I
Por las tierras altas del norte de Vejlby iba arando un hombre. Era un tipo alto. Vestía una blusa de tela basta y llevaba mitones rojos y toscas botas de caña, de las que sobresalían las orejas por ambos lados de las rodilleras de los pantalones. Cubría su cabeza con un viejo sombrero de felpa, bajo cuya ala caía un pelo largo descolorido a causa del sol y del aire. Sobre su pecho había una barba larga y brillante, que a veces una ráfaga de aire montaba sobre un hombro. Su cara era delgada; la frente estrecha y muy hundida en las sienes; los ojos, grandes, brillantes, dulces.
A diez metros sobre su cabeza giraba una bandada de cuervos que, poco a poco, uno tras otro, se posaron en el surco recién abierto, pisándole casi los talones durante un rato y saltando prudentemente a un lado cada vez que él, tirando de las riendas, trataba de acelerar la marcha cansina de sus dos escuálidos caballos, pesadamente inclinados al arrastrar el arado.
Este hombre era el párroco de Vejlby y Skibberup, —Manuel, como quería que le llamasen sus feligreses—, «el apóstol moderno», como solían llamarle burlonamente algunos colegas de las parroquias vecinas. A pesar del traje y del desaliño del pelo y de la barba, fácil se echaba de ver que no era un campesino corriente. Además, su figura era demasiado fina; los hombros, demasiado estrechos y caídos. Las manos ya presentaban un color violáceo y estaban hinchadas; pero no tenían aún la desproporción que ofrecen las de aquellos que desde la infancia han tenido que andar con cargas pesadas. Ni su cara tenía el verdadero sello de la cara campesina, oscura y correosa.
Era una fría mañana de principios de marzo. Un viento huracanado empujaba masas de niebla desgarrada sobre la tierra. En un instante quedó cubierta la comarca de un vapor tan denso, que no se podía ver de una finca a otra; pero al instante siguiente otra ráfaga de aire levantó la niebla, dejando solamente un humo bajo a lo largo de los surcos, mientras un sol pálido se abría paso entre las densas nubes del cielo. En tales momentos se podía ver desde donde araba Manuel toda la parroquia hasta la solitaria iglesia del fiordo.
Algo más allá, un poco más al Oeste, se erguían las tres oscuras colinas de Skibberup, sobre las cuales brillaba un punto luminoso rojo señalando el lugar donde radicaba la nueva sede de las reuniones de la parroquia.
Manuel estaba demasiado absorto en sus pensamientos para prestar atención al continuo cambio del paisaje. Incluso cuando de vez en vez se paraba para dar un pequeño descanso a sus caballos, dejaba resbalar su mirada por todo el contorno sin fijarse en nada. Sólo a mediodía le sacó de su ensimismamiento el ruido de una caravana humana que se venía acercando por el camino procedente de la aldea.
Delante venía una robusta chicuela de cuatro o cinco años que con la ayuda de un trozo de cuerda tiraba de un carrito de mimbre donde yacía una niña de pecho. A causa del esfuerzo que hacía para arrastrar el carro a través del lodo del camino se le había ido atrás el gorrito. Detrás del carrito venía un niño con la cabeza cubierta por un sombrero de aletas y con una mejilla tapada tras un gran trozo de algodón que sujetaba la aleta del sombrero. Cerraba la marcha una campesina joven que cubría su cabeza con un pañuelo floreado. Sin apartar los ojos de la labor de punto que llevaba entre las manos, canturreaba a media voz, emitiendo de cuando en cuando, como en pensamiento, notas en voz alta.
Era Hansine y sus tres hijos: toda la familia de Manuel.
Al llegar la caravana a la finca que estaba arando Manuel, dejaron los niños el carrito y se sentaron en una piedra al borde del camino, desde la que se pusieron a mirar a su padre, que en aquel momento venía hacia ellos del otro lado de la finca. Los dos tenían la cara lívida de frío. Al verlos sentados allí, con sus zuecos de madera y sus ropitas rotas, nadie hubiese creído que eran los hijos de la señorial casa parroquial.
Ya Manuel les había saludado a distancia agitando alegremente su sombrero, y cuando llegó a unos veinte metros del camino paró los caballos y preguntó:
—¿Algo nuevo, Hansine?
Hansine se había parado en el camino, meciendo con un pie el carrito para calmar a la niña. Contó los puntos de su labor y luego contestó:
—No; no sé… Sí, el tejedor acaba de llegar a casa. Dijo que quería charlar contigo.
—¡Ah, sí! —dijo Manuel distraídamente y volviéndose para ver cuánto había arado—. ¿Qué quería?
—No dijo nada. Que te dijese si querías ir a una reunión que se va a celebrar esta tarde, a las tres, en casa del alcalde de la parroquia.
—La caja de los pobres, seguro. O quizás el consejo de la parroquia. ¿No habló nada acerca de esto?
—No, no dijo nada. Se sentó y echó un vistazo por la habitación, y después se marchó.
—Vaya —rió Manuel—. Es un tipo especial el tal… ¡Oye, Hansine! —exclamó cambiando completamente de tono—. ¿Recuerdas que te hablé del nuevo método de abonar que hace algún tiempo leí en la Hoja popular? Cuanto más pienso en él, más excelente me parece. Porque, en efecto, resulta mucho más natural, ¿no es cierto?, echar el abono fresco y luego cubrirlo en vez de amontonarlo en pilas en las que se pierde lo mejor, apestando, además, el aire. Decía también que anualmente se pierden, por esta causa seis millones. ¿Te das cuenta, Hansine?: ¡seis millones! Sin embargo, hay una cosa que hasta ahora no he podido entender, y es que desde hace mucho tiempo no se ha encontrado nada tan sencillo…, porque lo teníamos al alcance de la mano. Pero ¿sabes tú lo que he pensado hoy…, de que estoy casi seguro? Yo creo que estos estercoleros, que los campesinos de épocas pasadas hicieron por pura y triste necesidad, son simplemente una herencia de los días de la esclavitud, otra de las viejas corrupciones de que estamos a punto de liberar a la sociedad. ¿No tiene gracia, Hansine…? ¡Qué bendición es vivir en estos tiempos! Ser testigo de cómo la verdad y la justicia se van abriendo paso por todas partes, rompiendo el yugo de la esclavitud y preparando un futuro más feliz a los hombres.
Hansine cambió una aguja mientras sus labios dibujaban una ligera sonrisa de incredulidad. Ella conocía el fácil entusiasmo de su marido por las ideas de su tiempo, y estaba acostumbrada a ser la oyente callada de los grandes resultados que él esperaba de ellas.
—Bueno, ya es hora de desenganchar —dijo Manuel después de haber consultado su reloj de plata. Echó las riendas sobre los inclinados caballos y añadió:
—¡Eh, hijo! Ven a darle una mano a papá.
Estas palabras iban dirigidas al niño, que seguía sentado al lado de su hermana. Pero se había quedado tan absorto contemplando los cuervos que picoteaban en la tierra recién arada, que ni siquiera oyó la voz del padre. Seguía sentado con la mano debajo de su oreja vendada mirando fijamente con esa expresión de cara con que los niños evocan penas recién vencidas.
Era un poco pequeño para su edad, un poco pálido y, en general, de complexión más endeble que su hermana, que rebosaba salud y energía en todo su cuerpo. Aparte de esto, era el vivo retrato de Manuel; tenía la misma frente, la misma dulzura en la mirada, el mismo pelo sedoso, sus profundos hoyuelos de las mejillas y los mismos ojos grandes claros, casi descoloridos a causa del sol.
—¿Oyes, hijo…? Papá te llama —dijo Hansine.
Al oír la voz de la madre, se quitó de la oreja la mano y volvió vivamente la cara hacia la mujer con una fingida sonrisa de disculpa.
—¿Te duele todavía la oreja, hijo? —le preguntó ella.
—No, nada —aseguró—. Ya no noto nada.
—Ven, hijo —gritó Manuel, que estaba junto al arado.
El niño se levantó al instante y se fue corriendo hasta los caballos, poniéndose a soltar el balancín del arado y atar los tirantes.
Era el niño mimado de Manuel. Se llamaba como su abuelo materno; pero tanto en casa como en la aldea le llamaban Gutten, nombre que le había dado Manuel al nacer y que había relegado al olvido el nombre de pila.
Al ver la venda debajo de la aleta del sombrero, el padre exclamó:
—¿Qué pasa, hijo…? ¿Te ha vuelto a doler la oreja?
—Sí, un poco —contestó el niño casi como avergonzado.
—Es un fastidio esa oreja. ¿Entonces ya no hay dolores fuertes?
—No; ya ha pasado todo… Ni siquiera lo noto ya.
—Bueno, déjame ver, que tú eres un chico valiente y no te rindes por tan poca cosa. Los débiles, ya lo sabes, no valen para nada, ¿verdad?
—Claro que no.
—Y recuerda que esta tarde debemos ir los dos al molino. Nosotros no tenemos tiempo para estar enfermos.
Hansine seguía haciendo labor de punto. Cuando padre e hijo callaron, dijo:
—Yo creo que lo mejor sería que Gutten se quedase hoy en casa, Manuel. No se ha encontrado muy bien esta mañana.
—Pero, querida…, si acabas de oír que ya no le duele nada. Él mismo dice que ni lo siente ya. Y el aire puede hacerle mucho bien. El aire fresco es una medicina de Dios, dice un viejo proverbio… Gutten ha vuelto a estar demasiado tiempo en casa; de ahí la palidez de esta temporada.
—Creo que lo mejor sería que tuviésemos más cuidado con él, Manuel. Y mejor quizá sea llevarlo a un médico. Va para dos años que anda así con el oído, sin mejorar nada.
Manuel no contestó inmediatamente. Solían hablar de esto y nunca se ponían de acuerdo.
—Sí, claro, Hansine…, si realmente crees que es lo mejor. Pero tú sabes que yo no tengo gran confianza en los médicos, especialmente en el doctor Hassing. Ya conoces mi opinión sobre él. La cosa de los oídos es corriente en los niños y se cura sola dándole a la Naturaleza paz y tiempo. Esto lo dice también tu madre, que tiene mucha experiencia… ¡Coge la cuerda, hijo…! Yo jamás podré creer que Dios haya creado al hombre tan incompleto, que éste necesitase siempre del médico para estar bien cuando le pasa cualquier cosa. Yo pienso con frecuencia en dos compañeros de colegio que tenían los ojos malos… a consecuencia del sarampión, creo. Uno de ellos era tratado por un médico, profesor además, que en nombre de la ciencia torturaba al pobre muchacho con inyecciones y no sé qué más cosas ¡hasta dejarlo ciego! En cambio, en el otro todo quedó confiado a la Naturaleza, y al cabo de poco tiempo mostraba un par de ojos que eran la envidia de todos. Creo que la historia debiera ser nuestra maestra. Y ahora que recuerdo, ¿resta algo de aceite del que le dio a Maren Nilen la vieja Greta? A Gutten le sentaba muy bien últimamente. Pero haz lo que creas conveniente… Ven aquí, tesoro.
Al decir la última palabra, cogió a Gutten y lo puso sobre el lomo del caballo más próximo.
Hansine no dijo nada. En estas pequeñas discusiones respecto a los hijos siempre decía Manuel la última palabra. Él era superior a ella en las discusiones, fácilmente expresaba sus pensamientos y podía aducir tantas razones en apoyo de su criterio, que ella, aunque no se convencía, se callaba ante su elocuencia.
La niebla volvió a cubrir la tierra cuando la pequeña caravana regresó a la aldea. Delante iba Gutten con los caballos; detrás seguía Manuel, que empujaba el carrito con una mano y llevaba en el hombro a la niña, llamada Sigrid. Ésta le había quitado el sombrero de la cabeza, y agitándolo en el aire entre gritos de júbilo, hacía toda clase de bromas para divertir más a la pequeñita, que también lanzaba gritos de alegría.
Un poco atrás venía Hansine con su labor de punto. Tenía la misma esbeltez que cuando estaba soltera, andando con el mismo paso seguro y medido: era más concentrada aún. Naturalmente, los siete años de casada y con tres hijos no habían dejado intacta tampoco su frescura juvenil. Las mejillas estaban ahora un poco marchitas y sus ojos serios estaban más hundidos. Sin embargo, era todavía una mujer bella que, pese a la vida campesina, llevaba honrosamente sus veintiséis años, y no era extraño que en Skibberup estuviesen orgullosos de ella. Indudablemente, había algunos que difícilmente se avenían con su ensimismamiento, explicándolo como una propensión al orgullo.
Cuando Manuel y los niños atravesaron la puerta abovedada de la casa parroquial, el guarda Niels estaba sentado en el borde de la gran fuente de piedra del centro del huerto, embebido, al parecer, en la lectura de la Hoja Popular, del distrito, que tenía extendida sobre sus rodillas. Era un muchacho de pelo oscuro, talla media, hombros firmes y espalda ancha, nariz respingona y mejillas macizas y sonrosadas, donde se ensortijaba una barba incipiente. Y en aquella espaciosa casa y huerto, donde en otros tiempos reinaba un orden y un silencio absolutos, se veía y oía ahora lo que en cualquier casa de labrador. Aperos de labranza por todas partes, haces de paja extendidos, puertas de cuadra abiertas y ganado mugiendo en espera del pienso de mediodía. Aquí y allí, sobre el empedrado irregular, se había echado salmuera para matar los brotes de mala hierba, y frente a la puerta del granero andaban picoteando las gallinas en los desperdicios.
—¿Qué es lo que tanto te llama la atención, Niels? ¿Trae algo nuevo la Hoja hoy? —preguntó Manuel después de bajar a Sigrid y a Gutten.
El mozo apartó del periódico la vista y contestó ensanchando la boca en una sonrisa.
—¡Vaya! ¡Filósofo! ¿Has estado de nuevo en el sendero de la guerra…? ¿Contra quién has dirigido tu lanza hoy, Niels…? ¡Déjame ver! —añadió después de quitar el aparejo a los caballos.
El mozo le alargó la Hoja. Manuel se puso a leerla mientras Gutten se llevó los caballos del abrevadero a la cuadra.
—¿Qué pasa…? ¡Cómo…! «Las escuelas superiores y las exigencias orales…». ¡Mira, mira…! No está mal el comienzo… Muy bien… Sí, en esto tienes toda la razón, Niels… Eres un valiente.
El mozo siguió con la mayor atención los gestos que hacía su amo durante la lectura, y cada vez que Manuel daba a conocer su aprobación con un ligero movimiento de cabeza o con una pequeña exclamación, los medio sepultados ojos del joven adquirían un brillo más intenso.
—El artículo te honra —le dijo Manuel, devolviéndole el periódico—. Te estás haciendo todo un escritor, Niels… Sí, sí. ¡Pero mira que no te ahogues en el tintero, amigo!
Fue interrumpido por Hansine, que había entrado en casa a través del huerto y apareció en la escalera de piedra diciéndoles que entrasen a comer.
—Entonces tenemos que darnos prisa con el aparejo, hijo mío —le dijo a Gutten, que en aquel momento salía de la cuadra—. Oye, Niels, vete corriendo a llamar al viejo Soren. Está en el campo allanando los hoyos de la remolacha.
II
Hacia las tres de la tarde había un hombre sentado junto a una de las ventanas del conocido cuarto de estar del alcalde Jensen. Vestía un traje oscuro de paño basto hecho en casa. El cuello de la levita era muy alto, y las mangas, estrechas. Inclinado hacia delante en su asiento, apoyaba los brazos en las piernas, con las manos juntas entre las rodillas. Era el tejedor Hansen.
La gente que él había citado eran «hombres de confianza», seis hombres elegidos que tenían el encargo especial de defender los intereses políticos de los feligreses, organizar reuniones electorales, convocar a los oradores políticos y llevar las negociaciones con los demás comités electorales democráticos.
La sala azul celeste, escenario en el pasado de tantas reuniones alegres, había cambiado completamente en los últimos años. Todavía estaban los pulidos muebles de caoba brillando a lo largo de las paredes, y encima del bargueño dejaba oír su tictac el dorado reloj entre un par de pastoras ligeramente vestidas; pero en vez de la mesa de juego donde en otros tiempos pasaron muchas noches alegres jugando y bebiendo el veterinario Aggerbolle, el comerciante Villing y el difunto maestro Mortensen, junto con el anfitrión, había ahora un escritorio cargado de papeles; en otra pared había un estante lleno de libros de cuentas, documentos y montones de periódicos, todo lo cual daba a la habitación un aspecto serio de oficina. Algo de esto tenía en realidad, y el mismo alcalde también había cambiado.
La formación política que la cultura había creado poco a poco en la clase campesina de todo el país, había despertado finalmente la conciencia dormida de este hombre, llamándole a la lucha por la libertad de su clase. Como, indiscutiblemente, era el más rico de la parroquia, y muy conocido, además, entre los campesinos por su generosidad, y, por otra parte, poseía una cualidad innata para el trato social y tenía facilidad de palabra, se convirtió en poco tiempo en el jefe político de la comarca. Éste puesto de dirigente, sin embargo, no lo hubiese podido escalar sin haber postergado al hombre que había fomentado aquel movimiento en la feligresía, es decir, al tejedor Hansen. Por eso al principio había gente que observaba con cierto temor la creciente influencia del alcalde, ya que tenía motivos para suponer que aquél no vería con buenos ojos quedar desplazado de su puesto de caudillo. Pero, con gran asombro de todos, el tejedor se mantuvo tranquilo en esta ocasión; es más, poco a poco se supo que él mismo había sido quien, desde los primeros momentos, había empujado al alcalde a participar en la vida pública, diciéndole, incluso, que, dada su posición independiente, consagrase su tiempo y su elocuencia a defender al pueblo.
Era como si, pasados los peligros y la tensión de la lucha, dejase el tejedor a los demás recoger los honores y la recompensa de su largo y paciente trabajo. Año tras año se había ido recluyendo cada vez más en su concha, sin que por ello se mostrase indiferente a la cuestión a que había consagrado su vida. Al contrario. Al tiempo que rechazaba el figurar en ningún puesto de honor, que se le había ofrecido en atención a sus méritos, se ocupaba voluntariamente de hacer toda clase de recados, ayudaba en las cuentas a los distintos negociados, llevaba la correspondencia y redobló su cuidado como espía y servidor político de la feligresía. Y siempre con su sonrisa torcida.
Aunque la reunión de este día estaba señalada para las tres, y a pesar de que, dada la tensa situación política, se esperaban cosas importantes, dieron las cuatro en el reloj del bargueño sin que se hubiesen reunido todos los convocados.
Como jefe del comité, el dueño de la casa ocupó el asiento de la cabecera de la mesa ovalada donde se reunió el consejo. Su recia figura, con el pelo rizado y el mentón grande y sin pelo, adquiría un aspecto imponente con el chaleco de felpa, de color verde manzana, y en mangas de camisa. Todavía le brillaba la nariz con su color azul de pavo en su cara roja; pero, en cambio, toda su actitud y modo de comportarse habían logrado esa amplia superioridad y amable desenvoltura que se adquiere en el trato diario con la vida pública. Manuel estaba sentado a su derecha, y también un campesino de Vejlby. A su izquierda habían tomado asiento dos jóvenes caseros de Skibberup y el carpintero Niels cuya oscura barba de vikingo había crecido un par de pulgadas más a lo largo de los años, llegándole casi a la cintura. En el extremo opuesto de la mesa se sentaba el tejedor Hansen, que hacía de secretario de esta reunión.
—Bueno, ya estamos reunidos todos —comenzó el alcalde dejando resbalar su mirada por toda la mesa—. Tenemos que darles hoy una noticia muy importante, señores… Por favor, Jens Hansen.
Las últimas palabras iban dirigidas al tejedor, quien sacó un gran papel del bolsillo interior y lo desdobló con mucho cuidado sobre la mesa. Lentamente y con voz monótona leyó a continuación el siguiente escrito:
¡Confidencial!
Personalidades destacadas entre nuestros correligionarios del Rigsdag[2] han enviado a esta Dirección General de todas las circunscripciones electorales democráticas del distrito una serie de informes para juzgar los inquietantes rumores publicados últimamente en varios periódicos del país. En vista de la seriedad del momento y de la importancia del asunto, se ha creído que lo más conveniente es poner sin tardanza en conocimiento de la honorable dirección parroquial los informes recibidos.
Dicen estos informes que no está fuera de lo posible que entre el Gobierno y el partido reaccionario existen convenios y se discuten planes que provocan la ira y la preocupación de todo hombre honrado. Según lo que se rumorea, no parece increíble que el Gobierno abriga un proyecto de desafiar una vez más la voluntad del pueblo y combatir la influencia del hombre sencillo en el gobierno del Estado mediante la abolición arbitraria del derecho electoral común. Todo hombre amante de la libertad sabrá juzgar este modo de obrar. Exhortamos, por tanto, por la presente, a las honorables direcciones locales a reunir a los partidarios y —en apoyo de nuestros diputados— dar a conocer la firme voluntad del pueblo de combatir hasta lo último el proceder de los poderosos.
Una exhortación semejante se cursa estos días a todas las direcciones del distrito, esperando que esta protesta anticipada, ese aviso dado por miles de voces, traiga todavía a la razón a nuestros contrarios y haga que se abstengan de sus siniestros propósitos.
¡Vivan la libertad y la justicia! ¡Viva nuestro inolvidable rey Federico, nuestro querido rey dador de la Constitución!
H. JOHANSEN.
Abogado.
Antes de terminarse la lectura, pálido y agitado por la irritación, exclamó Manuel:
—Pero ¡si esto es una infracción de la ley…! ¡Es una traición a la patria!
—¡Bien dicho! —sentenció la voz del carpintero.
—Sí, tienes mucha razón…; ningún hombre honrado puede darle otro nombre —asintió el alcalde, que durante la lectura había repartido puros. Y moviendo la mano, continuó—: Pero nos demuestra, amigos, que nosotros hemos hecho muy bien en enfrentarnos a un partido cuyo único objeto es aferrarse al Poder, aún a costa de poner en juego el bienestar y el futuro del país. Esta gente ya no son nuestros compatriotas…; ¡son enemigos de Dinamarca!
—¡Y enemigos de Dios…! ¡Alevosos asesinos del espíritu! —siguió Manuel, todavía fuera de sí—. ¡Es su última fechoría antes de su hundimiento definitivo…! Yo propongo que esta misma tarde convoquemos a todos los nuestros y les digamos lo que ocurre. Nosotros nos prepararemos también. Frente a los cañones de la ilegalidad colocaremos el mensaje de trueno de Dios…
—¡Poco a poco, Manuel…, poco a poco! —le dijo el alcalde, poniéndole, tranquilizador, la mano en el hombro, mientras el tejedor se volvió de un modo muy expresivo y se sonó las narices entre los dedos—. Ante todo, ¡no nos precipitemos! No debemos olvidar que de momento nada concreto sabemos…, y no hay que echarse la escopeta a la cara antes de ver al oso, como dice el proverbio. Y yo, por mi parte, tengo la sospecha de que todo sean rumores que los amigos del Gobierno han hecho circular para desanimar a nuestros diputados; quizá no se trate más que de un globo sonda que ellos han lanzado para estudiar el estado del país.
—Y si no son rumores vacíos…, si se trata de una amenaza real… y echan a nuestros diputados y sustituyen la justicia por la fuerza, ¿qué va a ocurrir entonces? ¿Qué va a ocurrir?
El alcalde echó una mirada de reprobación a Manuel. Luego lentamente y con exagerada dignidad, dijo, dejando caer la mano sobre la mesa:
—Si tal ocurriere (¡que no lo quiera Dios!), se levantarían en el país más de trescientos mil campesinos y dirían: «¡Basta…! ¡Basta!». ¿No tengo razón?
Al decir estas últimas palabras se volvió a los tres de Skibberup, que lanzaron un «bravo», asintiendo, mientras el campesino de Vejlby aprobaba con la cabeza.
—Yo propongo ahora —continuó— que convoquemos una reunión en el centro para el próximo domingo por la tarde. Yo me encargaré de explicar la situación tal como esté para entonces y a continuación procederemos a aprobar la resolución que se proponga. Además, soy de la opinión de que hasta entonces lo mejor es mantener como confidenciales los informes recibidos para no asustar demasiado, quizá sin necesidad alguna. Así lo ha creído también, evidentemente, la Dirección General. En resumen: yo no creo que nuestros buenos contrarios tengan ganas de embarcarse en nuevas aventuras cuando a través de nuestras reuniones conozcan la verdadera actitud del país. ¿No lo creéis así también vosotros, amigos?
Los cuatro miembros del consejo expresaron de nuevo su aprobación, y esta inalterable sinceridad surtió, finalmente, efecto en Manuel, que se tranquilizó un poco. Por otra parte, no estaba acostumbrado a tomar la palabra en los asuntos políticos. Su sentido de la importancia del aspecto político de la causa del pueblo había despertado tarde y con dificultad, y sólo gracias a sus grandes méritos en otros campos había sido incluido en el Comité político. Todavía le resultaba difícil interesarse por los detalles de cada día en el Parlamento, que la Prensa publicaba, o por la táctica que tanta importancia tenía para el jefe de la localidad y sus compañeros. Jamás podía dudar de que la justicia «triunfaría cuando Dios quisiese», y no tenía confianza ninguna en que las explicaciones más agudas ni la idea más sutil pudiesen acelerarla o retrasarla.
A propuesta de uno de Skibberup, se convino, para dar mayor importancia a la reunión, en traer un par de oradores de fuera. De momento se pensó en traer al viejo Bisp. Pero, aunque éste, durante los apasionados debates parlamentarios de los últimos tiempos, había demostrado que bajo los adornos de terciopelo y el traje de diplomático llevaba todavía la roja camisa garibaldina de su juventud, no había podido hasta entonces abandonar lo que él, sonriendo, llamaba su punto de vista «arquimédico» fuera de los partidos, y por este motivo en seguida se abandonó este plan por ser considerado infructuoso. En cambio, se creyó que podía abrigarse la esperanza de traer a dos destacados diputados democráticos, conviniéndose al instante en dirigirse en este sentido a la jefatura del partido. El alcalde se ofreció inmediatamente para ir a recoger en su coche a los oradores a la estación y cuidar de su alimentación, ofrecimiento que fue recibido con un murmullo de aprobación.
Finalmente, después de fijada la hora de la reunión y una vez que el tejedor Hansen hizo el registro protocolario de los actos realizados, el alcalde levantó la sesión.
—Bueno, señores —dijo con voz alegre, levantándose—, ahora supongo que habrá que dar un poco de trabajo al diente, ¿verdad?
Con estas palabras aludía él al «pequeño refrigerio», inevitable en esta casa, que había sido preparado en el cuarto contiguo, cuya puerta abrió en aquel momento una opulenta campesina con gorro de brocado, nariz aguileña y mentón de tres pisos, ama de llaves del alcalde. Debajo de la lámpara, ya encendida, estaba la bien servida mesa, sobre cuya cubierta de sólidos manjares de tocino y carne ahumada luchaban a muerte la dorada luz de la lámpara y los rojos rayos del sol poniente.
Poco a poco, sin embargo, se fue haciendo la luz en el espíritu de Manuel. Él contemplaba aquel grupo de hombres de espalda ancha, quienes, pese a todo lo que amenazaba su futuro, se sentaban tranquilos y confiados, seguros de la justicia de su causa y de la protección divina; y de nuevo se quedó admirado ante el inconmovible equilibrio espiritual, el varonil dominio de sí mismos, con que esta gente soportaba a cada momento cualquier contrariedad. Los platos se vaciaron sin tardar, siendo necesario que «la gran Sidse», que regía la casa desde que el alcalde se había quedado viudo, trajese más comida a la mesa. Esta mujer fue observada en silencio por el tejedor Hansen, quien durante la comida, apenas habló una palabra. Cuando el hombre que estaba a su lado quería servirle aguardiente, él, luciendo su sonrisa de gato, ponía la mano sobre el vaso. (Hacía poco que se había vuelto totalmente abstemio, y pese a las alegres bromas que, con motivo de ello, le dirigía el alcalde, no se apartó de su regla). Al terminar la comida y aparecer el café sobre la mesa, se puso en pie el alcalde después de haber repartido puros a todos. Pretextando tener que hacer una visita antes de acostarse, se despidió el tejedor estrechando la mano a todos y salió por la cocina, donde se detuvo un momento mirando al ama de llaves de tal modo, que ésta empezó a ponerse pálida y a temblar.
—¡Por Dios, Jens Hansen…! ¿Por qué me miras así? —dijo ella, asustada, utilizando un trapo como defensa.
Sin decirle nada, se puso él su sombrero y se alejó.
Fuera estaba oscurísimo. Se había calmado el viento. De un cielo nublado, inmóvil, caían grandes copos de nieve que se derretían al tocar el suelo. Bajo un goteo cada vez más denso que se fue convirtiendo en lluvia fina, se dirigía a su casa el tejedor Hansen por un sendero solitario. Su cara se contraía en súbitas sonrisas y sus ojos miraban con la fija mirada que ponía siempre que forjaba sus planes de guerra.
III
Ya oscurecido y en medio de una lluvia torrencial regresó Manuel a su casa acompañado de un hombre. Por la alta escalera de piedra penetraron en el soberbio vestíbulo, cuyo largo perchero de caoba se había enorgullecido un día con la gran piel de oso de Tonnesen y el sombrero de campo de Rangilda. En esta estancia ardía ahora una sencilla luz de establo. El perchero estaba lleno de sombreros campesinos, todos iguales; en el suelo se alineaban zuecos de madera de todos los tipos, desde las claveteadas barcas de los campesinos, reforzadas con cintas de hierro y con paja, dentro, hasta los pequeños zuecos de mujer, adornados en los picos y forrados de franela por dentro.
Los habituales huéspedes vespertinos de la casa, que dos veces a la semana se reunían allí después del trabajo para charlar, leer y cantar, estaban sentados en el gran comedor y en la sala del jardín, débilmente iluminados por una sola lámpara de petróleo. Ya no había nada en esta gran habitación, excepto los adornos de yeso, ennegrecidos por el humo, y las decoraciones de paisajes sobre las puertas, que recordase el salón donde Rangilda había hecho gala de sus extravagantes vestidos entre alfombras rojas, cortinas de damasco y muebles con incrustaciones. A lo largo de las cuatro paredes desnudas había ahora un simple banco de madera, sobre el cual, hasta la altura de los hombros, aparecía deslucida la pintura azul. Las cuatro altas ventanas que daban al jardín estaban cubiertas por arriba con una estrecha capa de batista rojo oscuro. Debajo de dos de estas ventanas había una mesa de roble. Había también un par de sillas de paja y un sillón viejísimo junto a la chimenea, un armarito junto a la puerta de la cocina y colgando del techo un candelabro de seis brazos de hojalata.
Esta habitación —el cuarto grande, o la «sala», como solía decir la gente— era el cuarto de estar de la familia. Las demás habitaciones de la casa, excepto el antiguo cuarto de estar, convertido en dormitorio, o estaban completamente vacías o se utilizaban para guardar el grano, la lana, los piensos, etcétera. Manuel había cogido para su propio uso el cuarto que en tiempos de Tonnesen servía de estudio; pero todo el mueblaje consistía en un par de estantes llenos de polvo y en un sofá de cuero. Raras veces se le veía allí más de media hora cuando, después de la comida, tomaba un pequeño descanso. Todas sus pláticas y conferencias las preparaba mientras estaba arando o cuando iba a visitar a los pobres y enfermos de la parroquia, pues, como él solía decir, había vuelto la espalda a sus libros después de haberse dado cuenta de que las aves del cielo y hasta las vacas en el establo, podían enseñar al hombre mejor que todos los libros del mundo.
Aquella tarde se había reunido en la casa alrededor de medio centenar de personas de ambos sexos; y, pese a la escasa iluminación de la sala, reinaba un humor excelente. Las solteras se habían sentado en un rincón y hacían labor de punto; las casadas, en cambio, ocupaban el sitio próximo a la chimenea, hablando con su habitual voz llorona sobre los problemas domésticos, pero sin dejar la aguja. Entre ellas estaba también Hansine con la rueca en las manos. Igual que las demás, vestía ropa de algodón y un delantal de estameña, cubriéndose la cabeza con un gorrito negro. No intervenía mucho en la conversación; cuando levantaba los ojos para ver quién entraba, se observaba en su mirada una expresión de completa ausencia. Los jóvenes charlaban en torno de la gran mesa de roble. Les daba de lleno la luz de la lámpara que estaba en medio de ellos, junto a un cántaro de agua con tapa de madera. La conversación era animada. El humo azul de sus pipas formaba una nube cada vez más espesa sobre sus cabezas cubiertas de larga cabellera.
En el rincón más oscuro de la sala estaban sentadas dos personas cuyo aspecto y actitud indicaban claramente que no solían acudir allí. Saludólos Manuel, al entrar, con toda cortesía y afecto, estrechándoles la mano y dándoles la bienvenida. Los dos tenían un aspecto lamentable. Vestían pobremente y estaban empapados de lluvia hasta el punto de formar un pequeño charco alrededor de sus pies. Uno era alto y delgado; el otro era pequeño y rechoncho y tenía una excrecencia como un puño encima de un ojo. Ambos permanecían sentados con las manos puestas sobre las rodillas y miraban tímidamente al suelo; pero de cuando en cuando, al advertir que no eran observados, se miraban de reojo, sonriéndose.
Eran dos tipos muy conocidos en la comarca. Se llamaban Svend Ol y Per Brendevin, y eran de los que cada mañana se apostaban junto a la puerta del comerciante Villing, esperando con impaciencia a que se abriera la tienda. Juntamente con otros pobres de la comarca, vivían en chozas de barro en la parte occidental del pueblo. Uno hacía zuecos; otro, cubiertas. Pero, según la creencia general, se procuraban la mayor parte de sus ingresos durante las noches sin luna, robando patatas y cortando la lana a las ovejas atadas, etcétera. Había gente que pensaba que tenían delitos mayores sobre sus conciencias. Esta historia la conocía Manuel a medias. No llevaba mucho tiempo en la parroquia cuando advirtió que la pobreza del campo causaba estragos espirituales, y desde hacía tiempo venía dirigiendo sus esfuerzos a procurarse el apoyo de la feligresía para apartar del mal camino a estos extraviados y pródigos y devolverlos a la simpatía social. Y ahora se alegró doblemente al ver a estos dos hombres. En este momento no recordaba que recientemente, como administrador de la caja de los pobres, había renovado la ayuda económica a los dos, y por eso tampoco podía sospechar que la presencia de ellos allí se considerase como una especie de pago de dicha ayuda.
También vino esta tarde el veterinario Aggerbolle. Estaba sentado en un banco que había debajo de las ventanas, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho, dejando ver así un roto en el sobaco. Su pelo y su barba aparecían completamente blancos; sus ojos, pálidos y fijos, sobresalían como dos bolas de cristal, y toda la parte lampiña de su cara abundaba en verrugas. No era fácil saber quién producía una impresión más penosa: si este hombre tan aporreado por el destino, o los dos miserables que vivían en chozas de barro.
Hacía tiempo que él se encontraba en este lugar. Si ahora estaba mezclado con «la morralla», como él, en el odio y desprecio de su corazón, había bautizado a los despiertos campesinos de entonces, se debía a una «infausta coincidencia de las circunstancias», según decía, que marcaron inexorablemente su destino a lo largo de su vida. Con el pretexto de visitar a un paciente, había besado, emocionado, aquella tarde a sus hijos y a su mujer, enferma, dirigiéndose a casa de su viejo amigo y secreto compañero de desdicha, el comerciante Villing, en busca de consuelo y, posiblemente, de lo que él llamaba un «olvidito». Pero la mala suerte quiso que, al pasar por delante de la casa parroquial, se encontrase con Manuel, quien, gratamente sorprendido, tomó del brazo, exclamando:
—¡Qué delicadeza la suya, querido amigo, venir, por fin, a visitarnos! Mi más cordial bienvenida.
Y allí estaba sentado en el banco entre «vaqueros y apestosos mozos de cuadra», como él pensaba para sus adentros con una rabia que ponía completamente azules las excrecencias de su cara. La conversación fue declinando en toda la sala y finalmente casi se apagó del todo. La gente seguía sentada esperando que Manuel u otro cualquiera dijese algún chascarrillo divertido, leyese algo o contase un cuento. Pero Manuel ni siquiera se había fijado en este silencio. Después de haber saludado a cada uno de los presentes, estrechándoles la mano, se había sentado en la presidencia de la mesa, donde poco a poco hubo de sumirse en una profunda distracción, dando vueltas en su mente a las noticias que se habían comunicado en la reunión en casa del alcalde. «Qué, ¿no va a haber nada esta noche?», dijo por fin una voz en el banco de las jóvenes.
Esta exclamación impaciente y la pequeña carcajada que le siguió sacaron a Manuel de su ensimismamiento. Levantó los ojos y dijo:
—Tienes razón, Abelone. A ver si hacemos algo… ¿No tienes nada que contarnos hoy, Antón? —preguntó, volviéndose a un hombrecito de barba morena y tipo sacerdotal que estaba recostado en un viejo sillón al otro lado de la mesa. Este hombre era Antón Antonsen, nuevo maestro de la parroquia. En respuesta a la pregunta de Manuel inclinó la cabeza a un lado y dijo lentamente:
—No. Esta tarde lo que hago es aplicarme el viejo proverbio: «Yo callo y rumio».
La alegría general que estas últimas palabras provocaron, casi antes de ser pronunciadas, indicaban la fama popular de este hombre. Su atildada persona junto con cierto humor plebeyo le habían trocado en el elemento animador de la aldea; sus chistes, proverbios y lecturas humorísticas se habían convertido poco a poco en el final inevitable de toda fiesta o reunión popular.
—Sí, pero escucha, Antón —dijo un joven que aún no había terminado de reír—. Tú podías leernos algo hoy. Hace tiempo que no te oímos nada. Seguro que se te ha olvidado que nos debes el cuento de Stine que va a la escuela superior.
—¡Sí, cuéntalo, Antón! —exclamaron inmediatamente muchas voces.
El maestro cerró su único ojo y miró en torno suyo con una sonrisa que iba provocando una carcajada cada vez más general.
—Bueno, bueno, hijos —dijo cuando por fin las mujeres empezaron a guardar silencio—. Si no hay quien cuente algo, no seré quien se eche atrás. Pues «yo» no quiero tener sobre mi conciencia la vergüenza de que Stine no vaya a la escuela superior.
—Pero ¿no vamos a cantar antes? —dijo de nuevo la voz femenina.
—Sí, vamos a cantar —dijo Manuel—. Un canto patriótico. Podemos necesitarlo en estos tiempos.
Tan pronto terminó el canto, nadie habló en la sala. Los jóvenes se acomodaron poniendo los brazos sobre la mesa, y las jóvenes dejaron su labor de punto o la guardaron en el bolsillo y se dispusieron a escuchar a Antón y a seguir sus gestos mientras leía. Como lector y narrador era el maestro único a los ojos de esta gente; solamente podía comparársele el viejo director de la escuela de Sandinge. Pero mientras éste, cuando contaba sus narraciones y las viejas sagas nórdicas, parecía, en su entusiasmo, que levantaba el techo sobre las cabezas de sus oyentes y, con voz de gallo, dominaba a todos los campeones de las sagas, a los magos y a las valkirias, mostrándoles, llenos de vida, que la fuerza de las narraciones de Antón residía en su esencia moralizadora, que últimamente estaba de moda en la literatura. Sobre todo sabía reproducir e imitar los gestos cómicos de las personas al hablar y moverse, utilizando su pequeña figura para representar de una manera viva las cosas como hasta entonces nadie lo había hecho.
De este modo contribuyó en alto grado a que la poesía de cada día penetrase cada vez más en la vieja poesía romántica, por cuya grandeza había tratado Manuel de despertar la atención de sus oyentes, sin llegar a entrarles con ella en el espíritu, pues casi les avergonzaba la libertad con que los viejos poemas alababan las formas del cuerpo de la mujer y las alegrías de los sentidos. En cambio, en la poesía moderna, en estas imágenes de la realidad, ora llenas de sentimiento, ora humorísticas y siempre vivas, compuestas las más de las veces por maestros y por otros hombres salidos del pueblo, se revivían las luchas de todos los días y se reflejaba el estado de ánimo de la gente. En ella se encontraba, además, la habitual seriedad, el alma popular, la exigencia de verdad y la necesidad de justicia, que hacían sonar en sus pechos las cuerdas más profundas.
IV
Aquella misma noche estaban el comerciante Villing y su mujer sentados en el pequeño cuarto de estar que había junto a la tienda. En el centro ardía una potente lámpara, con pantalla roja, que arrojaba un plácido resplandor sobre la mujer, que hacía punto sentada en medio del sofá, mientras Villing descansaba en una mecedora al otro lado de la mesa, leyendo en voz alta un periódico.
Fuera en la tienda había soledad y silencio. Del techo colgaba una lámpara apagada despidiendo humo y tufo entre agujas de hacer punto y ovillos, y en lo más oscuro, detrás de una barrica de aguardiente, estaba el dependiente, que, generalmente, cambiaban cada tres años, y que, sin embargo, era siempre un tipo delgado y feo. En este momento estaba dormido con la cabeza apoyada contra el tabique, la boca completamente abierta y las manos metidas en los bolsillos, de tal manera, que parecía que nunca jamás tendría que sacarlas. En las dos últimas horas nadie había venido a molestarle. La tienda de Villing, que antiguamente siempre estaba llena de gente, estaba ahora vacía la mayor parte del día. Su clientela había disminuido: la cooperativa de Skibberup sólo le había dejado el comercio con los pobres, consistente en carbón, aguardiente y cerveza de Baviera.
Pese a los duros años de prueba por que habían pasado Villing y su mujer, conservaban, sin embargo, más o menos, el aspecto de siempre. El pequeño Villing, con su ancha cabeza y sus patillas rubias, tenía una gordura sonrosada; su mujer, aunque tenía que usar gafas cuando hacía labor de punto, conservaba en su cara aquella frescura juvenil y la dulzura de monja que siempre la habían caracterizado, demostrando que ella también había encontrado la paz creyendo en lo que su marido, fiel a Dios, llamaba la superioridad profesional y en la victoria final. Ahora, a espaldas del negocio de la tienda, trataban de compensarse prestando secretamente dinero contra una garantía segura. Varias personas de la comarca, al hallarse en un apuro, habían recibido de Villing lo que éste llamaba «una cuenta de mano». Y debido a los malos tiempos y a la creciente marea de cuestiones intelectuales en la masa campesina, que hacía descuidar el trabajo de las tierras, había hecho en los últimos años buenos negocios con su pequeño capital.
El periódico que leía Villing en voz alta era un diario reaccionario de la capital, muy conocido por las detalladas crónicas de sociedad de las clases altas. Desde hacía mucho tiempo este periódico era el favorito del matrimonio, casi su única lectura; y aunque en aquellos agitados tiempos era peligroso para ellos tener dicho periódico en casa a causa de la extensa red de espionaje que había montado el tejedor, no podían pasar sin él. No eran suscriptores del periódico, pero se lo procuraban secretamente a través de una amistad comercial, que se lo enviaba como embalaje de las mercancías.
Aquella noche les estaba reservado un placer especial. El periódico dedicaba una columna a describir con todo detalle una brillante fiesta en la Corte, y Villing, que cuando leía jamás dejaba de emplear aquella voz de cura con que la gente indocta suele adornar sus palabras cuando entran en contacto con la letra impresa, aprovechó la ocasión para lucir su talento declamatorio. Con la mano en la patilla, señal de emoción en él, leyó lo siguiente:
—«Con la precisión que un intelectual calificó de cortesía de príncipes, a las nueve en punto llegaron sus majestades seguidos por un séquito espléndido en el verdadero sentido de la palabra. La sala de los Caballeros, iluminada como en un cuento de hadas, ofrecía en este momento un aspecto deslumbrador. Los variados uniformes de los caballeros, con el pecho cubierto de condecoraciones, y sobre todo, los vestidos de la damas, maravillosos, rutilantes de diamantes, rubíes y zafiros, producían un efecto asombroso…». Sí, tuvo que haber sido grandioso, ¿verdad? —se interrumpió él, mirando a su mujer.
—¡Ya lo creo…! Pero sigue leyendo, querido.
—«… Su majestad el rey, cuyo aspecto, pese a la edad, despertó la alegría general y la admiración de todos, vestía uniforme de general de la Guardia, adornado con la cinta azul de la Orden del Elefante. Su majestad la reina, extraordinariamente animada y más juvenil que nunca, lucía corpiño de encaje blanco y un vestido de brocado lila brillante, con cola de cinco varas; además, adornaba su cuello y brazos con collares y brazaletes, y en la cabeza llevaba un pompón de plumas color lila…». Figúrate, Sine: ¡cinco varas de brocado lila brillante! Pongamos doce varas en total. A cincuenta o cuarenta y cinco coronas la vara, por ejemplo, tenemos que sólo la tela costó ¡quinientas cuarenta coronas!
Su mujer, que había apoyado la mejilla sobre una de las agujas, dejó resbalar su mirada hasta el techo por encima de las gafas y añadió:
—Y quince varas de encaje, a veinticinco coronas, dan trescientas setenta y cinco.
—Total: novecientas quince coronas.
—Por lo menos.
—¡Sólo para la tela! Eso puede llamarse un gran vestido, ¿verdad? Pero sigue leyendo.
—«Su alteza real la princesa…».
—¡Lo que vamos a oír ahora! —exclamó la mujer.
—«Su alteza real la princesa —repitió Villing, reforzando la voz— llevaba un vestido de raso azul brillante, con lirios de plata…». Lirios de plata… «… En la cabeza, una diadema de brillantes, además de una abundancia verdaderamente principesca de piedras preciosas en el cuello, pecho y brazos, y en el vestido. Causó especial admiración un par de brillantes tan grandes como huevos de perdiz». ¡Brillantes tan grandes como huevos de perdiz! Tanto como tener una finca señorial colgada de cada oreja. ¡Qué sensación!
Volvió a interrumpirse y levantó la cabeza con la expresión de estar escuchando. Del otro lado de la calle llegaban voces alegres y se oyó a un grupo de muchachas alejarse cantando.
—Ya se terminó la reunión de hoy —dijo, mirando al reloj del pedestal—. Ya son las nueve. Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah! «Entre la aristocracia pudimos ver a los siguientes personajes: la señora del presidente del Consejo…».
En este momento sonó estrepitosamente la campanilla de la puerta de la tienda. Villing dobló aprisa el periódico, dispuesto a guardarlo en el cajón de la mesa. De la tienda llegaron voces confusas y un ruido de botellas. Volvió a sonar la campanilla de la puerta, y ésta se cerró.
—¡Elías! —llamó Villing con voz de trueno.
Apareció la cara del dependiente en la puerta entreabierta.
—¿Quienes eran?
—Svend Ol y Per Brendevin. Querían un poco de vino.
—Bueno. Puedes cerrar e irte a dormir. Pero no tengas encendida la luz mucho tiempo. Buenas noches.
Cuando se cerró la puerta y se convencieron de que el muchacho se había ido, volvió Villing a coger el periódico para continuar la lectura. Pero de nuevo le interrumpió el sonido de la campanilla. Esta vez se abrió la puerta de prisa y con ruido; se oyó abrir el mostrador y entró un hombre. Apenas Villing había escondido otra vez el periódico, se abrió la puerta del cuarto de estar.
—¡Ah, es usted! —exclamó con un suspiro de alivio al ver al veterinario Aggerbolle, todo calado de agua—. ¿De dónde viene a estas horas?
—¿Yo…? ¡Hum! De ver a un paciente —murmuró Aggerbolle, buscando un sitio donde dejar su sombrero y su bastón—. Tiempo de perros. ¡Y vaya agua! Casi no le conocen a uno al entrar en las casas de la gente con esta pinta.
—Muy amable en venir a vernos —dijo suavemente la mujer, echando una mirada admonitoria a su marido, que no disimuló gran cosa el disgusto que le producía la visita—. Nosotros estamos mucho tiempo solos y nos alegra ver a nuestros amigos… ¿Qué tal por su casa con toda esta llovizna y chubascos que hemos tenido?
Aggerbolle hizo como si no hubiese oído la pregunta. Se sentó en una silla junto a la mesa y con gesto hosco se puso a lanzar imprecaciones contra los hombres y el orden del mundo. Eso hacía siempre que venía a pedir dinero o a intentar una prórroga para su deuda. Villing seguía callado; la mujer, también. Recientemente habían hipotecado los muebles de Aggerbolle y sabían que éste no tenía ya nada que hipotecar. De pronto se desató en un ataque de alegría loca, diciendo:
—¿Me da usted un poco de agua caliente esta noche, Villing? Creo que con este tiempo de perros se necesita algo que conforte.
El comerciante y su mujer cambiaron miradas inquietas y hubo un momento de silencio. Luego se levantó la mujer y salió a la cocina.
—Bueno, ¿cómo va eso? —preguntó Villing con la compasión que se despliega ante la víctima saqueada y golpeándole amistosamente en la rodilla.
—¡Mal, claro está…! ¿Cómo quiere usted que vaya?
—Sí, también nosotros los comerciantes tenemos de que quejarnos. Por todas partes, pocas operaciones y precios bajos. ¿En qué va a parar esto…? Recientemente se lo dije a mi mujer. ¡Qué lástima que no podamos ofrecer a nuestros clientes mejores condiciones! Ni siquiera quiero hablar de la alegría que tendría ayudando a los viejos amigos y buenos clientes en un apuro momentáneo. Pero hoy ya está bien que cada uno pueda defender lo suyo. En estos momentos ni siquiera sé cómo hacer frente a las letras. Es muy duro, puede creerlo, cuando se ha llegado a mi edad, ver en qué paran los esfuerzos de veinte años. De momento estoy completamente indefenso.
El veterinario, que ya había oído en otras ocasiones estas palabras y sabía perfectamente lo que querían decir, lanzó unas palabras ininteligibles y miró, impaciente, a la puerta de la cocina. En efecto, había abrigado la esperanza de lograr un préstamo de un par de coronas; pero en este momento no tenía otro pensamiento que el de la inminente embriaguez.
Finalmente, apareció la mujer con el servicio en una bandeja. Aggerbolle tomó en seguida una copa, llenó cuidadosamente el fondo con agua y vertió coñac hasta el borde, y, sin esperar el choque o el brindis, se la llevó con mano temblorosa a los labios y la apuró hasta la mitad.
—Bien —exclamó momentos después, animado por el alcohol—. ¿Hay algo nuevo que contar?
—¿Algo nuevo? Veamos —dijo Villing, revolviendo en su copa. Sí, la novedad de que hoy ha habido reunión en casa del alcalde.
—¿A eso le llama usted novedad? ¡Al diablo! Yo creo que celebran reuniones todos los días. Éstas bestias de campesinos no tienen hoy día otra cosa que hacer. La leche va a las centrales lecheras; los cerdos, a los mataderos de la Cooperativa…, de modo que pueden ir bonitamente a casa del alcalde a darse importancia. ¡No! ¡De otra forma se hacían antes las cosas, hermanos!
—Se habrán reunido allí personas de confianza.
—¿Personas de confianza? —dijo Aggerbolle—. Otra vez nos veremos metidos en líos políticos. No hace más de ocho días que tuvimos reunión aquí… ¡Sí! Sin embargo, no puede uno incomodarse cuando se piensa en lo que los haraganes han preparado en el país. ¿Cómo es que no mataron…? ¡Sí, mataron —repitió, con el puño en alto— y sepultaron el último resto del antiguo buen humor danés con todos sus malditos balidos de cordero! ¡Si lo supiese el viejo Didrik Jakobsen! ¿Recuerda usted, Villing, al viejo Didrik Jakobsen? Era un tipo de ciudad. ¡Qué fiestas de Navidad las suyas…, con sus asados de jamón de dieciséis y veinticuatro kilos, y repollo colorado, y bebidas y café que calmaban las penas…! ¡Allí teníamos fiesta para cinco noches seguidas, Villing! ¡Aquello era vivir!
Villing y su mujer cambiaron miradas melancólicas. También en ellos habían despertado las palabras de Aggerbolle recuerdos dulces. Precisamente, en su tienda era donde se habían comprado tantas cosas buenas, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquéllos en que por la noche, después de esta reunión, en la que a veces había más de cien personas comiendo y bebiendo, se sentaban en el sofá, y con una pluma de acero nueva escribían la subida cuenta y contaban las pilas de táleros, de una vara de largo.
—Y Soren Himmelhund —continuó Aggerbolle, cada vez más animado por sus recuerdos—. ¿Recuerda, Villing, aquella vez en que mató un ternero cebado…? Compare ahora… Ni siquiera una mesa bien puesta para una boda. Sólo café con azucarillos… Y, como complemento, cantos, cuentos de viejas, palabras de amigo y manos sudorosas estrechándose. ¿Y es éste el pueblo progresista? ¡Abajo con él! ¡Abajo con estos tipos!
El recuerdo del largo tormento de dos horas que había tenido que soportar en la casa parroquial le había sacado de quicio. Villing lo contemplaba todo consternado, y, finalmente, también a él se le vio pensativo ante sus arrebatadas palabras. De pronto se calló. Hubo un momento de silencio desagradable en el cuarto, como si la sombra del tejedor Hansen pasase invisible por él.
—¿Qué tal está su familia, querido Aggerbolle? —preguntó la mujer, cambiando de conversación.
El veterinario hizo un gesto de defensa con la mano y apartó la cabeza con el gesto de pena con que su cara se contraía siempre que se le hablaba de su mujer.
—¡No hablemos de eso, señora Villing! ¡Me hace sangrar el corazón…! Me consuela ver que todo lo que sufro por causa de estos malos tiempos, y permítame que añada por mi propia debilidad, lo sufro por mi pobre mujer y mis inocentes hijos. Si no fuera por ellos, hace tiempo que me hubiese levantado como un hombre y escupido a esos tipos mi desprecio en su misma cara. ¡Pero de una vez para siempre prometí apurar hasta el fondo la amargura, por mi mujercita y mis pequeñuelos! No, señora Villing; en esto se equivoca usted. Yo no soy ningún verdugo para dejar que, por mi orgullo, mi Sofía sufra más de lo que ya sufre…
—Pero, querido Aggerbolle, ¡si yo no he dicho eso! —replicó humildemente la señora Villing.
—No, no, señora. Usted no conoce a mi Sofía…; eso es todo. Usted no la ha amado, como yo, durante casi veinte años (pronto los hará) de amarguras y estrecheces. Así se aprende a dar gracias por una esposa tan buena y fiel, como ha sido mi Sofía. Un modelo de mujer y de madre… Noble, abnegada; un ángel de paciencia. Tan bella y graciosa en su dolor…
El coñac había comenzado a surtir efecto en él. Se puso el pañuelo delante de los ojos para ocultar las lágrimas, que estaban a punto de brotar. Su voz estaba velada por la emoción, mientras las palabras y la expresión de su cara revelaban la no disminuida pasión con que constantemente adoraba a su mujer, y cuyo fuego podía causar una impresión completamente desagradable en los que conocían aquel resto de vida humana que se llamaba la señora Aggerbolle.
—Mi pobre mujer —continuó— está terriblemente débil. Ella, ¿sabe usted?, sufre terribles alucinaciones tan pronto está sola. ¡Puede creerme que para mí es terrible pensar en esto! El otro día, por la noche, regresando yo de ver a un paciente, ya observé a distancia que había luz en la alcoba. Comprendí que ocurría algo, y cuando llegué allí (¡jamás olvidaré el espectáculo!), encontré a mi mujer sentada en la cama, blanca como una sábana y temblando como si se estuviera muriendo. Me precipité hacia ella y la tomé en mis brazos; pero ella, de momento, ni siquiera podía hablar. «Mi amada Sofía —exclamé—, ¿qué pasa?». Finalmente tuvo fuerzas para contarme que había oído andar alrededor de la casa y que había entrevisto caras horribles en los cristales, y que la llamaban, y que querían entrar y matar a sus hijos… Fantasías, claro está. ¡Pero qué horrible presenciar aquel cuadro!
Ya no pudo dominarse. Corrientes de lágrimas brotaron de sus ojos e, inclinándose hacia adelante, dejó caer la cabeza en su mano.
—Pero, señor Aggerbolle —exclamaron a un tiempo Villing y su mujer, sinceramente conmovidos. Y mientras Villing le animaba dándole golpecitos en las rodillas, continuó—: ¡No se desconsuele, querido amigo! Ya verá cómo el calor del verano le sienta bien a su mujer. Cuando venga la primavera, todos olvidaremos las calamidades del invierno.
Pero él ya no oía nada. Estaba en lo más hondo de la desesperación, que era una de las fases de su embriaguez. Finalmente levantó su pesada cabeza.
—¿Sabe usted lo que yo creo? —Dijo con voz caliente, como extraña, al tiempo que levantaba su mano—. Hay un embrujo en el aire de este país… Algo diabólico en algún lugar…
—¡Pero, señor Aggerbolle! —dijo la señora Villing—. Hace poco que también lo dijo usted. Nos causa mucha pena.
—Perdone, señora…; ¡pero usted no me entiende! Yo no creo en fantasmas, ni en espíritus, ni en ninguna clase de supersticiones. Yo le digo que hay algo de embrujo en el aire…, algo que nos quita la vida, que quita el alma y sangre y energías a aquellos que no han vivido al aire libre…
—Oiga, Aggerbolle —exclamó Villing—; no se preocupe, por amor de Dios… Prepárese otra copita y trate de alejar esos pensamientos tristes. También nosotros deberíamos distraernos un poco esta noche. Los tres necesitamos un poco de alegría en estos malos tiempos.
Como si despertase de un sueño, se levantó Aggerbolle y se pasó la mano por la cabeza. Con mirada insegura miró al reloj del pedestal y murmuró:
—Debería irme a casa… Me parece haberle prometido a mi mujer…
—No, amigo mío; en este estado de ánimo en que se encuentra usted ahora no puede ir a su casa. Contagiará su pena a su mujer. Recuerde que hace poco le gané trece mil coronas. Ahora tiene usted ocasión de desquitarse… Sine, trae las cartas y prepara al señor Aggerbolle media copita más.
A la vista de las cartas desapareció la resistencia de Aggerbolle. Pero tampoco estas pequeñas partidas eran ningún sacrificio para el matrimonio Villing, pese a querer demostrar que sí. Claro está que, debido a la bancarrota total de Aggerbolle, tuvieron que renunciar a jugar dinero; pero su interés por el juego se había despertado al ocurrírseles la feliz idea de llevar una especie de contabilidad, y de este modo hacer apuestas que ponían en movimiento su fantasía y satisfacían su pasión de contar y sumar.
En seguida formaron corro alrededor de la mesa y repartieron cartas.
—Yo declaro —dijo inmediatamente Aggerbolle, que era mano.
—Yo, también —dijo la mujer.
—¡Oh! Yo creo que voy a pujar más de una vez —terció Villing, extendiendo la mano para coger las dos cartas que había sobre la mesa.
Pero Aggerbolle le llevó la delantera. Pasó su mano sudorosa por las cartas y dijo que jugaba sobre las que tenía.
—¡Aguanta la nave, capitán, que nos balanceamos! —rió Villing—. ¡Esta noche ha llegado usted a sitio feliz, Aggerbolle!
Aggerbolle se puso el pañuelo que hacía dos años se había comprado para hacer patente con él la superioridad intelectual y de educación sobre los «haraganes». Su cara, que al entrar estaba azul pálida, se fue poniendo roja poco a poco, despidiendo vapor a consecuencia del alcohol. Cuando ganó su juego llevó ambas manos a los costados; luego, sonriendo del uno a la otra, dijo:
—¿Verdad, hermanos, que aquí se está muy a gusto?