participaba en la alegría de Manuel por ver la casa siempre llena de extraños. Todo lo contrario. Ella deseaba que no se abrieran tanto las puertas a los muchos amigos que poco a poco se habían acostumbrado a entrar y salir de la casa del cura, como si de su propia casa se tratase. Cuando, por fin, quedó sola, y los niños estaban acostados, y encendió la lámpara y se sentó a la mesa de la sala grande a remendar la ropa, se sintió, sin embargo, un poco intranquila de verse tan sola en aquella casa grande y silenciosa. Aunque llevaba viviendo en ella casi siete años, no se había podido librar del sentimiento de ser una extraña allí. A menudo pensaba cómo Manuel podía sentirse a gusto y estaba tan satisfecho, a pesar de que la vida de ellos se había hecho tan distinta de la que ellos se habían imaginado al principio. Incluso ella dedicaba muchas veces, especialmente después de un día intranquilo como éste, un doloroso pensamiento al lugar cubierto de árboles, junto al arroyo, entre las colinas de Egedet, que habían pensado comprar cuando eran novios; y mientras su fantasía le pintaba lo bien y con qué paz habrían podido vivir allí, en los cómodos cuartitos, lejos de los hombres y con la gran playa al lado, aumentaba para ella la frialdad y soledad de la enorme casa parroquial.

A esto contribuía el creciente ruido de la tormenta, que pasaba rugiendo sobre la casa y le metía dentro toda clase de objetos pequeños procedentes de las cuadras y cobertizos. Arriba, en el tejado, se oía golpear un tragaluz, y por el fuerte y continuo batir de la puerta de la antesala podía verse que Niels había vuelto a olvidarse de cerrarla. Del establo llegaba de cuando en cuando el mugido de las vacas, llenándola de preocupación.

La sacó de sus pensamientos un grito procedente del dormitorio, cuya puerta estaba cerrada. Era Gutten que se quejaba en sueños. Su padre le había llevado por la mañana a Skibberup para que, durante el servicio divino, pudiese jugar y correr con los niños de los pescadores en la playa. Pero, después de regresar a casa, había desaparecido de pronto, sin que se le encontrase en toda la tarde. Sólo al oscurecer, después de haberse marchado Manuel, le había encontrado ella en lo más alto de la escalera, donde estaba sentado, tapándose con la mano el oído enfermo, con la cara completamente hinchada de llorar. En seguida le acostó y le echó en el oído unas gotas de aceite, tras lo cual, el niño se durmió inmediatamente. Pero aun así, continuaba quejándose en sueños de cuando en cuando; y estos quejidos del niño contribuyeron a contristar más su ánimo deprimido.

Jamás había estado de acuerdo con Manuel en llevar a los niños a todas partes, hiciese el tiempo que fuere; menos aún comprendía que él, tan tranquilamente, le permitiese andar con los niños de la calle, donde estaba tan expuesto a diversos males. Ella recordaba desde su infancia la gran cantidad de cosas repugnantes que hacían los niños pobres, y cada vez que veía a Gutten y a Sigrid correr entre ellos, como ella lo había hecho en otro tiempo, los zuecos y las ropas rotas, difícilmente podía reprimir cierta amargura y decaimiento, junto con un sentimiento acentuado de cuán distinta era la vida que llevaban de la imagen que se había forjado cuando estaba sentada en los bancos de la escuela superior. Una y otra vez se había propuesto hablar urgentemente a Manuel sobre la situación de los niños; pero aún no había podido hacerse con decisión para ello. Tan pronto le veía entrar en la habitación, siempre alegre y cansado y tan lleno de lo que hacía, perdía la fe en sí misma. Ante la inquieta confianza y la alegre abnegación con que él se entregaba a su vocación, no podía ella encontrar palabras para lo que quería decir, y se sentía avergonzada de sus pequeñas preocupaciones diarias.

De pronto llegó del dormitorio una serie de pequeños gritos. Dejó aprisa el trabajo y se levantó. Pero al llegar a la cama de Gutten encontró a éste plácidamente dormido, al parecer. Creyendo que había oído mal, iba a abandonar el cuarto, cuando el niño se puso de espaldas, rechinó los dientes y lanzó otros tres quejidos.

—¡Es el niño! ¿Qué le pasa? —exclamó ella.

Y le levantó de la cama para despertarle.

El niño se restregó los ojos con ambas manos, miró luego en torno suyo, completamente extrañado, y dijo:

—Yo estoy bien.

—Pues entonces, ¿porqué gritas? ¿Has soñado algo malo? ¿O es que te duele algo?

Él pareció no oírla. Sus ojos se dilataron extraordinariamente y se quedaron mirando con una expresión de vivo arrebato mezclada de espanto.

—¡Mamá! —dijo.

—¿Qué, hijo mío? ¡No me asustes!

—Me ha entrado una mosca en la cabeza.

—¡Qué cosas dices, hijo! Eso es que has soñado, está seguro.

—No; es cierto… Yo puedo sentirla. No puede salir, mamá.

Al decir estas últimas palabras se contrajo su cara y, tras una corta lucha con el orgullo, se echó en brazos de su madre y comenzó a llorar. Ella le tranquilizaba pasándole la mano por el pelo. Él, con su habitual ingenuidad, se secó en seguida los ojos y se metió debajo de las mantas. Suspiró levemente y puso ambas manos bajo la mejilla, y un momento después se quedó dormido.

Pero Hansine permaneció junto al lecho. Las palabras del niño y la especial actitud que había mostrado la llenaron de angustia. No sabía qué creer. Y según estaba allí contemplándole a la luz de la lámpara hizo una promesa. No dejaría pasar más tiempo sin aclarar la situación del niño. Aquella misma noche hablaría en serio con Manuel sobre esta situación y no pararía hasta que viniese un médico y dijese su opinión.

II

Eran casi las diez, —Hansine había vuelto a la sala grande y remendaba los calcetines de los niños— cuando regresó Manuel.

—¡A la paz de Dios! —saludó al modo campesino, permaneciendo un momento junto a la puerta.

Traía un farol apagado en una mano y un bastón de encina en la otra; su rubia barba caía en ondas sobre su capote frailuno, cuya capucha llevaba echada atrás, sobre la cabeza.

—¿Ha venido Niels?

—No. Yo no he visto a nadie.

—¿Ni Abelone tampoco?

—No.

—¡Pobre hija! Trabajo le va a costar caminar contra el viento. Tenemos un medio huracán… y está tan oscuro, que no se puede ver ni la mano. Allá, en la loma, se me apagó el farol. Casi no he podido encontrar el camino. Pero ya estamos en casa.

Puso el farol en el banco que había junto a la puerta y se despojó de capote y bastón.

—Tengo una novedad que contarte, puedes creerme —dijo, alegrándose, mientras se acercaba soplando en sus dedos congelados.

Sólo cuando llegó a junto a ella y le puso las manos en la cabeza para besarla en la frente advirtió él la intranquila y ausente expresión de la cara de su mujer.

—Pero ¿qué pasa, querida mía? ¿Ha ocurrido algo?

Ella cogió otro calcetín del montón de encima de la mesa y dijo con un tono en el que se adivinaba una acusación contenida:

—¡Oh! ¡Gutten otra vez, Manuel!

—¿Gutten? ¿Qué le pasa? ¿No ha estado fuera? Yo no le he visto en toda la tarde.

—No; yo averigüé lo ocurrido…; le encontré en lo alto de la escalera, después de irte tú. Le dolía mucho el oído y tuve que acostarle. No sé lo que le ocurre; pero jamás le vi tan raro como esta tarde.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¡Déjame verle!

Quiso coger la lámpara; pero ella le retuvo la mano.

—No hace falta. Podías despertarle…; he encendido allí la lamparilla.

Ella se levantó y le siguió al dormitorio, donde Gutten dormía débilmente iluminado por el resplandor rojizo de una llamita que flotaba en un vaso detrás de la cabecera. El niño yacía tranquilo, con ambas manos bajo la mejilla y las rodillas encogidas. Ni una línea de su cara revelaba en aquel momento otra cosa que un reposo sanísimo y muy tranquilo.

—¡Pero si duerme como un bendito! —dijo Manuel—. ¡Es imposible que le ocurra algo! ¡Tú te has asustado, Hansine!

—Yo no lo entiendo… Antes hablaba como extraviado y gritaba terriblemente. Le da a ratos, entonces.

—¡Oh! Es el aire de la primavera, puedes estar segura. Hace agitado el sueño de los niños. Ya verás cómo mañana se encuentra bien, con la ayuda de Dios.

—Sin embargo, Manuel, yo creo que debíamos…

—¡Qué hermoso está! —continuó él, sonriendo tranquilo. Como la mayoría de las personas que gustan de oírse a sí mismas, no prestaba en general atención a las observaciones de los demás. Había ceñido con su brazo el talle de Hansine y contemplaba con una mirada llena de felicidad paternal la cabecita de rizos rubios, plácidamente dormida sobre la blanda almohada—. ¡Lo mismo que un ángel en los brazos del Señor! ¡Qué bello espectáculo…! ¿Puedes tú comprender, Hansine, que la gente que tiene hijos pueda negar a Dios? Yo, en un niño dormido veo un reflejo clarísimo de la luz celestial, un bello anuncio de la paz y de la alegría del cielo… Bueno —se interrumpió—, ¿qué tal están las otras dos brujitas? No les ha pasado nada, ¿verdad? La gordinflona ronca que es un placer.

Mientras hablaba, iba entre las camas, inclinándose sobre sus «tres barriles de oro», como solía llamar en broma a sus hijos. En cada cama sacaba de su bolsillo una rosquilla y la metía debajo de la almohada, para que los niños la vieran inmediatamente al despertar por la mañana.

—Entré un momento en casa del panadero. Me pareció que en un día como éste no debía volver a casa con las manos vacías. Pero ahora es mejor que los dejemos descansar. Tengo mucho que contarle esta noche. ¡Vamos!

Volvieron a la habitación, donde al instante se puso él a pasear de un lado para otro, con el fin de contarle con todo detalle lo que había habido en el centro de Skibberup. Hansine le oía sólo con un oído. Todavía no había abandonado su proyecto y estaba decidida a aprovechar la primera ocasión para volver a hablar de Gutten.

—¿Sabes quién ha constituido el momento culminante de la reunión? —exclamó Manuel, parándose en medio de la habitación con las manos en los costados y el cuerpo inclinado hacia delante—. A ver si lo adivinas, Hansine.

—¿Para qué…? Prefiero que lo digas tú —dijo.

—¡Tu padre!

—¿Papá?

—Sí. ¡Nadie más que tu viejo, ciego y querido padre!

—¿Habló papá?

—¡Ya lo creo! Desearía, ¡oh, sí!, poder darte una idea del entusiasmo, del júbilo, que despertó su intervención. Fue emocionante en verdad.

—Pero ¿sabe hablar papá? —preguntó Hansine con creciente extrañeza.

—¡Claro! No fueron muchas palabras, es cierto. Fue su presencia y su gran emoción… Precisamente acababa de hablar el alcalde (como siempre, un poco pesado y difuso) e iba a darse lectura a la resolución, cuando tu padre, que estaba sentado cerca de la tribuna, se levantó para poder oír mejor. Pero entonces, toda la sala creyó que él quería decir algo, y de todas partes comenzaron a gritar: «¡A la tribuna!». Total, que antes que tu padre se diese cuenta, ya le habían llevado dos hombres a la tribuna. Tampoco él hizo gran oposición… Tú ya conoces su timidez, y, por tanto, puedes juzgar cómo estaría él y todos los presentes. ¡En mi vida olvidaré ese momento!

—Pero ¿qué habló, entonces?

—Como te dije, no habló mucho… Lo mejor fue ver a aquel anciano, ciego, con su gran cabellera blanca, levantándose como un testimonio vivo todavía de los tiempos de la esclavitud. Era como oír una voz de la tumba cuando levantó su mano y exclamó con temblorosa entonación de anciano: «¿Vamos a tener de nuevo el caballo de madera? ¿Es ésta la opinión? ¿Vamos los labradores a ser de nuevo ganado del Señor?». No dijo más; pero allí oirías un ensordecedor: «¡No! ¡No! ¡Jamás!», que llenaba toda la sala. No desearía más que los enemigos de la libertad hubiesen estado presentes y oído las voces broncíneas de la multitud. Entonces verían lo inútil de su oposición. Yo creo firmemente… que ha pasado para siempre el tiempo de la inhumanidad. Va a venir el reinado milenario con su gloria y alegría. ¡Paz en la tierra y entre los hombres! Así resonará en las cuatro esquinas del mundo… ¡Oh, soy un hombre feliz! —exclamó, yendo hacia Hansine y poniendo sus manos sobre la cabeza de ella—. ¡Nunca agradeceré bastante al Señor por darme esto! En el momento crítico me señaló el camino para salir de Sodoma, donde la vida es una breve lucha con la muerte y la corrupción. ¡Qué bello es respirar aquí, donde todo está en su origen, donde todo es primavera, amanecer y canto de alondra! ¡Piensa que tú y yo y otros estamos autorizados para contribuir en la medida de nuestras pobres fuerzas a levantar el reino eterno de la paz, de la verdad y de la justicia…! Cuando recuerdo los tiempos pasados me parece que me he convertido en un hombre completamente distinto desde que arrojé de mí al hombre viejo, maltrecho y feo. Y toda esta dicha, después de Dios. ¡Te la debo a ti, amiga mía…! ¡Sí, sí! Ahora bajas los ojos y te ruborizas. ¡Y, sin embargo, tú te has convertido en la princesa sin la cual yo jamás hubiese ganado mi medio reino!

III

Sólo al día siguiente tuvo Hansine ánimo para exponer su deseo de que viniese el médico. Al principio casi se enfadó Manuel. Le echó en cara —como tantas otras veces— su excesiva preocupación, su debilidad en dudar de la Providencia y su inclinación a buscar su consuelo en todos los remedios humanos, en vez de ponerlo todo confiadamente en las bondadosas manos de Dios. Le habló a su mujer de un modo tan penetrante, con tal fe y con un tono tan lastimero, que ella terminó por sentirse culpable y echarse a llorar.

Pero al ver sus lágrimas se calmó él al instante. Fue a besarla en la frente; pero esto fue peor, pues ella se apartó, sollozando con abatimiento. Él se quedó completamente sorprendido. No estaba acostumbrado a verla dominada por sus pensamientos. No la había visto llorar desde la tarde en que él se le declaró; y el recuerdo de aquel momento feliz conmovió tanto a Manuel, que le asomaron las lágrimas a los ojos y, arrepentido, se inclinó y tocó suavemente el pelo y la húmeda mejilla de su mujer.

—¡Querida mía! Si yo supiera que mis palabras iban a dolerte tanto, no las hubiera dicho. No fue ésa mi intención. Tú sabes (¿no es cierto?), que, si realmente crees que la opinión del doctor Hassing puede traerte alguna tranquilidad, yo no puedo oponerme nunca en serio. Ahora mismo voy a decir a Niels que prepare un caballo, y antes de mediodía tendremos aquí al médico.

Cuando Hansine, un cuarto de hora después, oyó salir el carro por la puerta lanzó un suspiro de alivio y se puso a arreglar la habitación para recibir al médico. Era la primera vez que esperaba la visita de un extraño que podía suponerse que dirigiría miradas hostiles a su casa, y se daba cuenta de que podía y debía ser de otra manera. Se pusieron limpias todas las camas de la habitación, y Sigrid y la pequeña Dagny fueron traídas del jardín para arreglarlas un poco. De mejor gana les hubiera puesto a las dos sus vestidos del domingo; pero como ella sabía que a Manuel no le gustaba esto, se contentó con lavarles la cara y ponerles delantales limpios. A Gutten le dejó como estaba. Había pasado bastante tranquilo la segunda mitad de la noche y seguía tan profundamente dormido, que no se atrevió a despertarle.

La marcada aversión de Manuel a ver en su casa al médico de la comarca obedecía a una causa doble. En primer lugar tenía una predisposición arraigada contra los médicos en general. Él sostenía que en la sociedad moderna se había dado a esta gente una importancia exagerada, e incluso los culpaba en gran parte de la molicie y disolución que en la actualidad minaba a las clases elevadas. Estaba convencido de que la confianza ciega con que la gente de nuestros días se había echado en brazos de médicos y farmacéuticos constituía un peligro muy serio para un sano desarrollo moral de la vida humana, ya que muchos creían ciegamente poder compensar sus aberraciones físicas y espirituales con ayuda de píldoras, mezclas y electricidad, haciéndoles desdeñar, por consiguiente, los únicos y verdaderos y eficaces medicamentos: la templanza, la frugalidad y el trabajo corporal.

Pero, aparte de esto, tenía un motivo especial para aborrecer al doctor Hassing. Este hombre era, por decirlo así, el único con quien fuera, de su círculo de amigos, había establecido en aquellos años una especie de unión, ya que se habían encontrado algunas veces al pie del lecho de enfermos y moribundos; y el médico, con su persona siempre muy cuidada, su modo reservado y su ceremoniosa manera de hablar, le había impuesto contra su voluntad un renovado contacto con las formas sociales que él despreciaba y de las cuales había huido. Además, de todos era sabido que él —como la mayoría de sus colegas— era librepensador, y con frecuencia se había expresado en términos despectivos respecto a la fe cristiana en la Providencia y en las palabras de Dios. Y, por fin, la opinión general de la comarca era que el doctor Hassing era un médico muy mediano, cuyos intereses verdaderos estaban en reunir y rodearse de costosas naderías, en construirse su hotelito, celebrar buenas comidas y hacer un viaje al extranjero una vez al año; es decir, vivir lo mejor posible.

No fue, pues, pequeño sacrificio para Manuel dejar que este hombre viniese a ver a su querido Gutten, de cuya sana naturaleza estaba tan convencido, que casi le parecía una desatención al Señor dudar de ello. Por eso tampoco aquella mañana bajó de buen humor a la cuadra a dar pienso al ganado con ayuda del viejo Soren y traer paja de cebada. Allí le esperaba, además, la infausta noticia de que la tormenta de la noche había desprendido un trozo de cal de gablete y roto los cristales de una ventana de la cuadra que se habían visto obligado a cerrar por la noche. Ya unos días antes había visto que el muro estaba rajado; pero últimamente había habido tanto que arreglar en techos y muros, que no se había podido hacer todo. En general, no podía negarse que la casa parroquial, tan cuidada un tiempo, comenzaba a dar una impresión algo menos brillante. Manuel había entrado allí en una época muy desfavorable para un labrador, ya que el precio de los productos de la tierra bajaba, y al mismo tiempo se exigía que estos productos fueran cada vez mejores. Por otra parte, al principio fue perseguido Manuel por una serie de desgracias en el ganado; cada vez le costaba más sostener la casa, a pesar de la gran frugalidad con que vivía, y todo el dinero que había heredado por su madre ya estaba gastado hasta el último céntimo.

El hecho era que él se negaba obstinadamente a percibir por su labor sacerdotal otra remuneración que el libre disfrute de las pertenencias de la casa parroquial. Para ser y vivir como cualquier labrador, vivía exclusivamente de su tierra, exhortando a los fieles, tan pronto como tomó posesión de su cargo, a entregar el diezmo y demás ofrendas en la llamada «caja de los pobres». Su deseo era que no se le considerase en primer lugar como cura, sino como un labrador que, igual que el alcalde, había recibido del pueblo una tarea honrosa y de confianza. Él mismo solía llamarse su «servidor del templo».

IV

Eran las diez cuando Niels volvió con el médico, que venía en el coche sentado en su propia silla de viaje, cubierto con su pelliza de merino y con las manos enguantadas. Cuando el coche llegó junto a la escalera principal se abrió la puerta de la cuadra y apareció Manuel en ropa de faena y con sus grandes botas de campo. Una vez que el médico se apeó, se saludaron los dos hombres dándose la mano en silencio y subiendo después, sin decirse palabra alguna, las escaleras.

En la antesala se despojó el médico de su pelliza, dejando ver una levita de estambre de hechura perfecta y una gran corbata de raso con un alfiler de diamante. Era un hombre de unos cuarenta años, tipo esbelto, de cara muy angulosa, con pequeñas patillas oscuras. Se adivinaba que desde el primer momento había procurado no manifestar en sus gestos la menor extrañeza, ni mucho menos escandalizarse de la vestimenta de Manuel. Al entrar en la «sala» hizo también como si no se fijase en el arreglo especial de ésta. En su calculado cuidado de no mostrar la más pequeña curiosidad intempestiva, se quitó de su aguda nariz sus lentes de oro, se volvió a Manuel y, con un feliz esfuerzo para dejarle completamente tranquilo, le dijo:

—Bien. Creo que lo mejor será ver al muchacho.

—Es mi mujer la que ha querido oír su opinión sobre mi hijo —contestó Manuel, que se molestó inmediatamente por la forma con que le habló de Gutten—. Yo no creo que tenga gran importancia…, un probable resfriado de primavera, corriente.

—Bueno; vamos a ver.

Hansine se levantó de la silla tan pronto como el médico apareció en la puerta del dormitorio. Esta vez no consiguió ocultar tan bien sus pensamientos, y permaneció un momento en pie en el umbral, contemplándola con visible extrañeza. Era evidente que los rumores, junto con su propia fantasía le habían pintado una imagen completamente distinta de la traída y llevada mujer del cura de Vejlby.

—Su hijo está enfermo —dijo él, con súbita compasión, después de acercarse y estrecharle la mano—. Es de esperar que no sea nada… Su marido opina que se trata de un resfriado corriente.

Cogió una silla y se sentó junto al lecho. Gutten seguía dormido, no despertándose ni siquiera cuando el médico, despojándose de sus enormes puños, le tocó la cabeza con sus largas manos blancas, muy cuidadas, y le tomó el pulso. Sólo cuando le tocó la venda que tapaba el oído enfermo abrió el niño los ojos. Durante un momento estuvo mirando fijamente y sin moverse a aquel hombre desconocido, despertándose completamente cuando vio a su madre al otro lado de la cama. Volvió a mirar al enigmático desconocido, contemplando su negra levita, su alfiler de diamante y sus grandes dientes blancos, mientras en sus opacos ojos blanquiazules comenzaba a reflejarse la angustia.

Hansine le levantó con cuidado en la cama, le apartó el pelo de la frente y dijo, animándole:

—No tengas miedo, hijo mío. Es el médico, que quiere verte el oído. Es muy desagradable tanto dolor, ¿verdad? Y el médico es un hombre bueno que quiere quitártelo.

En este instante pareció que Gutten se dio cuenta de todo. Abrió la boca, y en sus ojos empezaron a apuntar las lágrimas. Pero entonces vio a su padre, que estaba detrás de la cabecera, y contuvo el llanto. Era como si comprendiese en seguida que podía darle una alegría especial mostrándose valiente ante aquel extraño.

Entretanto, el médico se había puesto a examinar el oído del enfermo. Al sacar la venda salió del oído, como de costumbre, un líquido maloliente.

La cara del médico se puso pensativa.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó, poco después.

—Hace dos años que lo venimos observando —contestó Hansine.

—¿Dos años?

—Sí.

Él miró a Manuel, quien, sin embargo, no entendió la mirada y confirmó las palabras de su mujer con una inclinación llena de confianza.

Entonces Hansine comenzó a contar los comienzos de la enfermedad, sus manifestaciones periódicas y el sueño intranquilo de la noche última. El médico la escuchó atentamente, mientras su cara se iba poniendo más pensativa. Cuando ella terminó de hablar pidió él una luz, y así que la encendió, pasó la llama repetidas veces sobre los ojos de Gutten. Luego mantuvo algunos instantes sus manos en la parte posterior de la cabeza del niño y, a continuación, se puso a examinar cuidadosamente la parte de detrás de la oreja, donde vio que la piel estaba un poco estirada, debido a una hinchazón incipiente.

Hasta aquel momento había estado tranquilo Manuel, mirando y con las manos en la espalda. Había decidido cumplir esta vez la voluntad de Hansine, y aunque sentía pena por Gutten, que, con grandes lágrimas en los ojos, luchaba para conservar la firmeza de ánimo, no había querido meterse en las investigaciones del médico. Pero cuando éste tomó su estuche y sacó de él diversos instrumentos puntiagudos y afilados, perdió el dominio.

—¿Es necesario eso? —preguntó en un tono un tanto imperativo.

El médico le miró extrañado.

—Sí —dijo secamente.

Y pidió agua caliente, una toalla y varias cosas más, que indicaban operación.

Manuel se quedó perplejo. ¿Permitiría que este descreído pusiese las manos en su hijo…? Apenas se atrevía a mirar a Gutten, que, a la vista de los instrumentos, se había puesto pálido como un cadáver y le pedía protección con la mirada. Pero casi le dolía más presenciar la diligencia con que Hansine ayudaba al médico, la sangre fría con que ella ponía a su hijo en las manos de aquel charlatán.

Al acercase el médico con el primer instrumento, desapareció el último resto de valor de Gutten. Con angustia mortal se arrojó a su madre, echándole los brazos al cuello.

En este momento, Manuel abandonó la habitación. No quería presenciar aquella acción, cuya responsabilidad recaía por completo sobre Hansine. Se marchó a la sala, y cuando desde allí oyó el primer grito desgarrador de Gutten se fue a su habitación y se puso a pasear para ahogar con sus pasos los gritos procedentes del dormitorio. Su espíritu estaba en la fase más agitada. No comprendía a Hansine. Se sentía como metido en una emboscada en su propia casa, vergonzosamente traicionado por aquélla en quien con más seguridad había confiado.

Al cabo de diez minutos se oyeron voces en la sala, y cuando entró en ella vio al médico, con el sombrero en la mano, dando a Hansine sus últimas instrucciones. Inmediatamente después se despidió.

—Yo creo que usted toma muy a la ligera la enfermedad de su hijo —dijo el médico en el vestíbulo, adonde Manuel le había acompañado en silencio—. Yo no quise entrar en detalles delante de su mujer…, pero considero un deber decirle que el estado del niño es grave. Sufre una infección vieja, arraigada y, al parecer, muy maligna, que, desgraciadamente, se le ha dejado extender, y poco a poco ha invadido completamente el oído interno. Naturalmente, de momento me es imposible decir lo que puede ocurrir; pero, según el giro que la enfermedad parece haber tomado últimamente, tenemos que estar preparados para una crisis inminente. De momento he tratado de dar salida libre al pus, perforando el tímpano; asimismo he aconsejado compresas de vinagre en los pies, o hielo en la cabeza… Más no puedo hacer hoy. De momento hay que procurar al niño la máxima tranquilidad hasta que veamos el rumbo que ha tomado la infección. Ahora bien: si durante el sueño aparece, sin embargo, la más pequeña señal de rigidez en el cuerpo (y no hablemos de espasmo), avíseme en seguida. Esto es lo que tenemos que tratar de evitar a cualquier precio.

V

El tono resuelto del médico y la completa aclaración, al parecer, de la situación de Gutten no pudieron por menos que causar cierta impresión en Manuel. Tan pronto como desapareció el coche, volvió inmediatamente al dormitorio. Allí encontró a Gutten acostado boca arriba, con la cabeza vendada y como sumido en un profundo sueño.

Al ver al padre sonrió, y cuando Manuel se aproximó al lecho y le preguntó cómo estaba, se incorporó por su propio esfuerzo y comenzó con toda valentía, casi presumiendo, a contar todo lo que le había hecho el médico.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó Manuel, volviéndose a Hansine, que en aquel momento entraba de la cocina con Sigrid y Dagny, confiadas a Abelone durante la visita del médico—. ¡El niño está completamente espabilado! ¿A qué viene ese hablar de fiebres y espasmos y no sé qué más?

—¿Habló el médico algo de eso? —preguntó Hansine, extrañada y parándose en medio de la alcoba.

—¡Oh!, habló de eso lo que quiso. Ya se sabe; los médicos… Pero ¿quién viene ahí?

De la habitación grande llegó el ruido de pasos pesados y el sonido de un bastón. Poco después apareció en la puerta abierta una anciana corpulenta.

—¡Abuela! —exclamaron a un tiempo Manuel y los niños extendiendo los brazos hacia ella.

—La misma —dijo, repartiendo inclinaciones a su alrededor—. ¿Qué pasa aquí? Hemos oído que habíais mandado el coche a buscar al médico de Kyndlose, y como tuve oportunidad de venir hasta el camino del molino, con Kristen Hansens, me arreglé inmediatamente. ¿Qué ha pasado aquí?

—Esperamos que no sea nada —contestó Manuel—. Gutten, que se ha resentido un poco de su viejo mal, y Hansine se asustó y no paró hasta traer al médico.

—El Señor está por encima de todo, y, por tanto, no pasará nada malo. El padre y yo nos asustamos un poco, como podéis suponer. Aquí, desde luego, no suele venir el médico.

Soltó el gran broche de plata de su manto verde, se quitó la pañoleta y se alisó el pelo de la frente, gris como el acero. Con los años se había puesto más gorda que antes, y la hidropesía le había hinchado manos y pies, haciendo su paso tan penoso, que fuera de casa tenía que valerse de un bastón.

—El niño está bien y no hacía falta traer al médico —dijo ella, después de acomodarse en la silla que había al pie de la cama y contemplar un momento a Gutten, quien, ante la alegría que le había causado la venida de la abuela, y sobre todo la vista de un envoltorio que ella había traído a la cama, se había animado completamente, enrojeciéndosele las mejillas—. Por otra parte, no parece, creo yo, tan abatido. Te has asustado como si fueras una niña, Hansine. Te estás pareciendo a los de Copenhague, que basta que tengan un dolor de dientes para llamar inmediatamente al médico y al farmacéutico. Si el niño no tuviese eso en la cabeza, parecería el niño más feliz del mundo.

Hansine se había sentado junto a la ancha cama de cortinas, donde se disponía a dar el pecho al pequeño.

—Sin embargo, el médico dijo que no estaba así, ni mucho menos, y que deberíamos haberle cuidado desde hace mucho tiempo —dijo ella, intentando defenderse, aunque el fresco aspecto de Gutten y la despreocupación de los demás había vuelto a hacerla dudar otra vez.

—¡Sí, el médico! —rió la madre, dando unos golpecitos a Sigrid, que se frotó contra ella, insinuándose como un gato, mientras devoraba con los ojos el paquete—. Si todo ocurriese siempre como ellos predican a la gente, hace tiempo que todos estaríamos en la tumba. ¿Qué pasó recientemente, cuando se dijo que la chiquitina de Per Persens se había tragado una aguja de coser? El médico le llenó la tripa de patatas y de pan hecho una masa y de otras cosas, de tal modo, que la pobre criatura estaba como si fuera a reventar… Y todo para encontrar la aguja en el alfiletero de la abuela.

—Pero el médico no tuvo más remedio que hacerlo —replicó Hansine.

—Puede que sí. Pero yo recuerdo lo que le pasó a Soren Sejler. Todavía teníamos al viejo médico Vellov, que dicen que era mejor que este doctor Hassing. Vellov dijo que Soren no viviría más de tres días; de modo que la familia no paró un momento entre disposiciones testamentarias, repartos, y pintando la sala para la capilla ardiente; hasta creo que encargaron el ataúd con…, y tres días después volvió Soren a sus quehaceres habituales, con la pipa en la boca, y así sigue hoy día, a pesar de estar próximo a los noventa. ¿Qué me dices a esto…? Mejor sería que los médicos fuesen menos atrevidos y dejasen a Dios disponer de la vida y de la muerte. Así, en mucho sitios habría quizá menos penas.

—¡Es verdad! Ésas fueron precisamente mis palabras —dijo Manuel, que se paseaba por la habitación con las manos a la espalda.

—Y por mucho que digan, yo seré siempre de la opinión de que muchas veces es preferible aplicar los viejos y buenos remedios caseros que seguir los consejos de los médicos, con todas sus medicinas y venenos, que acaban con la salud de tanta gente… Yo me traje apresuradamente un poco de calmante; no sabía lo que ocurría. Y así estuve en casa de Maren Nilen y cogí un poco de grasa vermicida… Es muy buena para la tripa…

Según estaba hablando, deshizo el paquete en su regazo y sacó diversos paquetitos, que despidieron un fuerte aroma, y, finalmente, tres cerditos rojos de azúcar, que repartió a los niños entre palmaditas y exhortaciones. Gutten recibió su regalo con la tímida sonrisa con que solía mostrar su agradecimiento, mientras que Sigrid casi arrebató el cerdo de la mano de su abuela y echó a correr con él a otra habitación.

—Bueno: ¿qué hay por casa, Elsa? —preguntó Manuel cambiando de conversación—. Nuestro querido y viejo abuelo ya puede estar orgulloso de la alegría que causó anoche con sus palabras. Aquél fue realmente un momento solemne para todos nosotros.

—Sí, sí; está contento como un niño, pues nunca esperó que pudiera convertirse en orador. De suerte que agradece mucho al Señor haber querido servirse de él como instrumento y bendecirle para que pronunciase las palabras acertadas en un gran momento.

La conversación fue interrumpida por Abelone, que apareció en la puerta anunciando con su fuerte voz que la mesa estaba servida. Al instante se levantó la abuela para irse. Manuel trató de convencerla para que se quedase a comer con ellos; pero ella había prometido a Kristen Hansens estar junto al camino del molino para cuando él volviese, y ya era hora de irse.

—Tengo también que ir a casa a tranquilizar al padre. Anda por allí y cree que ha sucedido una gran desgracia.

Se puso la pañoleta y el manto. Al llegar a la puerta se volvió, una vez más, inclinó la cabeza y sonrió a Gutten, diciendo:

—Ven a casa el domingo, que tendrás pasteles de requesón, hijo mío —y volviéndose a Manuel añadió—: El padre vendió la vaca negra gruñona. Es difícil la cuestión de precios este año.

VI

El extremo superior de la gran mesa en la habitación grande estaba cubierto con un hule castaño. Sobre él había una olla de barro con sopa de coles, medio pan de centeno, un platillo con sal en grano y la acostumbrada jarra de agua. Manuel se sentó al extremo de la mesa. A su izquierda, bajo la ventana, estaban Niels y el viejo Soren, vaqueros de la casa. Al otro lado de la mesa se sentó Hansine con dos niños y Abelone. Había también una viejecita y un par de niños de la calle. Por costumbre entre la gente pobre de la aldea, estos últimos se habían presentado a la hora de la comida y se sentían como en su propia casa. Gutten estaba en su cama. Después de irse la abuela, se puso en seguida a descansar, quedándose dormido con su cerdo de azúcar en la mano.

Todos inclinaron la cabeza y juntaron las manos cuando Manuel, en voz alta, comenzó a rezar:

En nombre de Jesús vamos a la mesa

a comer y a beber.

Honremos a Dios, que nos da los manjares,

y recibámoslos en nombre de Jesús.

Al principio se comió en silencio. Sólo se oía el roce de las cucharas de cuerno contra los platos de barro y el ruido de las bocas al sorber la comida. El que más ruido hacía era el vaquero Soren. Tenía en la mano izquierda un trozo de tocino caliente que metía repetidas veces en el salero, chupándolo entre cucharada y cucharada.

—¿Alguno de vosotros ha oído alguna novedad del Parlamento? —preguntó Manuel, una vez calmada la primera hambre—. ¿Qué, Soren? Tú sueles estar bien informado de la marcha de la política.

—Sí, siempre se oye algo nuevo —contestó Soren, con la boca llena y enarcando las cejas en un intento de darse tono. Era un tío materno de uno de los diputados, y en calidad de tal pasaba por un oráculo en materia política—. Yo pienso que pronto iremos todos a la capital.

—¿Crees que será disuelto el Parlamento… y se celebrarán nuevas elecciones? ¿Recurrirá una vez más el Gobierno a este expediente? ¿De qué serviría?

—¡Oh, no…! ¡Pero ya iba siendo hora de que el hombre corriente pudiese decir algo en este país!

—En esto tienes razón. Hace mucho tiempo que debía ser así; se hubiesen evitado de este modo muchos contratiempos. Bueno; vamos a dar gracias por la comida —dijo, al ver que todos habían terminado de comer.

Hasta Soren había bajado la cuchara, después de haberla lamido bien, dejándola limpia y seca con su dedo pulgar.

Se rezó una breve oración, y cada uno se fue a su sitio.

Como de costumbre, Manuel subió a su cuarto para «soñar» un poco, echado en el sofá de hule; Soren atravesó con paso pesado el huerto y desapareció en el henil, donde verano e invierno echaba su siestecita sobre un haz de paja; Niels, en cambio, se fue a su cuarto, que estaba junto a la cuadra de los caballos, donde se había instalado como un estudiante, con una mesa lavabo convertida en escritorio, un estante lleno de libros bellamente encuadernados, un trozo de alfombra debajo de la mesa y una larga hilera de pipas. Sobre la cama había una fotografía de la escuela superior de Sandinge. Representaba la entrada de la escuela de tipo conventual y completamente cubierta de hiedra, delante de la cual había un grupo de profesores y alumnos. En el centro de la fotografía se veía la redonda figura del viejo director con su ancho sombrero y los largos rizos del cuello; debajo, en letras de oro, las palabras con que él solía despedirse de sus alumnos: «Intrépidos en la vigilancia».

Después que Niels cebó la pipa más larga, se sentó a la mesa y estiró a gusto sus gordas piernas. Luego sacó del bolsillo un número reciente de El Diario del Pueblo, lo extendió con cariño sobre la mesa y se puso a leer por vigésima vez el siguiente artículo:

LA LIBERTAD DEL DOMINGO EN EL PAÍS

Una llamada a la juventud

Hoy me permito escribir sobre la libertad del domingo en el país. Es penoso el espectáculo, tan frecuente en todo el país, que nos ofrecen los jóvenes, e incluso las jóvenes, que debieran tener mejores pensamientos, empleando las horas de la tarde del domingo y de los días en que no se trabaja en diversiones frívolas e inútiles, como el juego de bolos a dinero o en consumir bebidas alcohólicas, con la frecuente consecuencia de que los jóvenes se embriagan, gritan y aúllan como animales, a todo lo cual siguen otras muchas manifestaciones de la peor clase. Semejante espectáculo tiene que molestar a toda persona libre espiritualmente, ya que esta juventud debía tener el pensamiento en cosas más altas y dirigir sus esfuerzos a cosas más nobles, especialmente en esta época, en que el faro de la libertad ilumina a todo el país, convocando a todos a la lucha por la libertad y el derecho del pueblo. En nuestro distrito, gracias a nuestros buenos maestros y dirigentes, ya no se ven esos espectáculos indignos de gente libre. Pero en muchas otras parroquias siguen todavía con estas malas costumbres, y por eso yo hago un llamamiento a la juventud para que, unidos todos también en este punto, luchemos por la victoria del espíritu sobre las tinieblas de la esclavitud, de modo que podamos cantar con el poeta: «Que todos seamos guiados a la ciudad de la luz y del esplendor».

N. NIELS DAMGAARD.

VII

Cuando, a la noche, regresó Manuel de Skibberup, donde había asistido a una Junta de carácter administrativo, todavía Gutten seguía dormido, después de no haberse despertado en toda la tarde.

—¡Ya lo ves! —le dijo a Hansine—. ¡Qué bien sabe lo que se hace! Mañana le tendrás también en la cama.

Hansine no contestó, aunque ella estaba muy lejos de compartir el punto de vista de su marido sobre el estado del niño. Le parecía que había algo completamente fuera de lo natural en este sueño, que pronto iba a durar veinticuatro horas, y que le traía a la memoria el horrible recuerdo de otro niño —un hermanito de su amiga Ana— que murió de una enfermedad cerebral, y al que ella había cuidado estando soltera. Algunas veces durante la tarde había intentado despertarle para hacerle comer algo siquiera; pero el niño sólo se había limitado a entreabrir los ojos y mirarla con una mirada apática, sin querer tocar la comida. En cambio, había bebido ávidamente un par de veces, dejando caer inmediatamente la cabeza sobre la almohada para seguir durmiendo.

Hacia medianoche ella y Manuel se despertaron al oír un sonido que no pudieron explicarse durante largo rato. Les pareció como si alguien anduviese con la tajadera en la cocina. De pronto le pareció a Hansine que era la camita de Gutten, que se movía sin cesar.

—Enciende la lamparilla —dijo—. Es Gutten.

Manuel encendió una cerilla, y Hansine vio inmediatamente a su resplandor la lucha de los brazos del niño. Saltó al instante del lecho y se acercó a la cama de Gutten. Le quitó aprisa la almohada y le puso los brazos a lo largo del cuerpo, que temblaba de pies a cabeza.

Manuel, que entretanto había encendido la lamparilla, no comprendió lo que pasaba. En el primer momento creyó que Gutten se había despertado y estaba jugando; pero cuando vio que Hansine se quitaba una horquilla del pelo y la metía con fuerza en la boca del niño, gritó:

—¡Pero en nombre del cielo, Hansine! ¿Qué haces…? ¿Qué le pasa al niño?

En este instante tomó fuerza la llamita de la lamparilla y a su luz vio que la cara de Gutten estaba completamente amoratada, los dientes apretados y los labios cubiertos de espuma. Entonces recordó las palabras del médico y le empezó a dar vueltas la cabeza.

—¿Entonces…, entonces tenemos espasmo, Hansine? —balbució.

Ella hizo un signo afirmativo.

—Tienes que traer al médico —añadió ella poco después, cuando Manuel se quedó inmóvil—. Y tienes que darte prisa… Gutten está muy enfermo.

—Sí, sí —dijo él como si despertase de un aturdimiento.

Se puso algunas ropas y atravesó a tientas la oscura antesala para ir a despertar a la gente. Como observase luz en la ventana del mozo, comenzó a llamar ya en las escaleras:

—¡Niels…! ¡Niels!

Parecía un grito de auxilio en la quietud de la noche, y antes de atravesar el patio, ya apareció en la puerta de su cuarto el mozo, asustado, en camisa, con un libro abierto en la mano y una pipa en la boca.

—Tienes que enganchar inmediatamente, Niels, y traer al médico. Gutten se ha puesto muy malo.

—¿Traer al médico? —dijo Niels, mirando el pálido y descompuesto rostro de Manuel—. Pero si esta noche no se puede encontrar el camino con esta oscuridad. No se puede…

—Que sí. Llama a Soren para que te vaya alumbrando con un farol… Los caballos conocen el camino.

—Sí, pero… —Niels quiso poner más objeciones, aunque Manuel se las cortó en seco.

—Haz lo que te digo y no pierdas el tiempo en charlar —le dijo en tono insólitamente imperativo, que dejó mudo al mozo—. Ya estás oyendo que Gutten se ha puesto muy malo, y que es urgente. Despierta en seguida a Soren y dile que monte inmediatamente.

Cuando volvió al dormitorio, todavía estaba Hansine inclinada sobre la cama del niño, al que sujetaba los brazos.

—¿No crees que debíamos avisar a tu madre? Estarías más tranquila.

—No. ¿Para qué? Pero puedes llamar a Abelone y decirle que caliente agua en la olla grande.

—Sí…, sí.

Ya estaba en la cocina Abelone, a la que despertó el ruido de la casa.

Estaba en enaguas; tenía una luz en la mano y con la otra sujetaba el camisón sobre su pecho.

—¿Se ha puesto malo Gutten? —preguntó, temblando de miedo y de frío.

—Sí. Calienta agua inmediatamente en la olla grande…, pero de prisa.

—¿Está muy enfermo?

—Sí…, eso creo. Pero de prisa, Abelone… ¡De prisa! ¡Es muy urgente!

Él volvió al dormitorio, donde por fin Gutten había recobrado la calma y parecía dormir completamente tranquilo. Hansine, que había tenido unos momentos para echarse alguna ropa encima, estaba sentada en una silla al pie de la cama con la barbilla apoyada en la mano y el codo sobre la rodilla, contemplándolo con la expresión dura, casi cerrada, que su cara mostraba siempre en las emociones fuertes.

Manuel se acercó con cuidado y se sentó en una silla al otro lado de la cama.

—¿Entiendes esto, Hansine? ¿Entiendes tú cómo ha ocurrido esto? A mediodía le dejé tan tranquilo y animado… ¡y ahora! ¿Qué crees que puede ser?

—No sé —dijo ella, y como si con su pregunta le hubiese brotado un pensamiento que no tenía valor para concluir, añadió aprisa—: ¿despertaste a Niels?

—Sí… De un momento a otro saldrá en el coche.

En este momento comenzó de nuevo la agitación de los brazos y hombros del niño; las manos se retorcían; los párpados se dilataron ante unas pupilas inmóviles, enormemente grandes… Las señales de un nuevo ataque. Manuel no pudo resistir esta vista y de nuevo recorrió a tientas la gran sala en tinieblas y salió a las escaleras del vestíbulo, y, al ver desde allí a Niels y a Soren haciendo ruido en la puerta del coche a la luz de un farol, exclamó con una impaciencia desesperada:

—Pero ¡por Dios! ¿Qué hacéis? ¿Cuánto tiempo vais a estar así antes de marchar…? Tienes que decir al médico, Niels, que debe venir inmediatamente. El niño está sufriendo espasmos terribles.

En las horas que siguieron empeoró el estado de Gutten. Incluso después de repetidos baños en agua caliente, aumentó la intensidad y la duración de los ataques. La cara se fue poniendo casi negra, y a pesar de todas las precauciones adoptadas, el niño se mordió la lengua en uno de los ataques, saliéndole la sangre por la comisura de los labios. Manuel tuvo que recurrir a toda su fuerza para no hundirse ante el terrible enigma que para él representaba el estado del niño, que no perdió la esperanza de que todo se vencería en seguida, desapareciendo con la misma rapidez con que había venido. Trataba de consolarse a sí mismo y a Hansine diciendo que algunos niños tenían una tendencia especial —aún con un ligero enfriamiento— a caer en violentos espasmos, y permaneció en todo momento a su lado para ayudarle. Pero, a medida que pasaban las horas sin que se viese el más ligero signo de suavización en los ataques, se le acabó la confianza, poniendo entonces, toda su esperanza en el médico. Se fue a las escaleras de piedra, escuchando con la respiración contenida…; pero ni el menor ruido llegaba a su oído. Dio la vuelta y se metió por la huerta en tinieblas hasta llegar a un montículo desde donde se divisaba, de día, el camino hasta perderse al Oeste.

Con el corazón palpitante miraba en la noche, abrigando la esperanza de percibir el resplandor de un farol que se acercase…; pero la tierra y el cielo no mostraban ante sus ojos ningún punto luminoso.

Y según estaba ante aquella oscuridad de tumba, aquellas despiadadas tinieblas que habían apagado la luz de todas las estrellas y borrado todos los caminos de donde pudiera venir la ayuda a su hijo doliente, tuvo la sensación de penetrar en un mundo infinito y hasta sus últimas fronteras no encontró más que tinieblas y frío y las fauces abiertas de la soledad. Como un ser humano que siente vértigo a la vista de un abismo que se abría a sus pies, se llevó las manos a la cara y exclamó a media voz y como en delirio:

—¡Dios…! ¡Dios mío…! ¿Dónde estás?

Hasta la mañana no llegó el médico. La tardanza se debió a una desgracia: a la ida, el coche se metió en la cuneta, y Niels y Soren tuvieron que despertar a los vecinos más próximos para sacarlo de allí.

Cuando el médico hubo mirado a Gutten, le dio, sin más averiguaciones, un poco de almizcle, después de lo cual se tranquilizó casi instantáneamente. Los rígidos miembros se aflojaron poco a poco, los párpados bajaron y volvió el sueño. Manuel, Hansine y el médico estuvieron unos minutos sentados en silencio alrededor del lecho, viendo cómo la habitual y paciente expresión de Gutten volvía lentamente a su cara contraída. La lamparilla estaba a punto de apagarse, y a su luz declinante parecía la habitación una cámara mortuoria. La llama moribunda arrojaba un reflejo pálido sobre la cama y las tres caras que la rodeaban; pero fuera apuntaba el día, y la débil luz de la mañana dibujó los marcos y travesaños de la ventana como dos cruces en sombra sobre las cortinillas gris claro.

Manuel, que en las últimas horas había estado completamente fuera de sí ante los sufrimientos del niño, permanecía sentado con la mano de Hansine en la suya para cobrar fuerzas a fin de hacerle al médico la pregunta que no quería asomar a sus labios. Al cabo tuvo valor y preguntó al médico qué pensaba sobre el estado del niño.

El doctor Hassing miró a hurtadillas a él y a Hansine. Parecía estar dudando de cuánta verdad les diría en aquel momento.

—Sí, no puede negarse —dijo despacio—. Su hijo sufre un ataque muy fuerte. En resumen: yo no puedo ocultar que…

—Pero el niño tiene una naturaleza sanísima —interrumpió Manuel para cortar una frase despiadada—. Si exceptuamos estos dolores de oído, jamás ha tenido ni nos ha dado la menor señal de preocupación. Además, mi mujer y yo somos sanos y fuertes…, ni puede hablarse de ninguna herencia de enfermedad.

Detrás de las gafas de oro del médico apareció una luz rápida y punzante. Parecía como si él —pese a toda compasión— contuviese a duras penas su indignación.

—Sí, sí —dijo, bajando la vista ante la fija mirada con que Manuel parecía querer obligarle a creer en la energía vital del hijo—. Naturalmente, de una naturaleza fuerte puede esperarse mucho.

Como el médico había predicho, en los días siguientes no hubo cambio especial en el estado de Gutten. Estuvo casi siempre bajo una fuerte dosis de almizcle, sin tomar alimento ni recibir la menor impresión de lo que le rodeaba. Unicamente cuando se le tocaba en el apósito del oído enfermo, se deslizaba sobre sus labios exangües como una sombra de la fingida sonrisita con que solía asegurar que él «ni siquiera podía notar nada». Por lo demás, la cara había perdido toda expresión, y detrás de los párpados semicerrados parecía extinguida ya la vida de sus pálidos ojos.

Hansine le cuidó noche y día con su habitual serenidad y dominio. Ella, que desde los primeros espasmos del niño tenía clara conciencia del peligro que amenazaba, ya estaba hecha al pensamiento de que le perdería. Manuel, sin embargo, mantuvo la esperanza hasta el último momento. Incluso después de que el médico en una nueva visita le comunicó con palabras muy medidas que tenía que estar dispuesto para la pronta muerte del hijo, no perdió la fe en la resistencia de Gutten y en la fuerza de sus oraciones. En cada brillo de vida en la cara del niño veía una señal de que el Cielo le había escuchado. Sólo cuando aparecieron las señales inequívocas de la muerte perdió la esperanza, entregándose desesperadamente. Durante varias horas estuvo sentado al pie del lecho sollozando, hasta el punto de que Hansine empezó a temer por su razón. En la casa se paralizó todo el trabajo posible, pues parecía como si cada sonido del exterior aumentase su pena. Incluso mandó cerrar todos los portales y puertas; ni siquiera los amigos más íntimos de la casa que venían a preguntar por el niño fueron recibidos, pues él no quería ver gente extraña.

Al acercarse el momento de la muerte y sentir él que el frío de la tumba se extendía sobre los miembros del niño, el terror de su desaparición le llevó todavía a una última lucha desesperada por su liberación. Tomó a Gutten en sus brazos y lo apretó contra sí como para protegerlo contra el abrazo de la muerte. Hansine le rogó que estuviera tranquilo y acostase de nuevo al niño. Mientras las lágrimas le caían a torrentes por la cara, se puso a pasear por la habitación con el niño arrimado a su pecho, cantando, rezando y arrullando, como si con su pena y su desesperación quisiese atraerse la misericordia de Dios…, hasta que de pronto notó que el cuerpecito se estiraba en sus brazos y su cabeza caía sobre su pecho con un largo suspiro que anunció que se había acabado la última esperanza y que Gutten había muerto.

Entonces inclinó humildemente su espíritu ante la voluntad del Todopoderoso. Dejó de llorar. Puso en silencio el cuerpecito sobre la cama, colocó su temblorosa mano sobre la frente del niño y dijo:

—El Señor lo dio, el Señor lo quitó. ¡Alabado sea el nombre del Señor!

VIII

Al día siguiente tendría lugar el entierro bajo el obligado tañido de las campanas y precedido de una gran comida a todos los asistentes. En su profundo abatimiento, Manuel no se había dado cuenta de que todo había sucedido en el más profundo silencio. Pero él siempre había hablado con demasiado celo de conservar las viejas costumbres campesinas para interrumpirlas ahora; por otra parte, había caído mal entre los fieles el que Manuel, en los últimos días de Gutten, hubiese eludido tan claramente las visitas de los amigos.

Durante un par de días todo fue actividad en la casa parroquial, limpiando y fregando, cociendo y asando como si se tratase de una boda o de un bautizo. Manuel estaba en cierto modo agradecido a Hansine, pues ella fue la que esos días dirigió abnegadamente todo, tomando sobre los hombros todas las dificultades. Pero al mismo tiempo no podía por menos de extrañarse un poco de que ella, en medio de su pena, tuviese pensamientos para las cosas de cada día, y casi le dolía que, al lavar y amortajar a Gutten, no hubiese vertido una sola lágrima. Él estuvo la mayor parte del tiempo en la huerta, paseando por los senderos más apartados, adónde no llegase el olor de la cocina ni la charla de las mujeres que ayudaban en los quehaceres. A menudo estaba horas enteras en un banco, con la cabeza entre las manos, deshecho por la pena y remordido por sus propias acusaciones. En su doloroso estado tomó la enfermedad de Gutten como una prueba que Dios le había enviado, y la muerte del niño como un castigo del Cielo por haber perdido la fe en el momento supremo, buscando en su debilidad la ayuda humana contra la inexorable voluntad divina. Cada vez que pensaba en la noche en que, desde un montículo de la huerta, buscaba en la oscuridad el resplandor del coche que le traía al médico y en confusa desesperación había negado incluso la luz celestial, ocultaba, avergonzado, su cara ante Dios. En su profunda pena se había confiado a Hansine; pero también en esta ocasión había notado en ella la falta de verdadera seriedad, y se sentía sólo e incomprendido. Ella había oído en silencio su confesión y luego le había dicho que Dios no había juzgado mal su preocupación por Gutten, yéndose después a sus quehaceres.

El día del entierro ondeaban a media asta todas las banderas de la parroquia. La calle de Vejlby estaba cubierta de ramas de abeto, e incluso los niños habían venido con sus trajes de fiesta y corrían por allí con chucherías en la mano como si se tratase de una festividad. En la casa parroquial no cabía la gente venida a mediodía de todo el distrito. El ataúd de Gutten, colocado sobre dos bancos en la habitación de Manuel, quedó al final completamente invisible a causa de las coronas de flores artificiales, cruces de cuentas y de cartulina prensada, dorada y plateada, con inscripciones impresas. Alrededor del féretro había un grupo de devotos cada vez más numeroso, compuesto especialmente por mujeres que, con las manos juntas, contemplaban la gran cantidad de flores. En la sala grande estaba puesta la mesa de la comida, y a su entrada estaban Manuel y Hansine recibiendo el pésame. La abuela Elsa dirigía la comida, mientras Abelone y dos mujeres más servían. A través del apagado susurro de las conversaciones se oía a Elsa:

—¡Siéntense, amigos, por favor…! ¡Acomódense, amigos!

Reinaba muy poca animación. Sin embargo, había menos preocupación por el hijo de Manuel que por los rumores cada vez más intranquilizadores que llegaban de los círculos parlamentarios de la capital. Se sabía que la víspera tenía que haberse llegado a la decisión final de la larga lucha; pero aún no se sabía nada sobre el resultado de ésta. En la huerta estaba el alcalde con las manos a la espalda, rodeado de gente que quería conocer su opinión sobre la situación. Su nariz aparecía extraordinariamente pálida. A las muchas preguntas preocupadas que se le hacían, respondía generalmente, en un intento de conservar una tranquilidad confiada:

—¡Esperad, amigos! Yo no creo que nadie se haya atrevido en serio a poner la fuerza delante del derecho… Vox populi, vox dei, dice un antiguo bardo griego. Que es lo mismo que decir que nadie desafía sin castigo la voluntad del pueblo. ¡Estad seguros de ello!

En todas partes se preguntaba por el tejedor Hansen. Se sabía que había ido por la mañana a la ciudad a recoger los telegramas de Copenhague, calculándose que para mediodía estaría de vuelta. Pero nadie le había visto aún, y la gente comenzó a subir a los carros sin que él hubiera venido.

Era un día de sol espléndido, con cielo azul y campos verdescentes, y en medio de esta fiesta de primavera resultaba doblemente conmovedor el largo cortejo fúnebre, que avanzaba paso a paso, en dirección Sur, por el sinuoso camino de la parroquia. A deseos de Manuel, Gutten fue llevado al sepulcro de la familia de Anders Jorgen, en el cementerio de la iglesia de Skibberup. Desde tiempo atrás había conservado cariño a este lugar desierto y solitario, con su solemne silencio sólo turbado por el grito de las gaviotas.

Al cabo de una hora llegó a la iglesia el cortejo. El ataúd fue sacado del coche por seis campesinos jóvenes —tres de Vejlby y tres de Skibberup— y llevado al cementerio. Delante iba un grupo de niñas mayores echando musgo y ramas de abeto, y detrás seguía el resto de los acompañantes cantando un salmo.

En este momento pasó por los asistentes como un reguero de pólvora la noticia de que el tejedor Hansen estaba allí. Preguntas y respuestas iban de boca en boca, y antes que el ataúd bajase a la tumba, todos sabían que había sucedido «lo imposible», que había habido golpe de Estado, disolviéndose el Parlamento, y que el Gobierno, de su pleno poderío, había dado leyes y exigido contribuciones.

Poca atención se prestó al pequeño discurso con que Manuel —luchando con el llanto— se despidió de su hijo, dándole las gracias por los seis años que habían «vivido en feliz camaradería». Apenas se echaron las tres paletadas de tierra sobre el ataúd y terminado «la oración secreta», cuando la gente se dispersó entre una exclamación de ira. En la puerta de la iglesia se había juntado el grupo, buscando en medio de la confusión general al alcalde. Se supo, sin embargo, que éste se había ido cuando estaban enterrando el cuerpo. También el tejedor Hansen se había ausentado —según algunos, con Maren Smeds—, y de todos los «hombres de confianza» no se encontró más que al campesino de mejillas sonrojadas de Vejlby. Pero este hombre, que había sido elegido para el Comité político en atención a sus merecimientos en la cuestión de la cooperativa lechera, se puso tan nervioso al verse rodeado por un grupo de jóvenes que le acosaban a preguntas, que, pretextando que tenía que hacer una necesidad, se metió detrás de la iglesia, y de allí se marchó sin ser visto.

Se supo que el tejedor Hansen se había ido con Maren Smeds. Esta fea mimada de la pobreza, que, apareciendo poco a poco en toda clase de reuniones y despertando en todas partes oposición y siendo objeto de espectáculo, había llegado a creerse una profetisa, en su sed por mejorar el mundo había aceptado el último lema del tiempo haciéndose «santa». Allá, en su ancha casucha del yermo, celebraba «sesiones de rezo» junto con otras tres o cuatro descontentas, leyendo trozos de la Biblia, aullando salmos y difamando en nombre de Jesús a todos los que no veían en Maren surgir la nueva luz divina del cristianismo. Por eso causó cierta extrañeza y preocupación que el tejedor, en los últimos tiempos hubiese tomado bajo su protección de un modo tan claro a Maren Smeds. La gente que los había visto salir juntos de la iglesia decía que había observado en la cara del tejedor una sonrisa de triunfo que no parecía ajustarse bien a la ocasión y que seguramente no presagiaba nada bueno. Había desasosiego en el ambiente. ¿Qué traería el futuro?